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12/5/13

Érase una vez...



Como un maestro de escuela, Jean Cocteau escribe tiza en mano sobre una pizarra los créditos de La Bella y la Bestia. (Figura entre las secuencias de títulos que prefiero.) Desde las primeras imágenes, el cineasta llama por el niño que aún sueña en nosotros (o por nosotros).


En el diario que llevó durante el rodaje de La Bella y la Bestia escribe: La pantalla de cine es el verdadero espejo que refleja la carne y sangre de mis sueños. Cocteau siempre insistió en que, como cineasta, era sólo un aficionado. (En portugués, aficionado se dice amador. Como en francés, amateur.) Quizá por eso resultó un cineasta decisivo para aquellos jóvenes aficionados que amaban tanto el cine que querían transfigurarlo, más que en su oficio, en su forma de vida.


Jacques Rivette ha contado que La Bella y la Bestia fue la película clave de su generación (Truffaut, Godard, Demy...) Y leyó tantas veces el diario de la película que llegó a sabérselo de memoria: Así es como descubrí lo que quería hacer con mi vida. Cocteau fue el culpable de mi vocación de cineasta... Es tan importante; en realidad, era un autor en todos los sentidos de la palabra.

Fotograma de Detective (1985) de Godard. 
En la televisión pasan La Bella y la Bestia de Cocteau.

(Cuentan que Godard se llevó de la biblioteca pública de Lausanne el diario de La Bella y la Bestia, y nunca lo devolvió. Le escuché contar a Alain Bergala que, en estos últimos años, Godard deja los libros en las cunetas durante sus paseos por los alrededores de Rolle, donde vive. Cualquier día un joven amador del cine encontrará el diario de Cocteau subrayado por Godard, como una promesa o un presagio.)

Has robado mis amadas rosas. Debes morir.

Dicen que fue el actor Jean Marais -su amante y compañero- quien le sugirió a Cocteau la adaptación del cuento de Mme. Leprince de Beaumont que reescribió el original de Mme. de Villeneuve y dio con el título ideal: La Bella y la Bestia. (Hay una buena traducción de J. A. Molina Foix en el segundo volumen de Mitos Básicos del cine de terror, editado por Nostromo en 1974.) La 2ª guerra mundial había terminado y Francia, libre ya de la Ocupación nazi, convivía con la penuria, el pan nuestro de cada día. Quizá un cuento era lo que la gente necesitaba en aquel momento. Quién sabe. Quién podía saber.

Jean Cocteau en el rodaje 
de La Bella y la Bestia.

El caso es que Cocteau vuelve al cine. Tenía 56 años años y habían pasado quince desde La sangre de un poeta (1930), su experimental opera prima -tirando del hilo fílmico de otro Jean, Epstein- y tránsito inaugural por el mito de Orfeo, tan cardinal en su obra, como los espejos, el agua y los umbrales.


En sus manos el cine deviene una herramienta para descubrir o desvelar umbrales de lo invisible, y aun de lo imposible. Una máquina de imágenes inefables. Una noche con mil ojos y manos.


Cocteau sigue muy de cerca el cuento de Mme Leprince de Beaumont -aun en los diálogos entre la Bella y la Bestia- pero introduce el personaje del gandul enamorado de la Bella y cambia los incidentes que conducen al clímax y, quizá lo más decisivo, el tono del final. Jean Marais encarna a la Bestia -con visos caninos, a sugerencia por lo visto del cineasta Marcel Pagnol (que también le recomendó a su mujer, Josette Day, para la Bella), aunque el actor prefería un aire cervino-, al personaje del gandul enamorado y al príncipe en que transfigura la Bestia gracias a la mirada de amor de la Bella.

Tengo buen corazón. Pero soy un monstruo.

Con todo, la gracia -en todos los sentidos- de La Bella y la Bestia aflora en la concepción fílmica que destila la mirada de Cocteau. El cuento deviene, por así decir, una fantasía documental o el documento de un sueño. Una alquimia milagrosa de ligereza y carnalidad, ensueño y sensualidad, delirio y austeridad. Esa atención a los detalles, ese cuidado de las cosas liminares: el anillo, el guante, la llave, el espejo... Esa teatralización de los espacios, como rituales de la mirada... Ese gesto de -artista- primitivo en la puesta en escena, esa fe en los poderes del cine, y del cuento...


Una gracia que deriva de las formas germinadas en unas condiciones precarias de producción -problemas con el suministro eléctrico y de negativo, sobre todo- trascendidas por la inventiva visual de Cocteau y de unos colaboradores exquisitos que materializaban sus sueños. La Bella y la Bestia  debe mucho al diseño de producción de Christian Bérard y a la iluminación del gran director de fotografía Henri Alekan, El rodaje de la película, amojonado por dificultades logísticas, enfermedades y accidentes empezó el 27 de agosto de 1945 y acabó durante el mes de abril de 1946.

