21/1/13

La ecuación del cine


Monroe Stahr, un trasunto de Irving Thalberg encarnado por Robert de Niro -en El último magnate (1976) de Elia Kazan-, le explica a Boxley, un guionista (en la piel de Donald Pleasence) al borde de un ataque de nervios por el sistema de trabajo del estudio, qué es el cine, o mejor, cómo se escribe -y se hace- una película. Ah, la necesidad de contarle a un guionista qué es -de verdad- el cine cifra, si no el sueño, al menos la convicción de tantos productores que en el mundo han sido y son -no todos, pero muchos (buenos y malos)-; convencidos, en el fondo, de que sólo ellos conocen los arcanos del cine -que quieren ver los espectadores- y aun de que ellos mismos debían escribir los guiones, pero -ya se sabe- llevan entre manos asuntos más importantes y no pueden perder el tiempo escribiendo el guión; escribir, lo que se dice la escritura, una palabrita después de otra y así sucesivamente, eso puede hacerlo cualquier guionista. Hombre, por Dios, lástima que no se puedan escribir por telepatía que si no... a buenas horas íban a tratar con guionistas. Pero vayamos con la escena. Transcribo los diálogos que se escuchan en la versión doblada al español, sin diferencias significativas con los de la misma escena de la novela inacabada de Scott Fitzgerald en que se basa la película -con guión de Harold Pinter-, y que según Kazan nunca debió llevarse a la pantalla.


Stahr.- ¿En su despacho hay una estufa que se enciende con una cerilla?
Boxley.- Creo que sí.
Stahr.- Suponga que está en su despacho. Ha estado todo el día peleando con todo el mundo. Está agotado. Éste es usted. Entra una chica. Ella no le ve a usted. Se quita los guantes. Abre su bolso y lo vuelca sobre la mesa. Usted la contempla. Éste es usted. Y mientras ella... Lleva dos monedas de diez centavos, una caja de cerillas y una moneda de cinco centavos. Deja la moneda de cinco sobre la mesa. Vuelve a meter las de diez centavos en su bolso. Coge los guantes. Son negros. Los mete dentro de la estufa, enciende una cerilla. De pronto suena el teléfono... Ella coge el auricular. Escucha. Y dice: "Yo no he tenido un par de guantes negros en mi vida". Cuelga. Se arrodilla junto a la estufa. Enciende otra cerilla. De repente, usted se da cuenta de que hay otro hombre en la habitación, vigilando todos los movimientos de la chica.
(Pausa.) 
Boxley.- ¿Y qué pasa?
Stahr.- No lo sé. Yo sólo estaba haciendo una película.
Boxley.- ¿Para qué eran los cinco centavos?
Stahr.- (Se vuelve hacia Jenny, una colega de Boxley que asiste a la reunión.) Jenny, ¿para qué eran los cinco centavos?
Jenny.- Los cinco centavos eran para el cine.
Boxley.- ¿Para qué me paga usted? No comprendo esa condenada historia.
Stahr.- Sí la comprende. O no hubiera preguntado por los cinco centavos.


La escena -montada en más de cuarenta planos- dura unos tres minutos; menos de cuatro páginas en la edición de bolsillo (en Bruguera-Libro Amigo) de la novela. A diferencia de la obra de Scott Fitgerald, la de Kazan y Pinter recupera hacia el final esta escena, aunque de otra forma: Monroe Stahr se dirige a nosotros, espectadores, y entonces nos muestra retales de esa película que se monta, ésa que en la primera escena Boxley y nosotros imaginamos. No resulta difícil porque Monroe Stahr no sólo cuenta, no sólo representa, crea la película, la pone en escena ante nuestros ojos, ante los de Boxley. Una escena tan breve nos dice muchas cosas bajo el lema "el cine es así" o también  "el cine se hace así", o lo que es lo mismo: "esto es Hollywood"; y por qué no: "esto es el cine americano". En realidad, nos habla del cine facturado en una fábrica -de películas-,  ese modo de producción que gente como Stahr/Thalberg contribuyó a fundar. Pero, veamos, en concreto qué nos dice -qué nos cuenta- Monroe Stahr de ese cine que, en un sentido amplio, podemos llamar clásico.


Para empezar, una película es un cuento, o dicho de otra forma, se disfraza de cuento para enmascarar su producción: aparece ante nuestro ojos como de la nada, como aparecen las imágenes en un sueño. Más aún -y ésta es la lección para Boxley- también se escribe así: el guión, como la taquigrafía de un sueño; imágenes -la chica, el bolso, los guantes (¡negros!), el fuego, la moneda, el teléfono, la mentira, el extraño (el voyeur)-, como un flujo de floraciones del inconsciente que captan nuestra atención, que nos enganchan y despiertan nuestra curiosidad -"¿Y qué pasa?", pregunta Boxley, o sea, ¿cómo sigue?- en busca de una interpretación, del sentido de una historia. Imágenes -con gancho- que parecen emanar con una marca -o carga- visual que sugieren -piden, reclaman- un determinado tipo de plano -un plano detalle (los guantes), un plano medio (encender el fuego), un plano americano (el extraño)- y determinado ángulo de visión que puede privilegiarse de un punto de vista interno -quién ve/quién es visto-, y todo como si fuera la cosa más natural del mundo; en definitiva, como si no fueran la manifestación palpable de una gramática cinematográfica pensada para dirigir la mirada del espectador, para fijar su -nuestra- atención. Escribir -hacer- una película exige crear un espectador y cautivarlo, es decir, convertirlo en un cautivo del cuento, aun antes de que comprenda qué historia se le está contando: el espectador como ser atrapado en el lío en la sábana, como llamaba al cine aquella mujer de Montedidio de Erri De Luca, o el frenesí en la pared del que hablaba Sartre al evocar las primeras películas que había visto; en fin, atrapado por la pantalla.


