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11/10/10

Madejas, rabos, fantasmas, gérmenes y espejos


Henry James se refería al primer esbozo de un relato, que apuntaba en su cuaderno de notas, como la punta de la madejala punta del rabo de una idea. El 21 de abril de 1911, después de aferrar la punta del rabo de una idea anotada once años antes, escribe: "Ahora que acabo de desanudarlo -à propos- no podría decir que el argumento me impresiona en exceso -y sin embargo, no existe otro modo de ahuyentar estos motivos que flotan alrededor como fantasmillas-. Hay que hacer el esfuerzo de formularlos -y después se ve-. Por lo demás, esta prueba de la formulación es, en cualquier caso, algo tan exquisito que siempre vale la pena afrontarla, aunque más no sea porque reaviva el hechizo de los viejos días sagrados". Esos viejos días sagrados corresponden a sus veinte años de más intensa producción literaria, entre 1885 y 1905. Los cuadernos de notas de Henry James devienen un laboratorio para estudiar fantasmas, como si los contemplara en un espejo. Quizá porque fue uno de los primeros estudiosos de la obra de Nathaniel Hawthorne y uno de los primeros lectores de sus cuadernos de notas, donde abundan los fantasmas y los espejos.


 En 1837, Hawthorne anota en uno de sus Cuadernos norteamericanos:

Un viejo espejo. Alguien descubre la forma de que todas las imágenes que reflejó en el pasado vuelvan a la superficie.

No puedo evitar leer en esta nota una metáfora, o mejor, una profecía del cinematógrafo: el cine como urdimbre de fantasmas. En 1835, el autor de La letra escarlata apunta una idea para un cuento que bien podría servir como germen de un corto de animación:

Desarrollar un cuento o una escena dentro del círculo de luz de una farola callejera. Plantear la acción hasta el momento en que la luz está por apagarse. El desenlace trágico se produce en el mismo instante en que la llama vacila por última vez.


Muchas de las anotaciones de Hawtorne emergen como vislumbres que desvelan la poética del punto de vista o la teoría de la iluminación  que Henry James desarrolló en artículos y prólogos. Punto de vista e iluminación como factores esenciales de la economía del relato como condición esencial de su estética literaria, porque -escribió James- en arte la economía es siempre belleza. Por eso, cuando anotaba un esbozo de relato en sus cuadernos de notas precisaba los requerimientos de punto de vista e iluminación que llevaba aparejados -quién ve qué, quién cuenta, a través de quién vemos, a través de quién sabemos, quién ilumina la escena-,aunque fuera en un estadio meramente intuitivo y/o rudimentario:

"Sábado, 12 de enero de 1895. Anoto aquí la historia de fantasmas que el arzobispo de Canterbury me contó en Addington (la noche del jueves 10); un mero boceto vago, general, impreciso, puesto que no otra cosa le había referido (de modo harto malo e imperfecto) una dama que no poseía el arte de narrar ni claridad alguna. Es la historia de unos niños (de edad y en número indefinidos) que, muertos presumiblemente los padres, quedan al cuidado de sirvientes en una vieja casa de campo. Los sirvientes, malvados y corrompidos, corrompen y depravan a los niños; los niños se vuelven viles, capaces de ejercer el mal en un grado siniestro. Los sirvientes mueren (la historia no dice claramente cómo) y sus apariencias, sus figuras, vuelven para poseer la casa y los niños, a quienes parecen tentar, a quienes invitan y convocan desde más allá de lugares peligrosos, el profundo barranco tras un cerco derruido, etc., de modo que al entregarse a su poder los niños pueden destruirse, perderse. No se perderán mientras alguien los mantenga alejados; pero estas malignas presencias insisten una y otra vez, intentando hacer presa en ellos. Es cuestión de que los niños "vayan hacia allá". La pintura, la historia, es demasiado oscura e inacabada, pero inspira la realización de un efecto extrañamente horripilante. Ha de contarla -es tolerantemente obvio-un testigo u observador externo."

