28/9/12

Encandilado por una voz


Algunas de las horas lentas (y plenas) de este verano transcurrieron en compañía de Beckett y de sus insomnes caminantes en la oscuridad, transfigurando el desamparo en escritura hasta convertir la intemperie en el hogar de sus adentros y amojonar el tránsito por las tinieblas con un silencio desnudo, allí donde confina El innombrable... allí donde estoy, no sé, no lo sabré nunca, en el silencio no se sabe, hay que seguir, voy a seguir.

Beckett, en 1954. 
Ya había publicado Molloy, Malone muere y El innombrable
Y Esperando a Godot se había estrenado un año antes.
(Fotografía de Cartier-Bresson.)

En compañía de Beckett también gracias a las páginas de la biografía que le dedicó Anthony Cronin (y a la exquisita traducción de Miguel Martínez-Lage). Tan dichosas que evitaba apresurar la lectura y aun procuraba estirar los días postreros del estío con  la compañía de un libro que, si fuera el caso, podría despertar la admiración por Beckett, y no siéndolo, ahonda los motivos que la fundan y el respeto que nos inspira.


Cuántas veces interrumpí la lectura con el recuerdo de una conversación con el maestro y con el de tantas que ya no tendremos, que tenemos que hablar de muchas cosas. De las caminatas de Beckett.



 Beckett caminante. 
(Fotografías de François-Marie Banier.)

O de sus días en la casiña de Ussy-sur-Marne.


Creo que al maestro le hubiera gustado tener esta foto fechada en 1952 o 1953, que encontré hace unas semanas: a la izquierda, vemos a Beckett, cavando, y a la derecha su hermano mayor, Frank, que le ayudó a trazar los bocetos de la casiña, al fondo, donde se refugiaba para escribir, contemplar a los pájaros con unos prismáticos y escuchar el viento en los árboles, o sólo el silencio. En 1954, le diagnosticaron a Frank un cáncer de pulmón muy avanzado y Beckett viajó a Irlanda, se instaló en la casa de su hermano en Shottery, Killaney, y lo ayudó a construir un estanque de lirios y nenúfares mientras recordaban los años de la infancia; por lo visto hay una fotografía -aún no conseguí dar con ella- donde se les ve a los dos junto al estanque recién terminado disponiéndose a tomar un té. El maestro recordaba a Beckett haciendo un jardín con un amigo enfermo de cáncer y de una foto que documentaba ese momento, o yo recuerdo un amigo y él me contaba de un hermano, y no sé si la foto que vio fue la del estanque o la del escritor cavando en Ussy y la enhebró con la memoria a la historia del jardín. Es que aún tenemos que hablar de muchas cosas. Del Beckett metteur en scène, pongamos por caso.

Beckett en 1964 durante los ensayos 
de Esperando a Godot en Nueva York. 
(Fotografía de Bruce Davidson.)

Con los años, y desde el estreno de Esperando a Godot el 5 de enero de 1953 en el Théâtre de Babylone en París, Beckett se implicó cada vez más en la puesta en escena de sus obras y el dramaturgo -aunque el término le viene muy estrecho- se convirtió en un director. Fue en 1967 y en Berlín la primera vez que Beckett figura firmando un montaje en la producción de Fin de partida en el Teatro Schiller; y se lo tomó muy en serio, tan perfeccionista -y obsesivo- en la mise en scène como en la escritura, llevando un cuaderno de dirección metódicamente, con anotaciones muy detalladas, dividiendo la pieza en dieciséis secciones con indicaciones muy precisas. Eso sí, ignoraba cualquier pregunta que aludiera al significado de la obra, siempre detestó que le preguntaran sobre los significados; sólo en una ocasión, cuando Nell dice no hay nada tan divertido como la desdicha, Beckett interrumpió el ensayo y apuntó: Para mí, ésa es la frase más importante de toda la obra.

