30/9/12

Un libro de sombras



Podéis leer sin miedo. No voy a desvelar nada de lo que cuenta Las leyes de la frontera de Javier Cercas, que me agarró desde la primera página y hasta la última no me dejó ir. Doce horas de lectura cautiva. Ya se sabe, a veces la escritura tiene manos. Soy de los que piensan -dice uno de los personajes- que la ficción siempre supera a la realidad pero la realidad siempre es más rica que la ficción. En realidad, lo cardinal de la escritura consiste en llevarnos hasta los bordes movedizos de lo real, allí donde comienza lo desconocido; que todo el entramado de la ficción no es más que una delicada tentativa de iluminación de ese silencio del corazón que nunca podremos desentrañar, pero que sólo la escritura puede hacernos presentir. La grandeza de la literatura aflora en el reconocimiento de sus límites, de que no hay omnisciencia posible, de que sólo nos queda asumir que somos poquita cosa, pero también que fracasar (como sólo un artista se atreve a fracasar, que decía Beckett) revela la hondura del misterio. El misterio que desprende un gran personaje, como la Tere de Las leyes de la frontera, un libro de sombras en el corazón de una gran novela. Y de una gran historia de amor.      

28/9/12

Encandilado por una voz


Algunas de las horas lentas (y plenas) de este verano transcurrieron en compañía de Beckett y de sus insomnes caminantes en la oscuridad, transfigurando el desamparo en escritura hasta convertir la intemperie en el hogar de sus adentros y amojonar el tránsito por las tinieblas con un silencio desnudo, allí donde confina El innombrable... allí donde estoy, no sé, no lo sabré nunca, en el silencio no se sabe, hay que seguir, voy a seguir.

Beckett, en 1954. 
Ya había publicado Molloy, Malone muere y El innombrable
Y Esperando a Godot se había estrenado un año antes.
(Fotografía de Cartier-Bresson.)

En compañía de Beckett también gracias a las páginas de la biografía que le dedicó Anthony Cronin (y a la exquisita traducción de Miguel Martínez-Lage). Tan dichosas que evitaba apresurar la lectura y aun procuraba estirar los días postreros del estío con  la compañía de un libro que, si fuera el caso, podría despertar la admiración por Beckett, y no siéndolo, ahonda los motivos que la fundan y el respeto que nos inspira.


Cuántas veces interrumpí la lectura con el recuerdo de una conversación con el maestro y con el de tantas que ya no tendremos, que tenemos que hablar de muchas cosas. De las caminatas de Beckett.



 Beckett caminante. 
(Fotografías de François-Marie Banier.)

O de sus días en la casiña de Ussy-sur-Marne.


Creo que al maestro le hubiera gustado tener esta foto fechada en 1952 o 1953, que encontré hace unas semanas: a la izquierda, vemos a Beckett, cavando, y a la derecha su hermano mayor, Frank, que le ayudó a trazar los bocetos de la casiña, al fondo, donde se refugiaba para escribir, contemplar a los pájaros con unos prismáticos y escuchar el viento en los árboles, o sólo el silencio. En 1954, le diagnosticaron a Frank un cáncer de pulmón muy avanzado y Beckett viajó a Irlanda, se instaló en la casa de su hermano en Shottery, Killaney, y lo ayudó a construir un estanque de lirios y nenúfares mientras recordaban los años de la infancia; por lo visto hay una fotografía -aún no conseguí dar con ella- donde se les ve a los dos junto al estanque recién terminado disponiéndose a tomar un té. El maestro recordaba a Beckett haciendo un jardín con un amigo enfermo de cáncer y de una foto que documentaba ese momento, o yo recuerdo un amigo y él me contaba de un hermano, y no sé si la foto que vio fue la del estanque o la del escritor cavando en Ussy y la enhebró con la memoria a la historia del jardín. Es que aún tenemos que hablar de muchas cosas. Del Beckett metteur en scène, pongamos por caso.

Beckett en 1964 durante los ensayos 
de Esperando a Godot en Nueva York. 
(Fotografía de Bruce Davidson.)

