Si ves otra vez Dead Man, la miras mucho mejor. (El cine de Jarmusch mejora cuanto más lo ves.) Cada vez que la veo más me gusta y mejor película me parece, y mira que es difícil gustándome ya tanto. Creo que la habré visto cinco o seis veces y, a medida que se ve de nuevo, va perdiendo, por así decir, su condición de película para devenir poema, como si se despojara de las apariencias de lo real para cobrar una desnudez surreal, más filme de un trasmundo que de este mundo, o quizá mejor, filme de tránsito, de frontera entre este mundo y el trasmundo, de ascesis, de liberación espiritual.
Un viaje, entonces: otra road movie de Jarmusch, o como el mismo la definió, un acid western.
Dead Man data de 1995 y puede verse también como una bella rememoración -y celebración- del cine mismo en su centenario. Es la obra de un poeta, tal como lo entendían los antiguos, en el sentido de hacedor, de narrador de historias, como nos recuerda Borges en una hermosa conferencia: Historias en las que podían encontrar todas las voces de la humanidad: no sólo lo lírico, lo meditativo, la melancolía, sino también las voces del coraje y la esperanza. Por eso no creo que estuviera muy atinado Paul Auster a la hora de reivindicar al poeta Jarmusch como un cineasta que, a diferencia de la mayoría de los directores estadounidenses, tiene poco interés en el relato en sí mismo.
(En cambio, resulta atinadísima su apreciación de la poesía oral de Jarmusch en esos diálogos que parecen improvisados, donde conviven el humor y el delirio, lo cómico y lo descabellado, la ironía y la espontaneidad, lo hilarante y lo absurdo; unos diálogos que denotan una gran sensibilidad a los matices de la oralidad, obra de un verdadero escritor.) Un escritor de cine, cabe añadir.
Jim Jarmusch en el rodaje de Dead Man
O sea, que no viene muy a cuento esa oposición poeta/narrador: Jarmusch cuenta de otra forma, o lo que viene siendo lo mismo, cuenta otras historias. Y como es un poeta narra lo que sólo un poeta puede contar, pero salta a la vista en sus películas su aquel de narrador.
Teniendo presente esa idea podemos destilar Dead Man como el cuento de un alma perdida que deambula por una frontera incierta hasta encontrar el camino de vuelta al origen. Dead Man como odisea de un espíritu. El espíritu de un contable de Cleveland llamado William Blake que llega al Oeste donde le aguarda el Infierno, atraviesa el Purgatorio en compañía del indio Nadie -su guía espiritual-, despojándose de su máscara de contable para recobrar su ser-de-poeta William Blake antes de emprender la última singladura en una barca más allá del Oeste, al Oeste del Oeste.
También una comedia divina con un Virgilio/Nadie guiando al poeta Dante/William Blake. (El poeta, pintor, grabador e impresor inglés trabajaba en las ilustraciones de la Divina Comedia cuando murió el 12 de agosto de 1827.)
En fin, Dead Man, la historia de un fantasma -un hombre muerto- que se transfigura en cuento, leyenda, poema; que vuelve a la casa del ser: el viaje al Oeste del espíritu de William Blake. Qué próximo, por otro lado, resulta el cuento a la mitología de los viajes funerarios y las barcas de piedra de estos finisterres amigos de los ocasos, por no hablar de la barca solar de los egipcios!
Toda la extrañeza que habíamos experimentado cuando supimos que Jarmusch se aventuraba en el territorio del western "histórico" (nada tendría de extraño un western "en presente", al modo Carretera asfaltada en dos direcciones, pongamos por caso) se evaporó al ver Dead Man: no sólo era un filme absolutamente Jasmusch, es que era (es) lo más Jarmusch que uno había visto; nunca una película suya había respirado tanto por los fundidos a negro que las hilvanan; donde el paisaje cobra visos de personaje, hasta trasfigurarse de western abstracto en peto de ánimas, y el viaje en camino espiritual.
Un camino que vuelve a transitar (de otra forma, otro cuento) en Ghost Dog: el camino del samurái (1999), con la que Dead Man compone un díptico sobre la ascesis. Me gustó mucho -pero no me extrañó nada- saber por un texto de Jonathan Rosenbaum que el título (de trabajo) de Dead Man era originalmente "Ghost Dog" (un texto incluido en el precioso librito que la Cinemateca Portuguesa dedicó al cineasta).
