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1/2/15

La oreja y el ojo


Cada nota de música posee un soplo que te lleva 
y como director simplemente debes hacer 
que sople el buen viento en el momento adecuado. 


Cuando se estrenó en Vigo Terciopelo azul a finales de 1986, debimos verla dos o tres veces.


Y durante unos meses no me la debí quitar de la cabeza -ni de la boca- porque el verano siguiente, en cuanto llegamos a O Carballiño para asistir a las Xornadas de Cine e Vídeo de Galicia (Xociviga, que nos reunía cada verano durante los ochenta y primeros noventa para darnos a la gula del cine, cinco o seis películas diarias, un atracón), fue llegar, decía, y Manolo González me puso de inmediato tras una máquina de escribir para que mecanografiase un texto sobre la película de David Lynch -que se proyectaba al día siguiente (por fin pudimos verla en versión original)- con vistas al suplemento sobre el festival que se publicaba diariamente en las páginas centrales de La Región.


Si no recuerdo mal, enhebré un rosario de cosas de Blue Velvet -una valla con rosas, una manguera, una oreja, un armario, un pedazo de terciopelo, un cuchillo, una mascarilla, un flexo, una escalera, una cortina mecida por el viento...- que denotaban -en la mirada lynchiana- la conjugación de lo familiar con lo extraño, o mejor, lo extraño bajo la piel de lo doméstico; el horror tras el telón de la rutina diaria (el reverso tenebroso de lo familiar), pero también el humor que aflora en el horror, como el dolor en el amor, y una aleación de lo bello y lo siniestro. Con mucho humor (negro o blue), todo hay que decirlo. En palabras de J. G. Ballard,
Blue Velvet es una broma constante y brutal, El Mago de Oz vuelto a filmar con guión de Franz Kafka y decorados de Francis Bacon.

Creo que viene muy a cuento la valoración de David Thomson, casi veinte años después de su estreno:
Lo emocionante de Terciopelo azul es la forma en que se introdujo en las vísceras de la gente. Es uno de esos peligros que uno huele en la oscuridad, y que una vez saboreado, arrambla con todo el resto. Algunos espectadores de la América media salieron de Terciopelo azul sintiéndose sucios, y yo pertenezco a la fe de los que creen que esta clase de contaminación es muy necesaria, y que el cine la lleva a cabo con mucha más delicadeza que el horror de una guerra en el extranjero.

La hemos visto unas cuantas veces más en estos últimos (casi) treinta años. Puede sonar extravagante mencionar que fue un rodaje feliz o apuntar que se trata -quizá- de la película más equilibrada del cineasta, la más perfecta, y si no detestara el adjetivo, diría que la más redonda. En ocasiones preferimos otros lynch (el último, pongamos por caso, la fascinante e hipnótica Inland Empire), pero Blue Velvet no ha perdido un gramo de su pegada perturbadora. Cómo olvidar esa aparición de Dorothy/Isabella Rossellini desnuda hacia el final de la película.


(La actriz se inspiró en la imagen de la niña vietnamita deambulando desnuda por una carretera, con el cuerpo quemado tras un ataque con napalm, en la famosa fotografía de Nick Ut.)


En ninguna de las escenas de Blue Velvet se podría hablar de celebración de la carne; menos que en ninguna en esa aparición en medio de la noche: carne que grita, un grito lacerante.

David Lynch dirige a Isabella Rossellini 
en Blue Velvet.

En palabras de Lynch, Blue Velvet es como un sueño de extraños deseos atrapado dentro de una historia de suspense. Y añade:
El cine tiene una manera grandiosa de dar forma al subconsciente. Es un lenguaje estupendo para eso.

Como tantos noir de los 40 y 50, Blue Velvet funciona como un universo mental, con la lógica onírica (si aplicamos la lógica racional el guión semeja un colador) de los cuentos de hadas que siempre envuelve con una fina piel de palabras un horror innombrable. (Me viene ahora a la cabeza Dónde viven los monstruos de Maurice Sendak, pero este cuento infantil quedará para otro día.) En fin, un misterio merecedor de tal nombre no representa un enigma a resolver, sino que exige un viaje al corazón de las tinieblas, al magma insondable del ser humano.


