26/4/11

El don de las historias verdaderas



Poema visual de Joan Brossa

José Jiménez Lozano trae a colación, en Advenimientos, unas líneas de Cervantes, al comienzo del capítulo XVI del libro tercero de El Persiles:

Cosas y casos suceden en el mundo, que, si la imaginación, antes de suceder, pudiera hacer que así sucediera, no acertara a trazarlos; y así, muchos por la raridad con que acontecen, pasan plaza de apócrifos, y no son tenidos por tan verdaderos como lo son; y así, es menester que les ayuden juramento, o, al menos, el buen crédito de quien los cuenta; aunque yo digo que mejor sería no contarlos, según lo aconsejan aquellos antiguos versos castellanos que dicen:

Las cosas de admiración,
ni las digas ni las cuentes,
que no saben todas gentes
cómo son. 

Y ahora que acabo de transcribir el fragmento me viene a la memoria que algún escritor -no recuerdo ahora quién-, en sus años de aprendizaje, copiaba fragmentos de los clásicos. Por ósmosis, diríamos, también se aprende. Volviendo a El Persiles, se discurre en esas líneas sobre el asunto nuclear de la verdad y lo verosímil; en literatura -como en el cine-, la verdad debe pasar la prueba de lo verosímil, para que lo verídico se lea -o se vea- como verdadero. Y justamente Cervantes se plantea cómo contar una historia verdadera para que por verdadera sea tenida. Jiménez Lozano se pregunta entonces si el arte de contar debe pagar su cuota de mentira para narrar algo verdadero. O si "las historias verdaderas que vemos en nuestros adentros, y que son historias de admiración, no deben contarse porque no saben todas gentes cómo son, es decir, no las comprenderían y las rechazarían". Y recuerda el estilo sin ventanas pintadas del que hablaba Pascal y el estilo de la sabrosa insipidez de la leche o del pan, como dice Bataillon del estilo del propio Cervantes.

Aún así, insiste Jiménez Lozano en preguntarse si hay cosas que no deben contarse porque es imposible que este mundo las entienda y no querría saber cómo son. Y encuentra en la propia copla citada por Cervantes la clave de su esperanza: no todas gentes, luego algunas sí. "Y pienso, entonces, que la mayor ambición de un escribidor sería contar esas historias verdaderas que algunas personas pueden entender y tomar por verdaderas, como son. ¿Acaso no son esas historias las que, cuando han sido contadas, pasan los siglos como en sordina y andando en zapatillas, y ayudan a vivir y al pensar y sentir, pero los siglos no pasan por ellas? Pero esto se le concede a alguien o no. Es un don, un puro regalo".

Por eso no queda otra que trajinar con el recado de escribir, o sea, cavar a pico y pala el pozo de los adentros (hasta olvidarse que es en uno donde nos adentramos, como si abriéramos la puerta olvidada de un pasaje sellado, como si pusiéramos el pie en un territorio desconocido, como si viéramos por primera vez lo que se abre ante nuestra mirada), hasta tallar el cristal de una escritura transparente, por si nos fuera dado el don de las historias verdaderas.

25/4/11

25 de abril de 1974

Desde aquel 25 de abril de 1974, Vasco Lourenço, Dinis de Almeida, Vítor Alves, Salgueiro Maia, Melo Antunes, Otelo Saraiva de Carvalho... y tantos soldados portugueses del Movimento das Forças Armadas (MFA) merecen ser recordados como libertadores. Aquellos soldados se conjuraron en torno a Grândola, vila morena y convirtieron la canción de Zeca Afonso en el más hermoso de los himnos de combate, y a cuantos nos conmueve escucharla en filhos da madrugada. Hijos de la madrugada de aquel 25 de abril de 1974. La más bella de las madrugadas.




Grândola, vila morena
Terra da fraternidade
O povo é quem mais ordena
Dentro de ti, ó cidade

Dentro de ti, ó cidade
O povo é quem mais ordena
Terra da fraternidade
Grândola, vila morena

Em cada esquina um amigo
Em cada rosto igualdade
Grândola, vila morena
Terra da fraternidade

Terra da fraternidade
Grândola, vila morena
Em cada rosto igualdade
O povo é quem mais ordena

À sombra d’uma azinheira
Que já não sabia a idade
Jurei ter por companheira
Grândola a tua vontade

Grândola a tua vontade
Jurei ter por companheira
À sombra duma azinheira
Que já não sabia a idade








Salgueiro Maia


21/4/11

¿Te acuerdas cuando..?

Hay películas de las que necesitamos hablar para verificar que no las soñamos, o que no sólo las soñamos, que existen realmente aunque sean un sueño de cine o cine soñado. U samogo sinego morya (Al borde del mar azul o A orillas del mar azul o À Beira do Mar Azul, 1936) de Boris Barnet es de esas películas. Un sueño. Y un milagro. Que se me escapaba. Desde que supe de ella, estuvimos a punto de ir a verla en la Filmoteca Española hace año y medio pero tuvimos que suspender el viaje y no fue posible contemplarla en una pantalla grande. Pero no nos quejamos, todo lo contrario, le agradecemos al amigo José Lorente los enlaces para bajarla -bueno, nos la bajó nuestro hijo, uno se atropella bastante en semejantes tráficos- y podéis aprovecharlos (en los comentarios que dejó en Polvos azules) si os apetece, la copia tiene bastante buena imagen, y algunos de problemas con el sonido y los subtítulos que no impiden disfrutarla. Eso sí, en cuanto nos enteremos de su proyección en una sala de cine haremos todo lo posible por verla, ahora más que antes, para hacerle justicia a la bella fotografía -de momento, sólo presentida- de Mikhail Kirillov .


