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21/6/20

Algo así como...


Casi diría que Los Soprano fue lo mejor que le pasó a la televisión en los últimos veinte años. Desde luego no vimos nada mejor que Tony Soprano.


O lo que viene siendo lo mismo: lo mejor que le pasó a la televisión en los últimos veinte años fue James Gandolfini. Qué digo veinte, en los últimos cuarenta por lo menos. Se nos fue hace siete años (se cumplieron el viernes).


Recuerdo dos textos espléndidos in memoriam Gandolfini. Uno de nuestro querido Roberto (Villar Blanco). El otro de Marcos Ordóñez (el germen podéis encontrarlo en la nota de un cuaderno agavillada en la página 135 de Una cierta edad).


Uno te hacía preguntarte (te obligaba a imaginar) qué tal si tu padre fuese Tony Soprano (atrévete a pensarlo). Otro te hacía ver al niño agazapado en Gandolfini, escondido en la esquina de un plano.


Decía un viejo (y sabio) director que a los actores no se les dirige: se les elige; y, como mucho, se les corrige. Debemos estarle eternamente agradecidos a David Chase por haberle encomendado a James Gandolifini encarnar a Tony Soprano.


Durante años le tuve envidia (de la sana y de la otra) al creador de Los Soprano, pero uno ya tiene una edad y Ángeles, que me prescribe siempre lenitivos propicios, sólo me permite, en casos así, la rendida admiración.

Muhammad Ali con James Gandolfini 
en el set de Los Soprano.

En una entrevista le preguntaron a James Gandolfini qué le gustaría que le dijese Dios si existiera el paraíso. Se lo quedó pensando y se echó a reír:
Algo así como: hazte cargo un rato de todo esto, vuelvo enseguida.

A ver, Dios, ya estás tardando. No sé si me explico.

27/12/15

Como en navidad


De todas las historias que afluyen en el estupendo libro de Marcos Ordóñez, Beberse la vida: Ava Gardner en España, la que prefiero se debe a un testimonio de Paco Miranda, un pianista de clubes nocturnos que frecuentaba a la gente del cine.

Ava Gardner en La noche de la iguana (1964), 
de John Huston.

Hacía nada que Ava Gardner había regresado del rodaje de La noche de la iguana con John Huston y una noche iba caminando con Paco por Madrid, descalzos los dos, como le gustaba a ella: "Tienes que sentir la tierra que pisas, el suelo de Madrid". Entonces escuchan el camión de la basura. La actriz empieza a mover los brazos en medio de la calzada. Y el camión se para. A ver. El conductor tenía unos cuarenta años y su compañero, treinta y pocos. No se lo podían creer pero aquella mujer era la condesa descalza, Ava Gardner en carne viva.

Ava Gardner en el rodaje de una escena 
de La condesa descalza (1954), de Mankiewicz. 
(Fotografía de Robert Capa.)

A la actriz le encantó que la reconocieran, querían unos autógrafos y ella, de mil amores, y les pide si la pueden llevar a casa con su amigo Paco. Por poco los suben en brazos. El conductor buscó un trapo y se esmeró en limpiar los asientos. Se apretujaron los cuatro en la cabina y enfilaron la calle Mayor rumbo a Doctor Arce donde vivía Ava Gardner. Y ella encantada les suelta: "Estos sí que son hombres y no los imbéciles con los que tengo que acostarme en las películas". Aquello se les subió a la cabeza. Fue como si los basureros se hubieran bebido seis güisquis de golpe. El conductor metió la directa y  no pararon a recoger ni un cubo. El más joven no paraba de repetir: "Cuando lo cuente, no me van a creer. No se lo va a creer nadie". Todos estaban en la gloria. Y Paco empezó a cantar Tea for Two y ella le acompañó. A grito pelado. Cruzando aquella noche de Madrid.

Ava Gardner en Mogambo (1953),  de John Ford.