Con los años, y desde el estreno de Esperando a Godot el 5 de enero de 1953 en el Théâtre de Babylone en París, Beckett se implicó cada vez más en la puesta en escena de sus obras y el dramaturgo -aunque el término le viene muy estrecho- se convirtió en un director. Fue en 1967 y en Berlín la primera vez que Beckett figura firmando un montaje en la producción de Fin de partida en el Teatro Schiller; y se lo tomó muy en serio, tan perfeccionista -y obsesivo- en la mise en scène como en la escritura, llevando un cuaderno de dirección metódicamente, con anotaciones muy detalladas, dividiendo la pieza en dieciséis secciones con indicaciones muy precisas. Eso sí, ignoraba cualquier pregunta que aludiera al significado de la obra, siempre detestó que le preguntaran sobre los significados; sólo en una ocasión, cuando Nell dice no hay nada tan divertido como la desdicha, Beckett interrumpió el ensayo y apuntó: Para mí, ésa es la frase más importante de toda la obra.

Esperando a Godot

Cuánto tiempo costó -¿cuesta aún?-comprender que Beckett era -es- uno de los grandes maestros de la comedia, que su teatro germina en nuestro desvalimiento primordial, en el estado de desconocimiento en que existimos, esa ignorancia cardinal, esa trágica desdicha que la mirada de Beckett revela con una vis cómica, que bebe en Chaplin y Keaton, en Laurel y Hardy. Basta hacerle caso; al poco del estreno de Godot le escribe al director Roger Blin: el espíritu de la obra, en la medida en que lo tenga, consiste en que no hay nada más grotesco que lo trágico.  Pero antes de aquella primera vez como metteur en scène ya le había arrebatado los actores a más de un director, y no podrá dejar de hacerlo en cada montaje de sus obras. En el teatro -una recreación a partir del trabajo de la novela- encontraba Beckett un cierto alivio a la intemperie de la escritura. Uno cuenta con un espacio determinado con el que tratar y una serie de personas que lo pueblan. Eso es tranquilizador. Claro que dirigir no lo tranquilizaba nada: eso es un trabajo duro. Y que no le mentaran el significado.


Como el gran Ralph Richardson, uno de los actores a los que había abordado el director Peter Glenville para el primer montaje de Esperando a Godot en Londres. Corría el año 1954 y, aprovechando que Beckett estaba en la ciudad, el actor le propuso encontrarse en el camerino del teatro donde actuaba y lo esperó con una retahíla de preguntas sobre la obra, pero mejor que lo cuente el propio Ralph Richardson: Beckett llegó a mi camerino con una mochila al hombro que parecía misteriosa y empecé a leerle mi lista. A mí me gusta entender lo que se me pide que haga. ¡Suba a esa colina y cargue contra el blocao! Por mí, excelente, pero es que no entendía cuál era la colina ni dónde estaba el blocao. Beckett, en cambio, se limitó a mirarme. "Lamento muchísimo no poder responder a sus preguntas." No quiso explicar nada. No me echó una mano. Y se me ofreció entonces otro papel y rechacé la obra de teatro más grande que se ha visto en mi vida. Pero hubo actores que entendieron a la perfección que no tenían nada que entender, que les bastaba con estar, hacer y decir. Y sobre todo hubo una actriz. Billie Whitelaw.

Billie Whitelaw en Play

Para Beckett representó uno de sus más gozosos descubrimientos, porque encontró en ella la voz perfecta para sus mujeres. La conoció en Londres durante los ensayos de Play en 1963. Fue a su camerino y se sentó en completo silencio durante diez minutos antes de pedirle unos pocos cambios mínimos en el libreto, como tres puntos suspensivos en lugar de dos puntos, para prolongar una pausa. Tan mínimo como eso, pero en Beckett, cuya escritura pespunta una sintaxis de silencios, la puntuación resulta decisiva: un instrumento musical además de una herramienta gramatical, como muy bien señala Cronin. El autor no volvió a ver a la actriz durante nueve años pero escuchaba su voz mientras escribía Not I, una obra para la boca de Billie Whitelaw.


Aunque el director de la obra era Anthony Page y Albert Finney interpretaba otro papel, Beckett no tardó en apoderarse de Billie Whitelaw y se concentró en su dirección. Fue preciso, minucioso, obsesivo, quizá tiránico -con la debida cortesía- y ella se entregó en el papel, experimentando una intensa sensación de seguridad, sintiendo exactamente lo que le pedía y sabiendo que podía dárselo. Y cuando le decía demasiado color, entendía lo que le pedía: Por lo que más quieras, no actúes.  Beckett había encontrado a su actriz. Y siguió escribiendo sus mujeres -para Footfalls o Rockaby- pensando en Billie Whitelaw. Para ella sólo tuvo tres calificativos: grandiosa, incomparable, milagrosa.