En julio de 1984 hicimos nuestro primer viaje a París. Una mañana visitamos el cementerio de Montparnasse. Buscábamos la tumba de Julio Cortázar que había muerto unos meses antes. Nuestro hijo -tenía entonces tres años- correteaba entre las tumbas mientras nosotros nos íbamos parando en algunas -la de Baudelaire, César Vallejo o Samuel Beckett- que nos íbamos encontrando. Andábamos tan ensimismados que perdimos de vista a nuestro hijo, entonces escuchamos su voz, nos llamaba; no se había perdido, si acaso nosotros, había encontrado una tumba que quizá nos interesaba ver. Le había llamado la atención porque la lápida estaba cubierta por un collage de fotogramas de películas. Era la tumba de Henri Langlois, y muy cerca encontramos la de Jean Seberg. ¿Y qué tiene que ver Henri Langlois con U samogo sinego morya que nos convoca hoy? En realidad, no os lo preguntáis, ya lo suponéis: con toda probabilidad no estaríamos hablando de la película de Boris Barnet si no fuera porque Henri Langlois programó sus películas en la Cinemateca Francesa a principios de los años cincuenta, lo consideraba el gran poeta del cine ruso.

Henri Langlois

Boris Barnet fue alumno del Laboratorio de Lev Kuleshov, una sección de la Escuela de Cine de Moscú, y participó como actor en la película de su maestro Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques (1924), producida en el Laboratorio. Barnet dirigió su primera película en 1927, una comedia muda titulada La chica de la sombrerera. Su filmografía se desarrolla a lo largo de cuarenta años amojonados por veintiún largometrajes. Algunas de sus películas tuvieron éxito de público, pero Barnet nunca gozó de prestigio como cineasta ni en su país ni fuera de él. Si tenemos en cuenta que praestigium significaba engaño, nos alegramos etimológicamente. En 1965, Barnet se ahorcó con un hilo de pescar. Tenía 63 años, se sentía abandonado por el público, y lo que es peor, estaba convencido de haber perdido la capacidad de hacer buenas películas.

Boris Barnet

Quizá Barnet  nunca llegó a saber que Henri Langlois hizo cuanto estuvo en su mano por dar a conocer su obra. Quizá tampoco que Rivette y Godard lo admiraban. Desde luego no supo que Serge Daney habló de U samogo sinego morya hasta el último día, porque, más que de escribir de esa alquimia de humor, calidez y humanidad, sobre Al borde del mar azul dan ganas de hablar. Y tampoco que Bénard da Costa la consideraba la más transparente y secreta de las películas, y que escribió de ella con fervor en Os filmes da minha vida. Y que seguimos hablando de Al borde del mar azul.


Mientras se rodaba Al borde del mar azul, estaba a punto de desencadenarse el gran terror estalinista que se llevó por delante a Osip Mandelstam, Isaak Babel o Vsévolod Meyerhold entre tantísimos. Y basta imaginarlo para comprender por qué nos referimos a la película de Barnet como un milagro, porque no puede  imaginarse nada menos estalinista que Al borde del mar azul pero, al mismo tiempo, el contexto permite -o exige- verla como un documental de una utopía que no tuvo su lugar en esta tierra, sólo en el mundo (onírico) del cine, o sea, en el mejor de los mundos. ¿En qué otro mundo los camaradas comprenderían que un hombre enamorado se ausentara del trabajo para comprarle un collar a su amada y aun se apiadaran de él? ¿En qué otro mundo los impulsos del deseo tendrían prioridad sobre las obligaciones laborales? ¿En qué otro mundo lo íntimo podría conjugarse sin trabas con lo comunal?


Dos náufragos, Aliosha y Yussuf, van a parar a una isla del sur del Mar Caspio, y se encuentran en una explotación pesquera colectivizada -talmente un matriarcado- llamada "Luces del comunismo", los documentos que acreditan su identidad se han borrado, son hombres sin pasado, pero no importa, porque a ellos les basta que la primera persona que les pone los ojos encima sea Mashenka, encarnada por una Yelena Kuzmina -rubísima, humidísima y azulísima, en palabras de Bénard da Costa-, de la que se enamoran perdidamente, mientras ella les canta una canción que habla de gaviotas, de días claros y pasiones oscuras. El triángulo se complica porque, además de compañeros de naufragio, Aliosha y Yussuf son amigos, compañeros del alma. Y ahí tenemos la clave dramática de Al borde del mar azul que prefigura tanto Una mujer para dos de Lubitsch como Jules et Jim de Truffaut o Lola  de Demy. Porque la película de Barnet se mueve entre la comedia y el melodrama, el cine musical y el slapstick, pero resulta inclasificable.


