31/8/10

Filmar agosto


Hasta hace un año pensaba que nadie había filmado el verano como Rohmer. A principios de éste había pensado escribir sobre sus películas del estío, el Cuento de verano, obviamente, pero también La rodilla de Clara que trascurre en el tiempo de las cerezas, y Paulina en la playa, y aun Cuento de invierno que empieza en un verano decisivo para su protagonista; y había programado para nosotros “un verano Rohmer” con las películas distribuidas a lo largo de julio y agosto, en el primer verano sin Rohmer.
Vimos la primera película del ciclo, El rayo verde. Así que el verano no podía empezar mejor. Luego el verano se quebró. Y el ciclo se suspendió. Habrá tiempo de reanudarlo y Rohmer volverá a esta escuela, sobran los motivos. Pero hace un año descubrí a un cineasta portugués que filma el verano tan bien como Rohmer. Bueno, vamos a dejarlo en que filma agosto tan bien como Rohmer. Y es que a mediados de julio del 2009 y en Vilanova de Cerveira, durante el Filminho, vi Aquele querido mês de agosto, un filme de Miguel Gomes.


Así que escribo esta entrada con casi un año de retraso –o con dos, depende cómo se mire-, pero aún llego a tiempo. Y no es buena señal. Me explico. Hace dos años Aquele querido mês de agosto (2008) se presentó en el festival de Cannes y encontró la consideración crítica que merece, por poner sólo un ejemplo: Adrian Martin –en Sight & Sound- la calificó como la mejor de 2008 y la describió como una revelación. El impulso de Cannes proyectó la película por festivales de medio mundo: Viena, Las Palmas, Florencia, Buenos Aires, Valdivia… hasta el Filminho donde la vi el julio pasado. Un recorrido amojonado con premios –el Fipresci en Viena, Mejor Película en el Bafici, el de la Crítica en la Mostra de Sao Paulo, el Especial del Jurado en Guadalajara (México), Mejor Película en Valdivia (Chile), Mejor Película en el Filminho- y reconocimiento de la crítica (cinéfila). Pues ahí están las buenas y las malas señales. Una película que uno definiría como buena, bonita y barata –en el mejor de los sentidos de cada adjetivo- recorre el mundo, cosecha el aplauso de la crítica y de los cinéfilos, y no se estrena en los cines. O sea, se estrenó en Francia, en Argentina, en Brasil…


Pero no aquí. Un síntoma más –o mejor, un conjunto de síntomas- que añadir con vistas al diagnóstico de los problemas del cine contemporáneo más arriesgado y –digámoslo ya y sin rodeos- más valioso: su invisibilidad en los cines –más allá de las salas de los festivales que los programan y de las cinematecas (el CGAI, por ejemplo)-, justo el formato de exhibición para el que los filmes fueron concebidos. En síntesis, desde hace treinta años se produce un efecto de “museízación” del cine que revela la pérdida del aura popular que lo caracterizaba. No es la primera vez que lo recuerdo pero no está de más insistir: hace cuarenta años era posible ver en los cines de las ciudades las películas de Bergman, Antonioni, Godard, Fellini o Buñuel en riguroso estreno; películas que no alcanzaban –o rara vez- un publico masivo, pero sí estimable, es decir –y en pocas palabras-, el cine de autor había alcanzado una recepción plenamente normalizada.


El año pasado, nada más ver la película escribí un artículo para una revista en la que colaboraba y desde la redacción se me reprochó que sólo hablara de ella, dos páginas les parecía demasiado para una sola película. Dejémoslo aquí. El caso es que esperaba que en el transcurso de este año la película se editara en dvd y volver a verla. Pues no. Aquele querido mês de agosto sigue inédita. Pero en mi memoria permanece intacta. Como si la hubiera visto ayer. Por eso no quería que acabara agosto sin traerla a esta escuela. Porque, lo dicho, vengo con retraso, pero –lástima- aún a tiempo. Digamos que me tomé un despacio –que a veces diría Esther- para hablar del filme de Miguel Gomes.


