31/12/14

Cosas que hemos visto (este 2014)


Esta escuela ha adelgazado lo suyo. Y casi sólo abre los domingos. Se ha vuelto muy literal ella. El caso es que no está uno para más trotes, y menos aún largos. Y se van quedando por el camino películas que nos han gustado (las hubo que incluso mucho), y no por otras razones, sino por falta de domingos. Qué menos, entonces, que mencionarlas aquí cuando el año se va. Para lo que sea menester. Aunque basta el aquel de recordar algunas cosas (memorables) que hemos visto este 2014... Entre las más (o menos) recientes:

Boyhood, de Richard Linklater. 

Vidros partidos, de Víctor Erice. 


Misterios de Lisboa, de Raúl Ruiz.

Winter Sleep, de Nuri Bilge Ceylan.


El desconocido del lago, de Alain Guiraudie.

Frances Ha, de Noah Baumbach. 

Arraianos, de Eloy Enciso.

Bullhead, de Michaël R. Roskam. 

Ida, de Pawel Pawlikowski

Más allá de las colinas, de Cristian Mungiu.


Costa da morte, de Lois Patiño.

Un toque de violencia, de Jia Zhang-ke.

The Immigrant (aquí, El sueño de Ellis), de James Gray.

Une histoire seule, de Xurxo Chirro.

El congreso, de Ari Folman.

Mapa, de León Siminiani.

Los canallas, de Claire Denis.

Hermosa juventud, de Jaime Rosales.

Después de mayo, de Olivier Assayas.

Killer Joe, de William Friedkin.


Y entre los gozosos descubrimientos de viejas películas, tan radiantes:

El gran desfile, de King Vidor.

Breaking Point, de Michael Curtiz.

Pitfall, de André De Thot.

Where the Sidewalk Ends, de Otto Preminger.

Scandal Sheet, de Phil Karlsson.

Berlin Express, de Jacques Tourneur.

Meshi, de Mikio Naruse.

Crónica de un amor, de Antonioni.

Manon, de Clouzot.

El héroe sacrílego, de Mizoguchi.

Las señoritas de Rochefort, de Jacques Demy.

Quién sabe si volverán -y cuáles- a iluminar las horas de un domingo cualquiera.


El tiempo dirá. A la vuelta de este finisterre de fin de año.

28/12/14

Pasarlo pipa


Hace unas semanas, mi hermana me pidió cinco o seis líneas que destilaran el placer -el arrobo, el transporte, el viaje- que depara el cine. Unas líneas para un folleto con la programación de un cine-fórum que montó con el CRA (Colexio Rural Agrupado) Mestra Clara Torres de Tui que dirige. Tentado estuve de decirle que buscara esas cinco o seis líneas en las más de 900 entradas que amojonan esta escuela, que no habla de otra cosa. Pero yo conozco a mi hermana. Así que... obedecí. Por un momento estuve a punto de ponerme estupendo y aliñar la faena con una cita sacada de los diálogos de Brigitte et Brigitte (1966), un filme de Luc Moullet:
-¿Cuál es tu sueño más caro?
-Morir durante una proyección.
O quizá podría haber descrito la escena que prefiero de Cinema Paradiso (1988), de Giuseppe Tornatore, aquélla en que Alfredo, el proyeccionista (el operador de cabina, el maquinista) encarnado por el gran Philippe Noiret, lleva la película de Totó, mediante un juego de espejos y ante los ojos maravillados del niño aprendiz (más que cinéfilo, hijo adoptivo del cine: el cine de Alfredo), desde el cine Paradiso hasta la plaza del pueblo, para que la disfruten también los que no encontraron sitio en la sala. Una suerte de milagro de los panes y los peces.


Y a punto estuve de mandarle esta sucesión de fotogramas de Nana/Anna Karina -radiante de lágrimas (Raymond Bellour)- en Vivre sa vie (1962), de Godard, viendo en un cine La pasión de Juana de Arco (1928) de Dreyer. Uno de los emblemas de esta escuela.


Más que un mirar de Nana/Anna, vemos cómo la película de Dreyer la mira, cómo le desnuda el alma: no hay una mirada más íntima que la del cine que nos mira. Al final escribí cinco o seis líneas. Estas líneas (traduzco del gallego):
Hay películas que miramos. En la pantalla se abre una ventana sobre el mundo (cómo fue, cómo habría sido, como llegaría a ser, cómo es). El mejor cine es siempre un arte comprometido con el presente, un espejo sobre el mundo en que vivimos. 
Pero hay películas que nos miran. En la pantalla se abre una ventana que ilumina nuestra intimidad. El mejor cine es siempre un espejo que nos retrata. Esas son las películas que nos cambian. 
Así, el cine representa una experiencia de la mirada como medio de conocimiento.
 Fotograma de La regla del juego (1939), de Jean Renoir.

