27/7/12

Las cenizas del cine


Decía Orson Welles que para hacer cine no hacía falta estar loco, pero ayudaba bastante. A mediados de los años veinte ninguno de los magnates de Hollywood dudaba que Stroheim estaba loco, que sus películas eran una locura y que sólo alguien muy desesperado o más loco aún podía hacer una película con él. De hecho, a mediados de abril de 1925, Stroheim estaba sin trabajo y nadie quería contratarlo.

Stroheim en la sala de montaje

Pero sólo un año antes, Harry Carr, un prestigioso periodista de Los Angeles Times y crítico de cine había escrito en la revista Motion Picture Magazine: "He visto la película más maravillosa que jamás nadie podrá ver. Era la versión íntegra de Greed [Avaricia] de Eric von Stroheim. Un trabajo magnífico de 45 rollos. Entramos en la sala de proyección a las 10.30 de la mañana y salimos tambaleándonos a las 8 de la noche. No sé lo que van a hacer con ella. Es como Los Miserables. Hay episodios que parecen no tener nada que ver con la historia, pero 12 o 14 rollos más tarde vemos la sorprendente conexión. Es la mejor película que jamás he visto, por su realismo crudo y terrible y por el magistral talento de su director. Pero no sé qué va a pasar cuando se reduzca a 8 rollos. Von Stroheim está suplicando a los directivos de la Goldwyn para que le dejen dividirla en dos entregas y proyectarla en dos noche distintas".

Stroheim dirige a Gibson Gowland (McTeague) en Avaricia

Harry Carr acababa de ver la versión de nueve horas y media de Avaricia, y sí, era un admirador del cine de Stroheim -y colaborará con él en el guion de La marcha nupcial-, pero aún así esas líneas destilan una experiencia tan genuina como inolvidable. Fueron contados los espectadores que tuvieron ese privilegio. La película se estrenó el 4 de diciembre de 1924, en una versión de 10 rollos, unos 140'. A día de hoy no ha aparecido una copia de aquella versión íntegra que casi noventa años después cobra visos mitológicos. Y quizá tuvieran razón aquellos magnates, desde luego Stroheim estaba loco por el cine. Pero el cine necesita de locos como Stroheim. Como necesitó a Welles y a Cimino y a Coppola. Los herederos de la desmedida pasión -y de la desencadenada visión- de Griffith. El cine se habría empobrecido sin ellos, que lo habrían inventado si no existiera. Cineastas que se atrevían a reinventar el cine (americano) con la osadía de los pioneros, de quienes querían llegar más allá. Stroheim fue el primero de esa estirpe. De su cine apenas quedan las cenizas.

Retrato publicitario del cineasta c. 1922

De cuanto sabemos de Stroheim le debemos mucho a Richard Korzarski y estas líneas le son deudoras. Al comienzo de su libro de referencia, Erich von Stroheim y Hollywood, traza un paralelismo muy oportuno entre el director de Avaricia y Chaplin: ambos veían el cine como un medio de expresión personal, es decir, practicaban un cine de autor, no sólo eso, ejercían de autócratas, escribían, dirigían, interpretaban; trabajaban obsesivamente durante años en sus producciones antes de estrenarlas; y como se dejaban arrastrar por sus inspiraciones durante los rodajes, los planes de producción se dilataban indefinidamente, por más que Stroheim escribiera unos guiones muy detallados (a veces tan prolijos como guías telefónicas) y Chaplin apenas un esbozo argumental, daba igual, sólo eran disparaderos (en el caso de Stroheim habría que hablar de despeñaderos) para crear y reinventar en el rodaje. Si las semejanzas resultan significativas, las diferencias también son notorias: Chaplin era un avaro de manual y un negociante de primera (aunque fuera capaz de correr riesgos evidentes, como en Una mujer de París, un Chaplin sin Charlot, o en Luces de la ciudad, muda en el sonoro), mientras que Stroheim era bastante desastroso a la hora de velar por sus intereses; Stroheim cultivaba la identificación entre los personajes que interpretaba en la pantalla y el cineasta, Chaplin ni por asomo, el vagabundo de la pantalla era una cosa y otra muy distinta su creador (aunque aquél fuera una íntima emanación de éste); y, claro, a la postre la diferencia decisiva, Chaplin tuvo mucho éxito y Stroheim muy poco.