Jarmusch va anotando cosas durante años y luego se sienta un mes a escribir el guión. El interés por la cultura indígena le viene de la infancia: fue su abuela quien le despertó e inculcó el amor por la cultura de los nativos americanos. Se documentó a conciencia sobre los indios y justo la noche anterior a la jornada en la que había decidido empezar a escribir el guión buscó algo para leer que no tuviera nada que ver con el tema, para despejar la cabeza, y cogió un libro de William Blake, un poeta que había sido muy importante para él cuando tenía veinte años pero llevaba tiempo sin leerlo: Algunos de los Proverbios del infierno le sonaban como si fuesen pensamientos de los indios:
Nunca el águila malgastó tanto su tiempo como cuando se propuso aprender del cuervo.
Conduce tu carro y tu arado sobre los huesos de los muertos.
Al fin y al cabo, el western, comentó Jarmusch alguna vez, es un género que cobija películas tan distintas como Centauros del desierto de John Ford o The Shotting de Monte Hellman, Johnny Guitar de Nicholas Ray o Sangre en la luna de Robert Wise. No quería hacer un western; más bien el western lo quiso a él, que casi es la mejor forma de hacer un western.
En manos de Jarmusch el western no sólo se revela un género abierto a temas, atmósferas y tratamientos diversos, sino la forma más maleable que cabe imaginar: Dead Man, un western escrito y filmado como si Beckett mirara por encima del hombro de Jarmusch, amojonado con la socarronería del cineasta, que no ahorra el detalle gore ni el rasgo macabro, y una desopilante corte de secundarios.
Mientras escribía el guión escuchaba temas de Neil Young y los Crazy Horse, con la imagen de William Blake en la piel de Johnny Depp, al que había conocido durante el rodaje de Noche en la tierra (1991), su anterior película, cuando el actor visitó a su (entonces) novia Winona Ryder en el rodaje, y se hicieron amigos; y la imagen del indio Nadie en la de Gary Farmer, el actor canadiense que había visto en Powwow Highway (1988) de Jonathan Wacks. Jarmusch siempre escribe para quienes van a encarnar a sus personajes, así que viajó hasta el lugar perdido de las montañas entre Montreal y Toronto donde vivía Gary Farmer, vástago de una de las seis tribus que forman la nación iroquesa, y pasó unos días con él; mientras paseaban por las colinas, el cineasta le contaba la película a la manera de un narrador oral (como aquel hacedor del que hablaba Borges).
Farmer quedó encantado; en realidad, Jarmusch ya le había contagiado -inoculado- el ser del guía espiritual de William Blake, y cuando leyó el guión no le costó nada encontrar a Nadie en su corazón, ya estaba allí -donde lo había sembrado el director-, y a través del personaje volvió a conectar con algo íntimo y primordial.
Dead Man es de esas películas cardinales donde cuajan búsquedas, anhelos, sueños, resonancias, armónicos, en fin, los mil dolores pequeños de las entretelas del ser, pues como apuntó Jamusch, la muerte es lo único seguro de la vida y al mismo tiempo es su mayor misterio.
Quizá por eso deviene una de esas películas que propician los pequeños milagros, como poder contar con una de las últimas apariciones de Robert Mitchum, un verdadero regalo para el cineasta; la primera película que le impresionó de niño fue Thunder Road (1958) de Arthur Ripley: la vio cuando tenía siete años en un drive in, una película donde Mitchum no sólo interpreta el papel principal -y canta-, sino que también la produce y es autor de la historia original a partir de un suceso real que presenció y le contó James Agee.
Los memorables arañazos de la guitarra de Neil Young improvisando la música ante la pantalla -después de ver un par de veces la película (rodada también al compás de las canciones que habían cobijado la escritura del guión y montada por Jay Rabinowitz pensando en ellas, como anidándolas)-, dialogando con las imágenes de Dead Man, despiertan otro paisaje en la bellísima fotografía en blanco y negro de Robby Müller -que transfigura por sí misma el paisaje en un personaje (como esos bosques sobrecogedores, animados por los espíritus de los ancestros, donde hasta un asesino desalmado se siente inerme)-, y diríamos que creando también un más hondo silencio, de una cualidad hipnótica, en el viaje interior de William Blake y Nadie, exiliados -extrañados- de sus respectivas culturas, dos tipos condenados a la soledad y la errancia, y así, Jarmusch destila el tema primordial del cine de Ford, un cineasta que -según dice- no le gusta.
