31/3/10

Fado adentro


En una vieja, tanto como de 1903, historia del fado -de Pinto de Carvalho (Tinop)- leí hace años que el fado, la navaja y la guitarra constituyen la trinidad adorada por los lisboetas, que para los portugueses son extremeños, es decir, de la Extremadura lusa. El fado canta, cuenta aquella vieja historia, el negro sino de los infelices, la ironía del destino, el dolor lancinante del amor, de la ausencia, de la tristeza, de la desesperación. La melancolía es el fondo del fado como la sombra es el fondo del firmamento estrellado. Nada menos. Es explicable, fado viene de fatalidad. Y en palabras de Teófilo Braga, autor de una Historia de la poesía popular portuguesa (1872), germina entre la gente de mal vivir al tiempo que narra los sucesos vulgares de las clases más bajas de la sociedad, un canto que infunde pesar, sobre todo en la mudez o en el ruido de la noche, cuando los sonidos afloran confusos desde el fondo de los garitos o mezclados con las risas de los lupanares.

Para Tinop el fado nace en el mar, a bordo de los ritmos infinitos de las olas, en la convulsión de esa alma del mundo, en la embriaguez susurrante de esa eternidad de agua. Parece ser que el fado aparece en las calles de Lisboa sólo después de 1840. Hasta entonces el único fado que existía -o fado do marinheiro- se cantaba en las embarcaciones mientras se faenaba, como una canción de trabajo y fue ese fado do marinheiro el modelo que inspiró los primeros fados que se tocaron y cantaron en tierra. El ritmo del canto se subraya con los golpes del pie en el piso de tierra y se acuña la expresión bater o fado. Y fue en la década de los 40 del siglo XIX cuando surge en Lisboa la primera voz del fado con aura de leyenda, la Severa.


María Severa nació en la Madragoa, un barrio de la desembocadura del Tejo, donde su madre regentaba una taberna y allí empezó a bater o fado de niña. La leyenda de la Severa cuaja en la Mouraria, un barrio de mala nota ya desde 1755. Por lo visto era una chica alta, bonita, de bella figura, bien plantada y de ojos negros. Cantaba y batía o fado como un fadista. Y fumaba. En la historia del fado no falta un capítulo -y no el menos extenso- dedicado a los amores de Severa con el Conde de Vimioso, prueba de que también la nobleza lusa caía enredada en la fascinación del fado, y especialmente de la voces del fado. Señal también de que el fado pronto daría el salto de las tabernas a los salones de moda, una fase que comienza en 1868 o 1869. La Severa murió el 30 de noviembre de 1846, tenía 26 años. En el disco Lágrimas puede escucharse en la voz de Dulce Pontes el Novo fado da Severa. Otras voces amojonan la edad mítica del fado como la Custódia, la Cesária, la Luzia a Cigana, la Isabel do Morais, Ana do Porto, A Borboleta, a Albertina, a Leopoldina, a Cacilda Romero. Y cada cantante de fado tenía su fado como Severa tuvo el suyo. Y letristas como Ernesto Marecos, Antonio Viana, Carmo e Sousa o Boaventura Henriques de Carvalho. Entre los guitarristas legendarios debemos citar, por lo menos, a Joâo María dos Anjos, un zapatero de Alfama, hijo de zapateros, que empezó tocando en un café de la Ribeira Velha, llegó a ser profesor del príncipe Carlos y murió de tuberculosis.


La primera voz del fado que llegó a mí fue, cuál si no, la de Amalia Rodrigues, la gran Amalia. Cuentan que se refugiaba junto al Atlántico después de las giras de conciertos y los vecinos ponían carteles al comienzo del camino que pasaba junto a la casa de la cantante: "Hablad bajito, Amalia descansa". Después llegaron Carlos do Carmo, Dulce Pontes, Misia, Mariza o la pequeña gran Cristina Branco. Cuando tengo tiempo suficiente para escribir un guión dedicándole todo el tiempo que necesita, o sea, cuando no te encargan un guión para ayer, como sucede casi siempre -como el que escribo estos días-, acostumbro a componerlo con una banda sonora. Elijo una música para una escena, algo que se escucha en una casa y llega por la ventana abierta hasta la calle por la que pasa uno de los personajes; o una canción que se escucha en la radio mientras otro personaje trabaja en una carpintería; o aquélla que resuena en el recuerdo de quien ahora está a punto de vivir un encuentro decisivo. Es mi manera de amueblar los adentros de los personajes. En los guiones que pude trabajar así en los últimos diez años siempre aparecía algún fado. En una de esas bandas sonoras se escuchaba Chuva, que aparece en el disco Fado em mim de Mariza. Como hoy se cumple el quinto cumpleaños de youtube, y aquí echo mano de sus contenidos de cuando en vez, voy a celebrarlo enlazando aquí ese tema colgado allí; las imágenes son muy pobres, y en fin, se trata de escuchar el fado, así que siempre se puede ver para otro lado, para adentro por ejemplo.

30/3/10

El país de los libros

Biblioteca del monasterio benedictino
de Admont (Austria)

Dijo alguien que hay una literatura que se escribe leyendo. Hay escritores que escriben desde las más profundas bibliotecas. Borges fue uno de ellos. Vila-Matas es otro. Quizá ya no sea posible escribir de otra forma. O quizá sí, pero tomando muchísimas precauciones. Y es probable que tanta reserva resulte inútil. Somos irremediablemente lo que leemos. Y la patria de los lectores es el país de los libros. Y hubo (y hay) lectores maravillosos que escriben maravillosamente bien.

Biblioteca Peabody en Baltimore

Ya en el último tercio del siglo XIX algunos escritores se enfrentaron al vértigo de la concepción de un texto de genuina calidad, y les generó una angustia constante. Pensaron que quizá habían llegado demasiado tarde. Una conciencia crítica exasperada y un mundo lleno de libros constituían las coordenadas fatales de aquellos devoradores de bibliotecas: ¿cómo escribir algo que nunca fuera escrito o leído? Hasta que encontraron en esa biblioteca del tiempo el remedio a su desconsuelo y el detonante de su escritura. Como escribió Michael Foucault en La biblioteca fantástica, "lo quimérico nace en lo sucesivo de la superficie negra y blanca de los signos impresos, del volumen cerrado y polvoriento que se abre para encontrar un revoloteo de palabras olvidadas, se despliega cuidadosamente en la biblioteca apagada, con sus columnas de libros, sus títulos alineados y sus anaqueles que la cierran por todas partes, pero que por otro lado se entreabren a mundos imposibles. Lo imaginario se aloja entre el libro y la lámpara. Lo fantástico ya no se lleva en el corazón, ni se espera que surja de las incongruencias de la naturaleza, se le recoge en la exactitud del saber, su riqueza espera en el documento. Para soñar, no hay que cerrar los ojos, hay que leer. [...] Lo imaginario no se construye contra lo real para negarlo o compensarlo, se extiende entre los signos, de libro a libro, en el intersticio de las repeticiones y los comentarios, nace y se forma en el entredós de los textos. Es un fenómeno de biblioteca.”


Uno de esos escritores fue Marcel Schwob. Lector febril, dijo de él Léautaud. Maravillado lector, dijo de él Borges. Nació con el don de la amistad y todos le quisieron y todos le lloraron cuando su vida se extinguió a los 37 años. Se propuso contar con el mismo cuidado las existencias únicas de los hombres, hayan sido divinos, mediocres o criminales. Es decir, convirtió las vidas de una gavilla de personajes en literatura mediante el uso magistral de las elipsis y condensaciones, contigüidades y discontinuidades, lo evanescente y lo maravilloso, y en el virtuosismo a la hora de conservar el misterio irreductible a las palabras que dota a las vidas de su carácter único. He ahí sus Vidas imaginarias. Sabía que toda construcción conjuga restos, y que lo único nuevo son las formas. Os invito a leer la de Paolo Uccello, aunque prefiero la traducción de Mauro Armiño en la editorial Valdemar.