Sería un enigma si el protagonista -Jeffrey/Kyle MacLachlan- fuera sólo -que también- un detective (amateur), pero es que es -sobre todo- un mirón. No sé si eres un detective o un pervertido, le dice Sandy/Laura Dern. Para Lynch,
La película es un cuento perverso. Hay toda una mitología y un simbolismo en los cuentos de hadas que me gusta mucho, y eso se encuentra desperdigado en el filme.
Érase una vez... en Lamberton, con los cincuenta permeando los ochenta. Una imaginería visual y sonora para un universo sin una ubicación temporal precisa -obra de la dirección artística de Patricia Norris y del diseño de sonido de Alan Splet- que refuerza la cualidad onírica del filme.


Lynch se refirió a la atmósfera naif de los teenagers de los 50 -casas, automóviles, vestuario, atrezo (la foto de Montgomery Clift en el cuarto de Sandy)- rememorada desde los ochenta a través de las canciones de aquellos años: Blue VelvetIn Dreams... Claro que la iluminación de Frederick Elmes dota a la imaginería de los 50 de visos sombríos, más propios del presente (del rodaje) de la película, acorde con las zonas oscuras que explora.

Siempre he tenido la curiosidad de saber lo que podía ocurrir en estas casas [de esos pueblos del Medio Oeste donde Lynch pasó su infancia y adolescencia]. Tenía el presentimiento de que tan sólo estaba viendo la parte emergida de un iceberg. En el fondo todos somos como detectives al acecho de las cosas que nos esconden. La peste puede reinar en el interior de estas casas, escondida entre las sombras. Es allí donde se encuentra el horror.

Un sueño de extraños deseos de un mirón que acaba dentro de un thriller onírico. Sólo que se trata de un ojo -el del mirón- que empieza a ver por una oreja. Casi -o sin casi- podríamos decir que Dorothy es una idea que Sandy le mete en la cabeza a Jeffrey por la oreja. He oído cosas, le dice Sandy a Jeffrey a propósito de Dorothy Vallens; más concretamente, cosas sobre una oreja (ésa que él encuentra al comienzo de la película).


La oreja como tentación. Otra oreja por la que entrar en la trama de Terciopelo azul. La oreja como puerta a otro mundo. Una oreja para mirar.


Lynch ha contado que empezó en el cine por la oreja (como Jeffrey en la trama de Terciopelo azul), cuando escuchó el viento en uno de sus cuadros, un viento que lo llamaba a entrar dentro de la pintura, algo que sólo el cine le permitía. Una oreja que llama por el ojo, como en la escena de sexo que Jeffrey atisba desde dentro del armario; más que ver, la escucha; ve menos de lo que imagina, o -digámoslo así- la ve por el ojo de la oreja (la mirada imagina más de lo que ve). Una escena, entonces, donde la oreja deviene ojo.


Para mirar a Dorothy y Frank Booth/Dennis Honper. En una escena insólita: pareciera que actúan para nuestro mirón-Jeffrey, representando la escena primitiva, la escena original (de la que habla Pascal Quignard en El sexo y el espanto), transfigurados en padres simbólicos -se tratan de papá y mamá-, como si a Jeffrey le fuera dado asistir a su propia -espantosa- concepción.


Quizá las páginas más iluminadoras que haya leído uno sobre Terciopelo azul  se deben a Michel Chion en su libro sobre David Lynch (aunque no comparta -no del todo, no todos- los sesgos mas audaces de su interpretación). Lo insólito de la escena radica en la teatralidad de lo que se le ofrece a Jeffrey: talmente parece una puesta en escena (valga la redundancia) pensada para (y por) un mirón, y de ahí el malestar que experimentamos, mirones también nosotros, los espectadores. ¿Qué es el cine sino una ofrenda para la mirada ardiente -y furtiva- en la oscuridad?


De la misma forma que Lynch monta la escena para el espectador, cabe sospechar si Frank y Dorothy (desde luego ella sabe que Jeffrey se esconde en el armario, lo ha descubierto antes de la irrupción de Frank) montan el espectáculo conscientes de la presencia del mirón.