Al llegar a Doctor Arce, Ava le pidió a Paco que se quitara la corbata y se la regaló al conductor. Y luego que se quitara el cinturón, y se lo regaló al compañero. Luego abrió el bolso y sacó diez mil pesetas, y le dio cinco mil a cada uno. Y un par de besos. "Gracias por el viaje, preciosos", se despidió. Y los basureros se quedaron allí, soñando.


Era 1964. Era primavera en Madrid. Pero como si fuera navidad.

6/9/15

El ganso gris

A veces escribe uno algo aquí y pone punto final. Pero vete a saber por qué es punto y seguido. O puntos suspensivos... Aquel punto se resiste a clausurar el texto y, como una piedra en el agua produce ondas, despierta ecos dormidos, abre pasajes imprevistos, alumbra resonancias secretas. Aunque uno ya debía suponer que no se le ponía punto final a la celebración de Ingrid Bergman la semana pasada. El caso es que pasé estos días en compañía de algunas películas suyas que hacía más de diez o veinte años que no veía. Como Under Capricorn (1949) -aquí se tituló Atormentada-, la última película que Ingrid Bergman hizo con Hitchcock. Durante el rodaje, ella se fue un fin de semana a París donde se encontró por primera vez con Rossellini y se enamoró; Paisásu cine, ya la había cautivado. Under Capricorn me había gustado mucho y luego mucho menos; tan bella como extraña, nos depara algunos de los mejores momentos de Ingrid Bergman en una pantalla, como ese monólogo en un espléndido plano secuencia, donde la cámara asedia su rostro cuando se abren las puertas del pasado y descarga su corazón; o el plano de la puerta-ventana que deviene espejo.


Y sobre todo el primer plano con ese ojo como crisol de emociones, cuando se da cuenta de que el ama de llaves va a matarla.


Entonces recordé uno de los encargos que le hicieron a Brecht en sus días de guionista en Hollywood durante el exilio, escribir una historia para Ingrid Bergman. Lo cuenta en sus memorias -Una vida con Brecht- Ruth Berlau (asistente, secretaria, documentalista, colaboradora, fotógrafa del Berliner Ensemble, y su amante: una de las mujeres cruciales en la vida del autor de Vida de Galileo).

Ruth Berlau, en 1938, (había conocido a Brecht en 1933). 
Ruth, la Roja, le decían.

El escritor no valoraba mucho el trabajo como actriz de la Bergman, la encontraba demasiado empalagosa, pongamos por caso en Por quién doblan las campanas (1943), de Sam Wood. Brecht pensaba que debía interpretar un papel que no exaltara su belleza, sino todo lo contrario, así que tituló aquel guión El ganso gris. Unos años después lo llamaron para trabajar a pie de obra -la única vez que trabajó en un plató- durante el rodaje de Arco de triunfo (1948), de Lewis Milestone, para hacer más simpático el personaje de Joan Madou/Ingrid Bergman, que se prostituía. No sé si alguna de las sugerencias de Brecht llegó a la pantalla, pero cabe imaginar que de algo valieron porque Charles Boyer, tal vez celoso, pidió que el escritor se quedara en el plató hasta que terminara de rodar sus escenas, para que su personaje -el doctor Ravic- resultara tan simpático como el de ella.


Y recordé también algo que escribió Marcos Ordóñez:
Brecht muy posiblemente debió considerar a Galileo su más secreto y constante espejo. Como Galileo, Brecht es un sediento de conocimiento, un artista que mantiene una relación casi erótica con la realidad [una idea que, desde luego, Ruth Berlau confirma en sus memorias]: no deja de levantar sus velos en la esperanza de verla al fin desnuda y resplandeciente. (...) Dicho de otra manera: los mejor de Galileo es esa mirada que anticipa la mirada rosselliniana, que retrata  la aventura del conocimiento y la sensualidad de la razón, de la búsqueda, que se acerca al rostro de un hombre que no podía rechazar una idea nueva como no podría rechazar un vaso de buen vino, y que logra su quintaesencia en la primera escena, cuando Galileo explica al pequeño Andrea Sarti los misterios de Ptolomeo y Copérnico con ayuda de una silla y una manzana, una escena que hace pensar en Merlín explicando su saber al joven rey Arturo, como un prodigioso juego mágico.
 Rossellini con Ingrid Bergman 
en el rodaje de Stromboli.