Eso sí, Stroheim empezó a lo grande. Hasta Citizen Kane (1941) no se sabe de una opera prima que causara tanta sensación como Blind Husbands (Maridos ciegos, 1919). Con una signficativa diferencia: la de Welles cosechó el reconocimiento de la crítica y el rechazo del público, la de Stroheim fue un éxito por partida doble. Y cabe añadir otra diferencia esclarecedora. Cuando Stroheim se presenta en casa de Carl Laemmle, el dueño de la Universal, con el proyecto de The Pinacle (así se titulaba Maridos ciegos hasta poco antes de su estreno), no era nadie; había sido ayudante de Griffith, ésas eran sus únicas credenciales. Welles llegó a Hollywood como una estrella, era muy joven pero ya había deslumbrado en el teatro y en la radio, y, como aquel que dice, la RKO lo invistió con unos poderes -elección del proyecto, control de la producción y poder sobre el montaje final de la película- que le habían sido arrebatados a los cineastas casi veinte años antes, justamente cuando el 6 de octubre de 1922 Irving Thalberg -a la sazón, jefe de produccción de la Universal- despidió a Stroheim y le quitó de las manos Merry-Go-Round (El carrusel de la vida, 1923). Thalberg quería acabar con la independencia de los directores, ya había apartado a Stroheim del montaje de su película anterior, Esposas frívolas (1922), y ahora lo echaba del rodaje de El carrusel de la vida (y volvería a cruzarse en su camino en los días cruciales de Avaricia). Aquel 6 de octubre de 1922 representó una fecha crucial en la historia de Hollywood: era el fin del reinado de los directores. Con aquel contrato en la RKO, Welles había reconquistado el poder de los cineastas, pero fue un espejismo que se evaporó con el fracaso en taquilla de Ciudadano Kane. Por así decir, cuando Welles llegó a Hollywood ya era un personaje; Stroheim ya estaba allí, pero nadie podía imaginar que aquel tipo -que había encarnado papeles de alemán odioso (publicitado como "el villano teutón al que debías odiar") en los tiempos de la primera guerra mundial- era un genio del cine, un visionario.    

Stroheim, en el centro, dirige una escena 
de El carrusel de la vida

Stroheim, en realidad, era un impostor. Pero como todo impostor también tenía un aquel de inventor; para empezar, de una nueva identidad. El 15 de noviembre de 1909 un emigrante de 24 años embarcó en el puerto de Dresde, se llamaba Erich Oswald Stroheim y era hijo de un sombrerero vienés. La travesía en el buque alemán hasta Nueva York duró diez días. En algún lugar del Atlántico aquel don nadie desapareció y el 25 de noviembre desembarcó en la isla de Ellis un tal Erich Oswald Hans Carl Maria von Stroheim. Desde aquel día su pasado fue una ficción que cultivó toda su vida añadiendo sucesivos retoques. En Nueva York trabaja en unos grandes almacenes haciendo paquetes, fue camarero-cantante en un café-concierto, pianista en un prostíbulo... El caso es que va a parar a San Francisco (como viajante de telas), trabaja como camarero aquí y allá, conoce a una mujer con la que aprende inglés y lo inicia en la literatura americana con El rojo emblema del valor de Stephen Crane y la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters, le anima a escribir,  se casa con ella, escribe una pieza teatral corta que intenta vender como base de un posible guión a una de las productoras que se habían establecido en aquel primitivo Hollywood y en 1914 consigue un trabajo como cuidador de caballos y extra en El nacimiento de una nación de Griffith. Siguió trabajando de extra por tres dólares al día hasta que se topó con el director John Emerson y se convirtió en su indispensable ayudante para todo y también actor en papeles de villano que se convertirían en su especialidad. Los dos años que trabajó con Emerson le permitieron adquirir una amplia experiencia, pongamos por caso en una serie de películas de gran éxito protagonizadas por Douglas Fairbanks y escritas por Anita Loos. Y Griffith vuelve a contratarlo como supervisor de escenas de masas en Intolerancia (1916); hay quien ve la mano de Stroheim en el episodio moderno, concretamente en el decorado del apartamento de Walter Long, donde se revela la caracterización del personaje a través de planos detalle de los objetos, un rasgo característico del cine de Stroheim; o en ese geranio de la habitación de Mae Marsh (claro, todos recordamos a Stroheim mimando aquel geranio en La gran ilusión de Renoir). Griffith volvería a contar con él  en Hearts of the World (1918), donde Stroheim  ejerce de asesor técnico, especialmente en el tema de los uniformes, y aparece en un par de papeles pequeños, en ambos como villano, faltaría más.  