No cuesta nada imaginar a Beckett en el retiro de Ussy, pasmando por la ventana y escuchando a una mujer que habla por boca de Billie Whitelaw y le dicta las palabras para despertar la mirada sobre este mundo (ininteligible) con la risa. Ni siquiera hay que entender que Beckett continuara cautivo del teatro encandilado por una voz.

(Continuará, que tenemos que hablar de muchas cosas. Del árbol de Godot, sin ir más lejos.)

26/9/12

Cuerpo y alma



Si mal no recuerdo fue Flaubert quien escribió aquello de que la forma sale del fondo como el calor del fuego. Y Onetti quien dijo que la forma no es más que el fondo que sale a la superficie. Pero cualquier discurso sobre el fondo y la forma se revela insuficiente ante la fotografía de Isabel Muñoz, una imagen capturada, encontrada, cuajada... en Cuba el año de gracia -esa gracia- de 1995, y al mismo tiempo hay materia en ella para sus buenas horas de meditaciones. Ante ese culo glorioso, cómo no pensar en la levedad como una cuestión de gravedad, o sea, de peso; y en la donosura como una función de la carne; y como Nietzsche, de tomarnos en serio algún dios, apenas uno que amara bailar sobre todas las cosas. Creo que atina Léo Ferré con aquella canción suya que repetía como un mantra embelesado tu culo es tu estilo. El cuerpo es la forma del alma. O mejor, ese culo es el alma de un mundo -del único mundo- con un aquel de paraíso.

20/9/12

Eustache, con el corazón en la mano


Al primero que le escuché hablar con pasión de La maman et la putain fue a Guerín. Ya conté aquí hace unos meses que usaba la película de Eustache para comprobar si una chica era la chica. El último que me habló de ella tan rendido fue nuestro hijo a principios de este siglo (cómo suena dicho así), y no sería la última vez. La vio cuando había que verla, a los veinte años. Cuando de verdad hace su trabajo (por dentro).

Jean Eustache

Tenía pendiente traerla a esta escuela, pero creo que Marcos Ordóñez me acaba de ahorrar el viaje con su (memorable) artículo en El País de hoy, de ésos que justifican un periódico y compensan una sección -y crítica- de cine tan raquítica, signo de los tiempos. Y descubro que pudimos haber visto la película por primera vez en la misma sesión. Quién sabe. Quizá haga el viaje por La maman et la putain de todas todas, pero tendrá que esperar porque, por un tiempo, Asuntos primordiales: Jean Eustache ya habla por nosotros de una película esencial con el corazón en la mano. Como el cine de Eustache.

Françoise Lebrun (Veronika) 
en La maman et la putain (1973)


Asuntos primordiales: Jean Eustache
Marcos Ordóñez

Hubo una época en la que podía recitar de memoria los nombres de las amantes de Jean Eustache como si fueran personajes de una novela clásica: Jeanne Delos, Catherine Garnier, Marinka Matuszewski, Françoise Lebrun. Ahora he tenido que rastrearlas. Y sabía también que en la rue Nollet, donde se suicidó de un balazo en el corazón, como Guy Debord, habían vivido Paul Verlaine, Henry Miller y Barbara. Decían que apenas salía de casa pero cuando murió tenía cuatro proyectos. Sus títulos recordaban canciones o películas de los años cincuenta: Peine perdue, La rue s'allume, Un moment d'absence. El cuarto proyecto era la segunda parte de La maman et la putain, su cumbre. Decían que solo le interesaban cuatro o cinco cosas, pero esas cuatro o cinco eran oceánicas: las mujeres, el dandismo, París, el campo, el idioma francés. Decían que antes de matarse clavó un rótulo en la puerta donde se leía: "Llame fuerte, como para despertar a un muerto".