No sé si Brecht vio Stromboli o cualquiera de las películas-Bergman de Rossellini. Quizá hubiera reconocido en ellas ecos olvidados, pasajes inusitados o resonancias íntimas de aquel proyecto extraviado en algún cajón o archivo recóndito de algún estudio de Hollywood, en las páginas perdidas de un guión titulado El ganso gris.

29/11/12

Lola Gaos en el bosque



Así empezó Furtivos. Con esos dos motivos primordiales: Lola Gaos y un bosque. Esa fue la idea que le propuso Borau a Gutiérrez Aragón para desarrollar el guión. ¿Y qué hace Lola Gaos en el bosque?, le preguntó. De eso trata en buena medida Furtivos pero de momento ellos no sabían qué iba a hacer. Ni siquiera sabían que se iba a titular así. Borau quería hacer una película con Lola Gaos y el escenario principal debía ser un bosque. Y algo más: quería rodar cuanto antes.


Estamos en julio de 1974 y Borau acaba de estrenar Hay que matar a B., una película que le costó nueve años ver en una pantalla a partir de un guión a cuatro manos con Antonio Drove, uno de sus alumnos predilectos en la E.O.C. Un thriller casi abstracto, descarnado, puro hueso, tal como lo concibió el propio cineasta; una película de hechuras langianas, diríamos. Un verdadero ovni en el cine español, una película rara con un reparto internacional que incluía a Patricia Neal, Burgess Meredith o la chabroliana Stéphane Audran..., pero que no facilitó la distribución. Un proyecto frustrante para Borau que también lo pasó mal durante el rodaje y, cuando consiguió estrenar la película, tuvo que soportar cómo la consideraban, las más de las veces, como una mera imitación -aunque competente, en el mejor de los casos- de un cine americano comercial. Y le dolió más si cabe porque, siendo la tercera película que dirigía, es la primera que considera realmente suya. Tan suya como Furtivos.


Quizá no le hubiera gustado a Borau la apreciación de Hay que matar  a B. como un ejercicio de estilo, pero es un ejercicio de estilo. Creo que estaría de acuerdo en que esa primera película cifraba su poética. Hay que matar a B. es Borau en estado puro: un filme seco, afilado, conciso; ahí vemos al Borau cineasta y al Borau teórico del cine, la mirada del cineasta y la visión del teórico. Hay que matar a B. deviene una película cardinal de su (corta) filmografía, y quizá la matriz de su concepción del cine. Pero después de tantos sinsabores quería cambiar de registro -como hizo siempre- y recuperar cuanto antes el placer de rodar. Para un cineasta apasionado pero reflexivo, que le gustaba preparar sus películas minuciosamente, Furtivos resulta una película casi apresurada. Desde luego había un íntimo apremio. De pasar página. Y hacer una película con Lola Gaos y un bosque.


Con esa idea germinal en mente, Gutiérrez Aragón sacó del cajón un argumento en el que había trabajado sobre un furtivo del valle del Cabuérniga, en Cantabria; aquel alimañero era un tipo casi legendario al que hicieron guarda forestal para retirarlo del furtivismo. Y empezaron a cocinar el guión. Borau comentó durante una de las sesiones el papel de Lola Gaos en Tristana y la resonancia del nombre de su personaje -Saturna- le trajo a la memoria el cuadro de Goya -Saturno devorando a sus hijos-, y ahí afloró la piedra angular de la película que cifraron en una línea: Saturna devora (anímica y sexualmente) a su hijo en el bosque. Gutiérrez Aragón enhebró el cuento de Hansel y Gretel en el tejido narrativo que se iba cocinando y se escuchará de fondo, como un armónico del bosque primordial: un padre pusilánime se deja convencer por una madrastra ruin y abandona a sus hijos en el bosque; allí los niños se topan con una bruja malvada, y la niña deberá defender a su hermano de la bruja que lo quiere devorar. Con esos mimbres dieron forma a la historia y redactaron la primera versión del guión.