El tal arzobispo al que se refiere Henry James en esta entrada de sus Cuadernos de notas (1878-1911) era el padre de E. F. Benson autor también de cuentos de fantasmas y amigo de James. Quienes hayáis leído Otra vuelta de tuerca, como se ha venido traduciendo The Turn of the Screw -pongamos por caso José Luis López Muñoz o Sergio Pitol (os dejo un enlace con su versión)-, o Vuelta de tuerca -según Juan Antonio Molina Foix-, habréis reconocido en esa anotación el origen de la novela de Henry James. La leímos por primera vez hace treinta años en la colección Libro Amigo de Bruguera -el número 599, concretamente- traducida por Antonio Desmonts, un ejemplar que he asilado en Tui porque se cae a pedazos y quiero conservarlo en memoria de las horas felices que nos procuró.    

Los amigos de esta escuela sabéis cuánto me interesan los gérmenes -así denominaba Valery Larbaud a los embriones o simientes de los relatos- de las películas o de los libros que me gustan. En el caso de Otra vuelta de tuerca hay fundadas razones para señalar otro germen de naturaleza mucho más íntima: Alice, la hermana de Henry James.


Los hermanos tenían una relación muy intensa que el escritor describió en una carta a su editor de Londres como "un pequeño y armonioso ménage, y me siento en buena medida como si estuviera casado". Alice era la pequeña de la familia y la única niña, estuvo inválida la mayor parte de su vida y sufrió repetidos episodios histéricos que probablemente pueden verse como una respuesta orgánica a la represión victoriana sobre las mujeres y a las restricciones cotidianas a las que se veían sometidas -y en las que eran "educadas"-, así lo entendió con los años el propio Henry James: "en nuestro grupo familiar, las chicas parecen no haber tenido apenas una sola oportunidad (...) la trágica salud de Alice era, en cierto modo, la única solución que ella veía al problema práctico de la vida".

Henry y Alice experimentaron una íntima afinidad, que iba más allá de sus vínculos familiares, y una sintonía emocional que se remontaba a los años de la infancia. El escritor llegó a apuntar, cuando su hermana llevaba tres años muerta, una idea para un relato, que no escribió, sobre un hermano y una hermana que experimentaban "el dolor de la empatía" y sentían "una devoción profunda" el uno por el otro.

En 1891 le diagnosticaron a Alice un cáncer de mama y su hermano William -como médico y psicólogo- le aconsejó recurrir a cualquier alivio posible para el dolor: "Toma toda la morfina (u otra forma de opio si ésa te desagrada) que quieras, y no tengas miedo a emborracharte de opio. ¿Para qué se ha creado el opio si no es para momentos como éste?". Henry James le contó a su hermano en una carta que Alice, justo antes de morir el 6 de marzo de 1892, tuvo un sueño en el que vio a algunos de sus amigos muertos en un barco, en medio de un mar tempestuoso, llamándola con gestos mientras el barco se alejaba entre sombras. Alice murió un domingo, por la tarde, mientras Henry subía la persiana para que entrara algo más de luz en su habitación, en una casita de Camden Hill, en el número 14 de Argyll Road en Londres.


Cabe imaginar que aquella historia de fantasmas que le contó el arzobispo de Canterbury a Henry James una noche de enero de 1895 cayera en terreno abonado, en una memoria cultivada por un germen más íntimo y poderoso, y ese testigo u observador externo que debería contar la historia, es decir, la institutriz, cobrará vida literaria como un trasunto de la histeria -o neurastenia, como le decían- de la propia Alice. Porque es la institutriz quien cuenta Otra vuelta de tuerca, una primera persona que deviene retrato de la protagonista, destilado de la mirada que guía el relato, hasta el punto que cabría considerar a los niños no como víctimas de los sirvientes sino de la propia institutriz que los acosa en pos de los fantasmas que proyecta su propia mente trastornada.