Pero mirar, saber, no es inocente. Querer mirar. Querer saber. Acercarse al otro. Ser otro. Ser el otro que (también) se es. Jeffrey/Frank..... Sandy/Dorothy.....


Jeffrey quiere ser Frank, lo teme pero desea su poder sobre Dorothy: Frank encarna el lado oscuro de Jeffrey, un Jeffrey que quiere lo mismo que Frank, pero no se atreve a colmar ese deseo (sexual) y lo enmascara con el deseo de saber: de ahí procede la atmósfera malsana de la película ...


El misterio de Dorothy Valens abre la caja de Pandora de los deseos reprimidos (oscuros) de Jeffrey que ve proyectados en ese psicópata encarnado (a las mil maravillas) por Dennis Hopper. Frank soy yo, le dijo el actor a Lynch para convencerle de que ese personaje le estaba destinado.


Quién puede dudarlo después de ver Blue Velvet, talmente una emanación del mal que anida en la sima de los horrores enterrados bajo la cotidianidad  de Lamberton, pero también como una emotividad desencadenada: ese llanto mientras escucha cantar a Dorothy Vallens en el Slow Club.

En segundo término, al piano,  Angelo Badalamenti. 
Vino para ayudar a Isabella Rossellini con la canción, 
pero acabó componiendo la música  de la película 
y  como uno de los colaboradores habituales de Lynch. 

¿Y Sandy quiere ser Dorothy? En un momento Jeffrey dice: Eres un misterio, pero se lo dice a Sandy, no a Dorothy (por eso me gustó esa imagen que sugiere Michel Chion cuando habla de una banda de Moebius para figurar ese flujo significante entre ambas mujeres).


Conviene recordar la primera vez que Jeffrey ve a Sandy: ella viene desde la oscuridad, surge de las sombras, y oculta en las sombras ha oído cosas que luego le cuenta a Jeffrey para ponerlo en el camino de mirar, de saber. Jeffrey viene a ser un puente entre dos mundos, entre lo doméstico y lo tenebroso. Hasta puede verse como un enviado de Sandy al otro lado de las cosas (del espejo). Para que le cuente. A la vuelta. Las cosas que ha visto. Pero nadie mira -lo que se dice mirar- impunemente.


Al final de la película, la cámara sale de la oreja de Jeffrey y lo descubrimos instalado en el sueño de Sandy, donde han vuelto los pájaros, pero el petirrojo devora un escarabajo (esos que la cámara nos descubría en el césped con su fragorosa actividad): normal, el sueño de Sandy es inseparable de su horroroso envés.


Lynch comentó alguna vez que se considera más un ingeniero de sonido que un director. Confiesa que, llegado el momento de rodar una escena, a menudo prefiere escucharla que verla, así aprecia mejor las notas falsas.


A menudo, en su cine, la oreja requiere al ojo, la escucha llama por la mirada, y hasta (nos) la incendia.

21/1/13

La ecuación del cine


Monroe Stahr, un trasunto de Irving Thalberg encarnado por Robert de Niro -en El último magnate (1976) de Elia Kazan-, le explica a Boxley, un guionista (en la piel de Donald Pleasence) al borde de un ataque de nervios por el sistema de trabajo del estudio, qué es el cine, o mejor, cómo se escribe -y se hace- una película. Ah, la necesidad de contarle a un guionista qué es -de verdad- el cine cifra, si no el sueño, al menos la convicción de tantos productores que en el mundo han sido y son -no todos, pero muchos (buenos y malos)-; convencidos, en el fondo, de que sólo ellos conocen los arcanos del cine -que quieren ver los espectadores- y aun de que ellos mismos debían escribir los guiones, pero -ya se sabe- llevan entre manos asuntos más importantes y no pueden perder el tiempo escribiendo el guión; escribir, lo que se dice la escritura, una palabrita después de otra y así sucesivamente, eso puede hacerlo cualquier guionista. Hombre, por Dios, lástima que no se puedan escribir por telepatía que si no... a buenas horas íban a tratar con guionistas. Pero vayamos con la escena. Transcribo los diálogos que se escuchan en la versión doblada al español, sin diferencias significativas con los de la misma escena de la novela inacabada de Scott Fitzgerald en que se basa la película -con guión de Harold Pinter-, y que según Kazan nunca debió llevarse a la pantalla.