Fragmento de un fotograma 
de La gran ilusión (1937) de Jean Renoir:
Stroheim, como von Rauffenstein, cuida del geranio.
  
Pero Stroheim nunca formó parte del círculo de ayudantes de Griffith, por más que en otras productoras lo tomarán como uno de sus más íntimos colaboradores (y cabe imaginar que nuestro hombre nunca desmentiría semejante percepción, y aun la subrayaría). No cabe duda de que lo admiraba y suspiraba por estar cerca del maestro, pero no por afán de medrar, sino para serle útil cuando lo necesitara, porque, eso sí, se consideraba su (¿único?) heredero. Y, en realidad, era el único que en aquellos años valoraba profunda y verdaderamente la grandeza de Griffith, la transcendencia de sus logros en cuanto al despliegue del lenguaje cinematográfico. Pero nunca fue uno de sus próximos, y qué doloroso debió resultarle. Qué próximos, sin embargo, sus fracasos, qué semejantes las curvas de sus respectivas trayectorias, cómo fueron expulsados de la industria que contribuyeron a crear, postergados y olvidados. Cuenta Renoir en sus memorias -Mi vida, mis films- que en los años cuarenta, organizó con su mujer, Dido Freire, una cena con amigos en su casa de Hollywood con Griffith y Stroheim como invitados de honor. Renoir y compañía aguardaban expectantes la conversación entre aquellos legendarios cineastas de tan parejos destinos. No se dirigieron la palabra. Cada uno en una cabecera de la mesa, güisqui va güisqui viene, permanecieron parapetados en el silencio, prisioneros en sendas burbujas de un tiempo que les arrebataron.

Stroheim con Valerie Germonprez, 
en su casa escribió Maridos ciegos
cada noche representaba para ella 
las nuevas escenas de la película. 
Fue su tercera esposa. La única presencia 
que podía evaporar su cólera en los rodajes 
cuando una escena no se plasmaba como la veía.

Todos los testimonios apuntan que Stroheim era un estupendo narrador oral y contaba maravillosamente las películas que tenía en la cabeza, escena a escena y aun plano a plano, con todo detalle e interpretando cada uno de los papeles, y quienes lo escuchaban la veían ya terminada en su cine interior. Era un virtuoso del pitching. Así le vendió The Pinacle -retitulada para su estreno como Maridos ciegos- a Carl Laemmle, el patrón de la Universal, y cuando salió de su casa ya lo había convencido para dirigir e interpretar la película (¿a quién?, al malo, por supuesto). Empezó a rodarla el 3 de abril de 1919 y muy pronto, a pesar del guión detallado y la minuciosa preparación, el plan de rodaje y el presupuesto empezaron a dilatarse, y cuando concluyó el 12 de junio se había convertido en una de la producciones más importantes de la Universal. Stroheim se pasó todo el verano montándola y casi tuvieron que quitársela de las manos, pero por primera y única vez en su vida vio cómo se estrenaba una película suya sin manipulaciones ni amputaciones, con el metraje final aprobado por el cineasta. La crítica puso por la nubes Maridos ciegos y el público lleno los cines de todo el país para verla. Y Stroheim fue calificado como el heredero de Griffith, quizá no esperaba más, para ser su opera prima. Seguro que no esperaba menos. Nunca volvió  a vivir una experiencia tan plena. Desbordó cualquier presupuesto y plan de rodaje, y acabó con la paciencia de las compañías por sus montañas de material rodado, su montajes eternos y sus metrajes kilométricos. Sus películas fueron despedazadas. 


