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12/5/19

La nostalgia de King Kong


Hay películas con un encanto que sólo cabe calificar de primordial. Tan primordial que no sabes bien como describir la impresión penetrante y perdurable que inscriben en la memoria, y que reconoces intacta y perfilada cuando vuelves a ponerle los ojos encima. Cuando uno se despierta con el antojo de King Kong.


En películas así se puede echar mano sin desdoro de palabras como poesía para aludir a una belleza inefable y conmovedora, que nos cautivó aquella primera vez después de llamarnos desde un cartel en el lateral de la cárcel de Tui (entonces, Tuy): ven y mira King Kong.

Cartel argentino para King Kong.

Quizá se trata de eso. De ver. Ver lo nunca visto: he ahí lo que quiere filmar Carl Denham/Robert Amstrong, el director en la ficción. Quiero ver, dice Ann Darrow/Fay Wray, la chica de King Kong. Quiero verlo. Ver todo lo que hay que ver. ¿Qué cree que va a ver?, se pregunta Jack Driscoll/Bruce Cabot.  No importa. A Ann Darrow la colma el deseo de ver.


La primera vez que aparece la vemos robando una manzana, como la Eva del paraíso (perdido); tiene hambre (son los años de la Gran Depresión) y, como a aquella, también la pierde la curiosidad, el hambre de ver, que acaba siendo la perdición de King Kong.


No puede hacer otra cosa, el pobre monstruo. No puede hacerle el amor. Prueba a desnudarla. Pero al fin sólo puede mirar(la). Sólo puede ser un voyeur. O sea, un espectador. Como nosotros.


(Escribo estas líneas y recuerdo otra chica de King Kong -o de King Kong-, y no me refiero a Jessica Lange o Naomi Watts -en sendos remakes perfectamente prescindibles-. Hablo de la chica/Rosa Fernández de Veneno puro (1984), de Xavier Villaverde, tan identificada con Ann Darrow, tan encandilada con la criatura, tan poseída por King Kong.)


En palabras de Núria Bou y Xavier Pérez (pueden leerse en "Ver o no ver: esa es la cuestión King Kong", un estupendo artículo agavillado en el libro dedicado a Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack en 2015 por el Festival de San Sebastián y Filmoteca Española), los creadores de King Kong querían mostrar, hacer ver, celebrar con toda la furia y toda la fuerza y toda la impertinencia de los primeros años del sonoro el poder absoluto del cine para someter a su público al goce prohibido de lo escópico, a la pura delectación del espectáculo. (Celebrar también en esa selva prehistórica el reencuentro con el cine de Méliès.)


El proyecto de King Kong pasaba por el goce extático de la visualización total.


Una visualización sometida a crítica durante la secuencia del monstruo prisionero, objeto de espectáculo; espectáculo también su sacrificio en el Empire.


El monstruo como proyección de los miedos de una sociedad dominada por el verdadero monstruo, el capitalismo. Ver o no ver, he ahí la cuestión.


(De ver -de hacer ver o dar visibilidad- habla Teoría King Kong. Confieso un destello de ternura cuando descubrí a Virginie Despentes echando mano de la criatura para cobijar formas monstruosas de ser mujer:
Yo, como chica, soy más bien King Kong que Kate Moss. Yo soy ese tipo de mujer con la que no se casan, con la que no tienen hijos, hablo de mi lugar como mujer siem­pre excesiva, demasiado agresiva, demasiado ruido­sa, demasiado gorda, demasiado brutal, demasiado hirsuta, demasiado viril, me dicen.)

Decía Serge Daney que el cine se imprime dos veces, primero en la cinta de celuloide y luego en la memoria del espectador. Esa impresión se graba aun más profundamente en las películas que han visto nuestra infancia. Esos monstruos, que despertaron nuestra compasión y cautivaron nuestro imaginario, nunca dejamos de añorarlos.