La primera escena de la película deviene una metáfora reveladora tanto de la película que empieza a desplegarse ante nuestros ojos como de la actitud del cineasta –su metodología, digamos- durante la producción de la película: un zorro acecha y luego acosa a unas gallinas en el corral de una casa de aldea. Ese cineasta astuto llamado Miguel Gomes también acecha en Aquele querido mês de agosto el paisaje y el paisanaje de las parroquias de Arganil en la sierra de Lousâ, en el distrito de Coimbra, para encontrar en el registro etnográfico de una comarca del interior y rural de Portugal una ficción esquiva.


O dicho de otra forma, transcurrida una hora –de las dos y media que dura- empezamos a darnos cuenta que la película documental que veíamos –campings, moteros, veraneantes, procesiones y verbenas de los días encantados de agosto cuando tantos emigrantes portugueses vuelven a sus aldeas natales para celebrar las fiestas patronales- ya estaba infectada por el virus de la ficción.


Miguel Gomes ha contado más de una vez –es un eufemismo, lo ha contado mil veces-: al fracasar la financiación de una película para la que había escrito un voluminoso guión –objeto de alguno de los momentos más hilarantes del filme-, empieza a rodar lo que puede, aquellas escenas –llamémosle documentales, de momento- con una cámara de 16 mm en agosto de 2006; luego vuelve a Lisboa, estudia y monta el material, y reescribe el guión en función de la ficción virtual que puede emerger de lo filmado. Y regresa en agosto de 2007 a los mismos escenarios para rodar la ficción latente en las imágenes del año anterior. No sólo eso, también filma al cineasta impasible -o sea, él, Miguel Gomes-, inasequible al desaliento, como si de un Buster Keaton luso y rechoncho se tratara, filmando esa película movediza titulada Aquele querido mês de agosto.


De hecho, la segunda escena de la película –un apagón eléctrico durante la actuación de una orquesta en una verbena- metaforiza irónicamente la catástrofe (financiera) que asedia el filme desde sus nacientes. O ese plano en que los trípodes y los reflectores son utilizados como tendedero de la ropa del equipo que filma la película -¿documental?¿ficción?- denota un trasvase entre la vida y el cine que alimenta el manatial de la película y la mirada del cineasta. Ficción expandida -dirá Adrian Martin en Rouge- en la imaginación del espectador, empujado a leer la primera hora a la luz de lo que va descubriendo en la hora y media restante.


De ahí la perspectiva irónica que amojona los materiales de Aquele querido mês de agosto, como si la ficción fuera una infección vírica que se propaga por cualquier registro fílmico por documental que sea. No hay grado cero en la escritura cinematográfica. Cualquier trozo de vida aprehendido por una cámara lleva la marca del pecado original de la puesta en escena. Pero Miguel Gomes tampoco olvida que ninguna puesta en escena puede protegerse de la vida que penetra en el filme cuando la película echa a rodar, como esa música que aparece en una toma y sobre cuya misteriosa procedencia hablan el director y el sonidista Vasco Pimentel mientras pasan los créditos finales.


Durante la primera parte de la película vemos situaciones que podrían encontrar acomodo en un filme etnógrafico clásico. Asistimos a una procesión fervorosa acompañada por una banda de música mientras una voz en off cuenta un milagro en carne propia acontecido mientras llevaba a la Patrona en andas; asistimos a actuaciones de distintas orquestas en verbenas de las parroquias de Arganil; escuchamos a un viejo en una bodega contar la historia terrible de un crimen sucedido en la aldea, mientras su mujer va acotando el relato con pocas palabra y mucha precisión; visitamos un puesto de vigilancia forestal en una de las cumbres de la sierra, seguimos a un camión de bomberos…


Pero el registro documental se va quebrando por momentos metafílmicos donde el proceso de producción del filme –con el propio cineasta en pantalla- cobra visos cómicos, pero que, precisamente por la vía del humor, alcanzan un aura poética, como en aquella escena en que el cámara, que filma a una orquesta actuando en una verbena, abandona la cámara en el trípode y se une al baile, o como aquella película de terror –una adaptación de Caperucita roja- que unos cineastas aficionados le presentan a unos viejos que asisten con la boca abierta a la proyección, para descubrir poco después que el sonido espeluznante de una escena patética corresponde a la grabación del viento en un monte que está siendo registrado por el sonidista de Aquele querido mês de agosto.