Mientras rodaba Esposas frívolas, aparecían periódicamente "noticias escandalosas" sobre el incremento de los costes de la producción en una campaña publicitaria promovida por la propia Universal; algo parecido a la atención que prestaba la prensa de Hollywood al "descontrol" presupuestario de Apocalypse now mientras Coppola la rodaba en Filipinas, solo que en este caso a su pesar. El montaje de Esposas frivolas duraba seis horas y media, apartaron a Stroheim y la dejaron en tres horas y media -el esqueleto de un hijo muerto, en palabras del cineasta-; la estrenaron en Nueva York el 11 de enero de 1922 y la crítica la consideró demasiado larga (normal, había situaciones que no se entendían porque se habían cortado las escenas que las preparaban y otras se atropellaban porque cercenaron las que las enhebraban), y entonces le cortaron una hora más para su distribución. Desde esa película el nombre de Stroheim fue sinónimo de veneno para la taquilla. Y no digamos tras los mayúsculos estragos de Avaricia.   

Stroheim en el montaje de Esposas frívolas

Un párrafo del artículo publicado en junio de 1924 por Don Ryand en la revista Picture Play da cuenta de la búsqueda estética del cineasta, del empeño fílmico que lo arrebataba, de la pulsión artística que latía en el apasionado desbordamiento de sus rodajes, en el maniático fervor de sus montajes y en la lucha encarnizada por cada fotograma en sus metrajes. El artículo llevaba por título Erich von Stroheim, la realidad, que cifraba la causa de su cine, de su vida: "Creo que el público sabe que von Stroheim siempre va a defender la precisión y el detalle; que está dispuesto a sufrir las consecuencias; que está dispuesto a ir al infierno por defender sus convicciones y lo hará. Porque todo lo que ponga delante de los ojos del público debe ser esa cosa misma -la cosa real". El realismo, y aun el naturalismo, eran para Stroheim una cuestión de estilo, es decir, una razón vital. Se jugaba la vida por el estilo. Avaricia cifra como ninguna otra película -habida o (me atrevo a decir) por haber- la causa del cine. Una derrota ejemplar. Y, aun en sus despojos, cine palpitante, más vivo si cabe en nuestro tiempo, basta ver series como Deadwood para percibir el soplo de Stroheim en las cenizas de su cine.  


Avaricia empezó como una película de la Goldwyn Company. La compañía que contrató a Stroheim un mes después de haber sido despedido por Thalberg en aquella fecha aciaga -6 de octubre de 1922- que señaló el fin de la edad de oro de los directores. La Goldwyn atravesaba una situación crítica y su fundador ya había sido apartado de la presidencia de la compañía cuando Frank Godsol y Abe Lehr contrataron al cineasta, que sabía de las dificultades financieras pero también que no iba a tener a un Irving Thalberg vigilándolo y, en el fondo, estaba convencido de que no iban a poder controlarlo. A principios de junio de 1923, Stroheim se instala el el hotel St. Francis de San Francisco para dar forma al guión de McTeague, la novela de Frank Norris y como, más que escribir, lo que le gustaba era dictar las escenas mientras paseaba, fumaba y representaba la película que imaginaba, encontró en Eve Bessette, una irlandesa pelirroja con gafas de culo de vaso a la taquígrafa ideal -velocísima- que se convertirá en su imprescindible script durante ocho años. En el guión de Greed -se decidió ese título el 20 de febrero- llegaron a trabajar dieciocho horas seguidas. A finales de enero se incorporó al proyecto Richard Day, el director artístico. Se fijó un presupuesto de 347.000 dólares y se empezó a rodar el 13 de marzo. Pocos días después, Stroheim se desmayó. Las extenuantes jornadas -a menudo de veinte horas- de escritura del guión (un verdadero tocho), localizaciones, diseño de decorados y preparación de la producción en apenas dos meses lo habían agotado. Hay que reconocer en Frank Godsol y Abe Lehr -que dieron el visto bueno a aquel proyecto- cierta cualidad visionaria; los que estaban cerca pensaron que estaban mal de la cabeza. 

En el rodaje de Avaricia
De izda. a dcha., el foto-fija Warren Lynch, 
los operadores William Daniels (oculto por la cámara) 
y Ben Reynolds, la script Eve Bessette 
y, detrás, Stroheim con un megáfono.

Stroheim les pidió a sus operadores una gran profundidad de campo, tan palmaria en escenas como la boda de McTeague y Trina, con los novios en primer término mientras al fondo vemos por una ventana el paso de un cortejo fúnebre; un tema, el de la boda luctuosa, que volvió a conjugar de forma aun más radical cuando la protagonista de La reina Kelly se casa en el lecho de muerte de su madre con un viejo lisiado de andares arácnidos que nos será recordado por el Bannister de La dama de Shanghai. 