La literatura es una fuerza de la memoria que aún no hemos comprendido del todo, le gustaba decir a John Cheever, asegurando que se trataba de una cita de Cocteau. Y Henry James dejó fermentar el cultivo de esos gérmenes en la memoria hasta que el director de la revista Collier Weekly le pidió un cuento de ocho a diez mil palabras para el número de navidad de 1897. Desde que padeció una lesión en la muñeca derecha, James compró una Remington y se habituó a dictar sus relatos que después corregía a mano, primero a William McAlpine, un mecanógrafo escocés y taciturno, luego a Mary Weld y, más tarde, a Theodora Bosanquet que se convertiría, por así decir, en su mecanógrafa de cabecera. No pocos estudiosos han visto en el dictado como método de escritura el germen del estilo de James, un método que empezó a utilizar en 1897 y ya nunca abandonó.

Así que durante el otoño de 1897, entre los meses de septiembre y diciembre, James le dictó a William McAlpine Otra vuelta de tuerca en su piso de Kensington, en Londres, en el número 34 de De Vere Gardens. Como era habitual en James, el texto creció hasta convertirse en una novelita y se publicó en una serie de doce entregas entre enero y abril de 1898.  En otoño de ese mismo año, se publica Otra vuelta de tuerca como libro, una edición a partir de una significativa revisión del texto por parte de James y centrando aún más la acción en torno a la institutriz, desplazando la atención de los detalles observados por la institutriz  hacia las reacciones que experimenta, además le añade un prólogo en el que desgrana los problemas de composición a los que se enfrentó durante la escritura.     

Otra vuelta de tuerca es un prodigio de ambigüedad. Nunca estamos seguros de lo que ve la institutriz, de cuál sea la naturaleza de sus visiones, y James deja en nuestras manos decidir, en último término, qué ve y si lo que estamos leyendo es una historia de fantasmas o de una neurótica. Porque, en el fondo, también podría leerse Otra vuelta de tuerca como el trabajo obsesivo de un escritor por cercar y aprisionar nuestra mirada en su visión, encadenando nuestro punto de vista al de la institutriz mediante la pulsión de la escritura; y de la misma forma -porque de formas se trata- que la mirada de la protagonista y narradora de Otra vuelta de tuerca parece invocar los fantasmas, el texto invoca nuestra imaginación y nos empuja a ver, eso sí, a través de los principios ópticos trazados por el autor. Nadie podría expresarlo mejor que Maurice Blanchot:

La presión que la institutriz hace sufrir a los niños para arrancarles sus secretos, y que ellos sufren quizás también a manos de lo invisible, es en esencia la presión de la narración misma, el movimiento maravilloso y terrible que el hecho de escribir ejerce sobre la verdad, tormento, tortura y violencia que conducen finalmente a la muerte, en donde todo parece revelarse, todo vuelve a caer en la duda y el vacío de las tinieblas.

Si vemos los fantasmas nuestra sensibilidad queda comprometida, por eso la institutriz quiere que los niños no vean lo que ella ve, porque si ven estarán perdidos. Como ella.  Pero si ella está perdida cómo fiarnos de su visión. Lo que está en juego es la naturaleza de las imágenes. Henry James evoca lo fantasmal de forma indirecta y el malestar produce escalofríos no por la presencia de los espectros, sino por el secreto trastorno que provoca. Es decir, el terror no proviene de lo que se ve sino de la experiencia de la visión. Cómo extrañarnos entonces que Otra vuelta de tuerca haya generado varias adaptaciones cinematográficas si trata de la conmoción íntima de alguien que ve lo que no quiere ver o que ve lo que desea culpablemente ver. ¿Acaso no trata del cine?


Quizá por esa razón cualquiera de las adaptaciones me acaba defraudando. Porque no exprimen todo el cine que hay en Otra vuelta de tuerca.  Me referiré sólo a The innocents (1961), que aquí se títuló -quién sabe por qué- Suspense, la película de Jack Clayton en cuyo guión intervino, y parece que de forma decisiva a la hora de mantener suficientes dosis de la ambigüedad del relato original, Truman Capote. "Pensé que [el guión] estaría chupado porque Otra vuelta de tuerca me gustaba muchísimo. Pero cuando me puse con ello vi lo ingenioso que había sido James. Lo había construido todo con alusiones y rodeos. Sólo cometí un error. Al final, cuando la institutriz ve el fantasma de Miss Jessel sentada en su despacho, hice que cayese una lágrima sobre la mesa. Hasta entonces no estaba claro si el fantasma era real o sólo estaba en la mente de la institutriz. Pero la lágrima era real, y eso lo estropeó todo". Clayton recordaba que Truman Capote escribió el guión "a una velocidad increíble, lo terminó casi todo en ocho semanas y luego sólo hizo falta retocarlo un poco".