Y cuando ha transcurrido más de una hora advertimos que estamos instalados en una ficción, que Sonia, aquella chica que vigilaba los incendios es ahora Tania, la cantante de una orquesta en una verbena,



que el ayudante de dirección de Miguel Gomes es el teclista, y que Fabio, un jugador de hockey, es el primo de Tania y guitarrista de la orquesta Estrelas do Alva;


y contemplamos una historia de amor, celos e incesto en un paisaje y con un paisanaje que redescubrimos como escenarios y personajes de una tragedia rural, que brota por las hendiduras de lo real gracias a un montaje espléndido que crea armonías, rimas y correspondencias entre los elementos implantados en el filme como material etnográfico y rentabilizados en la segunda parte de la película como ingredientes de la ficción.




Y ese sutil enhebrado entre lo real y la ficción, que impregna también el tratamiento de la música –y de los temas musicales, que remiten juguetona e irónicamente al cine musical, donde lo sublime linda con lo ridículo-, alcanza su perfecta fusión en el clímax de la película, cuando las llamas de un incendio –presentido y real- atrapan el triángulo de la historia –ficción irremediable-, un efecto poético que reúne lo real y la ficción, lo visible y lo invisible, la vida y su representación en la casa del cine.


Lo diré ya: si tuviera que elegir las diez mejores películas de esta primera década del siglo, Aquele querido mês de agosto estaría entre ellas. Rebosa deseo de hacer cine. Y desprende la alegría de hacerlo. Y reencontrarnos a Ford, Renoir, Hawks y Rohmer preñando la mirada propia de Miguel Gomes. Añadiré también, en honor a la verdad, que, en aquella sesión del Filminho, cuando empezó la película éramos cuarenta espectadores y al acabar apenas quedábamos media docena. Por lo visto sucedió lo mismo en el Festival dei Popoli de Florencia. En fin, quizá los problemas para degustar ciertas películas sean todavía más graves de lo que imaginamos. Porque Aquele querido mês de agosto es una película leve, lúcida y lúdica, preñada de humor e ironía, extraña y moderna, divertida y conmovedora, táctil y lírica, humilde y serena. Dos horas y media de muy buen cine. Una belleza de Miguel Gomes en el aquel de filmar agosto.

Miguel Gomes,
director de
Aquele querido mês de agosto


(Todos los fotogramas pertenecen a Aquele querido mês de agosto)

30/8/10

A fuego lento

Fotograma de Van Gogh de Maurice Pialat

El 27 de julio de 1890 Vincent Van Gogh le escribe a su hermano Théo y le agradece la última carta y los 50 francos que contenía. Aunque sólo puede procurar que sean los cuadros los que hablen, le asegura que es algo más que un simple marchante de Corot, que tiene parte en la producción misma de ciertas telas que aun en el desastre conservan su calma. Y sobre su trabajo añade: arriesgo mi vida y mi razón destruida a medias.

Van Gogh llevaba encima esta carta a Théo cuando ese mismo 27 de julio se pegó un tiro en el pecho con un revólver en un trigal detrás del cementerio de Auvers-sur-Oise. El pintor herido volvió a la pensión Ravoux en la que vivía y murió en su cuarto dos días después. Poco después de su llegada a Auvers el 21 de mayo le había escrito a su madre:


Estoy plenamente absorbido por estas llanuras inmensas de campos de trigo sobre un fondo de colinas, vastos como el mar, de un amarillo muy tierno, un verde muy pálido, de un malva muy dulce, con una parte de tierra labrada, todo junto con plantaciones de patatas en flor; todo bajo un cielo azul con tonos blancos, rosas y violetas. Me siento muy tranquilo, casi demasiado calmado, me siento capaz de pintar todo esto.