Stahr.- ¿En su despacho hay una estufa que se enciende con una cerilla?
Boxley.- Creo que sí.
Stahr.- Suponga que está en su despacho. Ha estado todo el día peleando con todo el mundo. Está agotado. Éste es usted. Entra una chica. Ella no le ve a usted. Se quita los guantes. Abre su bolso y lo vuelca sobre la mesa. Usted la contempla. Éste es usted. Y mientras ella... Lleva dos monedas de diez centavos, una caja de cerillas y una moneda de cinco centavos. Deja la moneda de cinco sobre la mesa. Vuelve a meter las de diez centavos en su bolso. Coge los guantes. Son negros. Los mete dentro de la estufa, enciende una cerilla. De pronto suena el teléfono... Ella coge el auricular. Escucha. Y dice: "Yo no he tenido un par de guantes negros en mi vida". Cuelga. Se arrodilla junto a la estufa. Enciende otra cerilla. De repente, usted se da cuenta de que hay otro hombre en la habitación, vigilando todos los movimientos de la chica.
(Pausa.) 
Boxley.- ¿Y qué pasa?
Stahr.- No lo sé. Yo sólo estaba haciendo una película.
Boxley.- ¿Para qué eran los cinco centavos?
Stahr.- (Se vuelve hacia Jenny, una colega de Boxley que asiste a la reunión.) Jenny, ¿para qué eran los cinco centavos?
Jenny.- Los cinco centavos eran para el cine.
Boxley.- ¿Para qué me paga usted? No comprendo esa condenada historia.
Stahr.- Sí la comprende. O no hubiera preguntado por los cinco centavos.


La escena -montada en más de cuarenta planos- dura unos tres minutos; menos de cuatro páginas en la edición de bolsillo (en Bruguera-Libro Amigo) de la novela. A diferencia de la obra de Scott Fitgerald, la de Kazan y Pinter recupera hacia el final esta escena, aunque de otra forma: Monroe Stahr se dirige a nosotros, espectadores, y entonces nos muestra retales de esa película que se monta, ésa que en la primera escena Boxley y nosotros imaginamos. No resulta difícil porque Monroe Stahr no sólo cuenta, no sólo representa, crea la película, la pone en escena ante nuestros ojos, ante los de Boxley. Una escena tan breve nos dice muchas cosas bajo el lema "el cine es así" o también  "el cine se hace así", o lo que es lo mismo: "esto es Hollywood"; y por qué no: "esto es el cine americano". En realidad, nos habla del cine facturado en una fábrica -de películas-,  ese modo de producción que gente como Stahr/Thalberg contribuyó a fundar. Pero, veamos, en concreto qué nos dice -qué nos cuenta- Monroe Stahr de ese cine que, en un sentido amplio, podemos llamar clásico.


Para empezar, una película es un cuento, o dicho de otra forma, se disfraza de cuento para enmascarar su producción: aparece ante nuestro ojos como de la nada, como aparecen las imágenes en un sueño. Más aún -y ésta es la lección para Boxley- también se escribe así: el guión, como la taquigrafía de un sueño; imágenes -la chica, el bolso, los guantes (¡negros!), el fuego, la moneda, el teléfono, la mentira, el extraño (el voyeur)-, como un flujo de floraciones del inconsciente que captan nuestra atención, que nos enganchan y despiertan nuestra curiosidad -"¿Y qué pasa?", pregunta Boxley, o sea, ¿cómo sigue?- en busca de una interpretación, del sentido de una historia. Imágenes -con gancho- que parecen emanar con una marca -o carga- visual que sugieren -piden, reclaman- un determinado tipo de plano -un plano detalle (los guantes), un plano medio (encender el fuego), un plano americano (el extraño)- y determinado ángulo de visión que puede privilegiarse de un punto de vista interno -quién ve/quién es visto-, y todo como si fuera la cosa más natural del mundo; en definitiva, como si no fueran la manifestación palpable de una gramática cinematográfica pensada para dirigir la mirada del espectador, para fijar su -nuestra- atención. Escribir -hacer- una película exige crear un espectador y cautivarlo, es decir, convertirlo en un cautivo del cuento, aun antes de que comprenda qué historia se le está contando: el espectador como ser atrapado en el lío en la sábana, como llamaba al cine aquella mujer de Montedidio de Erri De Luca, o el frenesí en la pared del que hablaba Sartre al evocar las primeras películas que había visto; en fin, atrapado por la pantalla.


