31/5/12

Le temps des cerises



Hay películas que en el curso del tiempo acaban por trazar un emblema de nuestra relación con el cine. No son  grandes películas, o no necesariamente. Ni siquiera son las películas que vemos más veces. Ni tampoco aquéllas de las que más hablamos. Son más bien aquellas películas que, memoria mediante, despiertan en nosotros la ternura. De las que pervive aún la huella táctil de una belleza luminosa. Y un leve rasguño de tristeza palpita en sus imágenes, una mirada que no empaña ni mengua la felicidad de llevarla con nosotros en la retina para siempre.


Casque d'or es una de esas películas, quizá la más bella de las películas de Jacques Becker, que ya es mucho decir si pensamos en Le trou. Pero Casque d'or, más que bella, es una película feliz -siendo una tragedia, o (también) por eso mismo- y una de las más bellas historias de amor que se hayan filmado nunca.


Fue nuestro hijo quien nos llamó la atención sobre la película, apuntando que podía verse como uno de los veneros del estilo de Kaurismäki -que la tiene entre sus preferidas-; en particular, la (hierática) contención y el laconismo con que Serge Reggiani da vida a Manda -ese carpintero tierno que no pronuncia ni veinte réplicas (ni falta que le hace)-, y que resuenan en los personajes encarnados por Matti Pellonpää en los filmes del finlandés.



Casque d'or se estrenó hace sesenta años y ocupa un lugar central en la filmografía de Jacques Becker. En Francia fue un fracaso; y críticos eminentes no supieron apreciarla, aunque más adelante se pusieran las gafas de ver y reconocieran su miopía. La película tiene su origen en un suceso del mundo del hampa en el París de principios del siglo XX, en una de aquellas bandas de apaches, como denominaba la prensa francesa de la época a aquellos maleantes de los bajos fondos parisinos, y que cobró cierta relevancia periodística. Varios directores tuvieron en mente convertir aquella historia en una película: Duvivier, Allègret, Clouzot... Simone Signoret cuenta en sus memorias -La nostalgia ya no es lo que era- que también a Jean Renoir se le pasó por la cabeza ese proyecto.


Pero fue Jacques Becker quien llevó aquella historia a la pantalla, donde el ya lejano suceso real representa apenas el germen -un pretexto- para capturar aquel mundo de un París en un siglo XX recién nacido, más que como una recreación, como si apareciera ante nuestros ojos por primera vez, para destilar con mirada poética la conmovedora ternura de unos amantes con mala estrella.


Jacques Becker escribió el guión con Annette Wademant, su compañera a la sazón (aunque no aparece acreditada), guionista también de sus anteriores películas, Édouard et Caroline y Rue de L'Estrapade, y de Madame de... y Lola Montes de Ophüls, que veía en Becker un heredero y le legó el proyecto sobre Modigliani, Montparnasse 19 o Los amantes de Montparnasse; y con Jacques Companéez, que había colaborado con Jean Renoir en el guión de Los bajos fondos, donde Becker ejerció de ayudante de dirección. En Casque d'or nos encontramos también con Marguerite Renoir, la montadora habitual de los filmes de Renoir en los años treinta -también de Los bajos fondos o Un día de campo- y que Becker, se podría decir, heredó de su maestro. Y si, como se ve, no faltan hilos que religuen el filme de Becker con el cine de su maestro, ni cabe negar el legado, no puede haber nada más íntimo y personal que la mirada amorosa de Becker en el aquel de contemplar a Manda y Marie, a Serge Reggiani y Simone Signoret (que ya habían aparecido juntos en La ronda de Ophüls dos años antes), como nunca nadie volvería a mirarlos.


El título original, Casque d'or -aquí se tituló París, bajos fondos- hace referencia al peinado que luce Simone Signoret/Marie en buena parte de la película, un yelmo dorado, como escribe Bénard da Costa.