¿Cómo había empezado todo aquello? La chica pelirroja del cine club había ido a Francia y volvió enloquecida por la película de aquel amigo suyo que se había llevado el premio especial del jurado en Cannes. Dijo: Tenéis que verla, es lo más importante que os va a pasar este año. Dijimos que sí, pero no teníamos dinero ni pasaporte, nada. Pasaron dos o tres años y de repente alguien llegó con el notición: iban a proyectar La maman et la putain en un lugar llamado Fundación Miró. Corrió la voz como una contraseña. Fuimos allí, vimos la película. Tres eternidades más tarde salimos a la oscuridad del parque como si nos hubiera caído un rayo. Mudos, reconocidos, hermanados: aquella película hablaba de nosotros. ¿Cuánto tiempo hacía que no nos sucedía algo así? Nosotros éramos como Alexandre, pero sin follar tanto. Vaya, ni de lejos. El color de la película era el color de nuestro mundo, un mundo de tres cafés (nos gustaba decir "cafés") y doscientas personas, decía Eustache. Tirando largo. Los mundos adolescentes siempre son mundos de doscientas personas. Ahora creo que hay más gente virtual.

Sería interesante, por cierto, rastrear si fuimos los mismos que, veinte años después, nos hicimos del Plus porque Fernando Trueba había elegido La maman et la putain para el ciclo La película de mi vida. Fue la última vez que pasaron una película en blanco y negro (y de más de tres horas) en prime time, aunque fuera en un canal de pago. Gracias, Trueba.

Ahora estoy en la Facultad. Mi segundo año de periodismo. Nos dicen: Tenéis que hacer un periódico. ¿Entre todos? No, cada uno. Me dan un puñado de páginas blancas. Tienes que escribirlo, sección por sección. Y buscar las fotos y compaginarlo. Cuando me vi con todo aquel papel en las manos supe en el acto lo que tenía que hacer con él. Un mes más tarde presenté mi gran obra. A la profesora le extrañó un poco que sólo hubiera una noticia en la portada, pero pasó la página. Aquello seguía. Y seguía. Y seguía. Eustache y La maman et la putain cubrían política, economía, sucesos, deportes, como el avance maníaco de un regimiento de húsares. Sí, señor: aquel fue mi primer periódico. Me gustaría tenerlo ahora ante mis ojos, pero en aquella época no guardaba nada, o las cosas tenían una curiosa tendencia a perderse. ¿Cómo pude llenar todas aquellas páginas? Bueno, es una pregunta retórica. Lo verdaderamente sorprendente fue que la profesora me aprobó. Y con nota. Santa mujer.

Cuando llegó a la última página me preguntó: ¿Así que, según tú, esto es lo más importante que ha pasado? Pensé en la chica pelirroja, que a saber dónde andaría. Probablemente se habría convertido en un personaje de película de Eustache. Pensé: Lástima, se me ha olvidado hablar de ella, pero no me pareció prudente pedir una página más.

Respondí: Sí, exacto. Esto es lo más importante que ha pasado.


El amarillo


Iban cayendo las horas con el perfume de los últimos días del verano. Cuando el jueves despedimos a Esther después de pasar unos días con nosotros, cayó el crepúsculo con un aquel de otoño. Hoy estiraba las últimas páginas de la elegante biografía de Beckett escrita por Anthony Cronin (en una estupenda traducción de Miguel Martínez-Lage) interrumpiendo la lectura para contemplar las olas bellísimas que rompían en los cantiles del faro de Corrubedo o unas flores que se van apagando pero que iluminaron con un amarillo solar las horas del verano.


Amo el rojo, el negro, un azul que hemos bautizado con el topónimo de la aldea, algunos verdes, pero con los años atesoro los amarillos (y suspiro por ésos que Ángeles enciende en los más bellos rincones del jardín). Esther nos habló de la necesidad del amarillo, de los amarillos que amaban Enrique Ortiz y el maestro, que de vez en cuando salían a pasear con el propósito de ponerle los ojos encima a algún amarillo, en un huerto, en una vereda, en un valado; de los amarillos milagrosos que ella descubrió en Tui al poco de llegar hace ya más de treinta años, como si se hubieran desprendido de ese poema de Montale que ama tanto. Fue su regalo de estos días (de rojos, azules, verdes y amarillos) que hemos de guardar para el invierno: Los limones de Eugenio Montale. Me habría gustado traerlo aquí con su propia voz -la de Esther, quiero decir (debíais haberla escuchado)-, os lo dejo en la voz del poeta, en una traducción de Horacio Armani y, claro, en italiano (para disfrutar de las rimas internas). Es un poema que ya hemos hecho nuestro, porque como decía el cartero de aquella película tan tierna, los poemas no son de quienes los escriben sino de quienes los necesitan. El más bello poema sobre la necesidad del amarillo.


