26/7/15

El viaje de Ida


De las películas que vimos en 2014, unas cuantas las hemos palabreado lo suyo entre nosotros y se han venido con uno al 2015, como si la memoria les sirviera de celestina para engatusarnos con el deseo de verlas otra vez  -y darlas a ver- y hacerles un sitio en la escuela.


Ida (2013), de Pawel Pawlikowski, fue una de esas películas hechiceras. No vimos ninguno de los cuatro largometrajes anteriores del director, ni tampoco los documentales que le formaron como cineasta (su única escuela de cine), pero Ida nos cautivó desde la primera vez, desde las primeras imágenes.

Fotografía del rodaje de Ida.

La belleza de su blanco y negro con un aquel de ceniza (iluminado por Lukas Zal, en su primera dirección de fotografía), el formato cuadrado de pantalla (1:1,37), los encuadres descentrados (tan hospitalarios para los rostros -esos rostros-, con tanto aire sobre ellos), la economía narrativa, la contención, el ascetismo de las formas, el silencio (qué película tan callada)...


La verdad es que a Pawlikowski le preocupaban esos encuadres con las figuras o los rostros en el borde inferior, con mucho aire por arriba, justo donde -en una película hablada en polaco- suelen ir los subtitulos para otros idiomas, claro que la película bien poco iba a precisar de ellos.


Todo nos gustaba en esta road movie por la Polonia de los primeros años sesenta del siglo pasado (concretamente en 1962, si no recuerdo mal), los años de la nueva ola polaca (de Wajda y compañía) y del jazz (con esas resonancias que despierta Naima, de Coltrane), los años de infancia del cineasta...


Pawlikowski (nacido en 1957) se crió en Polonia y desde los 14 años vive en Gran Bretaña donde sus padres pidieron asilo político aprovechando unas vacaciones. Se percibe en Ida una voluntad de recuperar la memoria de aquel tiempo, el sabor de aquellos años:
He intentado ser muy fiel a la realidad y desde luego mis recuerdos de infancia han sido importantes, así como mis álbumes familiares. Utilicé el blanco y negro porque eran los colores de la época. En mi bagaje caben los maestros polacos de los 50, pero es más grande que eso, también está el cine checo de los 60 o la influencia de las primeras películas de Godard.

Contando tanto como cuenta con tan poco y en sólo 80', Pawlikowski se toma su tiempo para acompañar a Anna (Agata Trzebuchowska), una novicia huérfana, acogida en un convento católico, en un viaje imprevisto. Llegado el momento de profesar los votos, la superiora le recomienda que vaya a conocer la única familia que le queda, su tía Wanda Gruz (Agata Kulesza), ahora una magistrada local pero, en tiempos, la implacable fiscal comunista Wanda la Roja (un apodo llevado con orgullo, que quizá hable también de una práctica profesional sanguinaria donde cosechó tantas penas de muerte).


En una road movie como Ida se hilvanan viajes varios. Para empezar el del propio cineasta en busca de la película que necesitaba hacer; empezaba a estar hastiado del cine y recuperó la pasión reconociéndose en la mirada de Dreyer y Bresson, y sólo entonces pudo abordar una película que, de alguna forma, llevaba diez años incubando, cuando empezó a darle forma al guión con Rebecca Lenkiewicz (aunque Ida realmente se escribió durante el rodaje, a pie de obra).


El cineasta conoció, cuando estudiaba en Oxford, a la mujer de un profesor, una polaca de cierta edad, encantadora, irónica, divertida... con la que tomó el té algunas veces por aquello de hablar polaco con alguien. Unos diez años después, escuchó en la BBC que la habían reclamado desde Polonia por crímenes de lesa humanidad; había sido una fiscal estalinista. Al final no fue extraditada por su condición de refugiada política, y Pawlikowski hasta llegó a plantearse un documental sobre ella, que no se concretó, pero acabó inspirando el personaje de Wanda la Roja.


Un texto de Pawlikowski -publicado en The Guardian en noviembre del año pasado- sobre el otro viaje de Ida, desde el guión a la película, resulta muy revelador a propósito del método de trabajo del cineasta. Pawlikowski llegó a pensar que este filme sería su haraquiri profesional, pero los dioses lares del cine amojonaron el viaje con pequeños milagros. No fue el menor encontrar quien encarnara a esa Anna que en el curso del tiempo (de la película) descubre su verdadero nombre, Ida.