Atrapados en las redes del amor, Aliosha y Yussuf se vuelven inocentes como niños, como si Mashenka los devolviera a una infancia donde se desdibujan las fronteras entre el mundo real y el mundo de los sueños. Y amando a Mashenka quieren seguir siendo amigos. Como los niños, no quieren renunciar a nada. Por eso se animan mutuamente en el pesquero atrapado en la tormenta. Masha te quiere a ti, dice Yussuf. No, te quiere a ti, dice Aliosha. Yussuf se deja convencer por su amigo y, manteniendo el equilibrio en los vaivenes del barco, imagina su boda con Masha, el cortejo nupcial... Y se entrega tanto al ensueño que no se da cuenta de que Aliosha apenas puede soportar imaginarse a la chica casada con otro, aunque sea Yussuf, y golpea con los puños el camastro, como patalea un niño al verse privado de su objeto de deseo.


Un golpe de mar se lleva a Mashenka. Cuando todos se rinden y consideran que es inútil seguir buscándola, Aliosha y Yussuf perseveran, hasta que no pueden más y yacen en la arena rendidos. Y parece como si el mar se apiadara de ellos y les devolviera a Mashenka cuando las olas la llevan hasta la playa; una resurrección que no constituye el clímax de la película sino apenas el final del segundo acto. Entonces asistimos a la escena que le gustaba tantísimo a Serge Daney -y no es de extrañar- y no se cansaba de evocarla: ¿Te acuerdas cuando los los amigos llegan con Mashenka al local donde todos los camaradas lloran y ella no entiende por qué y pregunta quién murió? Y entonces los tres empiezan a bailar, tanta es la alegría de estar vivos que no les cabe dentro y todo el pueblo se une al baile para celebrar el regreso de Mashenka y la felicidad recobrada de los amigos.


¿Te acuerdas cuando el mar llena la pantalla?, recordaba Daney. Porque lo que salta a la vista, al oído, y aun al tacto y al olfato, es la presencia del mar, la sensualidad de las olas, el abrazo telúrico que une a seres y elementos con ese magnetismo del deseo que nos remite a L'Atalante de Jean Vigo. En Al borde del mar azul, escribía Bénard da Costa, las presencias parecen emerger de un sustrato mítico, como si Aliosha y Yussuf fueran náufragos eternos y Mashenka el espíritu de la isla. Barnet consigue plasmar los elementos en toda su fisicidad y al tiempo transfigurarlos, devolviéndonos con la película a la experiencia de los orígenes del cine. Como en un sueño del que cuesta despertar. Por eso necesitamos confirmar que no sólo hemos soñado Al borde del mar azul. ¿Te acuerdas cuando..?

18/4/11

Pájaros

En Apenas sensitivo, la última entrega del Salón de pasos perdidos, diarios o novela (en marcha), según se mire, Andrés Trapiello relata una visita a Miguel Delibes en 2003. El autor de Los santos inocentes le cuenta que, mientras pudo asistir a la reunión semanal de la Real Academia Española de la Lengua, cada jueves llevaba una palabra nueva para el Diccionario, el nombre de un pájaro:

Dámaso [Alonso] me decía: "¿Otro?" Y yo le decía, sí; tampoco me habéis aprobado el último que traje.

Delibes no se desanimaba y cada semana volvía con otro pájaro:

...logré que entraran veinte pájaros nuevos, ¡veinte!, el charrán, el charrancillo...


Pero ya no se acuerda del nombre de todos los pájaros que le debe el arca del idioma:

-Esto mío ya no es una cabeza.

Debe ser bonito, o distraído, librar en la Academia la batalla de las palabras que vuelan. A sus ochenta y tres años, es lo que le quedaba a Delibes -Los médicos me curaron, pero me han dado esta vida que es un asco-, si no los nombres, al menos la causa de los pájaros.

15/4/11

El diablo ya lo sabe

El domingo pasado hacíamos tiempo por La Latina mientras llegaba la hora de ir a casa de unos amigos con los que habíamos quedado. El barrio a mediodía no podía lucir más bullicioso y bullanguero, y de milagro encontramos una mesa libre en una terraza concurridísima. Como uno no está hecho a lidiar con multitudes, le resulta difícil acomodarse y tomar una caña tranquilamente mientras otros clientes potenciales de la terraza se avecinan esperando que te vayas o sin el menor reparo te preguntan si vas a tardar mucho. Menos mal que Ángeles estaba conmigo, así que me recomendó que comprara El País en el quiosco aledaño, nos repartiéramos periódico y suplemento, pidiera otra caña y nos dispusiéramos a pasar el rato tan ricamente con lectura dominical, componiendo una apacible estampa matritense. Y qué va a hacer uno cuando el ángel tutelar le aconseja de semejante guisa. Pues obedece. De mil amores.

Sidney Lumet

Y allí estaba yo, arrellanado, disfrutando de la caña bajo una sombrilla, leyendo el periódico un esplendoroso y cálido domingo de abril, e ignorando olímpicamente a cuanto pretendiente de nuestro lugar en el mundo se presentaba. Así fue como me enteré de que Sidney Lumet había muerto el día anterior en Manhattan. Cuando traje a esta escuela, hace casi dos años, Antes que el diablo sepa que has muerto (2007), ya nos temíamos que estábamos viendo su última película y la disfrutamos sabiendo que no es fácil que un cineasta americano de 85 años pueda ponerse tras la cámara, pero nos alegramos aun más de que rodara esa película, ahora sí, ya sin remedio, la última lección de un maestro.