Lo cuenta muy bien María Casares al evocar en sus memorias, Residente privilegiada, su primer exilio, "expulsada" de su paraíso gallego, de Montrove y de sus maravillas, cuando se acababa la infancia, la primera, la verdadera, la que es siempre nacimiento y prodiga privilegios y prohibiciones que nos acompañan durante toda una vida; tiene once años y vive en Madrid:
...el cine me había abierto sus puertas, y sábados y domingos asistía como oficiante pasiva a la proyección de todas las películas que se daban a fin de acumular suficiente material fresco para mis ensueños de la semana. Lo que buscaba en el cine no tenía nada que ver, claro está, con la belleza de las imágenes o la historia que se contaba, y si era más sensible a Leslie Howard que a José Mojica, la sustancia de la que me nutría se satisfacía tan bien del uno como del otro. Dos excepciones sin embargo a la melaza en que me complacía; dos personajes de dos películas de terror. El monstruo de Frankenstein que suscitó mi compasión y ternura con un sentimiento intenso, absolutamente puro; y King Kong, cuya imagen, guardada profundamente en la memoria, me volvía a veces más tarde, cuando soñaba con nostalgia en un erotismo depurado de toda dificultad de relaciones: el amor con la Bestia.
 Y si nunca en mi vida he llegado a practicar juegos sexuales con los animales, en cambio, cuando me entraba el deseo de aniquilar la cabeza de una de mis parejas o la mía propia -cuando la una o la otra me molestaban-, siempre pensé un momento -con nostalgia- en King Kong.

27/4/13

Ven y mira (René Péron)



El cartel de Dies irae (1943) de Dreyer fue de las últimas obras de René Péron que descubrí. Los primeros carteles suyos que me llamaron la atención fueron los de King Kong (1933) de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, y Jour de fête (1949) de Jacques Tati (que tanto cautivaron también a Ángeles).



La potencia gráfica, la elegancia del trazo (y la gracia de las líneas), la dinámica de las diagonales, el uso del color (y su espléndida conjugación tonal), los efectos de profundidad con las sombras y las siluetas en negro, los rostros esculpidos (en algunos carteles encontramos verdaderos grupos escultóricos), la atinada tipografía... son algunos de los rasgos que más me gustan de la obra del gran cartelista francés René Péron.

Dos carteles de La pasión de Juana de Arco (1928) 
de Dreyer 


Fantomas contra Fantomas (1949) 
de Robert Vernay

El hombre de Londres (1943) de Henri Decoin, 
una adaptación de una novela de Simenon.

De aquí a la eternidad (1953) de Fred Zinnemann

That Girl from Paris (1936) de Leigh Jason

El eterno retorno (1943) de Jean Delannoy

Napoleón (1927) de Abel Gance

The Lost Squadron (La escuadrilla deshecha, 1932) 
de George Archainbaud 

Las maniobras del amor (1955) 
de René Clair

Los orgullosos (1953) de Yves Allégret

El signo de la cruz (1932) de Cecil B. De Mille 

El motín del Caine (1954) de Edward Dmytryk

The Enforcer (Sin conciencia, 1951)
de Bretaigne Windust 

Lulú o La caja de Pandora (1929)
de G. W. Pabst

La noche es nuestra (1930) 
de Roger Lion, Henry Roussel y Carl Froelich

L'Atalante (1934) de Jean Vigo

27/3/13

Las heridas abiertas



La otra historia. O cómo de Bábel y la sor vinimos a dar en King Kong. La verdad, aún me costó recordar los rastros documentales del sueño; la fuente onírica, por así decir. (Para empezar, tardé lo mío en caer en la cuenta que no era sólo un sueño.) Hace un par de años escribí sobre las cien palabras para llorar en uzbeko, una de las historias que amojonan Los poseídos, las memorias (o el ensayo) de un viaje literario de Elif Batuman que lleva por subtítulo (en la cubierta): Aventuras con libros rusos y con las personas que los leen. La verdad, me llevé el libro porque el primer capítulo se titula Bábel en California. (Mira por dónde.) Ya entonces, en aquella entrada, presentía que el libro de Elif Batuman iba a volver por la escuela. Ha vuelto.