En poco más de dos meses pintó más de setenta cuadros, por no hablar de los dibujos. En esos dos últimos meses se adentra la cámara de Maurice Pialat en su Van Gogh (1991). Uno no puede imaginar un director más adecuado para acercarse -porque de eso se trata, de acercarse- a un pintor como Van Gogh. Porque si el pintor, como nos lo muestra John Berger en las hermosas páginas de Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos, estaba poseído por un infinito anhelo de realidad, por un consumirse en la visión de la realidad física, por un deseo de arder en el aquel de pintar un trigal con el mismo esfuerzo con que lo sembraba un campesino y, por eso, cuando pintaba la tierra surcada de un campo recién arado, su propio acto encerraba el movimiento de la hoja removiendo la tierra, porque, mirara donde mirara, sólo veía el esfuerzo de la existencia, el trabajo de la vida, pues bien, si eso era para Van Gogh la realidad, para Pialat el cine es la aprehensión física del trabajo de los cuerpos abrazados por la cámara y sus películas se nos aparecen como zurcidos de bloques de vida, más que de secuencias, como pinceladas furiosas que iluminan el lienzo de la existencia, una realidad quebrada por elipsis abruptas -aun en el interior de una misma escena-, como si el montaje prolongara el cuerpo a cuerpo entre el cineasta y sus actores en que consiste cada rodaje de sus películas.


Pialat no filma una película sobre la pintura, sino sobre las últimas semanas de la existencia de un pintor llamado Van Gogh. No explica, muestra. El Van Gogh de Pialat soslaya el parecido físico del actor Jacques Dutronc con la imagen de los autorretratos del pintor, porque el cineasta busca la encarnadura íntima de una verdad vivida en un cuerpo, y el actor cuaja quizá la más conmovedora y delicada encarnación del pintor.

Pialat y Dutronc
en el rodaje de
Van Gogh

El guión de 400 páginas de Pialat enhebraba situaciones vividas por Van Gogh en aquellos dos meses en Auvers-sur-Oise,





un pueblo a 35 kms al norte de París que frecuentaron también Cézanne y Pissarro, amigos del doctor Gachet -coleccionista de pintura impresionista y pintor aficionado-, que se encargó de cuidar la salud de Vincent por encargo de Théo.

El doctor Gachet (Gérad Séty)
y Vincent (Jacques Dutronc)
en un fotograma de
Van Gogh

Pialat extrae de la correspondencia de Van Gogh y de los testimonios de quienes lo conocieron en Auvers el racimo humano de su película: el doctor Gachet,


Marguerite, la hija del médico,

con quien vivió una historia de amor y cuyo primer plano cierra el filme, con una mirada a modo de huella de una ausencia,

Marguerite Gachet (Alexandra London)
y Vincent en
Van Gogh


Adeline Ravoux, la hija de los posaderos, cuyo vestido azul, imagina Pierre Michon en "Vida de Joseph Roulin" -Señores y sirvientes-, quizá fue lo último que vio [Van Gogh], la visión que se llevó consigo,


Cathy, trasunto de Christine "Sien" Hoomik, una prostituta con la que el pintor había convivido,

Vincent y Cathy (Elsa Zylberstein)
en
Van Gogh


su hermano Théo,

Théo Van Gogh (Bernard Le Coq)
y Vincent en
Van Gogh

su cuñada Jo...

Jo Van Gogh (Corinne Bourdon) y Vincent
en
Van Gogh

Un racimo humano que permite emerger la insondable e irremediable soledad que embargaba a Van Gogh.