Pero pronto ni la curiosidad ni la atención serán suficientes, hay que comprometer más profundamente al espectador, hay que implicarlo emocionalmente, tiene que importarle no sólo lo que pasa a continuación sino también a quien le pasa; dicho de otra forma, hay que meter al espectador dentro de la acción, y como no podemos hacerlo físicamente -como Mia Farrow al final de La rosa púrpura del Cairo o sólo podemos en sueños como Buster Keaton en  Sherlock Jr.-, entonces hay que crear un espejo del espectador en la pantalla, un sosias virtual, ése con el que el espectador se identifica. Por dos veces Monroe Stahr le recuerda a Boxley que el protagonista que se está inventando, ese voyeur que observa a la chica de los guantes negros, es él: "Éste es usted". Tanto él como nosotros atrapados en el deseo de mirar, en el deseo de saber, de tal forma que ya no se trata de lo que pase a continuación, ni siquiera de lo que le pase, ahora ya se trata de lo que nos pase: de que la película me pase a mí, de que sea uno quien la viva. La gramática cinematográfica no se conforma con dirigir la mirada y centrar la atención, sino que busca -sobre todas las cosas- manipular las emociones -el miedo y la esperanza- del espectador; eso sí, sin que se note. Quizá por eso -y por ese cine  de las cosas (los guantes, el bolso, las cerillas, las monedas)- la película que se monta Monroe Stahr se parece mucho a una de Hitchcock, y resuena en aquella escena de Terciopelo azul en la que Jeffrey (Kyle MacLachlan) -nuestro espejo en la pantalla, nuestro sosias en el deseo de mirar, de saber: nuestro mirón cómplice-, oculto en un armario, observa a Dorothy Valens (Isabella Rossellini).


Claro que Lynch también bebe -y de qué manera- en el cine de las cosas de Buñuel. Y por ahí se van rompiendo las costuras del relato clásico. El lugar emocionante pero confortable -y, sobre todo, seguro- del espectador clásico se vuelve movedizo o se quiebra, y la mirada cobra visos perturbadores, y la pantalla pierde transparencia: la historia ya no aparece como de la nada, nos deja inermes y al tiempo nos exige, entre otras cosas, que miremos de otra manera, otras cosas, quizá aquéllas que no queremos ver. Los sueños se han transfigurado en pesadillas. Hasta el propio Hitchcock nos despedaza las certezas, nos quita la tierra de debajo de los pies y nos abisma en el Vértigo y en la Psicosis; mira por dónde, películas de mirones.


El cuento ya no es el que era y los espectadores empiezan a no saber qué se quiere de ellos. De pronto nos hemos desviado, ¿hemos perdido el camino del cine? Ya no es el tipo de cuento que contaba Monroe Stahr, ya no es el mismo guión. Ya no es el cine que le gustaba hacer; lo vería como un cine malsano. Claro, es otra historia. Entre otras razones porque es también otra Historia. De eso también habla la escena de El último magnate: de la ocultación de que ese cine no es el cine sino un cine. Y habla de esa ocultación justamente porque no habla de ella, porque la oculta: qué sintomático.


No habla por ejemplo de una piedra angular de ese -modo de hacer- cine. Del centro de gravedad. Del polo magnético. Del (oscuro) objeto de deseo. O sea, de la estrella. De las estrellas. Del star system. La chica de los guantes negros es una presencia que pide ser colmada de sentido. Es un misterio que atrapa nuestra mirada, más allá y más hondo que el enigma de la historia. Ésa es la naturaleza de las estrellas. De alguna forma, la gramática cinematográfica aflora en la tentativa de Griffith -y su cámara Billy Bitzer- por aprehender un efecto de luz sobre el rostro de Lillian Gish -en Lirios rotos, pongamos por caso- que nos iluminará.