En ese primer capítulo de Los poseídos, el que me decidió a leerlo, la autora relata los avatares -y hallazgos- mientras trabajaba en una exposición sobre Bábel, en paralelo al congreso internacional sobre el escritor que había organizado Grisha Freidin, uno de los grandes especialistas en el autor ruso, en la Universidad de Stanford, pero la exposición y el congreso representan apenas un pretexto -o un tendal (según como se mire)- para escribir sobre Bábel -o para amojonar el viaje interior que deviene su lectura. Y encuentra una de esas piedras miliares en un pasaje del Diario de 1920, la matriz de los relatos de Caballería roja, en el que Bábel da cuenta del interrogatorio a Frank Mosher, el piloto americano -descalzo pero elegante-, capturado por los bolcheviques después de haber abatido su avión en el frente de Galitzia, que le trae...

...el aroma de Europa, café, civilización, fuerza, cultura antigua, muchas ideas. Lo observo, no puedo dejarle ir. (...) Una conversación interminable con Mosher.

Leyendo el Diario de 1920, resulta muy fácil imaginarse a Bábel (que declaraba carecer de inventiva) atento a cada gesto, sin perder detalle. Hace unos meses en las páginas de Contra toda esperanza, las memorias de Nadiezhda Mandelstam, encontré un párrafo que confirma esa percepción de Bábel:

Su forma de girar la cabeza, la boca, la barbilla y, sobre todo, los ojos de Bábel expresaban siempre curiosidad. Era una mirada poco frecuente en los adultos, llena de sincera curiosidad. Tuve la impresión que la fuerza motriz básica de Bábel era la insaciable curiosidad con que observaba la vida y los seres humanos.

Bábel se comía lo visible con los ojos. Era de una curiosidad voraz. El Diario de 1920 testimonia cómo Bábel vive la guerra como un material literario de primera mano. Perdió cincuenta y cuatro páginas del cuaderno, y tres días más tarde veintiuna, y cómo le duelen esas páginas perdidas. Elif Batuman aprecia muy bien cómo los relatos de Caballería roja -pongamos por caso Mi primer ganso (al que Miguel Anxo Murado rinde tributo en Vergoña/Vegüenza, uno de los cuentos que componen Mércores de cinza/Miércoles de ceniza)- tratan en buena medida del precio que tuvo que pagar Bábel para conseguir su material. (Aquellas heridas nunca se cerraron: cómo podían cicatrizar, después de todo lo que vio, de todo lo que vivió.)

Bábel en 1920

Y aquel piloto americano abatido, Frank Mosher, en medio de aquella turba de cosacos, aparecía como un plato exótico en el menú de la mirada del escritor. Y le dejó una impresión triste y dulce, y el aquel de fumar en pipa con un aire a Conan Doyle. Eran casi de la misma edad: habían nacido en 1894; aquel 14 de julio de 1920 (del interrogatorio), Bábel acababa de cumplir -dos días antes- 26 años; a Frank Mosher le faltaban tres meses para cumplirlos. ¿Cómo no me sonaba de nada el nombre de Frank Mosher, ni la entrada del diario de Bábel? Voy en busca del libro -incluido en la edición de Caballería roja (de Galaxia Gutenberg)- y compruebo que sólo reúne fragmentos del Diario de 1920, y desde luego no figura el interrogatorio del piloto americano.

La posesa Elif Batuman

Pero el libro de Elif Batuman me tenía reservada otra sorpresa: Frank Mosher, en realidad, no era Frank Mosher: su verdadero nombre era Merian Caldwell Cooper, que sería más conocido como Merian C. Cooper, uno de los creadores de King Kong (y socio de John Ford en la productora Argosy Pictures: hicieron juntos, por sólo citar algunas obras memorables, Wagon Master,  Río Grande,  El hombre tranquilo o Centauros del desierto). Que se sepa Merian C. Cooper nunca mencionó a aquel jinete bolchevique con gafas, que no se separaba de su cuaderno y que hablaba inglés, y con el que mantuvo una conversación interminable; no lo hizo en el relato de su campaña polaca, captura por los bolcheviques y huida final; se ve que no le debió causar impresión o no tenía la curiosidad de Bábel.