La Biblioteca Mazarine
en el Instituto de Francia de París:
el país de los libros de Marcel Schwob

En la vida de Marcel Schwob, habrá un antes y un después de 1884, aquel año experimenta un encuentro decisivo. Tiene dieciséis años y toma un tren en París para pasar las vacaciones de verano en el sur. Pero será mejor que lo cuente él mismo:

Recuerdo la noche en la que leí por primera vez el nombre de Stevenson. Iba hacia el Mediodía –un largo viaje de diecisiete horas– y había comprado en la estación un nuevo volumen inglés, "Treasure Island". Desde las primeras páginas fui atrapado por un sentimiento de extrañeza indescriptible, lo nunca visto ni leído. [...] En primer lugar, la curiosidad y el horror crecían mediante una maravillosa factura de criaturas borrosas que aparecían sucesivamente y se definían en rasgos cada vez más nítidos en los diferentes planos de la historia; en segundo lugar, una media docena de personajes firmemente concebidos en una acción particularmente atractiva, y finalmente, un procedimiento literario nuevo que consistía en reflejar las diferentes etapas de las aventuras a través de la manera, el estilo y el punto de vista de tres o cuatro personajes que, cada uno en su turno, retomaban la narración. Volteé la última página de "La isla del tesoro" cuando un viento fresco penetró en el vagón, sacudiendo los árboles a lo largo de la vía; el horizonte se teñía de rosa y un escalofrío particular me anunciaba el alba.


Robert Louis Stevenson

Marcel Schwob se hizo amigo de R. L. Stevenson a través de una correspondencia que se prolongó hasta la muerte del autor de La isla del tesoro y en 1891 le dedicó su primer libro, los cuentos de Corazón doble. Schwob, ya muy enfermo, en octubre de 1901, embarca con su criado chino Ting hasta Australia y de allí hasta Samoa. Fue un viaje infernal que puede seguirse en las cartas que le envió a la actriz Margarita Moreno y que componen Viaje a Samoa (también en Valdemar). Llegó allí tan enfermo que sólo las atenciones de un médico europeo y de los nativos lo libraron de la muerte. Pero no pudo ver la casa de Stevenson en Vailima ni visitar su tumba.

Roberto Bolaño

Roberto Bolaño imaginó así aquel viaje en 2666: "Marcel Schwob, que tenía una salud igual de frágil, en 1910 había emprendido un viaje en peores condiciones para visitar la tumba de Stevenson en una isla del Pacífico. El viaje de Schwob fue de muchos días de duración, primero en el Ville de La Ciotat, después en el Polynésienne y después en el Manapouri. En enero de 1902 enfermó de pulmonía y estuvo a punto de morir. Schwob viajó con su criado, un chino llamado Ting, el cual se mareaba a la primera ocasión. O tal vez se mareaba si hacía mala mar. En cualquier caso el viaje estuvo plagado de mala mar y de mareos. En una ocasión Schwob, acostado en su camarote, sintiéndose morir, notó que alguien se acostaba a su lado. Al volverse para ver quién era el intruso descubrió a su sirviente oriental, cuya piel estaba verde como una lechuga. Tal vez sólo en ese momento se dio cuenta de la empresa en la que se había metido. Cuando llegó, al cabo de muchas penalidades, a Samoa, no visitó la tumba de Stevenson. Por un lado se encontraba demasiado enfermo y, por otro lado, ¿para qué visitar la tumba de alguien que no ha muerto? Stevenson, y esta revelación simple se la debía al viaje, vivía en él".


Porque Marcel Schwob vivía en el país de los libros.



Quizá os interese leer el ensayo de Marcel Schwob sobre La isla del tesoro, uno de los cuatro ensayos que le dedicó a Robert Louis Stevenson, aquí os lo dejo:

Recuerdo claramente la especie de inquietud en la que me sumergió el primer libro que leí de Stevenson. Se trataba de La isla del tesoro. Lo había llevado conmigo para un largo viaje hacia el Midi. Mi lectura comenzó bajo la luz vacilante de una lámpara de ferrocarril. Los cristales del vagón se teñían del rojo de la aurora meridional cuando desperté del sueño de mi libro, como Jim Hawkins, con el gañido del loro: “Pieces of eight! Pieces of eigth!”. Tenía ante mis ojos a John Silver, “with a face as big as a ham - his eye a mere pinpoint in his big face, but gleaning as a crumb of glass”. Veía el rostro azul de Flint, estertoroso, ebrio de ron, en Savannah, en un día caluroso, la ventana abierta; el trocito redondo de papel, recortado de una Biblia, ennegrecido con ceniza, en la palma de Long John; la cara de color candela del hombre a quien le faltaban dos dedos, el mechón de cabellos amarillos flotando al viento del mar sobre el cráneo de Allardyce. Oí los dos jadeos de Silver clavando su cuchillo en la espalda de la primera víctima, y el canto vibrante de la hoja de Israël Hands clavando al palo el hombro del pequeño Jim; y el tintineo de las cadenas de los ahorcados sobre Execution Dock; y la voz delgada, alta, temblorosa, aérea y dulce elevándose entre los árboles de la isla para cantar lastimeramente: “Darby M’Graw! Darby M’Graw!”.

Entonces supe que había sentido el poder de un nuevo creador de literatura y que mi espíritu estaría obsesionado de ahora en adelante por imágenes de color desconocido y por sonidos nunca oídos. Y sin embargo este tesoro no era más atractivo que los cofres de oro del Capitán Kidd; conocía el cráneo clavado sobre el árbol en El escarabajo de oro; había visto a Blackbeard beber ron, como el Capitán Flint, en el relato de Oexmelin; reencontraba a Ben Gun, convertido en hombre salvaje, como Ayrton en la isla Tabor; me acordaba de la muerte de Falstaff, agonizando como el viejo pirata, y de las palabras de Mrs. Quickly:

A parted even just between twelve and one, e’en at the turning o’the tide; for after I saw him fimble with the sheets, and play with flowers, and smile upon his finger’s ends, I knew there was but one way; for his nose was as sharp as a pen and a babbled of green fields... “They say, he cried out of sack.” “Ay, that’a did.”

Había oído este mismo balanceo de los ahorcados ennegrecidos por el aire seco y caliente en la balada de François Villon; y el ataque de la casa solitaria, en la mitad de la noche, me recordaba el cuento popular “The Hand of Glory”. “Todo está dicho, desde que hace seis mil años que hay hombres, y que piensan.” Pero esto fue dicho con un nuevo acento. ¿Por qué y cuál era la esencia de este poder mágico? Eso es lo que me gustaría intentar mostrar en estas pocas páginas.

Se podría caracterizar la diferencia del antiguo régimen en literatura y de nuestros tiempos modernos por el movimiento inverso del estilo y de la ortografía. Nos parece que todos los escritores del siglo XV y del XVI empleaban una lengua admirable, cuando en verdad escribían las palabras cada cual a su manera, sin preocuparse de su forma. Hoy que las palabras son fijas y rígidas, con todas sus letras, correctas y pulidas, en su ortografía inmutable, como invitadas de gala, han perdido su individualismo de color. La gente se vestía con telas de diferentes colores: ahora las palabras, como la gente, se visten de negro. Ya no las distinguimos muy bien. Pero todas están perfectamente ortografiadas. Las lenguas, como los pueblos, llegan a una organización de la sociedad refinada de donde se han proscripto los abigarramientos indecentes. No es diferente de las historias ni de las novelas. La ortografía de nuestros cuentos es perfectamente regular; los elaboramos siguiendo unos modelos exactos.

