1/12/11

Una herida de luz



Con  ciertos temas ahorro preámbulos: detesto la literatura infantil (y la juvenil ni os cuento). Detesto las etiquetas infantil y juvenil, y la producción de mercancía averiada con esa denominación de origen -perfectamente prescindible, si no dañina (por su propia inanidad)- que se reivindica, promueve y justifica, bajo la espuria cobertura de la animación a la lectura. Y ya no digo nada en estas fechas cuando, por más que uno lo rehuya, acaba coincidiendo en librerías con padres o tíos acarreando ese género para hijos o sobrinos. Sobra decir que no considero literatura infantil Alicia en el país de las maravillas ni La flecha negra ni Las aventuras de Huckleberry Finn ni mucho menos los cuentos de Grimm, Andersen o Perrault, aunque también los niños puedan disfrutarlos. Y tampoco desde luego los cuentos de hadas, que son lo menos infantil que hay pero la mejor literatura que los niños pueden leer.


Desconfío (y Ángeles aun más, si eso es posible) de los profesores que recomiendan libros de literatura infantil; sospecho  que no leen, y pretenden educar más que dar a leer (porque en el fondo piensan que leer, sólo leer, no es suficiente), quieren enseñar más que acompañar a las criaturas por los pasajes umbríos (que inevitablemente han de transitar), y buscan aleccionar más que mostrar umbrales de lo aún desconocido (pero que ya habita en ellos). Creo que nunca se deberían recomendar libros que no nos hayan apasionado antes (la pasión se nota y se denota y, a veces se contagia), es decir, no deberíamos poner un libro en las manos de un niño si no sentimos envidia porque él va a leerlo por primera vez, un placer que nosotros ya no podremos disfrutar, como Walter Pidgeon en Qué verde era mi valle, cuando pone La isla del tesoro en las manos de Huw. Si un libro no nos ha trabajado -o nos trabaja- por dentro, por qué va a merecer la pena que lo lea un niño.

Bronwyn lee para Huw La isla del tesoro 
en Qué verde era mi valle

Los cuentos de hadas germinan en los miedos primordiales y permiten cuajar las experiencias cardinales de los niños perdidos que somos todos -todos irremediablemente huérfanos a la hora de la verdad-, no para curarlos -curarnos- sino para convivir con los terrores cruciales (el abandono, la orfandad, la muerte...). Y es justo esa experiencia tenebrosa la que evita, como si de la peste se tratara, la llamada literatura infantil, que nace bajo el signo fatídico de lo educativo (y de la contagiosa y vírica estupidez de lo políticamente correcto). Si la lectura ha de resultar una experiencia fundacional, habrá que admitir que el lector -por niño que sea- ha de correr riesgos, que leer depara terror y cobijo, angustia y amparo, pena y consuelo, daño y reparación, pérdida y gracia.


Y habrá que arriesgarse a exponer a los niños a lecturas tan peligrosas, pero (las únicas) decisivas. En tan arriesgada travesía quizá necesitan compañía, la nuestra, y no hay mejor abrigo que leer con ellos. Para que nos tengan cerca mientras la madrastra de la Cenicienta corta los pies de sus hijas para que les sirva el zapatito de cristal que acaba ensangrentado por la carnicería (tal como lo narran los Grimm), o cuando Pulgarcito engaña al Ogro que acaba comiendo a sus hijos, o en el bosque donde el lobo seduce primero y devora después a Caperucita. Si leer ha de significar algo medular en la vida de uno, ha de doler e iluminar. Como una herida de luz.


(Ilustración de Gustavo Doré para la Caperucita roja de Perrault y fotografías de Ricard Terré)

1 comentario:

  1. A la niña leona que sigo siendo le ha llegado esta entrada al centro exacto del corazón. Muchas gracias, Daniel.

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