13/3/10
Las tres pes
Miguel Delibes no es uno de mis novelistas de cabecera, por así decir, pero allá por los setenta leí algunas de sus obras, entre ellas Las ratas, la que más me había gustado; y hace diez años El hereje, su última novela. Hace unos quince años tuve que convivir durante unos meses con Los santos inocentes, porque impartí un curso en varios institutos de Galicia sobre adaptaciones cinematográficas de obras literarias y los profesores siempre me pedían que les hablara sobre la película de Mario Camus, y la novela de Delibes, claro. Algún domingo, si tenemos puesta la radio, coincide a veces que Montserrat Domínguez habla con Eugenio, un pastor de un pueblo de Valladolid, y más de una vez escuché en su boca las palabras de Delibes. Aunque sería mejor decir que encontré en las palabras de Eugenio el eco de los nombres y de los verbos perdidos que han germinado en las páginas del escritor. Como bocana, para referirse a la noche cerrada cuando el último resplandor del crepúsculo se apaga en las anchas tierras castellanas. Como encalabrinar, un olor que turba, que irrita; un verbo que procede de calabrina, el olor de un cadáver. Pero encalabrinar también significa enamorarse perdidamente u obstinarse, empeñarse en algo sin atender a razones. No hará falta esperar cien años para que las palabras de los campesinos que hablan en sus novelas nos suenen como las del siglo de Oro. Ahora mismo están muriendo los últimos que han de pronunciarlas con el sabor de las cosas esenciales. Ésas que cobraban, gracias a la inteligencia literaria de Delibes, el nombre exacto. A ellas habrá que volver a no tardar para desenterrarlas y pronunciarlas como si fuera la primera vez. Por eso me resultó especialmente triste cuando hoy leí en El País unas líneas que el escritor destinó a modo de prólogo de sus Obras Completas:
Aunque viví hasta el 2000..., el escritor Miguel Delibes murió en Madrid el 21 de mayo de 1998, en la mesa de operaciones de la clínica La Luz. Esto es, en los últimos años literariamente no le sirvieron de nada.
El balance de la intervención quirúrgica fue desfavorable. Perdí todo: perdí hematíes, memoria, dioptrías, capacidad de concentración... En el quirófano entró un hombre inteligente y salió un lerdo. Imposible volver a escribir. Lo noté enseguida. No era capaz de ordenar mi cerebro. La memoria fallaba y me faltaba capacidad para concentrarme. ¿Cómo abordar una novela y mantener vivos en mi imaginación, durante dos o tres años, personajes con su vida propia y sus propias características? ¿Cómo profundizar en las ideas exigidas por un encargo de mediana entidad? Estaba acabado.
Era triste leerlo, pero el hecho definitivo de que Delibes ya no estuviera más que en las páginas que dejó tras él, casi resultaba un alivio. Además creo que él llevaba tiempo deseándolo, ya le era muy difícil vivir sin su Ángeles. A mediados de los setenta tuve la suerte de conocerlo. Dio una conferencia en Vigo y lo presentó Torrente Ballester. Fuimos a escucharlo y llevé conmigo el ejemplar de Las ratas. Al terminar la conferencia, me acerqué para que me firmara el libro y le comenté tímidamente algo sobre lo que él había dicho a propósito de la cocina de la novela y, para mi sorpresa, se entretuvo en hablar unos minutos conmigo, impacientando a unas señoras con visones que aguardaban con ediciones de tapa dura en sus manos enguantadas. Recuerdo como si fuera ayer que apenas si tome notas durante la conferencia, tan bien hablaba don Miguel, sólo los tres ingredientes que consideraba esenciales en la novela: un personaje, un paisaje y una pasión. Encerré los ingredientes en un rectángulo remarcado y escribí encima: las tres pes.
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Yo añadiría una cuarta P: PULSO. E incluso una quinta, si quieres publicar la novela: ser de la POMADA. Con lo cual llega la sexta P: PIFIA.
ResponderEliminarQué consejo tan genial os dio, Daniel. Y qué suerte tuvo Delibes de que al menos uno de los presentes lo haya recordado y compartido con nosotros.
ResponderEliminarGracias