Cómo enamorarse de un rostro. Cómo enamorar al espectador con un rostro: de eso iba el star system. De eso empezó a ir el lenguaje cinematográfico. De eso habla Monroe Stahr. De la aparición de una chica con guantes negros. De ella iba el guión. Y ahí es donde falla la puesta en escena de Kazan sobre la puesta en escena del trasunto de Thalberg. Al recuperar la escena y mostrarnos retales de la película que antes sólo imaginamos salta a la vista un error de casting. O mejor, nosotros habíamos elegido un casting distinto. Porque, vamos a ver, Monroe Stahr estaría pensando en alguien como Greta Garbo.


O como Norma Shearer (era la mujer de Thalberg y a la sazón una de las reinas de la MGM).


O ya puestos, concedámonos el capricho, ¿por qué no Gene Tierney?


Quedémonos con Gene Tierney, ella sería esa chica de los guantes negros, del bolso, de las monedas, de las cerillas; no la que Kazan nos pone ante los ojos. Y Boxler, el voyeur, no sería Donald Pleasence precisamente, al que no quisiéramos ver como nuestro espejo (para que eso fuera posible tendrían que pasar unas décadas y que llegara el cine que no le gustaba a Monroe Stahr), ni el extraño que Kazan (o quien fuera) decidió; meros títeres del hacedor encarnado por Robert de Niro y no (oscuros) objetos de deseo, es decir, estrellas. La estrella es una presencia que nos necesita, que pide ser mirada, que suspira por un mirón; es más: está allí, en la pantalla, sólo por y para nuestros ojos. (La gramática cinematográfica se configura apenas para anidar el encanto de esa presencia. La historia -el guión-, un mero vehículo para esa aparición.) Y cuando la chica de los guantes negros -Gene Tierney, dijimos- miente, también está allí para nuestro oídos: una mentira que despierta más preguntas que encontrarán respuesta en la historia que falta por contar y que se contará a continuación. Porque entonces, en aquel tiempo, los espectadores podían aguardar un sentido que los aliviara, tenían la seguridad de encontrar consuelo al desasosiego, respuesta las preguntas, resolución a los enigmas. Nosotros fuimos esos espectadores, aun somos esos espectadores cuando vemos esas películas, sabemos qué esperar de ellas. Era lo que nos prometía el cine -el guión- de Monroe Stahr.


El último magnate no es una gran novela sobre Hollywood, ni siquiera lo hubiera sido de haberla terminado Scott Fitgerald. Tampoco es una gran película, quizá lo único memorable sea la escena que nos ocupa. Para una película sobre Hollywood, The Bad and the Beautiful, que aquí se tituló Cautivos del mal. Para una novela sobre Hollywood, mejor leer El día de la langosta de Nathanael West o ¿Por qué corre Sammy? de Budd Schulberg o de éste mismo El desencantado, que también es una novela sobre un trasunto de Scott Fitzgerald, un novelista acabado, un guionista fracasado, un alcohólico, un hazmerreír de Hollywood. Qué paradójico e irónico que fuera Scott Fitgerald quien escribiera esa escena (seguro que vivió no una sino varias escenas parecidas), quien nos hable tanto -y tan bien y de forma tan precisa como elíptica- del cine clásico, pero también -¿sin querer?, o por no querer- de sus días contados. De hecho Kazan dirige El último magnate como quien levanta un monumento funerario.