Pero pronto ni la curiosidad ni la atención serán suficientes, hay que comprometer más profundamente al espectador, hay que implicarlo emocionalmente, tiene que importarle no sólo lo que pasa a continuación sino también a quien le pasa; dicho de otra forma, hay que meter al espectador dentro de la acción, y como no podemos hacerlo físicamente -como Mia Farrow al final de La rosa púrpura del Cairo o sólo podemos en sueños como Buster Keaton en  Sherlock Jr.-, entonces hay que crear un espejo del espectador en la pantalla, un sosias virtual, ése con el que el espectador se identifica. Por dos veces Monroe Stahr le recuerda a Boxley que el protagonista que se está inventando, ese voyeur que observa a la chica de los guantes negros, es él: "Éste es usted". Tanto él como nosotros atrapados en el deseo de mirar, en el deseo de saber, de tal forma que ya no se trata de lo que pase a continuación, ni siquiera de lo que le pase, ahora ya se trata de lo que nos pase: de que la película me pase a mí, de que sea uno quien la viva. La gramática cinematográfica no se conforma con dirigir la mirada y centrar la atención, sino que busca -sobre todas las cosas- manipular las emociones -el miedo y la esperanza- del espectador; eso sí, sin que se note. Quizá por eso -y por ese cine  de las cosas (los guantes, el bolso, las cerillas, las monedas)- la película que se monta Monroe Stahr se parece mucho a una de Hitchcock, y resuena en aquella escena de Terciopelo azul en la que Jeffrey (Kyle MacLachlan) -nuestro espejo en la pantalla, nuestro sosias en el deseo de mirar, de saber: nuestro mirón cómplice-, oculto en un armario, observa a Dorothy Valens (Isabella Rossellini).


Claro que Lynch también bebe -y de qué manera- en el cine de las cosas de Buñuel. Y por ahí se van rompiendo las costuras del relato clásico. El lugar emocionante pero confortable -y, sobre todo, seguro- del espectador clásico se vuelve movedizo o se quiebra, y la mirada cobra visos perturbadores, y la pantalla pierde transparencia: la historia ya no aparece como de la nada, nos deja inermes y al tiempo nos exige, entre otras cosas, que miremos de otra manera, otras cosas, quizá aquéllas que no queremos ver. Los sueños se han transfigurado en pesadillas. Hasta el propio Hitchcock nos despedaza las certezas, nos quita la tierra de debajo de los pies y nos abisma en el Vértigo y en la Psicosis; mira por dónde, películas de mirones.


El cuento ya no es el que era y los espectadores empiezan a no saber qué se quiere de ellos. De pronto nos hemos desviado, ¿hemos perdido el camino del cine? Ya no es el tipo de cuento que contaba Monroe Stahr, ya no es el mismo guión. Ya no es el cine que le gustaba hacer; lo vería como un cine malsano. Claro, es otra historia. Entre otras razones porque es también otra Historia. De eso también habla la escena de El último magnate: de la ocultación de que ese cine no es el cine sino un cine. Y habla de esa ocultación justamente porque no habla de ella, porque la oculta: qué sintomático.


No habla por ejemplo de una piedra angular de ese -modo de hacer- cine. Del centro de gravedad. Del polo magnético. Del (oscuro) objeto de deseo. O sea, de la estrella. De las estrellas. Del star system. La chica de los guantes negros es una presencia que pide ser colmada de sentido. Es un misterio que atrapa nuestra mirada, más allá y más hondo que el enigma de la historia. Ésa es la naturaleza de las estrellas. De alguna forma, la gramática cinematográfica aflora en la tentativa de Griffith -y su cámara Billy Bitzer- por aprehender un efecto de luz sobre el rostro de Lillian Gish -en Lirios rotos, pongamos por caso- que nos iluminará.


Cómo enamorarse de un rostro. Cómo enamorar al espectador con un rostro: de eso iba el star system. De eso empezó a ir el lenguaje cinematográfico. De eso habla Monroe Stahr. De la aparición de una chica con guantes negros. De ella iba el guión. Y ahí es donde falla la puesta en escena de Kazan sobre la puesta en escena del trasunto de Thalberg. Al recuperar la escena y mostrarnos retales de la película que antes sólo imaginamos salta a la vista un error de casting. O mejor, nosotros habíamos elegido un casting distinto. Porque, vamos a ver, Monroe Stahr estaría pensando en alguien como Greta Garbo.