“The actors are, it seems, the usual three”, dice George Meredith. Hay una manière de relatar y de describir. La humanidad literaria sigue tan de buena gana los caminos trazados por los primeros descubridores que la comedia no ha cambiado demasiado después de la “maqueta” fabricada por Menandro, ni la novela de aventuras después del boceto que Petronio dibujó. El escritor que rompe con la ortografía tradicional prueba verdaderamente su fuerza creadora. Ahora bien, hay que resignarse: no se puede cambiar más que la ortografía de las frases y la dirección de las líneas. Las ideas y los hechos siguen siendo los mismos, como el papel y la tinta. Lo que hace la gloria de Hans Holbein en el dibujo de la familia de Tomás Moro son las curvas que él imaginó hacer describir a su cálamo. La materia de la Belleza continúa siendo la misma tras el Caos. El poeta y el pintor son unos inventores de formas: se sirven de las ideas comunes y de los rostros de todo el mundo.

Tomad ahora el libro de Robert Louis Stevenson. ¿Qué es? Una isla, un tesoro, unos piratas. ¿Quién relata? Un niño al que le ocurrió la aventura. Ulises, Robinson Crusoe, Arthur Gordon Pym no serían tratados de otra manera. Pero aquí hay un entrecruzamiento de relatos. Los mismos hechos son expuestos por dos narradores: Jim Hawkins y el Doctor Livesey. Robert Browning ya había imaginado algo parecido en The Ring and the Book. Stevenson hace interpretar el drama al mismo tiempo por sus relatores, y en lugar de hacerse más pesado sobre los mismos detalles captados por otras personas, no nos presenta más que dos o tres puntos de vista diferentes. Después se hace la oscuridad en un segundo plano, para concedernos la incertidumbre del misterio. No sabemos exactamente qué es lo que hizo Billy Bones. Dos o tres toques de Silver bastan para inspirarnos el pesar ardiente de ignorar para siempre la vida del Capitán Flint y de sus compañeros de fortuna. ¿Quién era la negra de Long John, y en qué posada de qué ciudad de Oriente encontraremos, con un delantal de cocinero, “the seafaring man with one leg”? El arte, aquí, consiste en no decir casi nada. Sufrí una triste decepción el día en que leí en Charles Johnson la vida del Capitán Kidd: hubiera preferido no haberla leído jamás. Estoy seguro de que nunca leeré la vida del Capitán Flint o de Long John. Descansan, informuladas, en la tumba del Monte Pala, en la isla de Apia.

And may I
And all my pirates share the grave
Where these and their creations lie!

Stevenson ha sabido utilizar estas especies de silencios del relato, que son quizás lo más apasionante en los fragmentos de Satiricón, con una extraordinaria maestría. Lo que no nos dice de la vida de Alan Breck, de Secundra Dass, de Olalla, de Attwater, nos atrae más que lo que nos dice. Sabe hacer surgir los personajes de las tinieblas que él ha creado alrededor de ellos.

¿Pero, por qué el mismo relato, fuera de la composición, y de los cortes de silencio que están bien aprovechados, tiene esa intensidad particular que no nos permite dejar un libro de Stevenson cuando lo hemos tomado en nuestras manos? Me imagino que el secreto de este poder se ha transmitido de Daniel Defoe a Edgar A. Poe y Stevenson, y que Charles Dickens vislumbró en alguna ocasión en Two Ghost Stories. Es esencialmente la aplicación de los medios más sencillos y más reales a los temas más complicados y más inexistentes. El relato minucioso de la aparición de Mrs. Veal, la redacción escrupulosa del caso de Mr. Valdemar, el análisis paciente de la facultad monstruosa del Dr. Jekyll, son los ejemplos más chocantes de este procedimiento literario. La ilusión de realidad nace de que los objetos que nos son presentados son los que vemos todos los días, a los cuales estamos del todo acostumbrados; la fuerza de impresión, de que las relaciones entre esos objetos familiares se modifican repentinamente. Pidan a alguien que cruce el índice por debajo del dedo medio y que se ponga una bolita entre los extremos de los dedos cruzados: sentirá que hay dos, y su sorpresa será mayor que cuando Mr. Robert Houdin hace surgir una tortilla o cincuenta metros de cinta de un sombrero preparado con antelación. Es que este hombre conoce perfectamente sus dedos y la bolita: no duda pues de la realidad de lo que está probando. Pero las relaciones de sus sensaciones están cambiadas: ahí es donde es tocado por lo extraordinario. Lo que es más sobrecogedor en Diario de la peste no son las fosas prodigiosas cavadas en los cementerios, ni los amontonamientos de cadáveres, ni las puertas marcadas con cruces rojas, ni las campanadas de los enterradores, ni las angustias solitarias de los fugitivos, ni siquiera “the blazing star, of a faint dull, languid colour, and its motion very heavy, solemn, and slow”. Pero lo espantoso es extremo en este relato: el guarnicionero, entre el profundo silencio de las calles, entra en el patio de la casa de correos. Un hombre está en el rincón, como en la ventana; otro en la puerta del despacho. Los tres miran, en el centro del patio, una bolsita de cuero, con dos llaves que cuelgan; nadie se atreve a tocarla. Por fin uno de ellos se decide, toma la bolsa con unas pinzas al rojo vivo, y habiéndola quemado hace caer su contenido en un cubo lleno de agua. “The money, as I remember –dice Defoe–, was abaout thirteen shillings, and some smooth groats and brass farthings.”

He aquí una pobre aventura de las calles –una bolsa abandonada– pero todas las condiciones de la acción están modificadas, pues el horror de la peste nos rodea. Dos de los incidentes más terroríficos en literatura son el descubrimiento de Robinson crusoe de una huella de un pie desconocido en la arena de su isla, y el estupor del Dr. Jekyll, reconociendo, al despertar, que su propia mano, extendida sobre la sábana de su cama, se ha convertido en la velluda mano de Mr. Hyde. El sentimiento de misterio de estos dos acontecimientos es insuperable. Y sin embargo ninguna fuerza física parece intervenir en ellos: la isla de Robinson está inhabilitada, no debería haber más huella que la de su propio pie; el doctor Jekyll no tiene en el extremo de su brazo, en el orden natural de las cosas, la mano velluda de Mr. Hyde. Son unas simples oposiciones de hecho.

Querría ahora decir lo que esta facultad tiene de especial en Stevenson. Si no me equivoco, es más sorprendente y más mágica en él que en todos los demás. Me parece que la razón está en el romanticismo de su realismo. Así cabría decir que el realismo de Stevenson es perfectamente irreal, y es por ello que es todopoderoso. Stevenson no ha mirado nunca la realidad más que con los ojos de su imaginación. Ningún hombre tiene la cara como un jamón: el destello de los botones plateados de Alan Breck, cuando salta sobre la nave de David Balfour, es altamente improbable; la rigidez de la línea de luz y de humo de las llamas de las velas en el duelo de El señor de Ballantrae no se podría obtener en una habitación de experimentos; la lepra nunca se ha parecido a la mancha de liquen que Keawe descubre en su carne. ¿Creería alguien que Cassilis, en The Pavillon of the Links, haya podido ver relucir en las pupilas de un hombre la claridad de la luna, “though he was a good many yards distant”? Ya no hablo de un error que Stevenson había reconocido y por el que hacía llevar a cabo a Allison una cosa impracticable: “She spied the sword, picked it up... and thrust it to the hilt into the frozen ground”.

Pero en realidad no son errores: son imágenes más fuertes que las imágenes reales. Habíamos encontrado en un buen número de escritores el poder de elevar la realidad por el color de las palabras; no sé si encontraríamos en otro lugar las imágenes que, sin la ayuda de las palabras, son más violentas que las imágenes reales. Son imágenes románticas, ya que están destinadas a acrecentar el estallido de la acción por el decorado; son imágenes irreales ya que ningún ojo humano sabría verlas en el mundo que conocemos. Y no obstante son, hablando con propiedad, la quintaesencia de la realidad.