Merian C. Cooper, 
cuando era Frank Mosher.

Pero desde luego no olvidó los combates. En particular alguna escena se le debió quedar grabada a fuego. Como la que describe Bábel en El jefe de escuadrón Trunov, uno de los relatos de Caballería roja. Vemos a Trunov, en compañía del cosaco Andriushka, disparando con sendas ametralladoras desde un alto junto a la garita de la estación contra cuatro aeroplanos de la escuadrilla del mayor Fauntleroy (en la que se había alistado Merian C. Cooper con el nombre de Frank Mosher, formando parte del escuadrón de caza Kosciusko, unidad de las fuerzas aéreas polacas cuya misión era combatir la amenaza roja):

Las máquinas voladoras caían sobre la estación cada vez más en picado, zumbando hacendosas en lo alto, descendía, trazaban un arco y el sol caía con sus rayos rosados sobre el brillo de las alas.

Entretanto, nosotros, el cuarto escuadrón, nos guarecíamos en el bosque. Y allí, en el bosque, nos quedamos a la espera del combate desigual entre Pashka Trunov y el mayor del servicio americano Reginald Fauntleroy.

El mayor y sus tres bombarderos dieron muestras de gran saber en aquella batalla. Descendieron a trescientos metros y frusilaron con sus ametralladoras, primero a Andriushka y luego a Trunov.

Elif Batuman no puede resistirse a ver en las líneas del relato de Bábel un dibujo similar a la escena final de King Kong: el monstruo que, defendiendo a la chica, cae abatido por los disparos de los aeroplanos. Sobre todo, cuando al documentarse, descubre que, en los planos cortos, Merian C. Cooper era uno de los pilotos de los aeroplanos que derriban a King Kong. Como a Trunov. (El otro piloto que acaba con King Kong es Ernest B. Schoedsack, co-director de la película con Cooper: éste, más obsesivo, dirigió las escenas de efectos especiales con maquetas y miniaturas, y aquél, más rápido, las escenas de acción en vivo.)


La correspondencia entre el final del relato de El jefe de escuadrón Trunov y la escena final de King Kong no debe entenderse como una presunta inspiración de Merian C. Cooper en el relato de Bábel. (Estoy convencido de que el cineasta no leyó Caballería roja, pero siento curiosidad por si el escritor vio la película o si Eisenstein le habló de ella a su vuelta de América, o si llegó a saber que Merian C. Cooper era Frank Mosher.) Más bien cabe advertir una íntima resonancia en ambas figuraciones, conmovidos por la misma experiencia: Bábel desde tierra y Cooper desde el aire. Y no es de extrañar que Elif Batuman presienta una misma matriz visual en las escenas del relato y la película, poseída como estaba por la obra de Bábel: cómo no iba a escuchar ese eco. Y aun más cuando encontró un cartel de la 2ª guerra mundial con un gran mono rojo, sobre un mapa de Europa, blandiendo una hoz y un martillo, como la encarnación de la amenaza bolchevique (como si de la emanación de un inconsciente colectivo se tratara).


No sé si Elif Batuman sabía (o sabe) que King Kong cuajó su visibilidad como proyecto fílmico gracias a un boceto de Willis O'Brien, Byron Crabbe y Mario Larrinaga que definía de forma gráfica la idea de Merian C. Cooper, su concepto visual de la película: la bella y la bestia en lo alto de un rascacielos, con los aeroplanos atacando al monstruo. Un dibujo que refuerza la hipótesis de la matriz visual común en el relato de Bábel y la película de Cooper, las dos obras avanzan hacia ese estallido figurativo; tras el estreno de King Kong el 2 de marzo de 1933, la escena final pasa a formar parte del imaginario del cine y deviene un icono del siglo XX.


