Fotograma de El salón de música de Satyajit Ray
En estos últimos años me he encontrado con jóvenes -universitarios y licenciados (aun en Historia del Arte o Comunicación Audiovisual)- que se declaran cinéfilos -y hasta quisieran dedicarse al cine-, pero confiesan -sin asomo de sonrojo- que el cine en blanco y negro les resulta viejo, o sea, superado. A uno sólo le queda represar los denuestos echando mano de toda la poca fuerza de voluntad que le queda y aguantar las ganas de sacar el cinto y emprenderla a latigazos como Cristo con los mercaderes del templo. Sí, ya sé, con tiempo, grandes dosis de paciencia y no digamos la iluminación que sobre nosotros puedan derramar los grandes pedagogos que en el mundo han sido, quizá puedan recuperarse. Quizá. En todo caso, creo que la ceguera para la belleza del cine en blanco y negro constituye uno de los signos reveladores -y sangrantes- de la penuria cultural de nuestro tiempo. Pero, la verdad, a quién le importa; además no computa en el Informe PISA sobre la calidad educativa. A menudo tengo que espantar los malos presagios después de ver alguna película con los colores del luto -como llaman Godard y Erice al blanco y negro- del cine de los orígenes. Alguna película tan vieja y tan bella, pongamos por caso, como Jalsaghar -El salón de música- de Satyajit Ray, una película que se estrenó en 1958, el año que nació Ángeles.
Cuando aún se encontraba rodando Aparajito (1956), la segunda parte de la trilogía de Apu, Satyajit Ray había decidido que su próxima película sería El salón de música, pero hubo de aparcar el proyecto ante la falta de disponibilidad de Chabi Biswas para encarnar al protagonista, y entretanto rodó La piedra filosofal. Tanto Aparajito como La piedra filosofal resultaron fracasos de público; el León de Oro de Venecia en 1957 para la primera fue la única buena noticia de aquellas fechas. A finales del año anterior, Satyajit Ray le había escrito a su amiga -y estudiosa de su cine- Marie Seton: Me encuentro más o menos en la misma situación en la que empecé. El saldo del banco es bajo y el futuro no parece demasiado halagüeño. Si algo está claro es que para poder seguir haciendo cine y no tener que volver a trabajar en la publicidad, mi próxima película tiene que dar dinero. Para poner en pie El salón de música, el cineasta tuvo que crear su propia productora, pero la película no correrá mejor suerte con el público; habrá de esperar años y aun décadas para que nadie pusiera en duda que se trataba de una obra maestra y una de las películas más bellas de Satyajit Ray.
Satyajit Ray
A posteriori, el cineasta contó que, después de encadenar dos fracasos, pensó que estaba acabado y que la única manera de mantenerse a flote consistía en hacer un musical; enseguida aclara que no un musical como los de las producciones comerciales de Bombay -esa fábrica de sueños del cine hindú que se conocerá como Bollywood-, aun así resulta difícil de creer que concibiera la película como un proyecto comercial habiendo elegido como material de partida el relato -nada convencional, espectacular o llamativo (vamos, con nulo atractivo para la taquilla)- de Tarashankar Banerji.
Tarashankar Banerji
El escritor se inspiró en una figura real para construir la historia de un personaje incapaz de adaptarse a los cambios experimentados en la sociedad bengalí en los años veinte del siglo pasado. El relato publicado en 1938 desarrolla, de una forma más íntimista y concentrada, el mismo tema cultivado casi veinte años después por Lampedusa en El Gatopardo, que Visconti llevará al cine, o por Ramón Otero Pedrayo en O fidalgo. Satyajit Ray hace de la dialéctica entre lo viejo y lo nuevo el vector cardinal de El salón de música, que deviene la historia del ocaso de Bhiswambhar Roy, el ocaso de un señor feudal, de un tiempo, de una forma de vivir. Un mundo sin electricidad, que había conocido su esplendor a la luz de las velas -que alumbran en la araña del salón de música y se extinguen al final de la película-, se apaga para siempre.