En efecto, lo que nos queda de Alan Breck, de Keawe, de Thevenin Pensete, de John Silver, es esta camiseta de botones plateados, esa mancha irregular de liquen, estigma de la lepra, ese cráneo calvo con su doble mechón de cabellos rojos, este rostro largo como un jamón, con los ojos centellantes como dos pedazos de cristal. ¿No es eso lo que los anuncia en nuestra memoria, lo que les da esa vida ficticia que tienen los seres literarios, esa vida que sobrepasa de tal manera en energía la vida que percibimos con nuestros ojos corporales que anima a las personas que nos rodean? Porque el encanto y el interés que encontramos en los otros es excitante, la mayor parte del tiempo; por su grado de parecido con estos seres literarios; por el matiz romántico que se extiende sobre ellos. Nuestros contemporáneos existen con tanta fuerza, se nos aparecen con tanta individualidad, que los vinculamos más estrechamente a estas creaciones irreales propias de los tiempos antiguos. Este aliento literario hace florecer todos nuestros afectos por la belleza. Raramente vivimos con placer en nuestra verdadera vida. Intentamos casi siempre morir de otra muerte que de la nuestra. Es una especie de convención heroica que da resplandor a nuestras acciones. Cuando Hamlet salta a la tumba de Ofelia, piensa en su propia saga y exclama: “It is I, Hamlet the Dane!”

Y cuántos se han enorgullecido de vivir de la vida de Hamlet, que quería vivir de la vida de Hamlet el Danés. Acordémonos de Peer Gynt, que no puede vivir de su propia vida y quien de vuelta a su país, viejo y desconocido, ve vender en subasta los accesorios de su propia leyenda. Deberíamos estar agradecidos a Stevenson por haber alargado el círculo de esos amigos de lo irreal. Los que nos ha dado están señalados tan vivamente por su realismo romántico que corremos el gran riesgo de no encontrarlo jamás en la tierra. A menudo vemos a Don Quijote: “de composición recia, seco de carnes, enjuto de rostro”, o al Hermano Jean des Entommeures, “hault, maigre, bien fendu de gueule, bien advaintagé en nez”, o al príncipe Hal, con “a villainous trick of his eye and a foolish banging of his nether-lip”: todos los rasgos de la cara o del cuerpo que la naturaleza nos ha reservado, y que nos irá mostrando a menudo. El valor imaginativo resulta de la elección y del color de las palabras, del corte de la frase, de su apropiación al personaje que describen; y esta combinación artística es tan milagrosa que estos rasgos comunes y frecuentes denotan para la eternidad a Don Quijote, al hermano Jean, al Príncipe Hal: les pertenecen, es a ellos a quienes estamos obligados a ir a pedírselos.

No hay nada parecido para los que nos ha creado Stevenson. No podemos modelar a nadie a su imagen, porque es demasiado viva y demasiado singular, o está ligada a un traje, a un juego de luz, a un accesorio de teatro, podríamos decir. Recuerdo que cuando interpretamos la obra de John Ford, Tis a Pity she is a Whore, supusimos que sería necesario pinchar un corazón sangriento de verdad sobre el puñal de Giovanni. En el ensayo, el actor entró luciendo en la punta de su daga un corazón de cordero fresco. Nos quedamos estupefactos. Más allá de la rampa, sobre la escena, entre los decorados, nada se parecía menos a un corazón que un corazón de verdad. Ese trozo de carne parecía un trozo de carne de carnicería, toda violeta. No era de ningún modo el corazón ensangrentado de la bella Annabella. Pensamos entonces que, ya que un verdadero corazón parecía falso en escena, un corazón falso debería parecer verdadero. Hicimos el corazón de Annabella con un trozo de franela roja. La franela estaba recortada como la forma que se ve sobre las imágenes santas. El rojo era de un resplandor impecable, diferente del todo al color de la sangre. Cuando vimos aparecer por segunda vez a Giovanni con su daga, todos tuvimos un pequeño estremecimiento de angustia, porque allí estaba, sin duda alguna, el corazón sangriento de la bella Anabella. Me parece que los personajes de Stevenson tienen justamente esta especie de realismo irreal. El largo rostro luciente de Long John, el color pálido del cráneo de Thevenin Pensete se mezclan en la memoria de nuestros ojos en virtud de su misma irrealidad. Son fantasmas de la verdad, alucinantes como verdaderos fantasmas. Notemos al pasar que los rasgos de John Silver alucinan a Jim Hawkins, y que François Villon está atormentado por el aspecto de Thevenin Pensete.

He tratado de mostrar hasta aquí cómo la fuerza de Stevenson y de algunos otros era el resultado del contraste entre lo ordinario de los medios y lo extraordinario de la cosa significada; cómo el realismo de los medios de Stevenson tiene una vivacidad especial; cómo esta vivacidad nace de la irrealidad del realismo de Stevenson. Me gustaría aun ir un poco más lejos. Estas imágenes irreales de Stevenson son la esencia de sus libros. Como el fundidor de cera perdida vierte el bronce alrededor del “hueso” de arcilla, Stevenson vierte su historia alrededor de la imagen que ha creado. Esto es muy visible en The Sire de Maletroit’s Door. El cuento no es más que un intento de explicación de esta visión: una gruesa puerta de encina, que parece encastrada en la pared, cede a la espalda de un hombre que se apoya en ella, gira silenciosamente sobre los goznes aceitados y le encierra automáticamente en unas tinieblas desconocidas. Es una puerta que atormenta la imaginación de Stevenson al principio de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. En The Pavillon of the Links, el único interés del relato es el misterio de un pabellón cerrado, solitario en medio de las dunas, con luces errantes tras sus postigos cerrados. Las nuevas noches árabes están construidas alrededor de la imagen de un hombre que entra por la noche en un bar con una bandeja de pasteles de crema. Las tres partes de Will o’the Mill están esencialmente hechas con una hilada de peces plateados que descienden por la corriente de un río, una ventana alumbrada en la noche azul (“one little oblong patch of orange”) y el perfil de un coche, “and above that a few black pine tops, like so many plumes”. El peligro de tal procedimiento de composición es que el relato no tenga la intensidad de la imagen. En The Sire of Maletroit’s Door, la explicación está muy por debajo de la visión. En cuando a los pasteles de crema de El club de los suicidas, Stevenson ha renunciado a decir por qué se hallaban allí. Las tres partes de Will o’the Mill están justo a la altura de sus imágenes, que parecen, así, ser verdaderos símbolos. Por fin, en las novelas Secuestrado, La isla del tesoro, El señor de Ballantrae, etc., el relato es incontestablemente muy superior a la imagen, que sin embargo fue su punto de partida.

Ahora el creador de tantas visiones descansa en la isla afortunada de los mares australes.

¡Ay! Por desgracia, no veremos nada más con his mind’s eye. Todas las bellas fantasmagorías que tenía aún en potencia dormitan en un estrecho sepulcro polinesio, no muy lejos de una franja relumbrante de espuma: última imaginación, quizás también irreal, de una vida dulce y trágica. “I do not see much chance in our meeting in the flesh”, me escribió. Era tristemente cierto. Para mí permanece rodeado de una aureola de sueño. Y estas pocas páginas no son más que el intento de explicación que me he dado de los sueños que me inspiran las imágenes de La isla del tesoro en una radiante noche de verano.

Este retrato está incluido en "Los escritores de los escritores" de Marcel Schwob.
(Editorial El Ateneo).