Scott Fitzgerald

Boxley es un guionista que casi nunca va al cine, quizá porque le parece una forma de entretenimiento vulgar (no era el caso de Scott Fitzgerald),  y probablemente detesta las servidumbres del oficio, que sólo acepta por el dinero (ésos sí eran los casos de Scott Fitzgerald); Boxley es un escritor y acaso sueña con escribir la gran novela americana (Scott Fitzgerald quizá también, pero ya había escrito El gran Gatsby, que lo era), un sueño común de tantos guionistas en Hollywood. Pero creo que Scott Fitgerald, mientras cobró (cada vez menos) como guionista, quería escribir el mejor guión para la mejor película posible, aunque el sistema de trabajo le resultara penoso y humillante, y llegó a entender aquel mundo y a quienes lo ninguneaban. Sabía mejor que nadie que una película nunca es sólo una película y que el cine puede ser cualquier cosa menos natural. Menos aún ese cine clásico que se hacía para cautivar la mirada de millones de espectadores en cualquier lugar del mundo. Sabía que cada película conjuga tanta incertidumbre, tanta subjetividad, tanto talento, tanta perplejidad, tanto delirio, tanta soberbia, tanto dinero, tantos azares, tantas incógnitas, tantos accidentes... que resulta imposible -o milagroso- resolver la ecuación del cine: la expresión acuñada por el escritor -en palabras de la narradora de El último magnate- para dar cuenta de tanta complejidad oculta tras ese lío en la sábana que parece surgir de la pantalla misma, como en un sueño. (La narradora piensa que la ecuación del cine es tan difícil que sólo cinco o seis personas fueron capaces de resolverla, hombres como Monroe Stahr; pero, claro, eso sólo sucedió en la ficción de la novela.) Scott Fitzgerald también soñaba que otro cine fuera posible, además del que le gustaba a Monroe Stahr. Lo hubo. Lo hay. Lo habrá. Aunque no llegó a verlo. Murió en pleno cine clásico. Ese cine que ya sólo existe en la memoria y que quizá nunca existió o fue sólo una utopía. La inútil tentativa de resolver una ecuación endemoniada.


19/2/11

Otra silla vacía por Jafar Panahi


Como el Festival de Cannes en el pasado mayo, la Berlinale empezó hace ocho días con una silla vacía por Jafar Panahi, al que habían invitado a formar parte del jurado y del que han programado sus películas fuera de concurso. Isabella Rossellini, que preside el jurado, leyó una carta del cineasta iraní desde la cárcel donde cumple una condena de seis años, pero además no podrá escribir guiones ni rodar una película en veinte. Como se ve, es una condena de cine, una condena expresamente pensada y ejecutada con saña contra un cineasta. Jafar Panahi fue condenado por oponerse al régimen fundamentalista, cuya cabeza visible es Ahmadineyad, y por ¡rodar una película sin permiso! Mira tú. La Cinemateca Francesa también ha programado la obra de Panahi durante todo este mes de febrero y creo que en Buenos Aires se proyectarán sus películas en la sala Leopoldo Lugones a principios de marzo. En la reciente entrega de los Goya ni uno sólo de los premiados ni el ya ex-presidente de la academia dijeron una palabra en recuerdo de Panahi ni denunciaron, aprovechando que la gala televisada de los premios era una caja de resonancia, la  condena y prisión de un colega. Bueno, lo entiendo, tienen tanto tanto tanto que celebrar los académicos del cine español, que la ignorancia o el olvido de la represión de un cineasta se disculpan. Creo que en esta escuela la mejor forma de denunciar y protestar, de apoyar a Panahi es recomendar sus películas. Y escribir sobre ellas.


Hace un par de semanas recordaba con Ángeles la impresión que nos había causado El círculo (2000), quizá la obra maestra de Jafar Panahi, quizá también la película iraní que conjuga la radicalidad formal y política con mayor decisión y riesgo evidente. Por esos mismos días leía Mutaciones del cine contemporáneo y, entre los textos que reúne, encontré un artículo de Jonathan Rosenbaum sobre El círculo publicado originalmente por el Chicago Reader en 2000, coincidiendo con el estreno del filme de Panahi en EEUU. Como el artículo de Rosenbaum dice, en lo esencial, lo que pienso de El círculo y aun mejor, si no fuera porque ocupa casi quince páginas lo reproduciría aquí, pero en todo caso esta entrada es deudora de ese texto y uno se limita a sintetizar, acotar y anotar, como un simple editor, vamos.