Era la película más querida de Jacques Becker (y la que más tristeza le deparó con la mala acogida en su país), y a ella le dedica Simone Signoret las más bellas y cálidas páginas de sus memorias (y las más encendidas a propósito de la incomprensión con la que se recibió): Podría contar durante horas cómo fue filmada esta película, con amor, alegría, amistad y humor. Creo que uno lo nota cuando la está viendo. Desde luego uno nota que se filmó en estado de gracia. Porque Becker estaba enamorado de Annette Wademant, y de Manda y Marie, y ese amor contagió a cuantos participaron en Casque d'or; quizá no hay mejor palabra para cifrar el arte de dirigir de Becker: contagiar; y como escribió Serge Daney, nos contagia también la felicidad con que se hizo.


Y no es de extrañar que la memoria de Simone Signoret arda al evocar Casque d'or, porque nunca ha resplandecido así, nunca como con Becker ha iluminado la pantalla. Y sí, nunca la hemos visto más bella.


Pero a punto estuvo de no hacer la película. Y eso que le parecía una historia muy bonita y que Becker sólo pensó en ella, nadie más podía ser Casque d'or. Pero quizá aún estaba dolida con él de diez años antes. La Signoret había firmado el contrato y el día que debía viajar a París había acompañado a Yves Montand en los decorados de aquel pueblo -Las Piedras- de El salario del miedo de Clouzot a treinta kilómetros de Nimes. Pero en el último momento no subió al tren, llamó al productor y le dijo que tenía que rechazar el papel porque no podía separarse del amor de su vida. En el fondo no había olvidado el rechazo de Becker para un pequeño papel en Denier atout (1942), el primer largometraje del cineasta. Pero esperaba su llamada. Y se impacientaba. Cuenta la actriz que nunca olvidaría aquel teléfono de manivela del hotel de Nimes cuando levantó el auricular y escuchó la voz de Becker: "Tienes razón, sólo tenemos una historia de amor, hay que cuidarla cada día como una planta". La Signoret insistió, ¿no estaba demasiado molesto por la espantada? Qué va, se las arreglaría, le dijo el director, y mencionó un par de actrices que barajaba para sustituirla. A la mañana siguiente tomé el tren hacia París para rodar la película, quizá la más bonita de mi vida.


Becker la esperaba en la estación y la acompañó al peluquero para teñirle el pelo, luego la llevó a comer y a probarse los vestidos y los zapatos. Basta contemplar a Simone Signoret en Casque d'or para comprobar el contagio del cineasta. No necesitaba decirle nada, bastaba que la acompañara. Que la mirara (que es la forma de soñar de un director). Y contagiarle su sueño.


Cuenta la actriz que descubría cosas que no buscaba, que ni la voluntad ni el cerebro habían registrado. No sabía nada, sólo era Marie. Sólo cuenta el director, decía la Signoret. Es necesario que alguien me elija, me haga soñar, da lo mismo que sea una pesadilla o el papel de un monstruo. Y añade: Jacques [Becker] nos había soñado muy bien.



El director había encontrado en Annet-sur-Marne la casa donde se van a refugiar Marie y Manda para vivir las horas más felices de su historia de amor. Y allí se instaló Becker con Annette Wademant, Reggiani, la Signoret... en habitaciones sin agua corriente, pero sí con unos aguamaniles de cerámica muy bonitos. El resto del equipo se hospedaba en un hotel como es debido. Los actores en seguida se dieron cuenta de que Manda y Marie se encontraban mucho mejor allí que hospedados con todas las comodidades. Y Becker vivía ya en la película que había soñado. Como Manda y Marie se ven en el paraíso tras la primera noche juntos: él le lleva una taza de café y ella lo espera junto a la ventana con el pelo suelto...




Y visos de sueño cobra el idilio rural (y fluvial) que se les concede a los amantes en Casque d'or donde se conjuga carnalidad y sentimiento, erotismo y ternura, sensualidad y arrobo, a través de formas casi táctiles que destilan la fugacidad a flor de piel, de un instante de luz en un mundo de sombras, con dos seres tan desposados con la mirada del otro como vulnerables y entregados a su destino.


