24/8/10
El abrigo del tiempo
Hace cien años, en el verano de 1910, quizá por estas mismas fechas, Marcel Proust empieza a escribir En busca del tiempo perdido. Podría decirse, con toda propiedad, que emprende la construcción de una catedral de la literatura. Así imaginaba su propia obra, como una de esas catedrales -góticas que tanto le gustaban-, que se sabe cuándo se empiezan pero no cómo ni cuándo se terminan. En el curso de su escritura, Proust reelaborará textos redactados entre el invierno de 1908 y el otoño de 1909, concebidos en un principio como un ensayo a propósito de Sainte-Beuve, pero que derivan a partir de marzo de 1909 hacia una novela, o novela ensayística. Tras sucesivas tentativas de publicación, a mediados de julio de 1910 Proust abandona la obra que verá la luz de forma póstuma con el título que había elegido -Contra Sainte-Beuve. Recuerdos de una mañana-, y se entrega en cuerpo y alma a En busca del tiempo perdido. Viaja en busca de un tesoro primordial, el tiempo escondido en el pasado. Y escribe en cuadernos escolares para amojonar la escritura por el camino de vuelta a la infancia. Pero todo el tiempo perdido está ya en aquellos recuerdos de una mañana, quizá necesitó de los textos de Contra Sainte-Beuve para sentir -porque de sentir se trata- que no bastaban unos cientos de páginas, que necesitaba unos miles para que la memoria cuajara y el tiempo resucitara. Porque se trata de una resurrección.
Cada día otorgo menos valor a la inteligencia. Cada día soy más consciente de que sólo al margen de ella puede rescatar el escritor alguna parcela de sus impresiones pasadas, es decir, alcanzar algo de sí mismo y también la única materia del arte. Lo que la inteligencia nos devuelve con el nombre de pasado no es tal. En realidad, al igual que sucede con el alma de los difuntos en ciertas leyendas populares, cada momento de nuestra vida, tan pronto muere, se encarna y se oculta tras algún objeto material. Y allí permanece prisionero, eternamente prisionero, a no ser que demos con el objeto. A través de éste lo reconocemos, lo llamamos y queda liberado. Es perfectamente posible que el objeto donde se oculta -o la sensación, ya que, en relación a nosotros, todo objeto es sensación- no lo encontremos jamás. Y así, hay momentos en nuestra vida que nunca resucitarán. ¡Es tan pequeño ese objeto, está tan perdido en el mundo, existen tan pocas posibilidades de que se cruce en nuestro camino! He pasado varios veranos de mi vida en una casa de campo. A veces pensaba en esos veranos, pero no eran ellos. Había grandes probabilidades de que permaneciesen eternamente muertos para mí. Su resurrección obedeció, como todas las resurrecciones, a un mero azar. La otra noche, como regresé helado por la nieve y no podía entrar en calor, me puse a leer en mi habitación a la luz de la lámpara, y mi anciana cocinera se ofreció a prepararme una taza de té, infusión que no tomo nunca. Y quiso el azar que me trajera unas tostadas. Mojé la tostada en el té, y en el momento en que me llevé la tostada a la boca y la sentía ablandarse mientras el sabor del té me impregnaba el paladar, me invadió una turbación, efluvios de geranios y naranjos, una sensación de luz extraordinaria, de felicidad...
Y aquí, en el Sainte-Beuve, la tostada mojada en el té lleva al narrador de vuelta a los veranos de la infancia y a su abuelo que mojaba la tostada en el té y se la daba. Y el jardín, hasta entonces borroso y apagado a sus ojos, con sus avenidas olvidadas, brota de nuevo en su memoria, como esas florecillas japonesas que sólo renacen en el agua. Proust transmutará la tostada del abuelo en la magdalena de la tía Leoncia en los domingos de Combray, en las páginas de En busca del tiempo perdido, las frases se dilatarán en mareas memoriosas y en oleadas de emociones, hasta decantar la vida entera enhebrando el camino de Swan y el camino de Guermantes, una vida entera que experimentamos a través de una prosa de largo aliento, como si de una carrera contra la muerte se tratara. Porque la verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida es la literatura, leemos en la última parte de En busca del tiempo perdido. Vida vivida dos veces. Vida destilada por la memoria apresada en los objetos que encierran lo perdido. Vida resucitada.