Un fotograma de la escena de la boda de La reina Kelly
abajo, un fotograma de La dama de Shanghai, de Welles

La profundidad de campo de Avaricia cautivará a Welles y querrá plasmarla en Ciudadano Kane, y hasta en algunas escenas recurrirá a trucajes ópticos para simularla, algo por lo que jamás hubiera transigido Stroheim que perseguía una textura documental en sus imágenes y empujó a Reynolds y Daniels a logros que por sí mismos nunca hubieran alcanzado.

Arriba, un fotograma de Avaricia;
abajo, uno de The Magnificent Ambersons, de Welles

Esa misma intransigencia le llevó a Stroheim a elegir la peor época del año y el peor sitio imaginable para rodar en el Valle de la Muerte la secuencia final de Avaricia

Stroheim en una pausa del rodaje de Avaricia 
en el Valle de la Muerte

De los que vivieron aquella experiencia, nadie pudo olvidarla. Hubo insolaciones y algunos debieron ser hospitalizados, pero ni una sola deserción, que habla a las claras del grado de adhesión que generaba el cineasta entre sus colaboradores. En la pelea del clímax, Stroheim estimulaba a sus actores gritándoles: ¡Luchad, luchad! ¡Tenéis que odiaros como me odiáis a mí! 


Rosenbaum anduvo muy atinado cuando escribió que en las imágenes de  Avaricia no vemos a unos actores interpretando unos papeles, sino a personajes verdaderos, que dan la sensación de existir fuera de la pantalla.  El rodaje de Avaricia acabó el 6 de octubre. Habían transcurrido 198 días. Y los 136.000 metros de película superaron con creces los 99.000 de Esposas frívolas que ya había sido considerados una desmesura. En las primeras semanas de 1924 ya había un montaje de nueve horas y media que vieron apenas unos escogidos, entre ellos Harry Carr que nos legó aquel texto maravillado citado más arriba; era la versión íntegra de Avaricia. Presionado por los ejecutivos, el 18 de marzo Stroheim había conseguido reducir el metraje a algo más de cuatro horas. Pero menos de un mes después el cineasta volvió a toparse con su pesadilla. Sus previsiones al firmar con la Goldwyn sólo se habían cumplido a medias, no  consiguieron controlarlo durante el rodaje, sin embargo en la fase crítica del montaje apareció una vez más Irving Thalberg. El 10 de abril la Goldwyn se fusionó con la Metro, Louis B. Mayer tomó el control estudio y Thalberg, su mano derecha, fue nombrado jefe de producción, cuando Avaricia estaba montada y enlatada en 22 rollos, y bajo sus ordenes fue despedazada y remontada en una versión de diez rollos, unos 140 minutos, fue la Avaricia que se distribuyó. Casi noventa años después sigue siendo el símbolo de la obra maestra destruida por el modo de producción de Hollywood, diseñado a imagen y semejanza de la cadena de montaje de la factoría Ford.

Fotograma de Greed. Trina (Zasu Pitts), el oro, la avaricia...

Para Renoir, Avaricia representaba el emblema del arte cinematográfico. Se convirtió en director de cine por culpa de Stroheim. Y su amistad con Becker se estrechó en buena media gracias a la afinidad de sentimientos que les despertaba la película. Cuenta Renoir en sus memorias que, tras el primer enfrentamiento con Stroheim durante el rodaje de la La gran ilusión, no pudo represar las lágrimas y se echó a llorar. Le confesó a Stroheim que lo admiraba tanto que prefería dejar la película antes que volver a tener un conflicto con su maestro. Entonces también el director de Avaricia se echó a llorar. Y se abrazaron. Y volvieron a abrazarse. Y Stroheim le juró que en delante seguiría sus indicaciones con la docilidad de un esclavo. Y mantuvo su palabra. En realidad, bajo su fachada de odioso teutón, era un sentimental.

Fotograma de La gran ilusión. Con Stroheim y su geranio.