Óyeme, los poetas laureados
se mueven solamente entre las plantas
de nombres poco usados: boj, ligustros o acantos.
Yo, para mí, amo las calles que conducen
a las herbosas zanjas donde en charcos
casi secos acechan los muchachos
alguna enjuta anguila:
los senderos que siguen los ribazos
bajan ente el penacho de las cañas
y llevan a los huertos, entre los limoneros.

Mejor si la algazara de los pájaros
se apaga devorada por el cielo:
más nítido se escucha el susurrar
de las ramas amigas al aire casi inmóvil,
y las sensaciones de este olor
que no sabe separarse del suelo
y llueve en el pecho una dulzura inquieta.
Aquí, de las pasiones apartadas
por milagro calla la guerra,
aquí también a los pobres nos toca nuestra parte
de riqueza
y es el olor de los limones.

Mira, en estos silencios en que las cosas
se abandonan y parecen muy próximas
a traicionar su último secreto,
a veces esperamos
descubrir un error de la Naturaleza,
el punto muerto del mundo, el eslabón perdido,
el hilo que al desenredarlo finalmente nos ponga
en el centro de una verdad.
La mirada sondea a su alrededor,
la mente indaga, concuerda, desune
en el perfume que se propaga
cuando más languidece el día.
Son los silencios en los que se ve
en cada sombra humana que se aleja
alguna perturbada Divinidad.

Mas desfallece la ilusión y el tiempo nos devuelve
a las ciudades rumorosas donde el azul se muestra
solamente a retazos, en lo alto, entre molduras.
Después, la lluvia cansa el suelo; se espesa
el tedio del invierno sobre las casas,
la luz se torna avara, amarga el alma.
Hasta que un día, a través de un portón mal cerrado,
entre los árboles de un patio
se nos aparece el amarillo de los limones,
y se deshiela el corazón
y retumban en nuestro pecho
sus canciones
las trompas de oro del esplendor solar.




I limoni de Eugenio Montale

Ascoltami, i poeti laureati 
si muovono soltanto fra le piante 
dai nomi poco usati: bossi ligustri o acanti. 
lo, per me, amo le strade che riescono agli erbosi 
fossi dove in pozzanghere 
mezzo seccate agguantanoi ragazzi 
qualche sparuta anguilla: 
le viuzze che seguono i ciglioni, 
discendono tra i ciuffi delle canne 
e mettono negli orti, tra gli alberi dei limoni.

Meglio se le gazzarre degli uccelli 
si spengono inghiottite dall'azzurro: 
più chiaro si ascolta il susurro 
dei rami amici nell'aria che quasi non si muove, 
e i sensi di quest'odore 
che non sa staccarsi da terra 
e piove in petto una dolcezza inquieta. 
Qui delle divertite passioni 
per miracolo tace la guerra, 
qui tocca anche a noi poveri la nostra parte di ricchezza 
ed è l'odore dei limoni.

Vedi, in questi silenzi in cui le cose 
s'abbandonano e sembrano vicine 
a tradire il loro ultimo segreto, 
talora ci si aspetta 
di scoprire uno sbaglio di Natura, 
il punto morto del mondo, l'anello che non tiene, 
il filo da disbrogliare che finalmente ci metta 
nel mezzo di una verità. 
Lo sguardo fruga d'intorno, 
la mente indaga accorda disunisce 
nel profumo che dilaga 
quando il giorno piú languisce. 
Sono i silenzi in cui si vede 
in ogni ombra umana che si allontana 
qualche disturbata Divinità.

Ma l'illusione manca e ci riporta il tempo 
nelle città rurnorose dove l'azzurro si mostra 
soltanto a pezzi, in alto, tra le cimase. 
La pioggia stanca la terra, di poi; s'affolta 
il tedio dell'inverno sulle case, 
la luce si fa avara - amara l'anima. 
Quando un giorno da un malchiuso portone 
tra gli alberi di una corte 
ci si mostrano i gialli dei limoni; 
e il gelo dei cuore si sfa, 
e in petto ci scrosciano 
le loro canzoni 
le trombe d'oro della solarità.