Lumet dirige a Philip Seymour Hoffman 
en Antes que el diablo sepa que has muerto

Y temiendo encontrar en las páginas del periódico los comentarios desganados de las necrológicas rutinarias, uno se sintió aliviado al descubrir la firma de un cineasta que respeta como Enrique Urbizu en una  columna que rendía tributo al director de El prestamista (1964), El príncipe de la ciudad (1981) o La noche cae sobre Manhattan (1996):

Lumet siempre trató de hacer películas para gente adulta e inteligente. Trató al espectador como a un igual y nunca pensó que fuésemos un rebaño de imbéciles. En estos tiempos frívolos y aterradores que vivimos muchos le echaremos de menos. Ahora que la industria del cine norteamericano parece inclinarse definitiva y exclusivamente del lado del espectáculo banal, su muerte es un epitafio del compromiso moral que implica dedicarse a contar las historias de nuestros semejantes.

Lumet dirige a Vanessa Redgrave en La gaviota

A veces basta un párrafo como ése para reconciliarnos con un periódico que tan a menudo nos decepciona precisamente -aunque no sólo- cuando trata del cine. A veces basta un párrafo para hacer justicia a un cineasta que nos advirtió que no hay decisión pequeña cuando se hace una película, que trataba de descubrir la vida en cada plano, porque eso es lo que importa, y que sabía que las películas están sembradas de batallas que crees haber ganado y al final resulta que tienes que volver a lucharlas, una y otra vez.

Lumet con Faye Dunaway en el rodaje de Network

Ensimismado, ni siquiera reparé en dos jovencitas de latitudes boreales que a punto estaban de caer redondas por un golpe de calor y se habían acercado buscando la sombra que nos cobijaba, hasta que Ángeles me avisó de que  había llegado la hora de reunirnos con nuestros amigos. Cuando dejamos la mesa libre, las muchachas sonrieron agradecidas, como si el cielo las hubiera escuchado. Y camino de la Plaza del Alamillo, evocábamos escenas de las películas de Lumet que nunca olvidaremos. Puede descansar en paz, guardamos memoria de su cine: esa batalla ya no tiene que lucharla. El diablo ya lo sabe.

14/4/11

14 de abril

Cuenta en sus memorias Fernando Fernán-Gómez que su madre, actriz de gira por provincias aquel 14 de abril de 1931, se quejaba de que con aquello de la República nadie iba a los teatros, había demasiado que celebrar en las calles. Todos los relatos que recuerdo de aquellos días de alegrías republicanas y esperanzas civiles los he leído o los he visto en fotografías.



Casi todos los relatos orales que he escuchado de la experiencia republicana relataban su final: la derrota, la caza de rojos y el frente popular de las cunetas. Con el tiempo, cuanto más sabe uno de aquellos cinco años resulta inevitable que vaya cuajando una impresión de inverosimilitud, quiero decir que parece increíble que la 2ª República hubiera durado... tanto.

 Sesiones de teatro y cine durante las Misiones Pedagógicas


Cuánta fragilidad en aquellos valores -libertad, tolerancia, laicismo, igualdad, justicia, educación...- ante tanta fuerza desalmada de sus contrarios, que sabían fusilar tanto y tan bien, y que con gran visión de futuro se aseguraron de apuntar al corazón de la Utopía -encarnada en la Escuela y las Misiones Pedagógicas-, donde más le dolía a la República. Por eso pasearon, encarcelaron y depuraron a sus maestros. Sabían lo que hacían.

Estampa de Castelao, 
A derradeira lección do mestre 
(La última lección del maestro)

13/4/11

Los adentros

Entre la docena de obras maestras que uno conoce de John Ford no figura Río Grande. He vuelto a verla, aprovechando que por fin se ha editado una copia decente que hace justicia a la magnífica fotografía de Bert Glennon y Archie Stout. Y sigo sin hacerle un hueco entre esas obras maestras -una buena parte han impartido su magisterio en esta escuelaQué verde era mi valle, Las uvas de la ira, Escrito bajo el sol, Pasión de los fuertes, El hombre tranquilo, Wagon Master, El hombre que mató a Liberty Valance-, pero hay algunos momentos en Río Grande que están entre lo mejor de Ford y, tratándose de quien se trata, no se puede decir más: está dicho todo.

Fotograma de Río Grande

Río Grande (1950) es la última de las películas de la llamada "Trilogía de la Caballería" de Ford junto con Fort Apache (1948) y  She Wore a Yellow Ribbon (1949) -o sea, Llevaba una cinta amarilla-, que aquí se tituló La legión invencible (podría escribirse un ensayo -pequeño pero jugoso- a propósito del desajuste entre el título original y el español de tantos filmes). Probablemente son tres de las películas "peor vistas", o mal interpretadas -y malinterpretadas- de Ford, objeto de una "lectura miope" que ilustra precisamente esa legión invencible por oposición a la melancolía de la cinta amarilla.

Sentado, en el centro, Ford con una cámara 
en Midway

No existe ninguna glorificación del 7º de Caballería en la trilogía; Ford había participado en la 2ª guerra mundial, aun reciente, había visto suficiente y el poso era demasiado amargo como para celebrar la épica militar; más bien encontramos en cada uno de los filmes la puesta en escena brechtiana de su mitología: el mito se ha preñado de sombras y la memoria de melancolía, como vieron con lucidez Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, porque Ford pone ante nuestros ojos el documento y el mito, la realidad y la leyenda, la Historia y la historia, y no subraya ni comenta, sólo muestra. Para que veamos. Si vemos.