Pero nadie lo dijo mejor que Jean Eustache:
El cine es pasárselo pipa. No hay ninguna película de Renoir, por trágica que sea, con la que no me lo pase pipa, aunque esté llorando todo el rato.  
Fotograma de Mes petites amoureuses (1974) 
de Jean Eustache. En el cine del pueblo pasan
Pandora y el holandés errante (1950) de Albert Lewin 
y Daniel (trasunto de un adolescente Jean Eustache)
se extasía ante Ava Gardner.

Hoy, día de los Inocentes, se cumplen 119 años de la primera proyección cinematográfica de los Lumière. Celebremos entonces 119 años de pasarlo pipa. Con una de esas películas que vieron nuestra infancia, fieles a la memoria -como decía Serge Daney- de lo que un día nos estremeció. Pongamos por caso, Pasión de los fuertes, El capitán Blood, Scaramouche, La tumba indiaEl mundo en sus manos, La mujer pirata, Hatari...

John Ford con una manta -regalo de los navajos- 
durante el rodaje de Centauros del desierto.

(La verdad, de mil amores me iría un par de meses a París: en la Cinemateca Francesa le dedican una grandiosa retrospectiva a John Ford; más que un cineasta clásico, un inmenso artista americano, dice el programa. Para pasarlo pipa.)

21/12/14

Colmos


Leyendo estos días el diario de rodaje de La Bella y la Bestia de Cocteau, recordé el primer diario de rodaje que leí (tampoco es que se hayan publicado tantos), el que escribió Truffaut durante el rodaje de Fahrenheit 451 en los primeros meses de 1966 en Londres.

Truffaut con Julie Christie en el rodaje de Fahrenheit 451.

El libro incluye también el guión de La noche americana. Compruebo que lo compré en la (desaparecida y añorada) librería Michelena de Pontevedra el 30 de agosto de 1982.


Hojeo el diario de rodaje de Fahrenheit 451. Qué insólito me resultó entonces que se pudiera rodar una película y los días libres -o aun tras una intensa jornada de rodaje- ir al cine. Pensaba uno que rodar una película representaba un trabajo tan absorbente y avasallador que no dejaba margen para otras. Pero Truffaut rodaba la suya e iba a ver otras películas (las películas de otros), lo que me parecía ya el colmo jubiloso del cine. Por ejemplo, iba a menudo al cine con Suzanne Schiffman, su inseparable script, al British Film Institute donde vieron -con Godard, que había ido a visitarlo (aún eran muy amigos)- Capricho imperial de Sternberg o al National Film Theater donde pasaban todo un ciclo dedicado a Jean Renoir, un cineasta venerado (también) por Truffaut: por ejemplo, el jueves 10 de febrero van a ver La regla del juego (1939) y el sábado 19, Esta tierra es mía (1943). Ese día escribe:
Lo más agradable que hay en el oficio de cineasta es que se puede no parecer nada, parecer un idiota o simplemente un tipo que ha filmado la belleza por casualidad.
El sábado 26 de febrero, Memorias de una doncella (1946), y el sábado siguiente, La carroza de oro (1953), y el domingo anota:
Cuando se rueda, resulta estimulante ver obras maestras y desmoralizador ver películas mediocres o tan sólo regulares. 
Y encuentro alguna que otra entrada que había olvidado por completo. La del 3 de mayo, pongamos por caso, cuando ya trabaja en el montaje de la película. Comenta que en la moviola -la mesa de montaje- se llega a saber mucho de los actores, mucho más de lo que nunca contarán a nadie. Por así decir, la moviola los desnuda. Para Truffaut, sólo en la mesa de montaje se conoce a un actor -a una actriz- y por eso quiere volver a rodar otra película con los -las- que le gustan cuando los -las- ha descubierto ahí, desnudos -desnudas-. (Quiere volver a rodar con Jeanne Moreau y hacer La novia vestía de negro, cuando la ha descubierto -de verdad- en la moviola, montando Jules et Jim.)
Se puede ver si eran felices o infelices tal día, si habían hecho el amor o se encontraban indispuestos.
De las tres mil películas que ha visto Truffaut, el mejor plano que desnuda a una actriz figura en Cantando bajo la lluvia (1952), de Stanley Donen y Gene Kelly, una de sus películas preferidas. Vale la pena traer aquí la evocación de Truffaut:
Hacia la mitad del film, Gene Kelly, Donald O'Connor y Debbie Reynolds, tras un momento de desánimo, recobran las ganas de vivir y se ponen a cantar y bailar en el apartamento. Su baile les lleva a saltar por encima de un sofá sobre el que deben caer los tres, sentados uno junto a otro. Durante su caída bailada por encima del sofá, Debbie hace un gesto decidido y rápido con la mano, bajándose con habilidad su pequeña falda rosa arrugada sobre sus rodillas, de modo que no puedan verse sus bragas cuando cae sentada.