O como Norma Shearer (era la mujer de Thalberg y a la sazón una de las reinas de la MGM).


O ya puestos, concedámonos el capricho, ¿por qué no Gene Tierney?


Quedémonos con Gene Tierney, ella sería esa chica de los guantes negros, del bolso, de las monedas, de las cerillas; no la que Kazan nos pone ante los ojos. Y Boxler, el voyeur, no sería Donald Pleasence precisamente, al que no quisiéramos ver como nuestro espejo (para que eso fuera posible tendrían que pasar unas décadas y que llegara el cine que no le gustaba a Monroe Stahr), ni el extraño que Kazan (o quien fuera) decidió; meros títeres del hacedor encarnado por Robert de Niro y no (oscuros) objetos de deseo, es decir, estrellas. La estrella es una presencia que nos necesita, que pide ser mirada, que suspira por un mirón; es más: está allí, en la pantalla, sólo por y para nuestros ojos. (La gramática cinematográfica se configura apenas para anidar el encanto de esa presencia. La historia -el guión-, un mero vehículo para esa aparición.) Y cuando la chica de los guantes negros -Gene Tierney, dijimos- miente, también está allí para nuestro oídos: una mentira que despierta más preguntas que encontrarán respuesta en la historia que falta por contar y que se contará a continuación. Porque entonces, en aquel tiempo, los espectadores podían aguardar un sentido que los aliviara, tenían la seguridad de encontrar consuelo al desasosiego, respuesta las preguntas, resolución a los enigmas. Nosotros fuimos esos espectadores, aun somos esos espectadores cuando vemos esas películas, sabemos qué esperar de ellas. Era lo que nos prometía el cine -el guión- de Monroe Stahr.


El último magnate no es una gran novela sobre Hollywood, ni siquiera lo hubiera sido de haberla terminado Scott Fitgerald. Tampoco es una gran película, quizá lo único memorable sea la escena que nos ocupa. Para una película sobre Hollywood, The Bad and the Beautiful, que aquí se tituló Cautivos del mal. Para una novela sobre Hollywood, mejor leer El día de la langosta de Nathanael West o ¿Por qué corre Sammy? de Budd Schulberg o de éste mismo El desencantado, que también es una novela sobre un trasunto de Scott Fitzgerald, un novelista acabado, un guionista fracasado, un alcohólico, un hazmerreír de Hollywood. Qué paradójico e irónico que fuera Scott Fitgerald quien escribiera esa escena (seguro que vivió no una sino varias escenas parecidas), quien nos hable tanto -y tan bien y de forma tan precisa como elíptica- del cine clásico, pero también -¿sin querer?, o por no querer- de sus días contados. De hecho Kazan dirige El último magnate como quien levanta un monumento funerario.

Scott Fitzgerald

Boxley es un guionista que casi nunca va al cine, quizá porque le parece una forma de entretenimiento vulgar (no era el caso de Scott Fitzgerald),  y probablemente detesta las servidumbres del oficio, que sólo acepta por el dinero (ésos sí eran los casos de Scott Fitzgerald); Boxley es un escritor y acaso sueña con escribir la gran novela americana (Scott Fitzgerald quizá también, pero ya había escrito El gran Gatsby, que lo era), un sueño común de tantos guionistas en Hollywood. Pero creo que Scott Fitgerald, mientras cobró (cada vez menos) como guionista, quería escribir el mejor guión para la mejor película posible, aunque el sistema de trabajo le resultara penoso y humillante, y llegó a entender aquel mundo y a quienes lo ninguneaban. Sabía mejor que nadie que una película nunca es sólo una película y que el cine puede ser cualquier cosa menos natural. Menos aún ese cine clásico que se hacía para cautivar la mirada de millones de espectadores en cualquier lugar del mundo. Sabía que cada película conjuga tanta incertidumbre, tanta subjetividad, tanto talento, tanta perplejidad, tanto delirio, tanta soberbia, tanto dinero, tantos azares, tantas incógnitas, tantos accidentes... que resulta imposible -o milagroso- resolver la ecuación del cine: la expresión acuñada por el escritor -en palabras de la narradora de El último magnate- para dar cuenta de tanta complejidad oculta tras ese lío en la sábana que parece surgir de la pantalla misma, como en un sueño. (La narradora piensa que la ecuación del cine es tan difícil que sólo cinco o seis personas fueron capaces de resolverla, hombres como Monroe Stahr; pero, claro, eso sólo sucedió en la ficción de la novela.) Scott Fitzgerald también soñaba que otro cine fuera posible, además del que le gustaba a Monroe Stahr. Lo hubo. Lo hay. Lo habrá. Aunque no llegó a verlo. Murió en pleno cine clásico. Ese cine que ya sólo existe en la memoria y que quizá nunca existió o fue sólo una utopía. La inútil tentativa de resolver una ecuación endemoniada.


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