Me gustan mucho algunos momentos, como la aparición en el cañaveral de la institutriz anterior o el beso turbador de la protagonista al niño muerto; también la fotografía en blanco y negro de Freddie Francis y la encarnación de la institutriz por Deborah Kerr...


Sin embargo me molestan los recursos tópicos del cine de terror más rutinario y es una lástima que no hayan profundizado justo en la dimensión más cinematográfica del relato de James: la articulación de la mirada, o mejor, los poderes de la mirada de la institutriz. O dicho de otra forma, la metamorfosis de la pantalla en un lugar de encuentro de su mirada con la nuestra que otorga significado a los fantasmas de la institutriz. A nuestros propios fantasmas, como si emergieran en un espejo. El espejo del cine. Como en la profecía de Hawthorne. 

24/10/09

El aduanero de Nueva York


Desde que nos vinimos a vivir al lado del mar, presenciar un temporal al otro lado de las ventanas, con las olas rompiendo sobre el muelle y una cortina de lluvia arrastrada por el viento del oeste, representa un verdadero espectáculo que nos convoca como si de una película se tratara, una película experimental, caótica y desatada. Uno de los primeros temporales que vivimos aquí lo acompañé con la lectura de Moby Dick (esta vez en la traducción de Enrique Pezzoni y con ilustraciones de Rockwell Kent). El capítulo de Nantucket es uno de mis favoritos desde la primera vez que leí estas páginas: ...El hombre de Nantucket vive en el mar, como los gallos silvestres en la pradera; se oculta entre las olas y las trepa como los cazadores de antílopes trepan los Alpes. Durante años no ve la tierra, de modo que cuando al fin regresa a ella le parece otro mundo, más extraño que la luna para un terráqueo. Como la gaviota sin tierra que, al atardecer pliega sus alas y se mece hasta dormirse entre el oleaje, al caer la noche el hombre de Nantucket, lejos de la tierra, recoge las velas y se echa a dormir, mientras bajo su almohada corren morsas y ballenas.


Cuando llego a esta frase, bajo su almohada corren morsas y ballenas, tengo que repetirla, saborearla, cerrando los ojos, mientras ahí afuera el oleaje estalla en los espolones y la borrasca sacude este finisterre. Al fin y al cabo, si cogéis un mapa veréis que, fracción de grado arriba o abajo, esta parroquia nacida en una playa se encuentra en el mismo paralelo que Nantucket y no puede sorprendernos que, como Nantucket, haya elegido el mar para siempre, finisterres fronteros Atlántico mediante. Al fin y al cabo, ya en la edad media los hombres de estos confines cabalgaron las olas en frágiles embarcaciones para cazar las ballenas, basta leer la tesis doctoral de Felipe Valdés Hansen: La pesca de ballenas y cachalotes en Galicia desde el siglo XIII al XX. Y es muy probable que algún pescador gallego frecuentara las tabernas de Nantucket y embarcara en un ballenero como el Pecquod. En fin, cabe imaginar Moby Dick como la novela que rescata una memoria olvidada del fin del mundo. Y del fin de un mundo. La memoria de nuestro mundo perdido.