Esperando a Godot

Cuánto tiempo costó -¿cuesta aún?-comprender que Beckett era -es- uno de los grandes maestros de la comedia, que su teatro germina en nuestro desvalimiento primordial, en el estado de desconocimiento en que existimos, esa ignorancia cardinal, esa trágica desdicha que la mirada de Beckett revela con una vis cómica, que bebe en Chaplin y Keaton, en Laurel y Hardy. Basta hacerle caso; al poco del estreno de Godot le escribe al director Roger Blin: el espíritu de la obra, en la medida en que lo tenga, consiste en que no hay nada más grotesco que lo trágico.  Pero antes de aquella primera vez como metteur en scène ya le había arrebatado los actores a más de un director, y no podrá dejar de hacerlo en cada montaje de sus obras. En el teatro -una recreación a partir del trabajo de la novela- encontraba Beckett un cierto alivio a la intemperie de la escritura. Uno cuenta con un espacio determinado con el que tratar y una serie de personas que lo pueblan. Eso es tranquilizador. Claro que dirigir no lo tranquilizaba nada: eso es un trabajo duro. Y que no le mentaran el significado.


Como el gran Ralph Richardson, uno de los actores a los que había abordado el director Peter Glenville para el primer montaje de Esperando a Godot en Londres. Corría el año 1954 y, aprovechando que Beckett estaba en la ciudad, el actor le propuso encontrarse en el camerino del teatro donde actuaba y lo esperó con una retahíla de preguntas sobre la obra, pero mejor que lo cuente el propio Ralph Richardson: Beckett llegó a mi camerino con una mochila al hombro que parecía misteriosa y empecé a leerle mi lista. A mí me gusta entender lo que se me pide que haga. ¡Suba a esa colina y cargue contra el blocao! Por mí, excelente, pero es que no entendía cuál era la colina ni dónde estaba el blocao. Beckett, en cambio, se limitó a mirarme. "Lamento muchísimo no poder responder a sus preguntas." No quiso explicar nada. No me echó una mano. Y se me ofreció entonces otro papel y rechacé la obra de teatro más grande que se ha visto en mi vida. Pero hubo actores que entendieron a la perfección que no tenían nada que entender, que les bastaba con estar, hacer y decir. Y sobre todo hubo una actriz. Billie Whitelaw.

Billie Whitelaw en Play

Para Beckett representó uno de sus más gozosos descubrimientos, porque encontró en ella la voz perfecta para sus mujeres. La conoció en Londres durante los ensayos de Play en 1963. Fue a su camerino y se sentó en completo silencio durante diez minutos antes de pedirle unos pocos cambios mínimos en el libreto, como tres puntos suspensivos en lugar de dos puntos, para prolongar una pausa. Tan mínimo como eso, pero en Beckett, cuya escritura pespunta una sintaxis de silencios, la puntuación resulta decisiva: un instrumento musical además de una herramienta gramatical, como muy bien señala Cronin. El autor no volvió a ver a la actriz durante nueve años pero escuchaba su voz mientras escribía Not I, una obra para la boca de Billie Whitelaw.


Aunque el director de la obra era Anthony Page y Albert Finney interpretaba otro papel, Beckett no tardó en apoderarse de Billie Whitelaw y se concentró en su dirección. Fue preciso, minucioso, obsesivo, quizá tiránico -con la debida cortesía- y ella se entregó en el papel, experimentando una intensa sensación de seguridad, sintiendo exactamente lo que le pedía y sabiendo que podía dárselo. Y cuando le decía demasiado color, entendía lo que le pedía: Por lo que más quieras, no actúes.  Beckett había encontrado a su actriz. Y siguió escribiendo sus mujeres -para Footfalls o Rockaby- pensando en Billie Whitelaw. Para ella sólo tuvo tres calificativos: grandiosa, incomparable, milagrosa.


No cuesta nada imaginar a Beckett en el retiro de Ussy, pasmando por la ventana y escuchando a una mujer que habla por boca de Billie Whitelaw y le dicta las palabras para despertar la mirada sobre este mundo (ininteligible) con la risa. Ni siquiera hay que entender que Beckett continuara cautivo del teatro encandilado por una voz.

(Continuará, que tenemos que hablar de muchas cosas. Del árbol de Godot, sin ir más lejos.)

1 comentario:

  1. Pues no tardes mucho la continuación, me he quedado con ganas de seguir leyendo.
    Un abrazo Daniel

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