28/3/10

Perdidos en el tiempo

A media tarde nos dimos una caminata hasta el Cabo Falcoeiro para emerger, al ritmo de los pasos, de la beatitud postprandial inducida por unos gnocchi deliciosos que cocinó Ángeles, acompañados por una ensalada de bresaola, pecorino y rucola, que fue volver a Roma por unas horas. Por el camino nos cruzamos con tres jovencitas cogidas del brazo y detrás tres chicos a una distancia de respeto. Y fue como si por unos segundos nos extraviáramos, esta vez en el tiempo, y volviéramos a los años cincuenta o sesenta. Quizá todo fuera un efecto de lo que nos daba vueltas en la cabeza; a Ángeles los rosales de Alejandría que tanto le gustan como aquél que descubrió en el atrio de la iglesia de una aldea abandonada desde hace cuarenta años en el Courel, y a mí la película que volví a ver esta madrugada.


La noche pasada me quedé viendo Por amor a las películas, un documental -es un decir- sobre la crítica de cine americana: Andrew Sarris, Pauline Kael, Vincent Canby... Pero apenas alguna mención a Jonas Mekas, James Agee o Manny Farber. El programa -no encuentro una forma mejor de definir aquella hora y media- daba cuenta del crepúsculo de la crítica o más bien del fin del aura del crítico, y se nutría de declaraciones de unos y otros sobre otros y unos. Apenas se nos presentaba una muestra de los textos que convirtieron a Sarris, Kael o Canby en una referencia crítica. Porque eso es lo que hacían, escribir de cine. Como decía Sarris, descubría lo que una película había significado para él mientras escribía la crítica. No es extraño, al fin y al cabo escribir es descubrir. Pero se ve que los tiempos no están siquiera para que escuchemos un texto y apreciar cómo nos da a ver una película; dicho de otra forma, son malos tiempos para descubrir aquellos textos de Agee, Farber o Mekas como el ejercicio de un arte de amar el cine, y eso que el asunto se titulaba Por amor a las películas. Pensando en estas cosas inútiles me serví un café y dejé puesto el canal.


Entonces empezó Grupo salvaje (1969) de Sam Peckinpah, una de las películas de las que se había hablado en el programa anterior, se ve que la cosa estaba estudiada. Y me quedé a verla mientras Ángeles actualizaba su fichero de rosas. Hacía muchos años que no veía Grupo salvaje. Pero comprobé que la recordaba casi escena por escena. Esa película se me quedó grabada desde la primera vez y, al acabar de verla, caí en la cuenta de que Sam Peckinpah no había venido por esta escuela y eso que fue un cineasta muy importante para mí durante los 70 y hasta mediados de los 80. Justamente desde Grupo salvaje.

Sam Peckinpah

Debía tener unos quince años cuando vi Grupo salvaje y me impresionó, bueno, impresionar quizá sea decir poco, salí del cine conmocionado y no encontré palabras para hablar con uno mismo -hablaba mucho solo- de lo que había visto hasta un par de horas después, sólo conseguía deambular mientras volvía una y otra vez a aquellas imágenes brutales y hermosas, violentas y tristes, líricas y trágicas. No me fue difícil ponerla en relación con Los profesionales (1966) de Richard Brooks o con Bonny and Clyde (1967) de Arthur Penn que había visto uno o dos años antes; por aquel tiempo las películas llegaban a provincias con retraso. Pero Grupo salvaje me llegó más hondo. Aprendí lecciones inolvidables con ella. Y no sólo de cine. De cuando en vez me veo a mí mismo repitiendo una de las réplicas memorables de Ernest Borgnine -No importa que hayas dado tu palabra, lo que importa es a quien se la das- para explicarme o para explicarle a alguien por qué debe romper un compromiso. Y además Peckinpah me caía bien, esa mezcla de ternura y pasión obsesiva, y ese resurgir de las cenizas después de cada fracaso. Y mejor me cayó cuando leí esto en una entrevista que tiene mucho que ver con la réplica de Borgnine: Para mí sólo hay una regla moral en la vida: ¡Ser fiel a la palabra dada! Excepto al productor. Frente al productor mi moral se convierte en saber mentir, engañar y robar. A esos productores que cortaron veinte minutos de Grupo salvaje -tardé veinte años en ver una versión más o menos fiel al montaje original de Peckinpah, como el de esta madrugada- y masacraron Mayor Dundee (1964). Con el tiempo entendí que los westerns de Peckinpah nacían de Centauros del desierto (1956) de John Ford y eran precursores de Sin perdón (1992) de Clint Eastwood.

Sam Peckinpah en el rodaje de Grupo salvaje

Pero los personajes de Peckinpah tienen una cualidad especial: viven extraviados en un tiempo que no es el suyo, saben que las reglas del juego han cambiado y que tienen los días contados. Y por eso sólo tienen un lugar seguro al que volver, entre otras cosas porque ese lugar ya no existe, ya lo han perdido: quieren volver a la infancia (como le cuenta don José a Pike en Aguasverdes). Porque es el único lugar que conservan en la memoria. Pero a ese hogar que germina en los posos de la melancolía sólo pueden volver con la cabeza alta, deben ganarse a pulso la redención, por tantos crímenes, por tantas traiciones, por tanta violencia. Por eso Grupo salvaje transita por una topografía moral y sus personajes deambulan hasta que encuentran una bella razón para inmolarse. Porque, más que perdedores, los Pike, Dutch y compañía son hombres perdidos en el tiempo y sólo pueden encontrarse en la memoria de una infancia más perdida aún. Por eso hay tantos niños en Grupo salvaje, testigos del extravío de los héroes, de la violencia, aprendices de la crueldad, porque no hay lugar para la inocencia en este mundo. Peckinpah filma sus westerns en plena guerra de Vietnam. Hay una correspondencia entre la violencia real y la violencia hecha cine de sus filmes. Pero sobre todo hay un discurso sobre la violencia en la mirada del cineasta que la caligrafía mediante travellings, zooms y cámara lenta.

Sam Peckinpah

A mediados de los sesenta, Peckinpah tenía problemas para encontrar trabajo y conoció a Kenneth Hyman, el jefe de Seven Arts, en el festival de Cannes de 1965, donde éste había presentado La colina de Sidney Lumet. Al año siguiente, Seven Arts se fusionó con la Warner mientras Hyman dejaba la compañía para producir Los doce del patíbulo de Robert Aldrich, pero vuelve en 1967 y lo nombran vicepresidente a cargo de la producción. Una feliz coincidencia. Hyman contrata a Peckinpah para reescribir un guión con el compromiso de que, si lo aceptan, le permitirían dirigir la película. Pero Peckinpah, llegado el momento, le envió a Hyman, además, un guión titulado Grupo salvaje para que le echara un vistazo. Ese guión se basaba en una historia de Roy Sickner, un especialista y viejo amigo del cineasta. A partir de ella había escrito un guión Walon Green y Peckinpah lo reescribió para enviárselo a Hyman. El estudio eligió producir Grupo salvaje en lugar del proyecto que le habían encargado a Peckinpah. Otra feliz coincidencia.


Peckinpah con William Holden
en
Grupo salvaje


Cualquier guión que esté ya escrito [o sea, en su 'versión definitiva'], sostiene Peckinpah, cambia al menos un treinta por ciento desde que empieza la preproducción: un diez por ciento para ajustarlo a las localizaciones que encuentras, un diez por ciento por las ideas que tienes cuando ensayas con los actores y otro diez por ciento durante el montaje final. Puede cambiar más que eso, pero rara vez cambia menos. A finales de marzo de 1968, Peckinpah marchó a Méjico para escoger el resto del reparto y para supervisar los últimos detalles de la producción. Un día, en Coyoacán, en la casa de su amigo el cineasta Emilio (el Indio) Fernández, que había conocido durante el rodaje de Mayor Dundee y que iba a interpretar al general Mapache en Grupo salvaje, hablando del guión, le comentó que cuando leyó la primera escena -la llegada del grupo a la ciudad de Starbuck- le recordó cuando era niño y cogían un escorpión y lo tirában en un hormiguero. Y Peckinpah no lo pensó dos veces, llamó al productor para que consiguiera hormigas y escorpiones, e incluyó la escena en el guión 'definitivo'.