A pocos días del comienzo del rodaje, y después de más de 300 audiciones -y de haber rastreado en escuelas y grupos de teatro por toda Polonia-, el director seguía sin actriz para la protagonista, y le comentó por teléfono su apurada situación a la cineasta polaca Malgoska Szumowska. Su amiga le dijo que en la cafetería donde se encontraba en ese momento había una chica con una pinta interesante -aunque para nada religiosa- y le mandó una foto de la joven hecha disimuladamente con el móvil.


Pawlikowski acudió a la cafetería y se topó con aquella chica leyendo un libro. Así conoció a Agata Trzebuchowska, una estudiante de filosofía que nunca había actuado ni se le había pasado por la cabeza convertirse en actriz. Había encontrado a su Ida. (El cineasta no olvidó a Malgoska Szumowska en los agradecimientos de la película.)


Ida enhebra en su road movie el viaje en busca de los orígenes, de la memoria familiar de la protagonista, o lo que es lo mismo, el viaje de Anna en busca de Ida, con los viajes interiores que acercan a tía y sobrina. Wanda es un alma en ruinas y si en un principio parece empeñada en poner a prueba la fe de su sobrina, en el curso de la película aflora el sentimiento de que Ida ha llegado para salvarla -rescatarla o redimirla- de una condena que Wanda ha decretado para sí misma (no hay juez más severo para su propia vida).


Pero no hay nada explicito o meramente ilustrativo en el filme. Ida deviene una película preñada de sugerencias y huérfana de explicaciones, donde la emoción es una cuestión de forma y no de información, con una puesta en escena elocuente sin mengua del misterio que adivinamos en los personajes. A fuerza de depurar el filme de lo informativo, las imágenes acaban por desprender un lirismo que cobija en silencio el desgarro interior y la conmoción espiritual, como esa música (del alma) con la que Pawlikowski trató de dotar a cuanto acontecía ante la cámara.


La naturaleza misma de los encuadres sometidos a un estricto control formal (casi no hay planos en movimiento, salvo cuando Ida llega en autobús en busca de Wanda o  las dos mujeres se desplazan en coche, y al final con la cámara retrocediendo mientras acompaña el caminar decidido de Ida), pongamos por caso la escena de Wanda bebiendo sola en un bar, destilan -como apunta David Thomson- una idea de pérdida de control, de algo que se está rompiendo en su interior.


Ida es un testigo cuyos pensamientos nos están vedados, pero su sigilo ya nos dice mucho, como la propia actitud corporal. No sabemos muy bien qué pasa por su cabeza, pero nos lo podemos imaginar, y tenemos la convicción de que en la herida de la memoria lleva también consigo (como el propio cineasta) la historia lacerante del propio país.


En Ida se conjuga el secreto, que primero tiene que ver con el pasado de tía y sobrina (el motivo que mueve la trama), pero durante el viaje cobra una dimensión más íntima (la cuestión primordial del relato): ¿quiénes son realmente esas mujeres? A fin y al cabo, como decía David Foster Wallace,
la ficción tiene que ver con lo que significa ser un jodido ser humano.

Una encrucijada de soledades. Una mirada a los adentros, el viaje de Ida.


(Una confesión: esta película me deparó una sorpresa: la completa sintonía -por una (¿y última?) vez- con la reseña de Carlos Boyero en El País, casi hasta en el título, Hipnosis en blanco y negro. Sorpresas te da la vida. O sea, el cine.)

19/7/15

¿Te imaginas cómo pasaríamos los días?


Hace cosa de un mes vi un par de veces La habitación azul (2014), de Mathieu Amalric. La segunda, con Ángeles; porque creía que podría gustarle y para verificar mis primeras impresiones.


Sentía uno curiosidad y una pizca de desconfianza. De Amalric sólo habíamos visto Tournée y nos había gustado; descubrimos entonces que, además de un gran actor, también era un buen director. Pero esta vez abordaba una adaptación de una novela -con el mismo título- de Simenon, uno nuestros escritores preferidos. Mientras la veíamos, Ángeles comentó que era una película "muy Simenon". No me atrevería a decir que también "muy Amalric"; me faltan por ver sus cuatro primeras películas, pero creo que arriesga más que en Tournée, es decir, se atreve a fracasar, que -como apuntó Cassavetes- es el deber de un artista.