Pialat destila una película bañada por una luz elegíaca, en cada escena -aun en las que alumbra una joie de vivre- se respira un aire de despedida y la melancolía nos envuelve, sobre todo en la escena del burdel, con aquella danza de desfile que nos recuerda los rituales crepusculares de los filmes de Ford o el can-can que nos evoca a Renoir, o en las canciones que escuchamos conmovidos y nos traen a la memoria la derrota de la Comuna, como Le temp des cerises, o La butte rouge:

La colina roja se llama/ la bautizaron así una mañana/ cuando todos los que subían/ caían rodando./ Ahora hay allí viñas plantadas./ El que beba ese vino beberá/ la sangre de los camaradas... Qué buena sangre ha bebido esa tierra/ sangre de obreros y labradores/ porque nunca mueren los que causan la guerra/ siempre pagan justos por pecadores
.


La cualidad física del Van Gogh de Pialat que se palpa en cada fotograma neutraliza cualquier impresión de película de época -de cine histórico- para devenir un acercamiento al pintor como nuestro contemporáneo. La pintura de Van Gogh es tan incandescente como el cine de Pialat. La poética del fuego anima por igual al cineasta y al pintor. Y como Van Gogh, también Pialat es capaz de hacernos creer lo que vemos. Aunque, paradójicamente, el de Pialat quizá resulte el Van Gogh más contenido de cuantos se han representado en la pantalla.


El cineasta elige una combustión lenta y la llama sostenida frente al incendio que se desborda en el mito del artista atormentado y el genio doliente de otras películas sobre el pintor. Pialat conjuga su Van Gogh a través de la cotidianidad, de los rituales de los trabajos y los días, del pintor a pie de obra, aunque -otra paradoja- en contadas escenas lo vemos bregar con los pinceles, pero cuando lo hace -como cuando come, habla, bebe, camina o ama-, creemos en el pintor que vemos.

29/8/10

El mar

Leo en Pistolas y mares, un artículo de Luis Magrinyà a propósito de los cuentos de Anton Chéjov, que el escritor inglés William Gerhardie, nacido en Rusia en 1895, escribió un librito sobre el autor de El beso donde, por lo visto, dice que el realismo bien entendido debería consistir en extraer de la vida sus rasgos característicos -porque la vida, fuera del foco del arte, es como el mar: borrosa, sin forma y sin plan- y reubicarlos en un plan concebido para representar, bajo el foco del arte, la vida que es como el mar: borrosa, sin forma y sin plan.

Anton Chéjov

No parece mal traído. Salvo en el símil. Salvo en el mar. Salvo en los adjetivos. A ver, el mar será imprevisible, despiadado e indómito, pero, desde luego no es ni borroso ni informe. Quizá no tenga un plan, pero se comporta como si lo tuviera. Basta ver los dibujos de las olas de Leonardo da Vinci. El mar tiene mareas, rimas y ritmos. Bien lo saben los percebeiros. Bien lo sabían las mujeres que acudían a coger las nueve olas en A Lanzada en la celebración de los ritos de fertilidad. O sea, el mar es inteligible. Se hace oír y oye. Basta acercarse, cuando nada puede consolarnos, para comprobar que el mar nos habla, como si supiera, antes de que nosotros seamos conscientes, de lo que necesitamos escuchar. El mar, digamos, tiene su dramaturgia. La vida no es como el mar. La vida, fuera del foco del arte, es como la vida: azarosa, cabrona, hermosa, mediocre, misteriosa, caótica y cruel. Ruido y furia, ya sabéis. Un puñetero sinsentido. Pura improvisación. Chéjov le escribió a un amigo que ya era hora de que los escritores, especialmente los que son artistas, reconocieran que en este mundo nada se comprende. En fin, que la vida no hay quien la entienda. Pero el mar... Ah, el mar. Si yo os contara. Metal de infancia, que decía José Hierro.

Leonardo da Vinci, un diluvio

La vida y el mar. Lo inefable y lo inmenso. Desde luego no se lo pusieron fácil al realismo. Y menos cuando se trata de meter la inefabilidad en unas pocas páginas o la inmensidad en un cuento. William Gerhardie abre su novela Inutilidad con estas líneas: Y de pronto me di cuenta de que la única cosa que podía hacer era convertir todo aquello en un libro. Es lo que habitualmente hacemos con la vida. Bueno hay quien hace películas, novelas o funciones de circo. Pero un cuento para meter el mar o la vida... ¿en qué cabeza cabe?