Los sucesivos guionistas trabajaron en King Kong con vistas a esa imagen. Parece ser que uno de esos guionistas fue Horace McCoy -el autor de clásicos de la novela negra como ¿Acaso no matan a los caballos?, Di adiós al mañana o Los sudarios no tienen bolsillos-, a la sazón guionista de plantilla en la RKO: a McCoy se le deben los nativos de la isla adoradores del dios Kong, al que le sacrificaban las doncellas, y  la empalizada que separaba el poblado de la jungla.


Al final, Ruth Rose -la mujer de Ernest B. Schoedsack-, que comprendía a la perfección el concepto y las ideas de Merian C. Cooper, se encargo de la versión definitiva del guión -ahora titulado Kong (en versiones anteriores se había titulado La bestia y también La octava maravilla)-, concentrando la acción, ajustando el desarrollo de la trama a un presupuesto de seiscientos mil dólares y reescribiendo los diálogos, como esa réplica final: No. No fueron los aviones. Fue la belleza quien mató a la bestia; en realidad, un eco del proverbio árabe que abre la película: ...y la bella mató a la bestia.

Otro de los dibujos de Willis O'Brien y Byron Crabbe 
para King Kong

En King Kong late el mito del rapto de Europa, aquella joven que jugaba con sus amigas en una playa de Tiro, la única (bella) que no huye cuando se presenta  aquel toro blanco (la bestia) y se la lleva a Creta, para descubrir más tarde que se trata de una metamorfosis de Zeus. El Minotauro del laberinto viene siendo un nieto de Zeus y Europa. Muchos cuentos de hadas abrevan en el venero del mito para narrar -con innumerables variaciones- la historia de un animal que rapta a una hermosa joven y cómo la bestia recupera la apariencia de príncipe gracias al beso de la bella.


La trama encontró cumplida -y encantada- materialización en sendos textos de escritoras francesas del siglo XVIII: primero, el relato de Madame de Villeneuve, y a partir de estas páginas, el cuento de Madame Leprince de Beaumont con un título feliz, La Bella y la Bestia. Pero King Kong, aun siendo una variante del mito de la bella y la bestia, no es un cuento de hadas, sino -y de ahí su perdurable belleza (todo lo naíf que se quiera, pero con una poesía que nos traspasa)- una sublime historia de amor trágico. Todos nos compadecemos de King Kong, el monstruo cautivo de la belleza y perdidamente enamorado, y sentimos las ráfagas de los aeroplanos que lo derriban en carne propia.

Merian C. Cooper le cuenta a la bella Fay Wray 
la historia de King Kong
(El Empire apagó sus luces durante 15 minutos 
en memoria de Fray Wray, 
tras la muerte de la actriz el 8 de agosto de 2004.)

Por eso me extrañó que Elif Batuman no supiera ver en su ensayo (quizá cegada por el anticomunismo de Merian C. Cooper y por haberse empeñado en matar personalmente a la bestia en la pantalla) -o no supiera apreciar- que King Kong nos abre el corazón del monstruo y nos conmueve su mirada; que nuestra simpatía -en el más profundo de los sentidos- está con la bestia que arde de amor, el monstruo que lucha contra los aeroplanos para defender a su amada, el más humano -y tierno- de los personajes; que inhumanos  nos parecen, en cambio, aquellos que sacrifican cualquier sentimiento en el altar del capital, del negocio del cine o del espectáculo; que aquella Nueva York de la gran Depresión se nos muestra como un mundo no menos despiadado que el de la isla de los sacrificios al dios Kong... ¿Cómo no supo ver -me cuesta creerlo- que Merian C. Cooper había creado -y no por casualidad- un monstruo tan amado?


En Merian C. Cooper como en Isaak Bábel -como entre el arte y la ideología- había heridas abiertas. Por ellas sangran King Kong y los cuentos de Caballería roja.