Peckinpah dirige a Warren Oates
en
Grupo salvaje


Vista hace cuarenta años, o la madrugada pasada, en Grupo salvaje impresiona el majestuoso reparto: William Holden, Warren Oates, Ben Johnson, Robert Ryan, Ernest Borgnine... Parece ser que la primera elección de Peckinpah para Pike era Lee Marvin y también hubiera estado glorioso, no hay duda, pero Holden está magnífico. Con esos rostros, qué otro western iba a rodar Peckinpah sino uno crepuscular. Además eran los westerns que sabía (y quería) hacer, como Duelo en la alta sierra (1962), su primer largometraje, los que transmitían su propia experiencia vital, películas de tipos derrotados de antemano, es decir, trágicos, profesionales de la muerte, el desamparo y el destiempo, y que no tienen nada que perder. Si no se parte de la experiencia, la escritura es una mierda, decía Peckinpah. Pues eso.

Un momento del rodaje de Grupo salvaje

Cómo olvidar a William Holden, Ernest Borgnine, Warren Oates y Ben Johnson caminando hacia la muerte, al comienzo de la escena del clímax, de una lucidez tan trágica que sobrecoge, asumiendo el destino de quienes no tienen lugar en el mundo, perdidos en el tiempo, sabedores de que sólo esa inmolación podrá redimirlos. Es uno de los grandes momentos del cine de los últimos cincuenta años. Recordaba muy bien la relación amorosa entre Ernest Borgnine y William Holden que tanto me había turbado a mis quince años y que culmina en el final de la escena de clímax con sus cuerpos ensangrentados yaciendo juntos. No recordaba, sin embargo, un quiebro genial que Peckinpah introdujo durante el rodaje de esa escena: cuando Pike mata a Mapache después de que éste degüelle a Ángel, de pronto toda la acción queda suspendida, la tensión se comprime en el silencio contenido, antes de que estalle y se expanda en todo su paroxismo.


Pero mi escena favorita es la de la despedida en el pueblo de Aguasverdes mientras suena La golondrina. Toda la melancolía que desprende Grupo salvaje cuaja en esos acordes de la música enhebrando travellings de retroceso y travellings subjetivos que destilan un sentimiento de pérdida con visos de elegía. Como si se tratara de un cortejo de fantasmas. Almas errantes en las frontera del mundo de los vivos y de los muertos.

26/3/10

Una Fides, modelo ligero 1935


Esta semana resultó especialmente agotadora, la espalda se quejaba y uno sólo quería volver a Roma. Pero la única máquina del tiempo de la que dispongo es el cine y así, pongamos por caso, acompañar a Antonio Ricci y a su hijo Bruno a la busca de una Fides, modelo ligero 1935. Y he vuelto a ver Ladrón de bicicletas -aunque la traducción literal sería "ladrones" (Ladri di biciclette, 1948)-, quizá la obra primordial de Vittorio de Sica y Cesare Zavattini, y sin duda una de la películas claves de la historia del cine. Probablemente la película-emblema del neorrealismo, o por lo menos de aquella corriente que privilegia las funciones documentales del cine introduciéndolas en el interior de la ficción, que procura el contagio del cine por lo real y que reivindica el valor de lo contingente, de lo azaroso, de lo imprevisible, recuperando el aquel del cinematógrafo como instrumento de reproducción del mundo visible. Una corriente que entiende como un objetivo cardinal del cine, en palabras de Bazin, revelar el sentido escondido de los seres y de las cosas sin romper su unidad natural. Tanto Rossellini como de Sica y Zavattini en los años del neorrealismo privilegian la realidad visible frente a la retórica del relato y ensayan -más el primero que los segundos- un método que atenúe el aparato técnico para conservar la inmediatez de la mirada. La estética de esta corriente neorrealista exige aligerar la impedimenta que representa una producción cinematográfica convencional y despojarse de la dramaturgia de los grandes relatos. Quizá sea Zavattini quien mejor llegó a plasmar esa poética del neorrealismo: el cine no debía contar historias parecidas a la realidad, sino convertir la realidad en relato, colocando en su centro la cotidianidad y su duración, el tiempo vivido. De ahí derivará una concepción de lo real -y una conciencia de lo real- que apunta hacia lo invisible y que el cine puede revelar a través de lo visible. Filmar lo invisible se convertirá en uno de los retos del cine moderno que germina en la poética del neorrealismo y Ladrón de bicicletas representa uno de los cultivos más productivos.


En realidad, se trataba de hacer otro cine, mirando a los ojos del presente de otra manera. Pero debemos ver el neorrealismo como el primer impulso de esa corriente que no ha dejado irrigar el cine, desde la nouvelle vague hasta el presente, y lo seguirá haciendo mientras los cineastas quieran contaminarse de lo real, de lo efímero, de los parpadeos de lo visible. Y haciéndolo desde una pobreza de elección, como una ascesis en la procura de lo esencial. Pero Ladrón de bicicletas aún era, y no podía ser de otra forma, deudora de una manera de producir que no iba a cambiar de la noche a la mañana y aún debía arrastrar un aparato (de producción) pesado. Aunque no se note. Pero no se nota gracias a una producción muy cuidada con visos de improvisación, incluso costosa, con ropajes de cine pobre. Dicho de otra forma, era una producción de coste elevado para el cine italiano de esos años -en plena postguerra- y, desde luego, nada experimental: cada escena fue escrita con sumo cuidado y ensayada el tiempo necesario. Aun así, Ladrón de bicicletas supuso un desplazamiento significativo en cuanto a lo que mostraba y a la forma de mostrarlo. De Sica y Zavattini depuraron la estructura dramática, despojando el relato de toda espectacularidad y privilegiando la dimensión temporal de lo cotidiano. Una de las búsquedas de Zavattini se centraba en la transformación del tiempo del relato en tiempo de la vida, del tiempo como construcción dramática en tiempo vivido. En Ladrón de bicicletas, el relato avanza mientras acompaña el deambular de padre e hijo, idas y venidas, repeticiones y tiempos muertos de un domingo buscando una bicicleta Fides, modelo ligero 1935.


Ladrón de bicicletas parte de una novela de Luigi Bartolini de la que Zavattini, a propuesta de Vittorio de Sica, extrae un argumento que contagia de elementos reales que había decantado en su observación de la cotidianidad. En sus Diarios de cine y de vida de Zavattini podemos leer, por ejemplo, en la entrada de 12 de febrero de 1948: "Hoy a las tres de la tarde hemos ido a ver a la Santona en una callejuela frente a la vía Torlonia. Tiene cincuenta años, cabello rojo, los ojos de Rasputín. Entramos en un dormitorio lleno de gente. La Santona está sentada en un sillón, los reunidos exponen sus penas uno tras otro, en público, ella se tambalea un poco invocando a jesús, luego expresa una opinión como si estuviera en trance. Las liras se dejan sobre la mesilla de noche y después uno se va. En el argumento de Ladrones de bicicletas he introducido a la Santona, a ella se dirige el protagonista después de que le han robado la bicicleta: le han dicho que la Santona cierra los ojos y ve dónde están las cosas. Yo había venido dos años antes para acompañar a una amiga, así nació la idea. De Sica me ha dicho: ¿Vamos a verla? Algunos presentes, a pesar de sus úlceras, sus cánceres, sus deudas, reconocen a De Sica, se alteran, ríen, lo señalan. La Santona lo reconoce. El primero de mis amigos que se confiesa finge que le han robado a él la bicicleta, nosotros aguzamos el oído para el guión. Él se hace pasar por un obrero y la Santona le dice que no vale la pena apurarse en buscar la bicicleta, pues no la encontrará..."