Al margen de su dudoso atractivo comercial, se trataba desde luego de un material que, representando una vía distinta al universo de Apu, se acabará convirtiendo en una de las señas de identidad del cine de Satyajit Ray, que Marie Seton cifró en crear un documento sobre Bengala, esa Bengala que remite a la obra de Rabrindanah Tagore -amigo del padre y sobre todo del abuelo del cineasta-, a cuya escuela de arte había asistido Ray en su juventud y en cuya biblioteca había encontrado los textos de Pudovkin o Paul Rotha, cuando aún no se le había pasado por la cabeza hacer cine.
Rabindranah Tagore
Esa voluntad de documentar la cultura bengalí subyace en El salón de música con un aquel casi militante en lo que se refiere a uno de los hilos primordiales de su tejido fílmico. Como declaró el cineasta, la música formaba parte esencial de la dimensión realista de la historia, pero había también una voluntad antológica: elegí a los mejores músicos disponibles para preservar su arte en mi película.
Cómo dudar de que Satyajit Ray eligió el material de Banerji porque lo esperaba, lo llamaba, reclamaba su mirada para darle forma fílmica, más allá de que estuviera -y lo estaba- preocupado por su futuro como cineasta; al fin y al cabo nunca podría abordar un proyecto que no sintiera. Por así decir, no podía no hacer la película que íntimamente quería hacer. Por eso El salón de música pudo convertirse en esa película que nos colma ver.
Satyajit Ray
Satyajit Ray no solía escribir guiones detallados, prefería conjugar acotaciones generales y notas sobre el diálogo con dibujos y esbozos. Componía guiones muy visuales, pero las anotaciones las escribía en inglés para facilitarle la lectura a Bansi Chandragupta, el director artístico de buena parte de su filmografía, que no leía el bengalí, y discutir la película con él escena por escena. Como su propio título indica, la película hace del salón de música su centro de gravedad, metáfora del mundo que se extingue y del protagonista que lo encarna.
Por extensión, también el palacio del señor feudal funciona como metonimia del personaje -y aun personaje en sí mismo-, de ahí la trascendencia de la elección del escenario.
No fue fácil encontrar la localización adecuada. El cineasta y su equipo emprendieron una larga búsqueda hasta que alguien les habló del palacio de Nimtita, a orillas del río Padma, en la frontera entre Bengala y el entonces Pakistán Oriental (hoy Bangladesh). Era el escenario ideal: Nadie podría haber descrito con palabras el sentimiento de desolación que desprendía el palacio -contó Ray-. Era la materialización perfecta de una imagen soñada. Salvo en un detalle: un salón de música pequeño, insignificante. En su lugar, Bansi Chandragupta creó, en uno de los más antiguos y decrépitos estudios de Calcuta, el magnífico salón de música que vemos en la película, con todo lujo de detalles, entre los que destacan la araña con velas, los retratos de los antepasados y el gran espejo, elementos que cobrarán una gran fuerza significante en el curso del relato crepuscular que se despliega ante nuestros ojos.
Un espacio que inspiró al cineasta un bello y suntuoso movimiento de grúa en la penúltima escena, cuando la cámara se eleva hasta el techo siguiendo el desplazamiento del protagonista mientras las velas de la gran lámpara y demás candelas del palacio se van apagando, y él contempla en la luz que se extingue, la extinción de su propio mundo, y su propio acabamiento.
Un plano memorable del que Ray se arrepintió aun antes de acabar el rodaje. Cuando ya habían terminado con la grúa y la cargaban en un camión, se produjo un accidente desgraciado: el aparato aplastó a dos trabajadores, uno murió y el otro quedó paralítico. El cineasta no pudo evitar un sentimiento de culpabilidad: Nada de esto hubiera ocurrido si no me hubiera empeñado en rodar esos planos cenitales.
Cuando empieza la película, el protagonista le pregunta a un criado en qué mes están, en qué estación del año viven, si ya es primavera. Ya no vive en este tiempo porque su mundo ya ha declinado.
Con Bishwambar Roy se extingue el mundo de los terratenientes y lo releva el mundo de los comerciantes, como Mahim Ganguli, su vecino y antagonista. La tracción animal es reemplazada por la tracción mecánica, como muestra el cineasta en ese plano en que la polvareda levantada por un camión envuelve al elefante.