Como Río Grande, también She Wore a Yellow Ribbon, fotografiada por el gran Winton C. Hoch, atesora algunas escenas memorables, como aquella -una de la cumbres del cine de Ford- en que el capitán Nathan Brittles (John Wayne), a punto de retirarse, riega las rosas que plantó junto a las tumbas de las mujeres de su familia, la mujer e hijas muertas prematuramente, y le cuenta las incidencias del día al fantasma de su mujer, a la hora del crepúsculo;

Fotograma de She Whore a Yellow Ribbon

por no hablar de las cabalgadas del sargento Tyree (Ben Johnson) que devienen trazos pictóricos que dejan tras de sí manchas de polvo en el lienzo de la pantalla.

Fotograma de She Whore a Yellow Ribbon

A menudo se ha utilizado el adjetivo crepuscular para calificar los westerns de Peckinpah, pongamos por caso Duelo en la alta sierra o Grupo salvaje, pero el fin de un mundo y el héroe cansado ya aparecen pintados con formas acabadas en She Wore a Yellow Ribbon, hasta el punto de convertir el crepúsculo en el motivo visual dominante y la ceremonia del adiós en el motivo central de la película.

Fotograma de Río Grande

Como las películas anteriores de la trilogía, John Wayne protagoniza también Río Grande, encarnando al teniente coronel Kirby Yorke. Pero a diferencia de las anteriores aquí lo acompaña Maureen O'Hara, la actriz fordiana por excelencia, interpretando a Kathleen, su mujer. Aunque se trata de una película de frontera que cuenta uno de los capítulos de la guerra contra los indios, el motivo central de Río Grande es un conflicto matrimonial y la peripecia militar deviene, si no pretexto o excusa, sí mero combustible para alimentar aquel motor dramático, el que real e íntimamente interesa al cineasta: Kirby y Kathleen están casados y tienen un hijo pero llevan quince años sin verse, forman un matrimonio estragado por la guerra. Añadamos que Kirby no pudo ejercer de padre con Jeff, el hijo que se ha alistado en el ejército y que ahora tiene bajo su mando. Por eso llega Kathleen a la frontera, quiere convencer a su hijo para que abandone el ejército, esa vida militar que echó a perder su matrimonio.

 Fotogramas de las escenas inicial y final 
de Centauros del desierto


Si tuviéramos que señalar los motivos primordiales de la obra de Ford no dudaríamos en apuntar las llegadas y las partidas que amojonan algunas de sus obras mayores, como The Searchers -pocas veces el título que aquí se le dio está a la altura del original, Centauros del desierto-, que se abre con el regreso de Ethan Edwars (John Wayne) y se cierra con su retorno a la vida errante. Llegadas y partidas abren y cierran los movimientos de la corriente de Río Grande y cobran la forma de un ritual que deviene el único sentido posible para tantas pérdidas. Y como sólo se canta lo perdido, las canciones afloran en la textura del filme con visos elegíacos, poniendo letra a lo indecible y música a los silencios del corazón, transfigurando Río Grande en el musical que John Ford -un cineasta que no podía prescindir de las canciones ni en los rodajes ni en las películas- nunca rodó.


Y si el cine de Ford es un tapiz tejido por miradas que cuajan el peso del pasado, pocas veces John Wayne y Maureen O'Hara han mirado y se han mirado tanto y tan hondo como en Río Grande. Son esos momentos los que convierten el filme en una película inolvidable, una película que Ford no quería hacer pero que rodó porque era el precio que tenía que pagar para que Herbert J.Yates, el patrón de la Republic, produjera la película que anhelaba rodar desde hacía tantos años, El hombre tranquilo. Pero Ford destiló, aun en una pelicula que hizo sin querer, sentimientos que nacían de una herida íntima, como la que separaba a Kirby y Kathleen; una película decantada con 665 planos esenciales en apenas 646 posiciones de cámara. Cuánto cuenta Ford mostrando tan poco y qué refinada resulta tal economía de expresión.


Como en esa escena en la que John Wayne contempla a su hijo -sin ser visto lo ve como padre- a través de la ventana de la enfermería y vemos fluir en su mirada la ternura por lo que tiene ante sus ojos conjugada con la tristeza por haberse perdido la infancia de ese muchacho.


Como en la escena en la que Kathleen descubre en el baúl de su marido la vieja caja de música en la que suena la canción I'll Take You Home Again Kathleen y en su mirada advertimos el desgarro y la melancolía por los lejanos días felices -que riman con la mirada de su marido-, entonces el primer plano de Maureen O'Hara se desenfoca levemente, como si la imagen se contagiara con la emoción que empaña los ojos de la mujer, y pareciera que estamos ante las puertas de un flashback, pero nada de eso,


Ford corta a un plano de Kirby y un contraplano de Kathleen después de la cena, perdidos en sus pensamientos, en la memoria de lo perdido. Diríase que la mirada de los personajes nace prendida del pasado, que cuanto encuentran en el presente son ecos de lo irrecuperable, las pruebas evidentes de que la herida abierta jamás cicatrizará.


Ford no filma el pasado sino las huellas del tiempo en las miradas de sus personajes, los rastros de lo invisible. Por eso Kirby y Kathleen, en realidad, no miran lo que tienen ante los ojos, sino lo que ya no está ahí. Ven lo que sólo ellos pueden ver. Cada uno a solas con su dolor. Allí donde se encuentran con nuestros ojos. De este lado de la pantalla.