Resulta muy hermosa y muy triste la historia de Nadie, que siendo niño fue secuestrado y educado por el hombre blanco, experimentó una epifanía con los poemas de William Blake, que le inspiró la huida, pero cuando consiguió volver a su tribu no le creyeron, estaban convencidos de que se había inventado su cautiverio y sus viajes, y le pusieron Xebeche, "el que habla alto sin decir nada".
Una ilíada que acabó con la más dolorosa de las odiseas posibles. Y desposeído del reconocimiento de los suyos, quebradas las relaciones de pertenencia, se convirtió en Nadie: el solitario, el errante. Una historia que ahora le cuenta a William Blake, pespuntada por fundidos blancos que sirven de umbrales a breves flashbacks, como relámpagos de la memoria, mientras atraviesan el admirable bosque de abedules.
Sobra decir que los proverbios del infierno citados más arriba no son las únicas citas de William Blake que amojonan Dead Man. Incluso algunos personajes llevan nombres donde resuena la obra y aun la vida del poeta, como El libro de Thel -uno de sus primeros poemas proféticos o visionarios- en el personaje de Thel, interpretado por Mili Avital, cuya muerte cambiará el destino del protagonista.
Casi podríamos decir que el poeta inglés -Jarmusch mediante- le pone las palabras en la boca a Nadie, en su aquel de devolver al contable de Cleveland encarnado por Johnny Depp a su verdadero ser, para que a través del viático de la poesía su cuerpo merezca ser habitado -hablado- por el espíritu de William Blake.
Dead Man -como verdadero viaje, como verdadera road movie, como verdadera odisea- deviene camino de aprendizaje. Y la poesía, pedagogía. El camino de tránsito de un hombre que ya no es de este mundo. (Un asunto mayor que cobrará nuevos vuelos en Ghost Dog: el camino del samurái.)
Cuando el contable le dice a Nadie que se llama William Blake, el indio no tiene dudas: Entonces estás muerto. El contable empieza no sabiendo quién es el William Blake del que le habla con admiración, pero acaba aceptando su condición de poeta, y cuando uno de los cazarrecompensas que lo busca para matarlo le pregunta si es William Blake, responde: Sí, soy William Blake. ¿Conoces mi poesía? Y cuando remata a su presunto asesino moribundo recita los últimos versos de Augurios de inocencia que le había escuchado palabrear con devoción a Nadie:
Every Night and every Morn
Some to Misery are Born.
Every Morn and every Night
Some are Born to sweet delight.
Some are Born to sweet delight,
Some are Born to Endless Night.
(Cada noche y cada mañana /algunos nacen para la desgracia. / Cada mañana y cada noche / algunos nacen para la dulce delicia. / Algunos nacen para la dulce delicia, / algunos nacen para la noche sin fin. Claro que perdemos esa música que aflora entre Morn y Born, y en esos dos últimos versos: Some are Born to sweet delight, / Some are Born to Endless Night.)
Por supuesto, Dead Man figura, faltaría más, entre las cuentas enhebradas en ese rosario de poemas de cine como Sayat Nova, Esplendor en la hierba, Pasión de los fuertes, El fantasma y la señora Muir, El viento nos llevará, They Were Expendable, El espíritu de la colmena, Reyes y reina, El hombre tranquilo o Innisfree.
Por eso, cuando se acercaba el pasado día 15 en que se cumplían los cuatro años de esta escuela y después de más de setecientas entradas, venía cavilando si no había llegado el momento de despedirse y ponerle punto final, y pensé que Dead Man sería clausura perfecta para esta bitácora.
Al final decidí seguir ¿un año más?, aunque la escuela, por razones (laborales) de fuerza mayor, empiece a ralear y ese de los domingos, sin dejar de ser metafórico, acabará siendo también literal. Sea como sea, a todos los que encontráis aquí un pupitre, un rincón, una pizarra, una ventana, conversación o acaso un umbral gracias por la compañía.
Gracias a ti por ilustrarnos. Y me alegra que sigas un año más al frente...
ResponderEliminarPróspero 2013!
Ojalá esta escuela dure años y años, porque es un deleite asistir a tus clases magistrales.
ResponderEliminarYa se que todo tiene un término, a poco de andar lo descubrimos. A resignarnos tardamos más. A aceptarlo bajo protesto, casi al final.
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