Recuerdo que de pequeño, en la catequesis, don Agustín, el cura de Areas, nos contaba una historia de su tocayo, el de las Confesiones. Resulta que paseaba san Agustín por una playa cavilando sobre el misterio de la Santísima Trinidad y vio a un niño que llenaba un cubo con agua del mar y la vertía en un agujero que había hecho con sus manitas en la arena. San Agustín iba y venía por la playa, y el niño seguía vaciando cubos de agua en el agujerito. Entonces el santo le preguntó qué pretendía y el niño le explicó que quería meter el mar allí. San Agustín, conmovido, se arrodilló en la arena junto a la criatura y trató de hacerle entender que era imposible meter algo tan inmenso en un lugar tan pequeño. Entonces el niño le espetó que era aún más difícil desentrañar el misterio del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Masaccio, la Trinidad
de Santa María Novella en Florencia


Pero ni comparación. Lo de la Trinidad no es para tanto. Cuántas veces no habré conocido a ése en el que me había convertido y él me ha mirado como si no me conociera de nada, y el otro, desde el espejo, partiéndose de risa ante el espectáculo de mi perplejidad. O Pessoa, si vamos a eso, que gastaba tres trinidades. La Trinidad es un misterio sobrevalorado. Pero lo de meter el mar inmenso en un agujerito... Cómo se nota que San Agustín y Dios -niño mediante- no habían leído a Chéjov. Bueno, vale, tienes razón, Roberto, tampoco habían leído a Cheever.

John Cheever

Por cierto, acabo de leer que el próximo 13 de septiembre la editorial Duomo publica Cheever, una vida de Blake Bailey, una biografía literaria de 944 páginas. ¡Vaya banquete, Roberto! Un mundo. Como el mar.

26/8/10

Casi septiembre


El verano abrió el horno y por una rendija se ha colado un día tibio de otoño con luz de lluvia. Aún no caen las hojas ni estamos en París pero, cuando escucho When The Leaves Come Falling Down de Van Morrison, entonces es casi septiembre y, como decía aquél -y tanto le gustaba citar a Godard-, el recuerdo es el único paraíso del que no podemos ser expulsados...

24/8/10

El abrigo del tiempo


Hace cien años, en el verano de 1910, quizá por estas mismas fechas, Marcel Proust empieza a escribir En busca del tiempo perdido. Podría decirse, con toda propiedad, que emprende la construcción de una catedral de la literatura. Así imaginaba su propia obra, como una de esas catedrales -góticas que tanto le gustaban-, que se sabe cuándo se empiezan pero no cómo ni cuándo se terminan. En el curso de su escritura, Proust reelaborará textos redactados entre el invierno de 1908 y el otoño de 1909, concebidos en un principio como un ensayo a propósito de Sainte-Beuve, pero que derivan a partir de marzo de 1909 hacia una novela, o novela ensayística. Tras sucesivas tentativas de publicación, a mediados de julio de 1910 Proust abandona la obra que verá la luz de forma póstuma con el título que había elegido -Contra Sainte-Beuve. Recuerdos de una mañana-, y se entrega en cuerpo y alma a En busca del tiempo perdido. Viaja en busca de un tesoro primordial, el tiempo escondido en el pasado. Y escribe en cuadernos escolares para amojonar la escritura por el camino de vuelta a la infancia. Pero todo el tiempo perdido está ya en aquellos recuerdos de una mañana, quizá necesitó de los textos de Contra Sainte-Beuve para sentir -porque de sentir se trata- que no bastaban unos cientos de páginas, que necesitaba unos miles para que la memoria cuajara y el tiempo resucitara. Porque se trata de una resurrección.