Uno de las escenas más citadas de La Bella y la Bestia
Pongamos por caso, Roman Polanski en Repulsión 
y Raúl Ruiz en Tres vidas y una sola muerte.

Por si faltaba alguna penuria, Cocteau arrastró una penosa enfermedad de la piel durante el rodaje y tuvo que ser hospitalizado; lo sustituyó en la dirección de algunas escenas René Clement -el director de Juegos prohibidos, estrenada en 1952 (algún día habrá de venir por la escuela)-, que acababa de rodar La Bataille du rail -sobre la Resistencia francesa- y colaboraba en la película como consultor técnico del cineasta. (Uno casi se alegra, y sin casi, de tantas penurias que propiciaron hallazgos fílmicos memorables, empezando por el blanco y negro de Alekan; en condiciones de producción más holgadas La Bella y la Bestia se habría rodado en color, tal como Cocteau la había imaginado.)


Cocteau y sus colaboradores se inspiraron en los maestros flamencos como Vermeer para el mundo doméstico de la Bella y en Gustavo Doré -que ilustró los cuentos de Perrault (como Piel de Asno, que guarda ciertas similitudes con el cuento de Mme. Leprince de Beaumont y con La Cenicienta, que también deja su huella en la película)- para el castillo de la Bestia.

Ilustración de Gustavo Doré 
para Piel de Asno de Perrault.

El cineasta le pidió a Henri Alekan una fotografía con el suave resplandor de la plata antigua pulida a mano, pero insistió mucho en huir -como de la peste- de cualquier efecto que los imbéciles consideran poético y empujó al director de fotografía en dirección opuesta: para mí -escribió Cocteau en su diario- la poesía significa precisión. (En todo caso, la poesía no se busca, aflora. Es indispensable, decía, pero vete a saber por qué.) Y ya que hablamos de ascendencias o filiaciones... Nadie podrá convencerme de lo contrario: estoy seguro de que Cocteau había visto King Kong y en la vulnerabilidad -o quizá mejor: en la vulnerable humanidad- de la Bestia, herida por la mirada de la Bella (que lo arrebata), resuena la de Kong.  

Quizá el plano de La Bella y la Bestia que prefiero...

Cocteau anotó en su diario que suspiraba por hacer de la Bestia un ser tan humano que su transformación en príncipe resultara doloroso para la Bella. El final de la película, cuando la Bestia desaparece, era la prueba del nueve para el cineasta. Y nos duele (como nos duele el final de King Kong), queremos que el monstruo vuelva. (Porque en esa escena lacerante resuena otra anterior -preñada de erotismo- que se ha grabado en nuestra memoria: cuando la Bestia "se muere" de sed y la Bella le da a beber del cuenco de sus manos.)  Cuentan que Greta Garbo, llegado el momento de la transfiguración, exclamó: "Devuélveme a mi Bestia". Cuentan también que Marlene Dietrich, invitada a la primera proyección pública (para el equipo y los próximos) en los estudios de Joinville, tenía la mano de Cocteau entre las suyas y no pudo contenerse: "¿Dónde está mi bella Bestia?"


Aquella primera proyección se anunció en una pizarra. Se invitaba a los trabajadores de los estudios y se modificaron cuantas convocatorias de rodaje fueron precisas para que pudieran asistir. Para Cocteau aquella acogida fue inolvidable: Fue mi mayor recompensa. Pase lo que pase nada podrá igualar la bendición de aquella ceremonia tan sencilla con una comunidad de trabajadores cuyo oficio consiste en aviar sueños.


En el diario de La Bella y la Bestia, Cocteau escribió: No sé de nada más triste que el final de una película, la separación de un equipo que ha cultivado tantos afectos. Aun después de tantas penalidades durante el rodaje, al cineasta le costaba despedirse de su criatura: Me pregunto si estos días de trabajo duro no serán los más deliciosos de mi vida. Amistad plena, afectuosa discordia, risas, aprovechando cada momento.

La Bella alimenta a la Bestia 
en una pausa del rodaje.

La película se pasó en el festival de Cannes en septiembre de 1946 y se estrenó en salas comerciales el 29 de octubre. Casi podría decirse que se trata de un filme para cineastas. Una película seminal, basta ver Dracula, Pages from Virgin´s Diary (2002) de Guy Maddin. Rivette recordaba lo que Cocteau solía decirles a los jóvenes: Imitad cuanto podáis, y aquello que eventualmente tengáis de personal aparecerá a pesar vuestro. (Cocteau, como Bresson o Godard, un cineasta para cineastas.)