Con las primeras imágenes de Casque d'or parece como si volviéramos a los parajes de Un día de campo o a las tabernas y bailes populares de French Cancan, de su maestro Renoir.



Desde que se ponen los ojos encima Manda y Marie es para siempre; desde que Marie reta a Manda -Y los carpinteros, ¿saben bailar?- ya no hay marcha atrás.



Pero no son sólo Manda y Marie, cada uno de los apaches queda perfilado desde la primera escena en que aparecen por pequeño que sea su papel y Becker retrata el mundo del hampa parisino enhebrando ceremonia, crueldad y servidumbre, lealtades y traiciones.


Con unos pocos trazos enhebra la hermosa amistad entre Manda y Raymond (un entrañable Raymond Bussières) con la historia de amor.


Y Claude Dauphin borda un Leca -el jefe de la banda- pespuntando amabilidad y malicia, paternalismo y astucia.


Cada vez que vuelvo a ver Casque d'or más me maravilla cómo fluye la película con escenas que se anudan con miradas que cosen delicadas elipsis, o que cuajan con lírica sutileza, como la boda de otros novios que Manda y Marie aprovechan como propia porque presienten que no van a tener tiempo para la suya; la milagrosa armonía con que se destila la tragedia en un poema de afirmación de la vida, en un canto a su plenitud, esa alquimia de dolor y alegría que deviene el credo artístico de Becker: nada hay más poderoso que la vida. Como en esa penúltima escena, cuando Marie no aparta sus ojos de Manda, acompañándole hasta el último suspiro.


Y nada hay más elocuente que la escena final para dar una idea cabal del nudo de emociones que podía desatar el cineasta, con Marie evocando aquel primer baile con el carpintero, pero ahora se alejan ellos solos girando sin cesar mientras suena Le temps des cerises. El tiempo fugitivo de las cerezas. El baile de la boda que no tuvieron tiempo de celebrar Marie y Manda, unos amantes que, consagrados por el cine, ya nada podrá separar.


Y se quedan para siempre en la retina de nuestra memoria.

28/5/12

La canción de los niños perdidos



Acerco El Intendente Sansho a la escuela, más que por escribir (otra vez) sobre Mizoguchi, que también, por el aquel de prender una candela en medio de la oscuridad -las tinieblas del mundo, sí, pero también el hogar del cine-, por si fuera posible alumbrar el camino inclemente con la canción de los niños perdidos y abrigar el corazón a la intemperie con la belleza del cine que se prueba como talismán de la esperanza.


Cuando acabamos de ver El intendente Sansho, más allá de las lágrimas sólo puede hablar el silencio. Siempre es así. El mundo continúa su curso, indiferente a esa pietà, con Zushio en el regazo de su madre Tamaki después de tantos años, a ese misterio doloroso que sólo a nosotros nos es dado contemplar; un calvario que hemos acompañado a la distancia justa, donde la mirada de Mizoguchi creó un lugar para ver, que en gallego se dice viso, un viso para la piedad.  


Casi desde que empieza El intendente Sansho tenemos la sensación de que la historia ha empezado hace mucho tiempo. Zushio y Anju, aún niños, en compañía de su madre Tamaki y una sirvienta, cruzan un bosque siguiendo el camino que hace años recorrió hacia el exilio el padre ausente. Sobre el espacio que transitan gravita el pasado y el paisaje deviene un espacio de la memoria, de lo que no debe ser olvidado, y se pespunta con la hora de la separación, con la despedida y el legado paterno encomendado a Zushio. Y así, la película se despliega como un viaje en busca del padre, pero pronto se transfigura en un peregrinaje hacia la memoria (de su legado) y finalmente desemboca en un camino de redención.  