18/9/12

La trama de las palabras


Leo con una semana de retraso (la que hasta ayer llevaba ausente de esta escuela) una entrevista con Aaron Sorkin en la revista de El País. Preferí aparcarla mientras acabamos de ver la primera temporada de The Newsroom (o sea, "La redacción"), la última serie del guionista, el autor de El ala oeste de la casa blanca, o para ser más precisos, de las cuatro primeras temporadas, las mejores, con algunos de los episodios más brillantes -y memorables- de la ficción de este siglo. Ya se ha dicho aquí, las mejores series americanas -el mejor cine americano de ahora (pongamos por caso Mad Men)- son series de guionistas, y casi se podría decir -lo digo- que representan el reino del guión, donde ese texto combustible arde mejor, o digámoslo de esta otra manera, donde mejor puede arder. Pero, aun tratándose de una serie puro Sorkin, The Newsroom, dista de ser el mejor Sorkin.

Ala izda., Aaron Sorkin en el set de The Newsroom

Me explico, trata de la escritura de la realidad, de trasladar la realidad al papel y a la pantalla -en este caso, aborda el periodismo de televisión- y despliega esos diálogos -marca de la casa- con dos personajes que mantienen -en la misma escena- dos conversaciones a la vez -entreveradas- donde una denota la trama periodística -del episodio- y la otra la trama íntima -del arco de la temporada-; y por supuesto -tratándose de una serie puro Sorkin-, el periodismo no se nos muestra como es sino como debiera ser. Pero -el gran pero de The Newsroom- el artificio, o sea, la carpintería del guión se nota demasiado, es como si Sorkin nos estuviera diciendo: ¿os dais cuenta de cuán brillante soy? Quizá porque el talón de Aquiles del guionista salta a la vista como nunca antes: ese desajuste -casi patológico- entre la inteligencia (profesional) y la incompetencia (íntima, emocional) de los personajes, ese infantilismo que roza lo inverosímil en el conflicto amoroso de los protagonistas (en el aquel de marear la perdiz para dilatar su resolución), resulta cansino, empalagoso, como esos platos demasiado cocinados o salsas demasiado condimentadas, y echamos de menos la levedad del vuelo de El ala oeste incluso en las tramas más densas o frondosas. Esta vez a Sorkin se le fue la mano. Y ya que la temporada se trufa con alusiones al Quijote, la novela de cabecera del guionista -tiene un molino de viento en la mesa de su despacho y sus personajes se aventuran en los entresijos de lo real porfiando quimeras (ese periodismo como debería ser)-, sería deseable que la citas tuvieran mayor enjundia, mayor complejidad -la del mundo de Cervantes, la de nuestro mundo que quiere reflejar Sorkin-, y desdeñara el esquematismo y la banalidad que acaban por estragar el valor referencial del caballero andante y su escudero en el universo de la serie.

Quizá la debilidad congénita de The Newsroom se cifra en el titular de la entrevista: Mi deseo es volver a hacer héroes de los periodistas; en la porfía militante -Somos una gran potencia armada y muy desinformada- de hacer de los periodistas unos caballeros andantes se fragua el mesnocabo de la serie. Pero aun así  hay momentos gozosos dignos de ver. Y de escuchar: Yo no poseo la inteligencia que admiro, pero tengo el don de imitar su sonido. Claro que lo tiene, sólo que esta vez se dejó llevar hasta perder de vista que los diálogos son -sólo (por espléndidos que sean)- una herramienta de los personajes para conseguir lo que quieren -la trama- en el curso de un episodio o de una -o más- temporadas. Por eso se sorprende uno cuando lee en la entrevista que le da más importancia a los diálogos que a la trama frente a otros guionistas -cita a David Milch (Deadwood) y David Mamet (a los que considera geniales)- que le dan mucha más importancia a la trama que al diálogo, pero enseguida apunta que son poetas, o sea, que a su manera -a la manera que se desprende de la trama- dialogan de maravilla. Y cuando le preguntan por su secreto como escritor se pone estupendo y dice: ¿Pasarme encerrado hasta que acabo un trabajo? Escribir consiste en comprender la intención de los personajes y los obstáculos a los que se enfrentan [o sea, el drama, que viene de la raíz dran, que significa lucha, el corazón de la trama]. Alguien quiere algo y algo está en su camino. Saber lo que quieren tus personajes, si es dinero o ganarse a la chica o la fama, y qué es lo que necesitan para conseguirlo. Una vez que tienes eso, ya estás a mitad de camino. Pues sí, de eso se trata; en fin, los fundamentos del guión destilados en unas líneas. Es obvio que sabe de sobra que no hay diálogos creíbles si no afloran en la lucha por un objetivo, es decir, que los personajes hablan por la misma razón que hacen todo lo demás, para conseguir lo que quieren. Dicho de otra forma, los diálogos pueden ser más o menos aparentes -brillantes- pero no pueden ser más importantes que la trama porque forman parte de ella, son una manifestación verbal de su naturaleza, o sea, acción dramática. Quizá convendría matizar que tan importante como aquello que quieren los personajes -y de lo que pueden ser más o menos conscientes- es lo que necesitan -y que siempre ignoran hasta que el clímax los hace caer de la burra-, un asunto mayor de eso que llamamos -a falta de una palabra mejor- dramaturgia, y que en The Newsroom se nota demasiado, y sucede entonces como esas flores secretas que se mustian cuando se exponen la luz.