Por eso en Río Grande John Wayne y Maureen O´Hara no miran sino los adentros.

6/4/11

Un río, un árbol, el sol y la luna

Fotograma de Apur Sansar de Satyajit Ray

Akira Kurosawa comparaba el cine de Satyajit Ray con el sereno fluir de un río. Y al remontar su curso encontramos las nacientes en otro rio, más concretamente en El río, de Jean Renoir.

Fotograma de Apur Sansar

Satyajit Ray contó qué decisivo resultó su encuentro con Jean Renoir, cuando el cineasta francés llegó a Calcuta en 1949 para rodar la película, y no sería exagerado decir que fue su comadrona, que literalmente lo empujó a hacer cine.



Cubiertas de libros diseñadas 
e ilustradas por Satyajit Ray

Hasta ese momento, Ray era un cinéfilo que se ganaba la vida como ilustrador de libros -con el tiempo se convertirá en autor de una copiosa obra literaria (por no hablar de su obra musical), de la que aquí se editaron algunas muestras, como Las aventuras de Feluda-, y con las credenciales de la cinefilia y un proyecto en mente, pero vago aún, se presentó en el hotel donde se hospedaba Renoir, consiguió verle y  fue en aquella primera conversación cuando le habló de una novela de Bibhutibhusan Banerji titulada Pather Panchali (La canción del camino), cuya versión abreviada había ilustrado en 1945 por encargo de Signet Press, la editorial para la que trabajaba. Y Renoir animó a aquel cinéfilo a convertirse en un cineasta: cómo no imaginar que había advertido en Ray el veneno que impide a algunos seres conformarse con disfrutar de las películas y se ven atrapados en la tentación de hacerlas. Como a los niños que llevan prendido en la mirada el deseo imperioso de nadar, le bastó con el empujón de Renoir. Y Satyajit Ray saltó al río del cine.


Pero antes aún tendría ocasión de realizar un viaje que le depararía una experiencia enriquecedora. Nombrado director artístico de la compañía publicitaria Keymer's en 1950, lo destinan a Londres para trabajar unos meses en la sede central y allí puede ver muchas de las películas clásicas que sólo conocía de oídas, como La regla del juego de Renoir, La tierra de Dovjenko o Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica. Engolfados en el vicio del cine, Ray y su mujer ni siquiera ejercieron de turistas fuera de Londres y apuraron todo su tiempo libre en los cines: en los cinco meses que duró su estancia en Londres vieron cien películas, como Una noche en la ópera. En un artículo publicado a comienzos de los sesenta, Ray confiesa: Si tuviera que elegir una película, y nada más que una, para llevarme a una isla desierta, eligiría un filme de los hermanos Marx.

Storyboard de Satyajit Ray para Pather Panchali

De vuelta en Calcuta, Ray dio los primeros pasos para poner en pie Pather Panchali, que se convertirá en su opera prima absoluta, nunca había hecho antes ni el más pequeño cortometraje. No le resultó difícil conseguir que la viuda de Banerji le cediera los derechos de la novela, porque se dio la casualidad de que era una admiradora de la obra del padre de Ray, un escritor que murió cuando el futuro cineasta aún no había cumplido los tres años. Como la novela era muy popular y pensaba ceñirse al texto de la versión abreviada que había ilustrado, Ray prefirió, en vez de escribir un guión, dibujar un storyboard  con vistas a presentar el proyecto. Recorrió todas las productoras de Calcuta, desde las más importantes hasta las más modestas, pero nadie quería invertir en una película, por barata que fuera, sin estrellas y, a quién se le ocurre, sin canciones. Así que no le quedó otra que trazar una estrategia alternativa, rodar algún material que pudiera mostrar y así conseguir vencer las reticencias de los productores.

Fotograma de Pather Panchali

Abrevio. Ray consiguió siete mil rupias hipotecando un seguro de vida y otras diez mil que le prestaron parientes y amigos, suficiente para comprar película virgen y alquilar una cámara. Con eso y el entusiasmo de colaboradores como el director de fotografía Subrata Mitra, un principiante cuya experiencia cinematográfica se reducía a merodear en torno al rodaje de El río tratando de aprender algo de Claude Renoir aunque fuera por ósmosis, y el director artístico Bansi Chandragupta, que sí había trabajado como ayudante de Eugene Lourié en la película de Jean Renoir y era el único de los amigos de Ray que podía presumir de experiencia profesional cuando el domingo 27 de octubre de 1952 empezaron a rodar Pather Panchali. Con la película virgen de que disponían pudieron rodar otros dos domingos -el único día libre en sus respectivos empleos-, eso sí con una cámara distinta, la primera ya no estaba disponible.

Satiajit Ray con Subrata Mitra 
en el rodaje de Pather Panchali

Positivaron y visionaron el material filmado y consiguieron la inversión de cuarenta mil rupias por un productor que les permitió continuar el rodaje y, de paso, contratar a un ayudante de dirección con experiencia, Shanti Chatterji, el único profesional con todas las letras del equipo. Cuando el dinero se acabó, Ray empeñó sus libros y discos, y su mujer las joyas, y consiguió mil rupias para rodar tres o cuatro días  antes de la llegada de los monzones. Luego se despidieron con lágrimas en los ojos y volvieron a sus ocupaciones habituales. Llegaron los monzones, Ray y su mujer tuvieron un hijo en septiembre de 1953 y se hizo un primer montaje de cuarenta minutos con el material rodado, pero no consiguieron convencer a nadie para que invirtiera en la película. Hasta que el gobierno del Estado de Bengala Occidental financió lo que faltaba para acabar la película, incluyendo los derechos de la novela de Benarji. Así pudo reanudarse el rodaje de Pather Panchali en los primeros meses de 1954. Además, un azar venturoso contribuyó con la perspectiva de una plataforma privilegiada para el lanzamiento de una película hasta entonces empantanada.