Uno de los cuadernos escolares
usados
por Proust en la escritura de
En busca del tiempo perdido


Cada día otorgo menos valor a la inteligencia. Cada día soy más consciente de que sólo al margen de ella puede rescatar el escritor alguna parcela de sus impresiones pasadas, es decir, alcanzar algo de sí mismo y también la única materia del arte. Lo que la inteligencia nos devuelve con el nombre de pasado no es tal. En realidad, al igual que sucede con el alma de los difuntos en ciertas leyendas populares, cada momento de nuestra vida, tan pronto muere, se encarna y se oculta tras algún objeto material. Y allí permanece prisionero, eternamente prisionero, a no ser que demos con el objeto. A través de éste lo reconocemos, lo llamamos y queda liberado. Es perfectamente posible que el objeto donde se oculta -o la sensación, ya que, en relación a nosotros, todo objeto es sensación- no lo encontremos jamás. Y así, hay momentos en nuestra vida que nunca resucitarán. ¡Es tan pequeño ese objeto, está tan perdido en el mundo, existen tan pocas posibilidades de que se cruce en nuestro camino! He pasado varios veranos de mi vida en una casa de campo. A veces pensaba en esos veranos, pero no eran ellos. Había grandes probabilidades de que permaneciesen eternamente muertos para mí. Su resurrección obedeció, como todas las resurrecciones, a un mero azar. La otra noche, como regresé helado por la nieve y no podía entrar en calor, me puse a leer en mi habitación a la luz de la lámpara, y mi anciana cocinera se ofreció a prepararme una taza de té, infusión que no tomo nunca. Y quiso el azar que me trajera unas tostadas. Mojé la tostada en el té, y en el momento en que me llevé la tostada a la boca y la sentía ablandarse mientras el sabor del té me impregnaba el paladar, me invadió una turbación, efluvios de geranios y naranjos, una sensación de luz extraordinaria, de felicidad
...

Cuaderno de
A la sombra de las muchachas en flor


Y aquí, en el Sainte-Beuve, la tostada mojada en el té lleva al narrador de vuelta a los veranos de la infancia y a su abuelo que mojaba la tostada en el té y se la daba. Y el jardín, hasta entonces borroso y apagado a sus ojos, con sus avenidas olvidadas, brota de nuevo en su memoria, como esas florecillas japonesas que sólo renacen en el agua. Proust transmutará la tostada del abuelo en la magdalena de la tía Leoncia en los domingos de Combray, en las páginas de En busca del tiempo perdido, las frases se dilatarán en mareas memoriosas y en oleadas de emociones, hasta decantar la vida entera enhebrando el camino de Swan y el camino de Guermantes, una vida entera que experimentamos a través de una prosa de largo aliento, como si de una carrera contra la muerte se tratara. Porque la verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida es la literatura, leemos en la última parte de En busca del tiempo perdido. Vida vivida dos veces. Vida destilada por la memoria apresada en los objetos que encierran lo perdido. Vida resucitada.

Página manuscrita de
El tiempo recobrado


He tardado casi quince años en acabar de leer las tres mil páginas de En busca del tiempo perdido, pero sólo la semana pasada comprendí de forma cabal hasta qué punto Proust se abismó en el pozo de la memoria. Hacía cuarenta y cinco años que no dormía en la cama de mis padres, y hacía más de treinta que no dormía en la casa donde nací. La primera noche representó una experiencia tan abrumadora que no pegué ojo, como si la memoria me cercase, me tomase por asalto y quedase uno cautivo en una imagen de la infancia: yo debía tener diez años, era una mañana de verano y mi madre leía junto a la ventana de la habitación en que yo -ahora, de noche- no podía dormir. Lo asombroso es que debe ser la única vez que vi a mi madre -por así decir- ociosa en toda mi vida. Y yo era el guardian de su lectura. Entonces, en plena noche cálida de verano, sentí el frío -del pozo de la memoria- y me envolví con el abrigo del tiempo. Del tiempo perdido. Como Proust.