En los créditos de guión de Ladrón de bicicletas aparecen por orden alfabético Oreste Biancoli, Suso D'Amico, Vittorio de Sica, Aldolfo Franci, Gherardo Gherardi, Gerardo Guerrieri (que también ejercerá de ayudante de dirección) y Cesare Zavattini. Por esta escuela ya pasaron, además de Zavattini y Vittorio de Sica, la guionista Suso Cecchi D'Amico, que volverá a trabajar con ellos en Milagro en Milán (1951), y colaborará habitualmente con Luchino Visconti o Mario Monicelli. Adolfo Franci aparece descrito en Celuloide de Ugo Pirro como un hombre culto y perezoso pero absolutamente desinteresado por el cine, pero al director le gustaba tenerlo cerca, disfrutaba con sus paradojas, ingenio y erudición, y un tipo que carecía de cualquier sentido práctico despertaba su simpatía. En resumidas cuentas, siete guionistas trabajando a partir de un argumento de Zavattini. Pero a punto estuvieron de ser ocho, aunque todos los testimonios apuntan en la dirección de que la escritura (decisiva) de Ladrón de bicicletas correspondió a Cesare Zavattini. Y el octavo no era un guionista cualquiera, se trataba nada más y nada menos de que de Sergio Amidei, que ya había colaborado con Zavattini y de Sica en El limpiabotas (1946). Incluso empezaron a trabajar en el guión en el piso de Amidei (en la plaza de España en Roma). Hasta que los echó de allí.


Ugo Pirro cuenta que la gota que colmó el vaso tuvo que ver con María, la mujer del Antonio Ricci, el protagonista de Ladrón de bicicletas. El personaje aparece al principio de la película pero, desde el momento en que le roban la bicicleta a Antonio y emprende la búsqueda por la ciudad acompañado de su hijo Bruno, María no volvía a aparecer, según el argumento de Zavattini, que consideraba ya superflua su presencia. Amidei consideraba que la mujer no podía desaparecer porque sí, al menos había que justificar su ausencia; creía que una construcción correcta del guión exigía mantener viva la relación de los tres personajes. Y así un día y otro día las discusiones entre los guionistas encallaban en el personaje de María. Hasta que un día, en un ataque de ira, Amidei cogió de las solapas a Zavattini y de Sica y los echó a la calle. Los demás guionistas que asistían a la sesión de trabajo fueron tras ellos sin esperar a que los echaran. Digamos que María desaparece de la película tras las primeras escenas junto con Amidei, su único valedor. Cuando se estrenó Ladrón de bicicletas, Amidei fue al cine con María Michi, una de las actrices de Roma, ciudad abierta, y unos amigos, pagó las entradas y vio la película. Cuando se encendieron las luces, Amidei se puso en pie, se volvió hacia su mujer y los amigos, y reconoció que se había equivocado: "Soy un estúpido". Las tensiones entre Amidei y los demás guionistas a propósito de la construcción dramática de la historia ilustran muy bien las fricciones que generaba la nueva poética (neorrealista) que germinaba en aquellos años.

Vittorio de Sica dirige
a Enzo Staiola


Vittorio de Sica pateó las calles de Roma en busca de los protagonistas de Ladrón de bicicletas. Entre cientos de obreros encontró a un albañil en paro, Lamberto Maggiorani, y entre cientos de niños a un rapaz de ojos vivos, Enzo Staiola. La periodista radiofónica Lianella Carell encarnó a María. Esos rostros de la calle se convertirán en una de las señas de identidad del neorrealismo, unas señas a las que Vittorio de Sica no estaba dispuesto a renunciar. María Mercader, cuenta en sus memorias que Selznick estaba dispuesto a financiar el proyecto pero quería que Cary Grant fuera el protagonista.

Vittorio de Sica dirige
a Lamberto Maggiorani y Enzo Staiola


El neorrealismo, en palabras de Vittorio de Sica, nació de la necesidad de decir la verdad y de tener el valor de contarla, y de llevar la cámara no a los estudios de Cinecittá sino a la vida, a la realidad. Ladrón de bicicletas cobra vida en torno al itinerario recorrido por el protagonista y su hijo en busca de una Fides, modelo ligero 1935. Pero la película aúna un relato de raíces míticas -no deja de ser una odisea- y el documento de un tiempo concreto. Basta recordar aquella escena en que Antonio acude a desempeñar la bicicleta que necesita para trabajar como pegacarteles -de películas (lo veremos pegar el cartel de Gilda cuando se la roban)- a cambio de que su mujer empeñe la ropa blanca (de cama): siguiendo su mirada la cámara recorre mediante una panorámica los anaqueles llenos de ropa de cama empeñada y por los que asciende el empleado hasta el techo para colocar allí el hatillo de ropa recién empeñada.


Ahora bien, el recurso dramático que convierte Ladrón de bicicletas en una película memorable es la articulación de la odisea mediante la mirada del niño. Es decir, lo que dota a Ladrón de bicicletas de un valor universal es haber trasformado la crónica de una realidad social en la historia de un padre y un hijo, del mutuo reconocimiento. Podríamos definir el filme de Zavattini y de Sica como un viaje que permite descubrirse a un padre y a un hijo, y en ese sentido, Ladrón de bicicletas representaría la odisea de dos miradas que acaban encontrándose mientras buscaban una Fides, modelo ligero 1935. Un padre y un hijo, que cogidos de la mano y hermanados en el desamparo, acaban fundiéndose en la muchedumbre que vuelve a casa al final de un domingo de 1948 en Roma.

23/3/10

Todas las historias de Roma

El cine se acuerda de todo. Recuerda todo cuanto hemos visto. Ha poblado y amueblado nuestra memoria. La ha fermentado y cocinado con un proyector de luz y una cinta de sueños en la noche de una sala oscura (del alma). En sus Histoire(s) du cinéma, Godard echa mano del mito de Orfeo para contar el viaje del cine, como el de un cineasta que bajara a los infiernos del siglo XX para rescatar las imágenes y preservarlas en la memoria. Por eso el cine es la otra memoria. El primer capítulo de esas Histories(s) se titula significativamente Toutes les histoire(s) y se cierra con un encadenado de los ojos de Giulietta Masina, encarnando a Gelsomina en La strada (1954) de Federico Fellini, con la imagen estremecedora del salto al vacío de Edmund, el niño protagonista de Gemania, anno zero (Alemania, año cero, 1947). Gelsomina es la lunática esencial del cine de Fellini que ensancha lo límites de los real mediante los sueños como herramienta de supervivencia. Edmund se cubre los ojos y se lanza al vacío de las ruinas de Berlín, incapaz de encontrar la poesía en este mundo. En el encadenado (trágico) de Godard queda cifrado el neorrealismo, una de las encrucijadas que amojonan, no sólo el cine moderno, sino nuestra propia memoria.

Fellini y Giullietta Masina (Gelsomina)
en el rodaje de
La strada

Ayer mismo vi Café Lumière (2003) una película de Hou Hsiao-hsien, una película que germina en el humus de Ozu y del neorrealismo a partes iguales. Y tantas veces he hablado con el maestro de Ladrón de bicicletas (1948) de Vittorio de Sica que sigue inspirando a los cineastas de anteayer, de ayer y de hoy, me acuerdo del detonante de El juego de Hollywood (1991) de Robert Altman, Cyclo (1995) de Tran Anh Hunh o La bicicleta de Pekín (2001) de Wang Xiaoshuai. Y me acuerdo también de lo que cuenta en sus memorias María Mercader cuando asistió con Vittorio de Sica al cine Metropolitan de Roma para comprobar las reacciones de los espectadores y presenciaron cómo un obrero acompañado de su familia pedía que le devolvieran el dinero, tan mala le había parecido la película.