A la dcha., Satyajit Ray en el rodaje de Pather Panchali

Mientras Ray rodaba al fin con la tranquilidad de poder llevar a buen fin Pather Panchali, llegó a Calcuta en abril Monroe Wheeler, uno de los directivos del MoMA de Nueva York, para preparar una gran muestra de arte indio y, enterado del rodaje casi artesanal de una película atípica, se entrevistó con el cineasta y le propuso el estreno mundial del filme en el marco de la exposición si estuviera acabado un año después. En el mes de octubre, John Huston visitó Calcuta durante el viaje en busca de localizaciones para El hombre que pudo reinar, con el encargo de Wheeler de comprobar la marcha de Pather Panchali, y pudo visionar la parte del material rodado y montado hasta ese momento. En concreto, Ray recordó haberle mostrado diez minutos del copión sin sonido que incluían la secuencia en que Apu, el niño protagonista, y Durga, su hermana mayor, descubren el tendido telegráfico y ven por primera vez el tren, una de las escenas memorables, no ya de la película, sino del cine, no ya del de Ray, del cine a secas.



A Huston le pareció un fragmento cinematográfico hermoso y sincero, y sus informes al MoMA no pudieron ser más favorables. Seis meses después, Pather Panchali estuvo lista para su estreno después de haber concluido a uña de caballo el montaje y las mezclas de sonido, ni siquiera dio tiempo a subtitularla en inglés, y salió directamente de la sala de montaje a la oficina de la Pan Am que debía expedirla a Nueva York donde se presentó en abril de 1955 en su versión original bengalí. Habían transcurrido dos años y medio desde que Ray había rodado la primera toma. La acogida no pudo ser más cálida, un inmejorable presagio que se confirmó al convertirse en un éxito de público tras su estreno el 26 de agosto en Calcuta. Al año siguiente fue seleccionada para el Festival de Cannes donde recibió un premio especial del Jurado. Una vez más los dioses lares del cine cuidaron de que una obra tan bella y frágil llegara a los espectadores del mundo y alumbraron las primeras y luminosas brazadas de un cineasta que Renoir había empujado al río del cine seis años antes.

Satyajit Ray dirige a Chunibala Devi 
en Pather Panchali  

Tratándose de una película artesanal y de una opera prima no sorprende el tono documental de sus imágenes, casi se da por supuesto, tanto Subrata Mitra como Ray reconocen la inspiración de las fotografías de Cartier-Bresson, más que de cualquier cineasta -Flaherty o Donskoi-, en la fotografía de Pather Panchali;  lo que asombra es que las formas que aprehenden el movimiento de la vida transfiguren una mirada sobre nuestro lugar en el mundo, que conjuga, por así decir, el fango y el aire, y desvela la materia transcendida por la belleza de las formas. Y aun más si pensamos que Ray reunía en Pather Panchali presencias de no-actores -los niños protagonistas- y actores con cierta experiencia o de larga trayectoria, y, sin ninguna práctica previa, consigue cuajar la unidad fluida y casi milagrosa que desprende la película. Por citar sólo un ejemplo, Ray eligió para encarnar a Indir, la abuela de Apu y Durga, a Chunibala Devi, que había trabajado como actriz de cine y teatro en los años veinte, pero en el momento de Pather Panchali regentaba un prostíbulo en uno de los barrios más deprimidos de Calcuta.    


Pather Panchali nos sumerge en una pequeña aldea de Bengala durante la primera década del siglo XX para compartir la vida de una familia pobre -unos padres, una hija (Durga), una abuela (Indir)- en cuyo seno nace Apu, el niño que guiará nuestra mirada en buena parte de la película desde que su hermana Durga le obliga a abrir ese ojo vivaz  -el niño fingía dormir para no ir a la escuela- y echarse al camino de la vida. Pather Panchali, La canción del camino. Apu irrumpe en la pantalla como un ojo que mira, empujado a ver, como el propio Ray fue empujado a filmar por Renoir. Nada tiene de extraño que las miradas amojonen el río del cine de Satyajit Ray. Ese ojo de Apu es todo un manifiesto.


Pather Panchali se convertirá en la primera entrega de la llamada trilogía de Apu que completan Aparajito (El invicto, 1956) -con Apu adolescente-, basada tanto en Paher Panchali como en Aparajito, la siguiente novela de Benarji que continúa el ciclo de Apu,

Fotogramas de Aparajito



y Apur Sansar (El mundo de Apu, 1959) -con Apu adulto-, basada en parte en Aparajito pero con un desenlace radicalmente distinto, concebido por Ray para cerrar su trilogía;


Fotograma de Apur Sansar: Apu y Aparna en el cine.

una trilogía que bien podría titularse como la película que la inaugura, La canción del camino, porque ahí radica la visión que destilan los filmes que la componen: la vida como camino, como un río que fluye... En el curso del tiempo, del río, nos es dado contemplar la belleza del mundo, que conjuga la vida y la muerte, el amor y el dolor, el cobijo y la intemperie...