He tardado casi quince años en acabar de leer las tres mil páginas de En busca del tiempo perdido, pero sólo la semana pasada comprendí de forma cabal hasta qué punto Proust se abismó en el pozo de la memoria. Hacía cuarenta y cinco años que no dormía en la cama de mis padres, y hacía más de treinta que no dormía en la casa donde nací. La primera noche representó una experiencia tan abrumadora que no pegué ojo, como si la memoria me cercase, me tomase por asalto y quedase uno cautivo en una imagen de la infancia: yo debía tener diez años, era una mañana de verano y mi madre leía junto a la ventana de la habitación en que yo -ahora, de noche- no podía dormir. Lo asombroso es que debe ser la única vez que vi a mi madre -por así decir- ociosa en toda mi vida. Y yo era el guardian de su lectura. Entonces, en plena noche cálida de verano, sentí el frío -del pozo de la memoria- y me envolví con el abrigo del tiempo. Del tiempo perdido. Como Proust.
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Que maravilla de entrada Daniel, y yo sin leer el libro de Proust aunque cada inicio de año me propongo leerlo.
ResponderEliminarEstoy contenta de volver a leerte
Daniel: Yo, como Madison, también tengo esa deuda pendiente. La de leer a Proust, digo.
ResponderEliminarMás que nada, "por no perder el tiempo".
Gracias a ti, a lo mejor un día de éstos...
Pdta: Que sepas que se te echaba de menos.
Un abrazo.
Elías
Antes de leer tu entrada, quiero decirte que me alegra mucho que hayas vuelto. Un abrazo.
ResponderEliminarAhora sí, ya la leí. Maravillosa.
ResponderEliminarEstás haciendo un rescate de tu madre. Creo que a los varones nos marca más el padre. Tal vez creo esto porque tengo un hijo. O por que mi padre ya murió y mi madre no. O porque mi padre tiene más misterio y mi madre es más clara, más evidente. No sé. Me cuesta mucho rescatar a mi madre. Literariamente, al menos.
Un abrazo grande.
Ah, "En Busca del Tiempo Pedido" (los entrenadores de baloncesto lo llaman tiempo muerto)... Por hacer un comentario en los andurriales de tu entrada (estupenda) recuerdo, porque se trata de recordar, que gané una apuesta gracias al amigo Proust. Un desmemoriado se empeñó en que su famosa magdalena la mojó en café con leche. Por haberla mojado constatablemente en té hubo invitación opípara a langostinos. Quise compartirlos con Pedro Salinas, el primer traductor de su té y de sus ojeras, pero el hombre declinó amable y muertamente desde su tumba en Puerto Rico. Más tarde visité la tumba del propio Proust, en el Père Lachaise. Una siniestra losa de mármol negro (MARCEL PROUST) donde alguien había puesto una preciosa rosa fresca color bogavante. Cómo me acordé de mis pálidos langostinos de segunda división... ¿Los cisnes son marisco? Bienvenido de vuelta.
ResponderEliminarAyer llegue del trabajo a casa, encendí el ordenador y mientras hacia otras cosas oí tus pasos por mi casa. Luego vi el cesto de fruta. Gracias por tus palabras, para mi son todo un honor (quizás otra palabra que no atino a encontrar).
ResponderEliminarPensando en “En busca del tiempo perdido”, leyendo a Marcel Prout, rectifico, el pasado si existe, es lo único que en realidad existe…
Yo ando por la página 500 y pico, iniciando, abandonando, retomando, “A la sombra de las muchachas en flor”. Tu entrada le da un impulso. Tus entradas dan tanto placentero trabajo que uno anda como loco, como niño ensimismado en el escaparate de una pastelería.
Y como no mencionar algo que para Prust resulto importante en su recuerdo por las veces que aparece en “Por el camino de Swan”. “La Fiesta Paris-Murcia, a beneficio de los damnificados por las inundaciones de Murcia” ocurridas en la noche del 14 al 15 de octubre de 1879.
…
No lo dudes continuare haciendo CATLEYA con “En busca del tiempo perdido”.
Daniel, gracia. Un abrazo