Quiero pensar que el formato de la entrevista resulta propicio para generar ciertas confusiones acerca de la escritura (ésas que tanto me empeño en aclarar, de forma preventiva, cuando tengo que impartir alguna clase de guión, como la que se avecina, y nunca estoy seguro de haber desbrozado los conceptos, por más ejemplos que desgrane y muestre, y que me encomiende a la cristalina iluminación de Spinoza). Para muestra dos botones. Primero, cuando se refiere a El ala oeste como una serie sobre una administración demócrata que consigue hacer lo que quiere; nada de eso, precisamente la serie trata de lo que no consiguen hacer -una verdadera sanidad pública, por ejemplo-, de problemas complejos que no pueden resolver y deben conformarse con mínimos logros parciales que, comparados con la magnitud del empeño, cobran visos de muy poca cosa. Segundo, cuando asegura que sus diálogos son reales y explica que es como hablaría la gente si tuviera el tiempo suficiente para pensar lo que quieren decir, si les dieras media hora para responder; es decir, esa media hora que nunca tenemos y por la que tantas veces suspiramos; en resumidas cuentas, son diálogos realistas -no reales- y en el caso de Sorkin, coherentes con un mundo cercano al nuestro donde los políticos (El ala oeste de la Casa Blanca), guionistas (Studio 60) o periodistas (The Newsroom) son como deberían ser.

Donde no cabe ninguna confusión es cuando se refiere a la diferencia entre escribir para el cine y para la televisión: cuando escribo un guión de cine, si un día no lo hago bien, tengo la opción de mejorarlo al día siguiente. Pero en televisión tienes que seguir escribiendo incluso cuando lo haces mal.

Después de leer la entrevista no puede uno sino ser consciente de lo arduo que deviene la lucha por la expresión y lo difícil que resulta atrapar la precisión con la trama de las palabras.

17/9/12

La porfía de la belleza



Allá por los albores del siglo XII y ante la riqueza escultórica desplegada en los capiteles de los claustros románicos (cluniacenses para más señas), Bernardo de Claraval, fascinado por el delirio figurativo de los bestiarios, considera un despropósito que los monjes le pongan los ojos encima a esos bellos horrores y esas horribles bellezas y se pregunta -es un decir- quién se va a quemar la vista en los manuscritos iluminados cuando sólo tienen ojos para esas imágenes tan cautivadoras, y perdidos en tanta maravilla cómo van a meditar en la palabra de Dios; quién, en fin, se va a retirar a los adentros si un lugar de retiro y oración se ha convertido en una fiesta para la mirada. Y, desde luego, los claustros de muchos monasterios (cluniacenes) eran -son- un auténtico espectáculo, un verdadero arrebato visual.


Embelesado él mismo por los primores de aquellos capiteles, Bernardo de Claraval proclama la renuncia a la belleza del mundo por amor a Cristo. Nada como semejante repudio para destilar una idea elocuente de las tempestades que la belleza puede desatar en el alma, del miedo que puede anidar en quien se hace cargo cabalmente de las potestades de la belleza; nadie como el iconoclasta siente en carne viva el ardiente señorío de la belleza.