Y el cine de Ray declina la gramática de la vida con pudor, ternura, calidez y estoicismo. Cuando el desgarro quiebra a los personajes, la música de Ravi Shankar se encarga de destilar la aflicción que la imagen revela, pongamos por caso cuando la partitura cobija los gritos y sollozos de la madre, y el padre descubre así la muerte de Durga. Las tragedias apenas si producen leves ondulaciones en la piel del río, ese cine que nos recuerda los frágiles anclajes que nos unen al fluir del tiempo, que nos llama a reconciliar nuestra existencia con los ciclos de la vida y encuentra en el gesto poético la conjura de lo que nos desespera. Ése es el aprendizaje, la canción del camino de Apu. Por eso las escenas que se nos quedan grabadas son aquéllas donde los cuatro elementos acogen o apenan, celebran o quebrantan, acarician o dañan, como los seres humanos, reuniendo a unos y otros en la corriente de la vida, tramando sus movimientos en el tejido de la existencia, en la unidad esencial de la Naturaleza.


Como la danza de Durga bajo la lluvia, celebrando la llegada del monzón, una escena que remite a la danza bajo la luna de La tierra de Dovjenko que tanto admiraba Ray, y que, como la escena del tren, no figuran en la novela de Benarji. O ese movimiento de cámara que nos desvela la muerte de la abuela Indir al amparo de los árboles. O esa escena en la lluvia y el viento del monzón azotan de noche la puerta de la estancia en que la madre vela la agonía febril de Durga, como si la muerte misma quisiera entrar a arrebatársela.


Satyajit Ray aprovechó la estupenda acogida de Pather Panchali para rodar Aparajito, que ganó el León de Oro en Venecia pero fue un fracaso de público, y antes de cerrar la trilogía con Apur Sansar rueda dos películas, Jalsaghar (El salón de música, 1958), la primera de ellas, es una obra maestra desconocida que también le encantó a Andrés Trapiello -os recomiendo el blog y la web del escritor, de reciente creación- y, después de verla en la Filmoteca de Madrid, le dedicó una página de La cosa en sí donde destila una experiencia que comparto:  Es una película en blanco y negro, de los años cincuenta, y la copia no era muy buena, tenía incontables puntitos y rayajos blancos y el sonido era deficiente, pero no importaba, porque era imposible quitarle los ojos de encima. No sé si en estos diez años transcurridos habrá una copia mejor, pero con rayajos y todo la película ofrenda la vida con todo su delirio y su derrumbe, su mezquindad y su arrebato, su gloria y su naufragio. Como la trilogía de Apu.

Fotograma de Apur Sansar

Apur Sansar es la quinta película de Ray y denota la plena madurez de un cineasta. En la parte central del filme asistimos a una de las más bellas historias de amor que nos ha sido dado contemplar en una pantalla, pocas veces ha sido filmado el nacimiento y la cristalización del amor con tal economía, atención al detalle y sutileza, en fin, con tan hermosas imágenes. Para encarnar a Apu, el cineasta elige a Sumitra Chatterji que se convertirá en su actor predilecto, y para el papel de Aparna a Sharmila Tagore, la sobrina del venerado Rabindranath, aunque sólo tenía catorce años en el momento del rodaje, y descubre así a una de las grandes actrices del cine indio a la que volvería a dirigir en otras cuatro películas.



Desde la escena de la noche de bodas, asistimos a un prodigio de puesta en escena que muestra cómo esos dos seres salvan el abismo que les separa para caminar juntos por la vida; ni un abrazo, ni un beso, ni una caricia, sólo un hilo invisible con la certeza de que a Apu y Aparna sólo la muerte podrá separarlos.


Cómo olvidar aquel momento en que Aparna se viene abajo al encontrarse sola en el cuarto tan pobre que Apu ocupa en Calcuta, un lugar aún extraño para ella, pero que pronto transfigurará en un hogar para los dos.


Cómo no maravillarse la delicadeza del tejido de miradas con que Ray compone la relación entre Apu y Aparna, donde basta un prendedor del pelo para revelar cuanto podamos imaginar.


Y sí, es una película triste, con una tragedia que ya presentimos en la despedida en la estación -ah, ese tren que atraviesa la trilogía como presagio o promesa, como salvación o fatalidad-, pero una tragedia que convierte el amor de Apu y Aparna en una historia inmortal.


No conocer el cine de Ray es como estar en el mundo y no haber visto el Sol o la Luna, decía Kurosawa., y recordaba que un día el cineasta indio le había hablado de un árbol inmenso que había crecido en algún lugar de Bengala, una imagen que le venía a la cabeza cada vez que evocaba aquel encuentro con Ray, al que imaginaba como un árbol inmenso en los bosques indios, era el único cineasta que podría convertirse en un árbol así.

Satyajit Ray y Akira Kurosawa en India

La trilogía de Apu es de esas obras dignas de ver cuando la vida te reclama peajes difíciles de aceptar, aunque el único lenitivo que cabe esperar de la belleza que atesoran es la compañía de las aguas de un río (de cine) que fluye sereno. El río de Satyajit Ray.

Fotograma de Apur Sansar