Se trata de un cuento terrible, preñado de incidentes desgarradores que amojonarían un melodrama de altísima temperatura emocional: el padre desterrado, un itinerario erizado de peligros, la sacerdotisa malvada, los niños robados y vendidos como esclavos, la madre confinada en una isla y abocada a la prostitución, el poder omnímodo del malvado Sansho... Es más, con tales ingredientes casi no cabe imaginar como remediar una deriva (y derrame) sentimental.


Y sin embargo Mizoguchi destila en El intendente Sansho un cine de una belleza sublime y de una sobrecogedora serenidad, gracias a una puesta en escena -todo un tratado de diagonales y travellings- donde las cosas, más que acontecer, son; y no lo olvidemos, gracias también a la admirable fotografía de Miyagawa y a la música inefable de Fumio Hayasaka. Un cine donde el dolor, la crueldad y las penurias se conjugan con un milagroso sentimiento de armonía y un prodigioso equilibrio en una obra  que evita trastornarnos o afligirnos: sólo no da a ver una experiencia moral, un camino de aprendizaje del sentido profundo de la existencia. Como un don. El intendente Sansho es de esas películas donde el arte del cine cuaja en un arte de vivir. Una candela para la noche del alma.

La gran Kinuyo Tanaka como Tamaki, la madre. 
El ayudante de dirección contaba cómo se las veía y las deseaba 
cuando no conseguía un cuenco auténtico 
para que Mizoguchi se conformara con una réplica. 

Como esa noche que Zushio y Anju van a pasar en compañía de su madre y la sirvienta; no lo saben, pero será la última noche juntos. Y buscan unas ramas y paja para hacer un cobertizo; y como niños, la tarea se vuelve un juego, una aventura antes de que acechen la oscuridad y el miedo, antes de que aquel momento se consagre como memoria de lo perdido.



Diez años después -media hora en la película-, Zushio y Anju malviven bajo otros nombres como esclavos del intendente Sansho. Zushio se ha despojado de la memoria, ha asumido la nueva identidad, sólo quiere sobrevivir, es el esclavo modelo del déspota, del padre padrone (y padre sustituto). Pero su hermana pequeña no ha olvidado quién es, de dónde viene; ella sigue escuchando la canción de los niños perdidos -Zushio, Anju- que su madre no ha cesado de cantar desde la isla, sólo Anju permanece fiel a la memoria, anudando con el hilo del tiempo el presente con el pasado.



Pero un día, cuando Zushio ayuda a su hermana a preparar un cobertizo para una esclava moribunda en medio del bosque, mientras cortan unas ramas y recogen la paja, las mismas acciones de hace diez años, la voz de la madre llega hasta ellos desde el otro lado del mar, y esta vez -el paisaje llueve memoria- también Zushio escucha la canción. Y recuerda el legado. Las palabras de su padre.





El Intendente Sansho (1954) adapta un cuento de Ogai Mori, publicado en 1915 pero basado en una historia de antigua tradición oral, como la canción de la madre que viaja a través del mar y del tiempo. Un cuento sobre la compasión, o mejor, sobre un legado de misericordia e igualdad entre los hombres. Sobre el cuento de Ogai Mori, el guionista Yoshikata Yoda introduce algunas variantes significativas que dotan a la estructura dramática de la película de espesor significante en torno a un hilo cardinal que enhebra el aprendizaje moral con la memoria.


De entrada, Yoda invierte la primogenitura de los hermanos: en el cuento, Zushio era el hermano pequeño y Anju la hermana mayor; en la película, Zushio será el depositario de la estatuilla de la diosa de la piedad que le hace entrega su padre con la encomienda de velar por Anju. En el cuento, la estatuilla de la diosa de la piedad tiene funciones mágicas (y al final devuelve la vista a la madre), pero en la película sólo cifra la memoria de un legado: la lección, la palabra del padre: el hombre que no siente compasión se convierte en una bestia (el intendente Sansho), quien no siente misericordia olvida que todos los hombres somos iguales.