Tras los créditos iniciales de La Bella y la Bestia, aparece una claqueta anunciando un nuevo plano. Pero la voz de Cocteau interrumpe el rodaje reclamando un minuto. Y aparece un texto en la pizarra con la letra del cineasta. Y leemos:

Un niño cree todo lo que le cuentan y no lo pone en duda. Cree que por robar una rosa traerá la desdicha a la familia. Cree que las manos asesinas de una bestia humana pueden echar humo y que después esa misma bestia puede avergonzarse en presencia de una chica que vive en su casa. Cree otras mil cosas candorosas. Os pido un poco de esa inocencia y, para que la suerte nos sea venturosa, dejadme que os diga unas palabras mágicas, el verdadero "Ábrete, Sésamo" de los niños: 

Érase una vez... 

Jean Cocteau.


Sea entonces. Érase una vez... La Bella y la Bestia.

1/12/11

Una herida de luz



Con  ciertos temas ahorro preámbulos: detesto la literatura infantil (y la juvenil ni os cuento). Detesto las etiquetas infantil y juvenil, y la producción de mercancía averiada con esa denominación de origen -perfectamente prescindible, si no dañina (por su propia inanidad)- que se reivindica, promueve y justifica, bajo la espuria cobertura de la animación a la lectura. Y ya no digo nada en estas fechas cuando, por más que uno lo rehuya, acaba coincidiendo en librerías con padres o tíos acarreando ese género para hijos o sobrinos. Sobra decir que no considero literatura infantil Alicia en el país de las maravillas ni La flecha negra ni Las aventuras de Huckleberry Finn ni mucho menos los cuentos de Grimm, Andersen o Perrault, aunque también los niños puedan disfrutarlos. Y tampoco desde luego los cuentos de hadas, que son lo menos infantil que hay pero la mejor literatura que los niños pueden leer.


Desconfío (y Ángeles aun más, si eso es posible) de los profesores que recomiendan libros de literatura infantil; sospecho  que no leen, y pretenden educar más que dar a leer (porque en el fondo piensan que leer, sólo leer, no es suficiente), quieren enseñar más que acompañar a las criaturas por los pasajes umbríos (que inevitablemente han de transitar), y buscan aleccionar más que mostrar umbrales de lo aún desconocido (pero que ya habita en ellos). Creo que nunca se deberían recomendar libros que no nos hayan apasionado antes (la pasión se nota y se denota y, a veces se contagia), es decir, no deberíamos poner un libro en las manos de un niño si no sentimos envidia porque él va a leerlo por primera vez, un placer que nosotros ya no podremos disfrutar, como Walter Pidgeon en Qué verde era mi valle, cuando pone La isla del tesoro en las manos de Huw. Si un libro no nos ha trabajado -o nos trabaja- por dentro, por qué va a merecer la pena que lo lea un niño.

Bronwyn lee para Huw La isla del tesoro 
en Qué verde era mi valle

Los cuentos de hadas germinan en los miedos primordiales y permiten cuajar las experiencias cardinales de los niños perdidos que somos todos -todos irremediablemente huérfanos a la hora de la verdad-, no para curarlos -curarnos- sino para convivir con los terrores cruciales (el abandono, la orfandad, la muerte...). Y es justo esa experiencia tenebrosa la que evita, como si de la peste se tratara, la llamada literatura infantil, que nace bajo el signo fatídico de lo educativo (y de la contagiosa y vírica estupidez de lo políticamente correcto). Si la lectura ha de resultar una experiencia fundacional, habrá que admitir que el lector -por niño que sea- ha de correr riesgos, que leer depara terror y cobijo, angustia y amparo, pena y consuelo, daño y reparación, pérdida y gracia.


Y habrá que arriesgarse a exponer a los niños a lecturas tan peligrosas, pero (las únicas) decisivas. En tan arriesgada travesía quizá necesitan compañía, la nuestra, y no hay mejor abrigo que leer con ellos. Para que nos tengan cerca mientras la madrastra de la Cenicienta corta los pies de sus hijas para que les sirva el zapatito de cristal que acaba ensangrentado por la carnicería (tal como lo narran los Grimm), o cuando Pulgarcito engaña al Ogro que acaba comiendo a sus hijos, o en el bosque donde el lobo seduce primero y devora después a Caperucita. Si leer ha de significar algo medular en la vida de uno, ha de doler e iluminar. Como una herida de luz.


(Ilustración de Gustavo Doré para la Caperucita roja de Perrault y fotografías de Ricard Terré)