Jonathan Rosenbaum

Tres de las mujeres protagonistas de El círculo acaban de salir de la cárcel, pero en ningún momento llegamos a saber por qué las habían encerrado; las otras dos son una mujer embarazada, que también estuvo en la cárcel, ha sido repudiada por sus hermanos y quiere abortar, y una prostituta sabia que ya pasó por todo. Apenas sabremos nada de su pasado, tan sólo su peso inscrito en el presente, porque lo que realmente importa en el dispositivo de Panahi es mostrar lo que esas mujeres tienen que soportar, la situación intolerable que padecen; un dispositivo que cumple la función de impedirnos pensar, siquiera por una décima de segundo, que algunas de esas mujeres mereciera alguna condena, de tal forma que no saber nos implica aún más en los que se nos cuenta. Como discípulo de Kiarostami, el cine de Panahi también propicia las elipsis, los saltos narrativos, los silencios -lo no dicho- como estrategia de una economía formal y como muestra de respeto a la imaginación del espectador, pero en El círculo las elipsis y los silencios ponen de relieve asimismo una ética de la mirada, un sentido de respeto a la dignidad de esas mujeres -en el curso de la película descubriremos un mundo especialmente hostil con ellas y lo  poco que cuesta meterlas en la cárcel-, que nos compromete a los espectadores en el acto de ver El círculo.


Hay una secuencia en El círculo en que una de las mujeres recién salida de la cárcel, una chica en realidad, intenta una y otra vez subir a un autobús que debe llevarla de vuelta a su pueblo, sabemos que está desesperada por coger ese autobús, pero por alguna razón es incapaz. Panahi convierte la desorientación de la chica en la estación de autobuses en una coreografía que arrastra nuestra mirada y nos compromete con el desamparo de esa mujer que tiene un ojo amoratado pero ignoramos por qué. Como con las demás mujeres, lo que se nos muestra en presente nos sugiere motivos y sospechas, fobias y razones, miedos y esperanzas. Casi al final de la película, cuando vemos cómo tratan a la prostituta en un furgón policial, comprendemos por qué la chica no podía coger aquel autobús para volver a su casa. Y esta historia del autobús puede servirnos para representar la estrategia formal de la composición de El círculo o, por así decir, la matriz de su estructura poética: un momento de la historia de una mujer explica, anticipa, recuerda o desarrolla un momento de la historia de otra. Sin perder un ápice de coherencia, verosimilitud y entidad dramáticas, cada personaje completa el retrato de otro y encuentra en otro más el acabado de su perfil. El don de Panahi se despliega en lograr que semejante artificio -donde conjuga formalismo y realismo, poesía y denuncia política- cuaje con gracia y delicadeza en el retrato de esas mujeres en la pantalla.  


El círculo empieza como termina, con sendas panorámicas de 360º, es decir, se abre y se cierra con el círculo. Un círculo que primero condena -metafóricamente- y luego aprisiona -literalmente- a las mujeres.  En la primera escena, dos mujeres -una mayor, otra más joven- esperan en un hospital, mientras un bebé nace fuera de campo y escuchamos los gritos de la madre; una enfermera le anuncia a la mayor de las mujeres que ha sido una niña, la abuela protesta -"la ecografía decía que era un niño"- y le comenta a la mujer joven, su otra hija, el disgusto que se va a llevar la familia política, salen del hospital y pasan junto a una cabina telefónica donde vemos a las tres mujeres que acaban de salir de la cárcel, tres de las mujeres alrededor de las que se articulará el relato. En la última escena, la prostituta -con quien compartimos la escena del furgón policial- entra que una celda y, mediante una panorámica circular, descubrimos a las mujeres que acompañamos durante la película con la única excepción de la abuela; suena un teléfono, un guardia se acerca a la celda a preguntar por una mujer, no está allí sino en la celda de al lado, es la madre a la que escuchamos dar a luz al comienzo de la película.  


El filme de Panahi nos muestra de forma directa, eficaz y resuelta -aun manteniendo una fuerte carga formal en los encuadres que encierran (y encarcelan) y en los movimientos de cámara circulares con que cerca y asedia a los personajes- que, sencillamente, las mujeres iraníes en tantos detalles de su vida cotidiana no son libres y tienen miedo. No tiene nada de extraño que El círculo fuese prohibida en Irán. En realidad, Panahi está en la cárcel y lo condenaron a no hacer cine en los próximos veinte años, por hacer las películas que hizo, películas como El círculo. Sólo nos queda esperar que en mayo, durante el próximo Festival de Cannes, gracias a la más bella de las razones que imaginamos, no haya otra silla vacía para Jafar Panahi.