Stroheim acabó su vida como actor. Además del von Rauffenstein de La gran ilusión de Renoir creó un personaje memorable en el Max de Sunset Boulevard, donde Wilder lo reunió otra vez con Gloria Swanson;  Stroheim la había dirigido en La reina Kelly y la Swanson lo había despedido: la película, la que podía haber sido la última obra maestra del cineasta, quedó inacabada. Stroheim pasó sus últimos años en Francia, en una casa de campo a las afueras de París. Dejemos que el final lo cuente Renoir: "Pocos días antes de su muerte, el gobierno francés le obsequió con algo que había soñado toda su vida: lo condecoró con la Legión de Honor. [¡Cómo no va a conjugarse la cinefilia con un cierto grado de francofilia!] Su entierro fue el que convenía a un personaje tan fuera de lo común. El féretro de madera tallada era tan grande que fue preciso ensanchar el camino que conducía a la pequeña capilla. El cortejo, compuesto por celebridades del cine francés, iba precedido por los músicos cíngaros de una boite que interpretaban valses vieneses. Jacques Becker seguía el féretro llevando la Legión de Honor del difunto extendida en un cojín de seda blanca. Las vacas que pastaban por los prados de los alrededores, sorprendidas ante aquel espectáculo inhabitual, iban a contemplarlo reunidas contra las cercas, ocupando así las primeras plazas del entierro. Jacques Becker quiso pronunciar un discurso pero estaba demasiado emocionado  y las lágrimas se le ahogaban en sollozos". Cómo no recordar al hilo del relato de esta escena aquélla de La reina Kelly donde las vacas contemplan el angelical cortejo de novicias por el camino del prado. A Stroheim seguro que le hubiera parecido una rima perfecta. De cine. De cine también ese impostor que emigra a América se convierte en un cineasta genial, lo echan de su oficio, regresa a Europa y acaba condecorado por el país que inventó la cinefilia.


Es cierto, del cine de Stroheim sólo quedan las cenizas. Pero aún arden en la mirada de quien sabe ver. 

24/7/12

Las palabras aladas


El amigo Diomedes Díaz me escribe desde las Azores para saber si voy a despedir (conociendo como le conozco le tentó decir "despachar") a Isuzu Yamada con aquellas escuetas (seguro que quiso escribir "tacañas") tres líneas y los cuatro fotogramas de Elegía de Naniwa (1936) de una entrada que ni siquiera se le dedicaba por entero a la primera musa de Mizoguchi (el amigo Diomedes Díaz nunca emplearía lo de actriz-fetiche y seguro le tuerce el gesto cada vez que me lo lee o escucha), la musa de los años cruciales. 

La geisha -Isuzu Yamada en  Las hermanas de Gion (1936)- 
se prepara y se pierde en la noche

Y la verdad, en cuanto publiqué la entrada me lo reproché casi con las mismas palabras; cómo no iba a sonar entonces el largo correo del amigo ausente a voz de la conciencia, una voz que evoca aquella noche que nos bebimos juntos después de ver Orizuru Osen, la película que Isuzu Yamada rodó con Mizoguchi en 1935, Osen, de las cigüeñas, una película muda con palabras que se ven. 

Isuzu Yamada como Osen

Entre 1934 y 1936, Mizoguchi rodó cinco películas con Isuzu Yamada; salvo la primera, Aizo Toge (La garganta del amor y del odio), las demás fueron realizadas en el seno de la productora Daiichi Eiga, fundada por el propio Mizoguchi para trabajar en condiciones más propicias y con mayor libertad. En esas condiciones rodó filmes como Elegía de Naniwa y Las hermanas de Gion, las dos primeras películas que le escribió Yoshikata Yoda, el fiel, abnegado y paciente guionista de tantas maravillosas películas de Mizoguchi.  

Isuzu Yamada como Ayako en Elegía de Naniwa

Para Isuzu Yamada, Elegía de Naniwa es la mejor película de Mizoguchi. Al deseo de filmar a la actriz se unió también la pasión por aprehender el presente, un anhelo de realidad al que contribuyó de forma decisiva el guionista Yoda. Elegía de Naniwa deviene así un cruce de destinos seminal en la obra del cineasta. Isuzu Yamada no dijo nunca que ésa era también su mejor película, pero sí que fue la película que llevó a dedicar su vida al oficio de actriz: Mizoguchi era difícil de complacer, nunca me decía exactamente qué hacer. "Piénsatelo", solía decir, nada más. Podía pasarse tres días con una escena porque no le gustaba cómo había dicho una frase aparentemente insignificante.