El título de la película remite al olvido de la palabra primordial y cuando Zushio olvida las palabras de su padre se convierte en un digno heredero de Sansho (en el cuento, la hermana mayor lo protegía de esa caída): he ahí otro de los cambios sustanciales introducidos por Yoda que fortalece la trama de redención y cobra acendrado sentido en la maravillosa escena final entre madre e hijo; Zushio le pide perdón (nosotros sabemos que alude a ese tiempo con Sansho en que renegó de su memoria) y la madre, que no sabe pero puede hacerse cargo de tantas cosas que pudieron acontecerle a su hijo, lo consuela: "¿Qué tengo que perdonar? No sé lo que has hecho, pero sé que has escuchado las palabras de tu padre, por eso volvemos a estar juntos".



Y justamente cuando Zushio ha renegado de su nombre, entonces cobran relevancia las trasformaciones operadas por Yoda y Mizoguchi en el cuento de Ogai Mori, y verdadera trascendencia el personaje de Anju (encarnado por Kyôko Kagawa, la sublime Osan de Los amantes crucificados) que conserva la memoria de su padre, que escucha la canción de la madre, quien se convierte en la depositaria de las palabras, pero también de la llamada del corazón. Y si en el cuento, la canción sólo aparece al final de la historia, para hacer posible el reconocimiento de Tamaki por Zushio, cuando el hijo escucha su nombre y el de su hermana en la voz de la madre, en la película la canción de los niños perdidos deviene el hilo de la memoria, la voz que canta el silencio del corazón, la canción que acabará rescatando a Zushio de la sombra de Sansho, porque Anju conserva la memoria primordial y no le deja olvidar quién es. Y por ella, puede Zushio huir del intendente Sansho y reunirse con la madre.


Por eso contemplamos su sacrificio como una epifanía -y aun como una hipofanía-, uno de esos momentos capitales de la historia del cine, una de las escenas más bellas que se hayan filmado nunca, cifra del arte de Mizoguchi: no puede haber mayor hondura mostrada con mayor sencillez, ni más desgarro con más serenidad, ni más aflicción con más armonía. Zushio ha huido con la complicidad de su hermana, pero una compañera de cautiverio le hace ver a Anju que por mucho que resista la tortura de los hombres de Sansho acabará confesando el lugar a donde se dirige su hermano.


Y Anju comprende que sólo le queda un camino para proteger la huida de Zushio, para que su madre no haya cantado en vano la canción de los niños perdidos, para anudar con sentido pleno el pasado y el presente, y cerrar el ciclo de la vida.


Las elipsis contribuyen a la delicadeza de la puesta en escena, dejando fuera de campo o apenas esbozados  los detalles más truculentos, como la recogida de piedras por Anju para mejor hundirse en las aguas, mediante el uso -de la distancia- del plano general conjugado con la iluminación y los árboles que crean un efecto de celosía, mientras la mujer se prepara y finalmente reza. Y la voz de su madre con la canción de los niños perdidos llega hasta Anju, como si la llamara desde más allá del mar, unidas por una poética del agua.




  




Ahora Mizoguchi nos acerca por corte -y sigilosamente- a Anju, que permanece de espaldas, como si no quisiera turbar el recogimiento -y la intimidad- que el momento reclama.








Entonces Mizoguchi corta a la mujer que acompaña en la distancia con una plegaria la inmolación de Anju:


Y un nuevo corte nos devuelve al agua donde ya todo se ha consumado y las ondas dibujan una estela de aceptación y de armonía con el mundo. Y una oración por el viaje de Zushio.









Decía Cyril Connolly que la literatura es el arte de escribir algo que se leerá dos veces. Yo diría que el cine es el arte de mostrar en una película algo que nunca se acaba de ver. Por más veces que se vea El intendente Sanho, pongamos por caso, donde la canción de los niños perdidos nos recuerda que no estamos solos, que el cine vela por nosotros.