Herman Melville

Quizá no hiciera falta consignarlo pero sí, me gusta (mucho) Moby Dick, desde la cofa a la quilla, cada penol y cada estacha, cada uno de los ciento treinta y cinco capítulos, y cada una de las 767 páginas. Herman Melville no escribió una novela, levantó un mundo con sus manos y se lo entregó a los lectores futuros, como quien entrega un universo huérfano en adopción, como quien rescata un planeta a punto de ser devorado por un agujero negro. Pero nunca había imaginado Moby Dick como la novela de un neoyorquino, o mejor, como una novela neoyorquina. Hasta que leí la biografía de Melville escrita por Andrew Delbanco, gracias a la recomendación de Cheché Carmona. El biógrafo desarrolla de forma convincente la interpretación urbana y moderna de la obra de Melville, preñada de la tan neoyorquina sensación de soledad en el corazón del bullicio, de la muchedumbre, allí donde nuestras vidas resultan pequeñas e irrelevantes, y nuestras decisiones vanas, pero nos resistimos a admitirlo y luchamos para comprender la naturaleza de los lazos azarosos que nos atan a la historia. Como en Moby Dick. A mediados del XIX, Melville había experimentado en Nueva York la paradoja de la vida moderna: aprendió que para sobrevivir en la muchedumbre solitaria uno dependía de una combinación de estado de alerta constante y deliberada despreocupación, exigía cultivar una curiosidad inagotable hacia la diversidad humana, pero también protegerse ante el espectro de la desesperación que carga contra la conciencia desde todas direcciones y a todas horas. En cuanto Melville se sumergió en Nueva York, sus libros comenzaron a bifurcarse con innumerables tangentes, alejándose de la columna vertebral del relato. Como en Moby Dick. Transitar la prosa neoyorquina de Melville es como vagabundear por las calles, arrastrados por una sorprendente asociación de imágenes en un flujo incesante. Justo lo que cautiva a tantos lectores de Moby Dick y aquello que irrita y solivianta a tantos otros. He nadado a través de bibliotecas, anotó Melville de sus años neoyorquinos, pero la biblioteca decisiva fue la gran manzana.

El primer rastro de la novela lo encontramos en una carta de Melville a Richard Henry Dana, el autor de Dos años a pie de mástil, un libro que depara horas felices a quienes disfruten con las historias de los trabajos y los días del mar y de los viejos veleros, como Chaqueta blanca del propio Melville. En esa carta de 1 de mayo de 1850, le cuenta que trabaja en una especie extraña de libro acerca del viaje de un barco ballenero. Ya conté aquí hace unos días que Melville había recorrido galerías y museos durante un viaje a Londres, y que había hallado en los cuadros de Turner atisbos de lo que en Moby Dick definirá -es un decir- como el infinito ululante. En uno de los textos -entre los innúmeros- que consultó Melville, The Natural History of the Sperm Whale de Thomas Beale, apuntó en la página del título: este libro preconizó las pinturas de los balleneros de Turner. En Londres también compró un ejemplar de Frankenstein de Mary Shelley donde el protagonista requisa la nave de una expedición científica que se dirige al Ártico y la convierte en el instrumento de su venganza. Compárense los discursos de Frankenstein y Ahab a sus respectivas tripulaciones. Añádanse a esas impresiones las resonancias de la Eneida de Virgilio traducido por Dryden y los ecos de El paraíso perdido de Milton: mejor reinar en el Infierno/ que servir en el Cielo (unos versos que volveremos a encontrar en El lobo de mar de Jack London). Melville imaginaba que acabaría la novela durante el verano de 1850 en Arrowhead, la casa que había comprado (gracias a un préstamo de la familia de su mujer) en las colinas de Berkshire, en Nueva Inglaterra. Y quizá hubiera sucedido así de no haber mediado un encuentro decisivo.