Fotograma de Elegía de Naniwa

Después de Las hermanas de Gion, Mizoguchi aún rodará con Isuzu Yamada La espada Bijomaru (1945). Fue la última película juntos, y no porque el cineasta no quisiera. Nunca le perdonó que lo abandonara, y quizá aun menos que se convirtiera en la mujer de otro director, Teinosuke Kinugasa; aquella herida no cicatrizó nunca, sólo se alivió gracias al encuentro con la otra musa del cineasta, la gran Kinuyo Tanaka. Para Mizoguchi, Isuzu Yamada fue siempre la más grande de las actrices japonesas.

Isuzu Yamada como Osen

Los años Daiichi Eiga representan un periodo efímero, pero capital desde el punto de vista artístico, con películas de encrucijada en las que el cineasta depuró sus formas y decantó su estilo; por así decir, se iba desprendiendo de aquellos rasgos que no eran suyos. 


Mizoguchi rodó cinco películas con su productora, cuatro de ellas con Isuzu Yamada como protagonista, por eso no sería exagerado decir que filmando a Isuzu Yamada aquel cineasta devino Mizoguchi: el cineasta de los planos largos y sostenidos, de los travellings laterales para acompañar a los personajes, o diagonales cuando los (per)seguía; el cineasta que destila el melodrama con formas líricas, lo onírico con trazos realistas y el tiempo con los cuatro elementos; el cineasta que nos conmueve con la abstracción y declina los misterios de la vida y la muerte con una poética del agua; en fin, el cineasta de las mujeres, de Otoki en Historia de los crisantemos tardíos, de Miyagi en Cuentos de la luna pálida, de Anju en El intendente Sansho, de Osan de Los amantes crucificados... Y de Osen, encarnada por Isuzu Yamada, una heroína-Mizoguchi que anuncia todas las que vendrán.


Quizá por eso aquella noche que vimos Osen, de las cigüeñas fue como remontarnos a las nacientes del cine de Mizoguchi que tanto nos gusta. Y tratándose de una de las películas mudas -de las pocas que se conservan- del cineasta, nos gustaron hasta los excesos, es decir, hasta aquellos rasgos de los que Mizoguchi ya se va a desprender muy pronto. Osen, de las cigüeñas despliega una compleja construcción de flashbacks, los recuerdos de Osen y de Sokichi, el hombre por quien ha sacrificado su vida, flashbacks que confluyen y flashbacks dentro de flasbacks, encrucijadas y cajas chinas del tiempo y la memoria, hasta ese clímax -pura maravilla visual- donde se sobreimpresionan los recuerdos de Sokichi -que le traen a la memoria su aquel pusilánime (y la culpa por no haber sabido defender a la mujer a quien todo se le debe)- y los de Osen que, demente, ya sólo vive en el tiempo (de amor) perdido, por eso no ya no reconoce a Sokichi en el presente pero sigue vivo como fantasma de su memoria y lo defiende, como en el pasado, del ataque de los rufianes: 


Pero la escena cuyo recuerdo -estoy convencido- empujó al amigo Diomedes Díaz a llamarme la atención por el exiguo homenaje que le rendía a Isuzu Yamada, la escena que nos desveló aquella noche hasta las tantas de tanto palabrearla -la que primero recordamos cuando supimos de su muerte- acontecía dentro de uno de aquellos flashbacks que vertebran la película, cuando el destino separa a Osen y Sokichi. Vimos cómo Osen practica el origami, un arte de tradición sintoísta entregado a la pureza de las formas, digamos que una suerte de papiroflexia.


De sus manos salen cigüeñas de papel que esconde en su seno como íntimos pensamientos. Y cuando la detienen y le atan los brazos con una cuerda y la separan de Sokichi, las palabras no podrían cifrar cuanto quisiera decirle, sólo una cigüeña de papel podría llevar los silencios del corazón, un legado tan leve como esencial, como el alma en un soplo.


Desde aquella noche, cada vez que nos viene a la memoria Isuzu Yamada llega primero en la figura de Osen, de las cigüeñas, con las palabras aladas.