Por eso viajar a Roma ha sido como volver. Como regresar a lo que hemos visto. Como recorrer las huellas de las imágenes que han fermentado en nuestra memoria. Hemos sido peregrinos que seguían el camino pautado por las piedras miliares de la cinefilia. Hace quizá quince años me pidieron que participara en un acto para reivindicar la rehabilitación del Teatro Principal de Tui y allí hablé, probablemente por primera vez en público, de la idea que subyace en este blog, es decir, de lo que el cine me enseñó, de mi escuela de los domingos que empezó en aquella sala donde proyectaban sesiones infantiles y sesiones continuas. Si recuerdo algo de lo que dije aquel día ya lejano, es porque el maestro y Esther de vez en cuando me lo recuerdan, y lástima que siempre haya que constatar que a pesar del trabajo sostenido y entregado, o sea, admirable, de Esther y sus compañeros, aquel viejo cine -para mí siempre será mi primera escuela de los domingos- continúe cayéndose sin remedio; sin duda por la desidia de las instituciones que tuvieron en su mano restaurarlo y quizá también porque el edificio no es una construcción singular, pero tiene razón Esther cuando señala que por esa misma razón sería imposible conservar un árbol, y ahora estamos hablando del árbol de nuestra memoria, como aquél que dice, del que crece ahora mismo mientras uno recuerda como si fuera ayer. Y aquel día hablé de las películas italianas que allí vi de niño y que me enseñaron que había algo llamado espaguetis -para mí existían los fideos, pero los espaguetis...-, de las imágenes imborrables de Alberto Sordi y Lea Massari comiendo espaguetis. A Esther y al maestro, como nos quieren, aquella evocación les resultó tierna, pero a la mayoría de los asistentes le debió parecer fuera de lugar y se debieron sentir representados por aquél que soltó: "¿Pero qué tonterías está diciendo éste?". Y mira por dónde me encuentro con esas imágenes como iconos de Roma en cada puesto callejero que vende souvenirs -que no recuerdos.- para turistas. Por eso, volviendo a Roma no he vuelto sino a aquel Teatro Principal que me enseñó el mundo entero. Y a comer espaguetis antes de poder probarlos.

Alberto Sordi
en
Un americano en Roma (1954)
de Steno

Lea Massari y Alberto Sordi
en Una vida difícil (1961) de Dino Risi

Puesto ambulante en Piazza Garibaldi en Roma

Si me fuera dado vivir un periodo de la historia del cine no lo dudaría, elegiría vivir en Roma entre 1944 y 1960. Quince años que conmovieron el mundo del cine. Además, como trabajaban en trattorias, cafés y pisos donde se juntaban cineastas con cinco o seis guionistas, podría pasar desapercibido. Por eso a Roma llevé un solo libro que ya había leído, Celuloide de Ugo Pirro que cuenta precisamente aquellos años que vieron nacer el neorrealismo. Y nos sirvió de guía para encontrar la casa de Sergio Amidei, en el sexto piso de un edificio contiguo con la embajada de España ante el Vaticano -en la plaza de España-, pero desde que pisamos Roma, pareciera que la memoria del cine nos había preparado el viaje sin que nosotros lo supiéramos, porque el hotel donde nos hospedamos en la Vía Sixtina estaba al lado de las oficinas de Peppino Amato, el productor de Roma, ciudad abierta, El limpiabotas, Ladrón de bicicletas o La dolce vita. Cuando le preguntamos a la recepcionista un sitio para cenar el día que llegamos, nos recomendó la trattoria de Olimpio, detrás de la sede de Il Messaggero, donde estaba en 1944 la trattoria Il cacciatore, donde se reunieron para comer Roberto Rossellini y Sergio Amidei tras la liberación, y el guionista le contó una historia -vivida por él mismo- que acabaría convirtiéndose en el germen de Roma, ciudad abierta. Y desde la Vía Sixtina hasta la trattoria bajamos por la Vía del Tritone, la calle que cruzó Roberto Rossellini, tras comer con Sergio Amidei, para encontrarse con quienes le llevarían hasta la condesa Polito, que pasaría tres millones de liras de contrabando para que pudiera preparar Roma, ciudad abierta. En fin, ¿hace falta seguir? Es como si Roma nos estuviera esperando con toda la memoria del cine a flor de piel.

Un maldito embrollo de Pietro Germi
en Piazza Farnese

Y además Roma recuerda el cine, la memoria de las películas que nos la recuerdan. Es una ciudad agradecida al cine y a todas las historias con que las películas han retratado la piel de la ciudad y sus gentes. Y luego, por si faltara algo, tiene fuentes con un agua riquísima, no sólo Fontana de Trevi, que es un gran teatro siempre abarrotado, sino las pequeñas fuentes, como aquélla próxima al paseo que circunda la Piazza Garibaldi, adonde acude la gente a llenar cántaros y recipientes de plástico para llevar a casa. Si viviéramos aquí, a buenas horas íbamos a gastar en aguas minerales, comentó Ángeles. Pero si uno quiere teatro, teatro popular, romano para más señas, mejor Campo dei Fiori.


Giordano Bruno fue quemado vido
por hereje en el mismo Campo dei Fiori
el 17 de febrero de 1600.

O los cuadros de Caravaggio en San Luis de los Franceses, cuya materia es el tema mismo de la pintura, como esos encuentros de la luz con los rostros, pongamos por caso, que encarnan el asunto mismo que cuentan, la vocación de San Mateo. Teatro de luces y sombras. Y mejor aprovechar la visita de una excursión de estudiantes cansados y así evitar ir metiendo monedas de 0,50 euros para iluminar la capilla, de eso ya se encargan los profesores. Pobres. Hasta ven con buenos ojos que nos coloquemos en primera fila, así por lo menos alguien ve con verdadero interés las obras de Caravaggio. Y la verdad, nos pasaríamos horas.


Pero (siempre) volvemos a campo de Fiori. A la librería Fahrenheit 451 de la que me habló Pepe Coira, donde encuentro una biografía de Roberto Rossellini (de Gianni Rondolino, editorial UTET Libreria, Torino, 2006) y un librito, Il mestiere del cinema de Mario Monicelli (Donzelli ed., Roma, 2009). Y muy cerca el Cine Farnese, que nos recuerda el centenario de Kurosawa, que se cumple hoy, veintitrés de marzo.



Os contaría todas las historias de Roma. Bueno, casi todas. Como que fuimos a un encuentro con Ettore Scola en la sala Alberto Sordi del Cinema Trevi, la Cineteca de Roma, en el Vicolo del Puttarello, y que estuvimos a un par de metros del director de La terraza, pero como la sala es pequeñísima apenas si había espacio para la mitad de los que estábamos, y no éramos muchos, así que nos quedamos fuera. Pero dejémoslo hoy aquí. Recordaremos Roma cada vez que la memoria nos lleve de viaje a alguna de las películas que la vieron. Y sobran razones parea volver.

18/3/10

Un mes lleno de domingos

Augusto Monterroso

El verdadero humorista pretende hacer pensar, y a veces hacer reír. (Augusto Monterroso)


Wenceslao Fernández Flórez

El humor es la sonrisa de una desilusión. (Fernández Flórez)

Humorista: un niño que silba al atravesar las habitaciones oscuras para esconderse a sí mismo su propio miedo. (Pitigrilli)

Ramón Gómez de la Serna y cía.

El humorismo debe ser una maravilla de dosificación. (Ramón Gómez de la Serna)


Pío Baroja

La imaginación y la melancolía son raíces profundas del humorismo. (Pío Baroja)


Miguel Mihura y Fernando Fernán-Gómez

El humor nace de un desengaño, de un momento triste, de una pequeña tragedia íntima. (Miguel Mihura)

Una comedia es un drama enmascarado por un disparate. (Miguel Mihura)

Para escribir cosas graciosas no es necesario ser gracioso, del mismo modo que para freír patatas no es necesario ser patata. (Miguel Mihura)


Bioy Casares

El humor puede ser una forma superior de cortesía. (Bioy Casares)


Walter Mosley

La vida por aquel entonces era dura y unas carcajadas valían tanto como un mes lleno de domingos. (Walter Mosley)