Después de verla, volví a la novela ("El cuarto azul" habría quedado mucho mejor como título). Me parecía una adaptación fiel pero hacía quince años que la había leído. Pues bien, se queda uno corto al calificarla de fiel. Más bien deberíamos decir que La habitación azul de Amalric no puede ser más fiel a la de Simenon, apenas introducen -de forma certera- algunas escenas que les permiten visualizar temores o deseos que no se visualizan en la novela, y cambian  los nombres de los personajes (sus protagonistas, Tony y Andrée, en la novela; Julián y Esther, en la película), el negocio de Andrée/Esther y su marido (una farmacia en la película por un colmado en la novela), además de borrar los elementos de época situándola en el presente. Hasta tal punto es respetuosa la adaptación que la fidelidad se transfigura en ofrenda de admiración. Hasta ese plano de Esther, que nos recuerda El origen del mundo de Courbet, llega a la pantalla desde las primeras líneas de la novela:
...sobre la cama deshecha, Andrée desnuda, con las piernas abiertas, con la mancha oscura del sexo de la que salía un hilillo de esperma.
Cartel diseñado por Aurélie Huet.

Con todo, si la novela de Simenon no es sino (muy buena) literatura, la película de Amalric no es sino (muy buen) cine. Y no deja de tener su aquel si caemos en la cuenta de que, tanto en la novela como en la película, las palabras (las últimas palabras que se dicen los amantes durante el último encuentro en la habitación azul) cobran la solidez de cosas, meteoritos memoriosos que estallan como relámpagos en el curso del relato: ¿De verdad podrías pasarte la vida entera conmigo?, quiere saber Esther. Claro, dice Julián. Y ella: ¿Seguro? ¿No te daría un poco de miedo? Y él: ¿Miedo de qué? Esther se lo aclara: ¿Te imaginas cómo pasaríamos los días?  Mariposas atrapadas en un telaraña de recuerdos.


Me gustó mucho la intensidad, la sutileza y la concisión con las que Amalric rinde tributo a Simenon en los 76' de La habitación azul. Como si quisiera honrar al novelista antes que hacer un ejercicio de estilo, y no por ello descuida la forma (como tampoco lo hacía Simenon). Pero aun con tanta fidelidad -o quizá justo por eso- salta a la vista la mirada propia del director a la hora de cristalizar el magnetismo de ese último encuentro de los amantes, verdadero vórtice de la memoria de Julián, que gravita cuando la investigación criminal los reúne en un careo y basta un cruce de piernas de Esther para despertar en él un deseo irresistible.


Amalric contó el año pasado en Cannes que se cruzó con Paulo Branco por la calle y el productor portugués, al tanto de que llevaba dos años intentando poner en pie el proyecto de Rojo y negro (la adaptación de la novela de Stendhal), le preguntó si quería rodar algo en tres semanas. (Dicho, salta a la vista, entre paréntesis: cosas así sólo suceden en el cine francés.) De vuelta en casa, Amalric sacó de una pila de libros un ejemplar manoseado de La habitación azul, publicada por Simenon en 1963. Era un libro que tenía muy presente: había llamado así a una de las últimas escenas de Tournée, el encuentro amoroso de Joachim (encarnado por el propio Amalric) y Mimi (Miranda Colclasure) en un cuarto de hotel.


Mientras Amalric trabajaba como actor en otra película, su mujer, Stéphanie Cléau iba escribiendo el guión de la novela y le mandaba las páginas cor correo electrónico. Por la noche, revisaban el material por skype, y los fines de semana trabajaban juntos en el hotel donde Amalric se hospedaba. Los dos encarnan también en la película a Julián y Esther, los amantes al borde del abismo. (Para Stéphanie Cléau no fue una sorpresa verse trabajando en la adaptación de la novela de Simenon; se la había dado a leer Mathieu Amalric al poco de conocerse.) El rodaje se prolongó cinco semanas a lo largo de varios meses para registrar el cambio de las estaciones (verano, otoño e invierno). Se vio que Paulo Branco abrió la mano llegado el momento.


El título -La habitación azul- remite más que a un lugar -que también- a un estado mental que deviene el centro de gravedad de una historia  amojonada con una investigación policial y judicial, que vuelve una y otra vez a la escena primordial, el último encuentro de los amantes. La vida es muy distinta cuando la vives y cuando vuelves sobre ella después, dice Julián. En esa línea de Simenon -la que más le gusta a Amalric (y que escuchamos en el 11')- se cifra la estructura, tanto de la película como de la novela.


Una cosa es vivir una situación en bruto y otra quitarle capas como si fuese una cebolla. La inocencia y la culpa se declinan entre palabras y cosas, cachitos de vida que el director captura como rastros precisos de una vibración imposible de represar, detalles vívidos que no permiten armar el rompecabezas de dos seres atrapados en el vértigo de una pasión. Y aun así, la culpa lo condena a recordar.