Esa fauna de los capiteles, ese zoo fantástico, ese imaginario alucinado... Cómo no imaginar a Bernardo de Claraval contemplándolos subyugado, tan maravillado que cuando redacta su diatriba alude a tanta y tan admirable variedad de formas que aparece por todas partes, como asediado por tanta belleza, por tantas formas sensuales que... Vade retro, Satanás. Guerra a la belleza. Claro que, como apunta Jiménez Lozano en Los ojos del icono, si Bernardo de Claraval cree que ha vencido, si le parece que ha conjurado esa belleza, no podía equivocarse más: en realidad, acaba de limpiar el camino hacia la más alta y pura estética.


Y de ella nacerá el modo de hacer cisterciense con su esbeltez, su femineidad extraña, los muros limpios de pintura de pero llenos de luz y contrapuntos sombreados, los grandes ventanales sin cristaleras de color, las leves incisiones en la piedra, su propia rugosidad: el entramado geológico de milenios, su textura de materia. Y los monjes tratarán a estas piedras como reliquias; no porque sean sagradas, sino porque son hermosas y llevan, además, en ellas las huellas del trabajo humano. Construirán con el mismo espíritu una iglesia que un granero.


Una ascesis de los ojos que deviene un desafío de la más honda belleza, ésa que le hacía decir a la marquesa de Maillé: la capilla de Claraval era hermosa por todo lo que no había en ella. El arte románico en toda su desnudez, que todo lo fiaba a la materia y las proporciones.


Y me hizo recordar las películas de Bresson y sus Notas sobre el cinematógrafo: la misma esencial porfía de la belleza.

8/9/12

La chica de la jukebox



A veces toda una vida puede destilarse en el tiempo que dura una canción que suena a fatalidad. La fatalidad de ese poema trágico titulado La jungla de asfalto. Una buena película, desde luego, pero hay tres momentos en el tramo final que, al rememorarlos, la transfiguran en una película aún mejor, casi en una gran película. O sin casi. Uno de esos momentos -quizá el que prefiero- se desgrana en esa escena del diner de las afueras de la ciudad, donde hace un alto en su huida Doc -el cerebro del atraco que vertebra la película, encarnado por el magnífico Sam Jaffe-, que se pierde por ver bailar a una jovencita. La chica y sus amigos se han quedado sin monedas para la jukebox y Doc se las da para que ponga discos y siga bailando.  










Hay miradas que hablan del único paraíso que nos es dado apurar en esta tierra. Y declinan un instante con visos de eternidad. 


Donde el tiempo queda abolido. 


Y cuando la chica aparta a su amigo y baila sólo para Doc, entonces olvida que huye y no cambiaría este momento por nada.









Porque mirar colma lo vivido y lo por vivir. La vida entera.













Ni siquiera ve a los policías tras las persianas.


Sólo tiene ojos para esa chica que baila sola. 







Demasiado tarde. Pero qué importa. Ya nada ni nadie le podrá arrebatar a Doc esa belleza: el tiempo de la canción que bailó sólo para él esa desconocida. La chica de la jukebox. La actriz ni siquiera aparece acreditada en la película. Era una de tantas actrices de la MGM que no hizo carrera en Hollywood, apenas pequeños papeles. Pero dejó un huella memorable en una de las más bellas escenas rodadas por John Huston. Se llamaba Helene Stanley (ése era su nombre artístico) y fue el modelo del que se sirvieron los dibujantes de la Disney para el personaje de Cenicienta, una película que se estrenó en 1950, el mismo año de La jungla de asfalto.

John Huston con Marilyn Monroe 
y el director de fotografía Harold Rosson 
en el rodaje de La jungla de asfalto

John Huston escribió el guión con Ben Maddow a partir de la novela (del mismo título) de W. R. Burnett. El final de la película representa uno de los cambios más significativos -y desde luego el más relevante de los introducidos por los guionistas- respecto al original literario. Huston y Maddow decidieron (casi con toda seguridad por iniciativa del director) que Dix Handley, el protagonista encarnado por Sterling Hayden, iba a morir junto a los caballos, allí donde soñaba volver, donde había tenido una granja que perdió durante la Depresión.


Una escena muy bella donde el cine negro se cita en una encrucijada lírica con el western, que Huston prolongará al final de la década en Vidas rebeldes, pero con tintes aún más desoladores: ya no habrá lugar para la chica de la jukebox.