Bueno, sí, la falda de Debbie no es rosa sino azul (la memoria, ya se sabe, pinta como y donde quiere), y en esta imagen de Cantando bajo la lluvia el gesto ya ha sucedido unos fotogramas antes. Pero Truffaut lo recuerda a la perfección y no exagera lo más mínimo. Es un gesto tan breve como raudo. Justo en el momento de caer sentados. Cuesta verlo y casi resulta imperceptible. Visto y no visto. Podéis probar; el gesto de Debbie Reynolds se produce en el 3' 39":


¿A que es un visto y no visto? ¿Cuántas veces le habrá puesto los ojos encima Truffaut? Sigamos con la cita:
Ese gesto rápido como el rayo es hermoso porque en la misma imagen tenemos el colmo de la convención cinematográfica (gente que canta y baila en lugar de andar y hablar) y el colmo de la verdad, una damisela cuidadosa de no mostrar su trasero. Todo esto ocurrió una sola vez hace quince años y duró menos de un segundo, pero fue impresionado sobre la película de modo tan definitivo como la llegada del tren a la estación de la Ciotat. Esos dieciséis fotogramas de Cantando bajo la lluvia, ese hermoso gesto de Debbie Reynolds, casi invisible, ilustran a la perfección esta segunda acción de las películas, esta segunda vida, legible en la moviola.
Por la rendija de esos dieciséis fotogramas hemos entrevisto a Debbie Reynolds, desnuda de Kathie, el personaje que encarnaba (y con el que se enmascaraba) en Cantando bajo la lluvia.  ¿Hace falta decirlo? Por esa rendija del azar se ha asomado la vida. El (otro) colmo del cine.

14/12/14

Rituales de ocaso


Volvimos a ver (y volvió a conmovernos) She Wore a Yellow Ribbon, o sea, "Llevaba una cinta amarilla", que aquí se estrenó como La legión invencible (un título que, como acontece  tantas veces, desprende épica donde debería destilar melancolía). Forma parte -con Fort Apache y Río Grandede la llamada trilogía de la caballería de John Ford, aunque ese rótulo de trilogía -más allá de que las rodara en un par de años- resulte ciertamente arbitrario: ¿por qué, ya puestos, si hablamos del universo de la caballería, no incluir en la serie filmes como El sargento negro o Misión de audaces (cuyo título original, nada épico, reza justamente The Horse Soldiers, o sea, "Soldados de caballería")? Pero vayamos a lo que importa y empecemos por un estupendo cartel de Roger Soubie para  She Wore a Yellow Ribbon que en Francia se distribuyó como La carga heroica (la épica otra vez en primer plano).


Si insisto tanto en que tanto insisten con la épica se debe a que se trata de la película menos épica que  se pueda imaginar. Nada de extraño si tenemos en cuenta que Ford volvió de la 2ª guerra mundial harto de guerra y ese hartazgo se adivina en la trilogía. Más aún, sus películas bélicas -no sólo, pero sobre todo las bélicas- pueden verse como memoriales, como filmes funerarios. Basta recordar el final de Fort Apache, con la mirada memoriosa de John Wayne contemplando el desfile de los soldados muertos.


O la elegía de John Wayne con el Réquiem de Stevenson en They Were Expandable.


O el comienzo de She Wore a Yellow Ribbon, con un viejo John Wayne -a punto de retirarse- leyendo la relación de los compañeros caídos en la batalla de Little Bighorn.


Digámoslo ya, She Wore a Yellow Ribbon (1949) es una maravilla fílmica donde no pasa nada (nada de lo que suele pasar en un western de la caballería, que no sea de Ford), donde la patrulla del capitán Brittles (John Wayne) se pasa la película de un lado a otro, llegando siempre tarde, cuando ya todo lo que tenía que pasar ya ha pasado. ¿En qué se pasan el tiempo entonces los personajes de She Wore a Yellow Ribbon? Diríase que no vemos sino rituales sostenidos en el curso del tiempo: llegadas y partidas, encuentros y despedidas, regresos y adioses; lo único que varía es la escala y el sujeto de la ceremonia: militar, funeraria, memorial, amorosa, familiar... Ritos para conjurar la fugacidad. La forma como cobijo frente a la intemperie. She Wore a Yellow Ribbon es puro ritual.