La claustrofobia que desprende la iluminación de Christophe Beaucarne y la rememoración que rezuma el montaje de François Gédiger contribuyen a destilar el trabajo de la memoria de Julian. La película resulta muy elocuente a la hora de mostrar cómo las palabras pierden consistencia y hasta se vuelven incoherentes en el curso de la investigación criminal, arrancadas del ardiente caos de sensaciones violentas y deliciosas que se enredan en un delirio devorador, que sólo puede cobrar significado en la habitación azul, donde todo era verdad, donde todo era real. En la página 15 de La habitación azul de Simenon se lee:
Lo que él estaba viviendo durante media hora, o menos aún, durante unos minutos de su existencia. luego sería descompuesto en imágenes, en sonidos separados, observado con lupa, no sólo por otros sino por él mismo. 

En este párrafo se encuentra la clave de las imágenes del cuarto azul y las palabras en boca de los policías y del juez, y del propio Julián, sólo que no allí, no entonces. Y una página después:
Todo importaba. Todo tenía su sitio en un universo vibrante, hasta la mosca posada sobre el vientre de Andrée, que ella observaba con una sonrisa saciada de satisfacción.  

En la película, es una avispa la que se posa en el vientre de Esther.


Tampoco encontramos en la novela esa avispa que en la película va a posarse en el cucurucho de helado que se dispone a probar la hija de Julián, pero resulta una idea estupenda para figurarnos la memoria insidiosa en que vive atrapado el protagonista por más que ponga tierra de por medio con Esther.


Al mismo tiempo, ya desde las primeras imágenes, esa habitación azul se vislumbra como la escena de un crimen (como si en esa cama yaciera un cadáver invisible, asfixiado por las sábanas). Un crimen que aflora en la fisura que abre Esther en la vida de Julián. La puesta en escena nos permite pensar que Julián, como vendedor de tractores, casado y con una hija, vive una existencia burguesa nada fuera de lo común, mientras que con Esther vive una película. Con esa mujer que trasluce en la mirada una aleación silenciosa de ferocidad y arrebato.


Julián se siente culpable por desear a Esther y por no desear a su mujer. Por sentir lo que siente y por no sentir lo que se supone que siente. Quiere querer a su mujer pero quisiera borrarla de su existencia, un sentimiento que se evidencia en la escena de las aguadillas durante las vacaciones en la playa, que no están en la novela pero sí algo parecido, cuando Giséle (Delphine/Léa Drucker, en la película) teme que su marido no acuda en su ayuda si se viera en peligro de ahogarse; o  cuando Julián contempla a su mujer en lo alto de una escalera recogiendo los adornos navideños (tampoco aparece la escena tal cual en la novela, sólo el enunciado de la idea que anida en Tony).


Cautivo del deseo por Esther, tanto que basta la silla vacía -donde ella se sentó durante un careo ante el juez- para avivar la necesidad imperiosa que experimenta Julián (tanto que hasta el juez no puede soportarlo). Los recuerdos abren grietas envenenando el presente, como en ese pasaje de la página 56 de la novela (tan bien llevado a la pantalla), cuando Julián conduce con su mujer al lado, una noche de vuelta del cine; habla de cómo estuvo a punto de decirle "Te necesito, Gisèle" , porque necesita que confíe en él
-Cuando pienso en los años que he perdido por culpa tuya.
Pero no era la voz de su mujer sino la de Andrée/Esther, que lo persigue sin tregua por los meandros de la memoria.


La habitación azul incuba el malestar y cultiva una atmósfera de perdición. El propio formato cuadrado (1:1,33) de pantalla remite al noir de los años 40 (pongamos por caso, a Preminger), pero sobre todo a esos polar de Chabrol  (producidos por André Génovès), como La mujer infiel o El carnicero.


Cuando más arriba nos referíamos a los riesgos asumidos por el cineasta no nos referíamos tanto a ese formato que privilegia los detalles y los rostros (cuando hoy día se lleva -y se abusa de- la pantalla ancha), cuanto a desplegar la investigación (¿de un crimen o unos crímenes?) que nos deja abismados en el misterio, es decir, que no resuelve nuestras dudas; hasta las tarjetas que le deja Esther a Julián, que en la investigación se ven como indicios, en la película funcionan como semillas de incertidumbre.


Así La habitación azul preserva el malestar y la ambigüedad, conjugando la culpa más como sentimiento experimentado por el protagonista que como verificación de un crimen.