Arrowhead, donde Melville escribió Moby Dick

El 5 de agosto conoce a Nathaniel Hawthorne, un escritor que sabía que la verdad encuentra su camino hasta el fin de la mente amortiguada en trajes de sueños y después habla con una franqueza inflexible de los temas sobre los que practicamos un autoengaño inconsciente durante nuestros momentos de vigilia. La sintonía entre ambos escritores fue inmediata. Hawthorne vivía con su familia en una granja de paredes rojas a diez kms. de la de Melville. A esas alturas ya había publicado La letra escarlata y era una referencia indiscutible de la literatura norteamericana. Y en palabras de Paul Auster, el más tímido y huraño de los hombres. Melville acababa de cumplir 31 años y de empezar a escribir Moby Dick. Una escritura que se prolongaría más de un año. En una reseña a Musgos de una vieja rectoría, Melville le agradecía a Hawthorne haber plantado semillas que han germinado en mi alma. Lo que iba a ser una novela de aventuras en el mar se convirtió en una obra completamente diferente. El ejemplo de Hawthorne empujo a Melville hasta los límites de la ambición literaria que requiere algo tan descomunal como Moby Dick. Un año después del primer encuentro, Hawthorne cuenta en Veinte días con Julian y Conejito que, tras acostar a su hijo, Melville y yo tuvimos una charla acerca del tiempo y de la eternidad, de cosas de este mundo y del próximo, de libros y editores, y todo lo posible y lo imposible, que se prolongó hasta muy avanzada la noche y en la que, si hay que decirlo todo, estuvimos fumando cigarros incluso en el sagrado recinto de las paredes de la sala de estar. Finalmente, él se puso en pie, ensilló su caballo y emprendió el camino de vuelta a casa, mientras yo me apresuraba a aprovechar al máximo el escaso tiempo de sueño que aún me quedaba. Veladas como ésta en casa de Melville o de Hawthorne amojonaron la escritura de Moby Dick.


El 14 de noviembre de 1851, cuando Melville recibe los primeros ejemplares de la obra, condujo su carreta hasta la granja de Hawthorne y le regaló uno de ellos. Como es bien sabido, en Moby Dick figura esta dedicatoria: Como muestra de mi admiración por su genio dedico este libro a Nathaniel Hawthorne. No se conserva la carta que Hawthorne le envió a Melville tras haber leído el libro, pero sí la respuesta de Melville, una de las cartas más citadas de la literatura norteamericana: Tengo en este momento la sensación de indecible seguridad por el hecho de que haya comprendido usted el libro. He escrito un libro escandaloso y ahora me siento inmaculado como un cordero. (...) Ahora sé que dejaré el mundo con mayor satisfacción por haber llegado a conocerle a usted. Porque conocerle a usted me persuade de nuestra inmortalidad más que la Biblia. El encuentro y la amistad que se forjó en aquellos quince meses resulta milagrosa -obra sin duda de los dioses lares de la literatura- si pensamos que Hawtorne y familia vivieron en la granja de paredes rojas apenas año y medio, y se fueron una semana después de que Melville le llevara Moby Dick. Como escribe Paul Auster en el prólogo al encantador Veinte días con Julian y Conejito, aunque no hubiera hecho otra cosa, Hawthorne, sin querer, le sirvió de inspiración a Melville.

Nathaniel Hawthorne

Y necesitaba inspiración para abordar una obra que requería una escritura incandescente, capaz de atrapar y registrar la corriente imprevisible de la experiencia, espontánea y sorprendente a partes iguales, diríase como la corriente misma de la conciencia, de la exploración de la mente, de la irrevocable torrentera de la existencia. Hasta las fronteras mismas de la razón en las que se avecinó Melville en algunas fases de la escritura, arrastrado hasta tal punto que tuvo problemas para mantener el censo de los personajes, consumido, vampirizado por Moby Dick.


La novela fue un fracaso total. Dos años después hasta su familia se preguntaba si estaba acabado. Melville se quedó sin la casa al no poder pagar el préstamo y se estableció en Nueva York. Aún escribirá Bartleby, el escribiente y Benito Cereno. Pero ya nunca recuperó el prestigio ni se libró de las penurias económicas. Su última obra, Billy Budd, quedó guardada durante años en una panera de hojalata y no se publicará hasta veinte años después de la muerte de Melville ocurrida el 28 de diciembre de 1891. En sus últimos treinta años, el autor de Moby Dick era un anónimo aduanero en el Hudson, y su mujer de cuando en vez procuraba reservarle algún dinero para que pudiera seguir coleccionando grabados marítimos.