El cine de Ford celebra, desde muy pronto, el culto a los muertos, y después de la 2ª guerra mundial deviene un motivo central, quizá por eso -apunta Bénard da Costa en una de sus folhas de la Cinemateca Portuguesa a propósito de la película- los grandes cineastas japonenes (Mizoguchi, Ozu, Naruse, Kurosawa) entronizaron a Ford en el altar mayor del cine. Memoria, pérdida, melancolía; una mirada a los adentros desde el ocaso, con tantos muertos a cuestas. Los muertos están ahí y cabalgan con nosotros.


Ya está bien de matanzas, el oficio de los viejos debería consistir en parar las guerras. En eso están de acuerdo los dos viejos de She Wore a Yellow Ribbon, el viejo jefe indio y el capitán Brittles. Por eso no hay ninguna batalla en la película y el clímax (por llamarlo de alguna manera) muestra una cabalgada nocturna, una carga que no tiene nada de heroica: se trata de una operación incruenta, cuyo objetivo es espantar los caballos de los indios e impedir así la batalla que se avecinaba.


Bénard da Costa habla de la alucinante belleza plástica de un filme que destila melancolía y un sentimiento de pérdida inconsolable. Un filme que atesora algunas de las más bellas secuencias filmadas por Ford. Como la cabalgada del sargento Tyree (Ben Johnson) con visos de centauro en un paisaje mitológico.


¿Quién la filmó?, ¿quién estaba tras la cámara? ¿Winton C. Hoch, el director de fotografía?, es improbable; ¿Charles P.Boyle, el director de fotografía de la 2ª unidad? , ídem; ¿Harvey Gould, operador de cámara?, ¿Archie Stout, operador de cámara y director de fotografía de la 2ª unidad, sin acreditar en ambas funciones? Apostaría que fue Archie Stout, operador también de otra memorable cabalgada de Ben Johnson en Wagon Master.


Y basta mencionar esa pequeña obra maestra para que añoremos las películas que Ford no llegó a rodar con Joanne Dru y/o (pero mejor y) Ben Johnson. Tan hermosa es Wagon Master, que rodaron juntos y como protagonistas.


Claro que  Ford le regala a Joanne Dru una aparición fantástica -tal cual- en una secuencia sublime de She Wore a Yellow Ribbon, cuando el capitán Brittles visita las tumbas de su mujer e hijas a la hora del crepúsculo.


Esta escena llamó por la memoria de unas líneas de Piezas en fuga, un libro de Anne Michaels que no he olvidado pero que no había vuelto a leer desde hace quince años. He vuelto a sus páginas para encontrar aquellas líneas:
Yo sé por qué enterramos a nuestro muertos y marcamos el lugar con piedras, con lo más pesado, con lo más permanente que se nos ocurra: porque los muertos están en todas partes menos en el suelo.

Las piedras amojonan la encrucijada de una cita de los vivos con los muertos. La cita del capitán Brittles con su mujer, para contarle sus cuitas en el ocaso.


Los muertos están en todas partes menos en el suelo... Y una sombra en el ocaso se presenta mientras John Wayne habla con su mujer y riega las flores de las sepulturas. Por unos instantes, lo fantástico irrumpe en el western con la aparición de un fantasma... esa memoria insomne del tiempo perdido. Es Olivia (Joanne Dru), que tanto le recuerda al capitán Brittles la chica de la que se enamoró, la de la cinta amarilla.


Algún día Olivia recordará este momento quizá con las misma palabras que el niño de las primeras páginas de Piezas en fuga:
Aprendí el poder para atrapar el tiempo humano que otorgamos a las piedras.

La vida vale ya la pena con sólo merecer que una mujer te mire como mira Joanne Dru a John Wayne. Como (sólo) miran las mujeres de Ford. Que las sientes mirar fuera de campo (cuando ya no las ves). Esas miradas prendidas con la promesa de la memoria. Miradas memoriosas. Desde los adentros. La firma del maestro.


Si Godard lleva décadas filmando su work in progress desde el ocaso del cine, Ford filma su cine desde el ocaso del tiempo. Allí donde se desdibuja la frontera entre la parroquia de los vivos y la parroquia de los muertos, donde el hiato entre vivos y muertos deviene hilván en un tiempo sin calendarios. Filmes como rituales de ocaso.