Y el generador eléctrico de Mahim -tan molesto para nuestro protagonista- sustituirá las velas de Bishwambar. El capitalismo de aquél le da la puntilla al mundo feudal de éste. Un mundo nuevo se yergue sobre las ruinas del viejo mundo. La película se abre en un palacio desolado, con el salón de música abandonado y la gran araña de las velas cubierta de telarañas.
La música de la fiesta de la iniciación del hijo del vecino, arranca a Bishwambar de la apatía que lo confina en la terraza, lejos ya de los asuntos terrenales. El flashback que sigue no nos devuelve a los tiempos de un esplendor perdido, sino apenas un año antes, cuando tiene que empeñar las joyas de la familia para financiar la fiesta de iniciación de su hijo, y mantener abierto el salón de música le cuesta lo que no tiene; por nada del mundo renunciaría a ese salón, no sólo uno de los últimos signos, con el caballo y el elefante, del pasado esplendor (que sólo podemos imaginar, como él sólo recordar), sino también cifra su pasión por la música y, lo que es más importante, representa la última trinchera de su propio mundo.
Vemos en Bishwambar a un señor feudal bondadoso, arrogante, vanidoso, irresponsable, caprichoso y hedonista; una mala cabeza, vamos. Que no escucha a su mujer cuando le recomienda reducir gastos y le reprocha que alimente en su hijo la misma pasión devoradora por la música en vez de mandarlo a estudiar, y en su ceguera los arrastrará a un final trágico.
Pero tratándose de un personaje tan lejano a nuestras propias coordenadas vitales-y aun a las de Satyajit Ray (un hombre de ciudad y de izquierdas)-, el cineasta nos lo vuelve próximo y nos ponemos de su lado frente a Mahim, que tiene a la Historia del suyo. Quizá porque Bishwambar es ya una reliquia de esa Historia, desprende una cierta grandeza y deviene una figura trágica, como un Lear deambulando en las ruinas del tiempo, donde ya no puede reconocerse.
Y Ray nos lo acerca al corazón -sin embellecer su caracterización, nos lo entraña con todos sus defectos- con una puesta en escena preñada de gracia, humor y lucidez, mientras amojona la inexorable desaparición de un modo de vida que encarna el protagonista, cuya tragedia germina en una visión -una forma de ceguera- que le impide encontrar un lugar en el nuevo mundo. Por eso el cineasta introduce un cambio significativo respecto al relato original donde el terrateniente tomaba conciencia de la situación y ordenaba al sirviente que cerrara el salón de música; en El salón de música, por así decir, el protagonista se apaga con él. Y prescinde también de la relación sentimental de Bishwambar con la bailarina.
Ray despoja el relato fílmico de cualquier ingrediente que nos distraiga del vector cardinal de la película: el naufragio de un tiempo, de ese salón de música que representa la matriz misma de la sensibilidad del protagonista. El cineasta no lamenta -tampoco nosotros- la desaparición de unas estructuras de clase basadas en la dominación y la servidumbre, pero algo se pierde con ese mundo, alguna constelación de ese universo simbólico que merecería la pena ser conservada y que quizá nadie pueda ya restaurar. Y esa pérdida irremediable es la que canta Ray, la que preserva frágilmente en la belleza de las imágenes filmadas en hermoso blanco y negro por Subrata Mitra. Escribía Charles Péguy, y citan Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, que hacer la revolución es también poner en su sitio cosas muy antiguas pero olvidadas. Sin embargo quizá la memoria misma sea irrecuperable, de ahí la melancolía que destila El salón de música.
Satyajit Ray
De ahí la mirada compasiva del cineasta sobre el ocaso de Bishwambar y su mundo; de ahí esa caligrafía de los signos de un ritual fúnebre.
Y esa música que cobra visos de un réquiem por un naufragio anunciado.
Voy a copiar esta entrada y la voy a guardar. Cuando mi hijo sea mayor intentaré que comprenda, con ella, porque me gustan tanto "esas películas grises"
ResponderEliminarUn abrazo grande, Daniel