También en esta ambigüedad Amalric y Cléau fueron fieles a Simenon.

15/7/15

Las meras cosas


Escribió Jiménez Lozano en Los cuadernos de letra pequeña:
En realidad, tenemos necesidad de toda la belleza del mundo para poder soportar la brutalidad de la historia humana y hasta los arañazos y desgarros de una vida en sociedad cada vez más hosca…
 Bodegón con cacharros, de Zurbarán.

A veces, ni toda la belleza del mundo parece suficiente. Aun así busca uno amparo en otro libro suyo, 7 Parlamentos en voz baja, una antología de ensayos que en su día (durante estos últimos quince años) fueron charlas. (Uno de esos libros que duele no poder compartir ya con el maestro, pero consuela poder hacerlo con Esther.)

Un bodegón de Morandi.

Os dejo unas líneas de Estancias y pinturas, a propósito de los bodegones:
A las pinturas de cosas, que también se llamarían, luego, "naturalezas muertas" o, en su caso, "bodegones", se las denominó en principio "pinturas de silencio" o "pinturas calladas"; en realidad, "pinturas quedas", con un adjetivo que, tanto para el francés como para el castellano, viene del latín quies, que equivale a "reposo", pero también a "quedamiento" o "dejamiento"; y quittes o "quedas" son las cosas pintadas sin relación a nada exterior a ellas mismas, que se están quietas, sosegadas y tranquilas, en su ser y estar ahí.
Dos jóvenes comiendo, de Velázquez.
El pintor parece haberlas puesto, ante nuestros ojos, para entregarnos la fragilidad y el silencio del mundo, o un signo muy pequeño, como un susurro, un visaje de amor, hecho con los ojos o las manos, como el de quien deposita un cántaro en el suelo, en el poema de E. A. Robinson: Él depositó el cántaro lentamente a sus pies, / con tembloroso cuidado, sabiendo / que la mayoría de las cosas se rompen.
 Un bodegón de Chardin.
Y, desde luego, esas pinturas a que aludo son pinturas calladas, silenciosas, y nos parece que las cosas de ellas podrían quebrarse ciertamente. Las cosas están ahí solas, en su soledad de cosas. Aunque no siempre, porque hay cosas que en su soledad tienen memoria de hombre, del tacto de unas manos, unos labios de hombre; y ellas mismas, al separarse han dejado en el hombre huellas. quizá sólo un rasguño en su ánima, pero puede ser que también un gran boquete.
 Un bodegón de Cézanne.
Y hay otras cosas que parece que esperan acompañar y ser acompañadas, y tienen una soledad de espera, como una sed de alma, si la tuvieran: bocas de cántaro oscuras como fauces de un anhelo, o su panza terrosa con toda la sed del barro, o de la arena.
Bodegón con barquillos, de Baugin.
Debajo, el bodegón de Baugin citado 
en Todas las mañanas del mundo, de Corneau.
Y también están las cosas que son "desechos", raídas, gastadas, residuos de la violencia o del molino del tiempo, sin brillo ya, deshilachándose, desportilladas, con la señal roja de la herrumbre, la lepra del cardenillo, recomida su estructura por la fábrica de la podredumbre, la voracidad de la polilla: pañizuelos, platos, palmatorias, candiles, un cobre, un cuenco de madera, una jarrita de barro, un vidrio quebrado en su cintura, una alpargata, un arconcillo, un recado de escribir, unas despabiladeras, un cabo de vela en su consumación extrema, un vestido que encogió de pronto o se rasgó.

Fotogramas de Lancelot du Lac (arriba) 
y El dinero (abajo), de Bresson.

Fotogramas de La coleccionista (arriba) 
y La buena boda (abajo), de Rohmer.

Fotogramas de Flores de equinoccio (arriba) 
y de Ukikusa (abajo), de Ozu.

Fotogramas de Luces al atardecer (arriba) 
y Le Havre (abajo), de Kaurismäki.
Y están, en fin, las cosas-cosas, cosas últimas abandonadas a su condición de cosas -las "meras cosas", que decía Heidegger- como construcciones de soledad ellas mismas; minerales de total ausencia, objetos de condición salobre y muerta, sin siquiera la presencia de la destrucción, sin memoria ni espera, lisas y sin siquiera la palidez del polvo, como concreciones de acedía, adición de soledad a soledad, interminable; cosas como acabadas en su geometría por un "tiempo puro". Todas estas son las cosas, y el que mira esas "pinturas calladas" o "de cosas" es arrastrado a esos mundos de inocencia o de espera.