En agosto viajan a Santander para localizar el bosque y conocer al personaje en el que se había inspirado Gutiérrez Aragón para su historia del furtivo, uno de los últimos alimañeros del bosque del Saja. Después de patear los bosques y escuchar a Pepe el de Fresneda, encuentran la espina dorsal de la historia y Borau se engancha definitivamente con un proyecto que también se centra temáticamente. Era el punto de no retorno.  A partir de ese viaje tienen claro el nudo conceptual de la película que gira en torno a lo recóndito -una corriente subterránea que nutre la filmografía de Borau-, las pulsiones escondidas, vividas furtivamente, ocultas en la hojarasca íntima del bosque. Y encuentran el título perfecto: Furtivos.


Y claro, no podemos obviar, la lectura metafórica que propiciaban esos materiales conceptuales, temáticos y narrativos. Borau y Gutiérrez Aragón escriben el guión en el ocaso del franquismo y se estrenará dos meses antes de la muerte del dictador. Furtivos muestra el universo clandestino y feroz -podrido, sangriento y despiadado- bajo las apariencias bucólicas del bosque, la máscara de una paz oficial. Después de la abstracción -descarnada y desarraigada- de Hay que matar a B., Borau elige, por así decir, un asunto carpetovetónico -español hasta las cachas, dijo alguna vez-, un espejo del presente más rústico, en las fronteras de lo rural y lo urbano (la frontera, otro de sus temas cardinales), amojonado de situaciones preñadas de sangrienta carnalidad. Pero gracias al estilo, a las formas, los personajes y sus vidas mantienen su autonomía narrativa, liberados de la carga referencial: Martina (Lola Gaos), Ángel (Ovidi Montllor) y Milagros (Alicia Sánchez) son personajes vivos, no meras figuras simbólicas. Cerremos este flashforward y volvamos a la cocina del guión.


O mejor, a la cocina de Furtivos. Porque esta vez el tiempo del guión y el tiempo del rodaje se solapan. Borau necesita rodar en otoño -el otoño del patriarca- y escriben a todas horas, pero el tiempo se les echa encima y la producción se comienza a preparar con una 3ª versión, y escriben la 5ª -la definitiva- durante el rodaje: sobre todo escribe Gutiérrez Aragón, por las noches, mientras Borau va dibujando plano a plano las escenas que filmará al día siguiente.


Si Lola Gaos -el deseo de filmarla- era una de las nacientes del proyecto de Borau -Lola Gaos era una intelectual [y una militante de la izquierda revolucionaria], pero su físico era el de un cuerpo arrancado a la tierra, como un sarmiento; y por sí misma, constituía un tema, contaba el cineasta- y era Martina desde siempre, los personajes de Ángel y Milagros tardaron en encontrar los cuerpos que los encarnasen. En principio, Borau había pensado en Ángela Molina para Milagros, pero la actriz, encantada con el papel, tenía un contrato para dos películas y no podía raparse el pelo como exigía el guión, y el director no quería ni oír hablar de una peluca, escarmentado con los problemas que había acarreado la Audran y sus pelucas en Hay que matar a B. (tendrán que esperar a La sabina para trabajar juntos). Será Gutiérrez Aragón quien -felizmente- le sugiera a Alicia Sánchez, una actriz del grupo Tábano. 


Y Lola Gaos a Ovidi Montllor para el papel de Ángel. El casting del triángulo-matriz de Furtivos no pudo ser más inspirado.


Y el gobernador, al no encontrar fechas López-Vázquez, reescribieron el papel para que lo encarnara el propio Borau, un personaje con un aquel de niño caprichoso cuando lo contrarían.


Que no parecieran actores era una de las premisas de Borau para el casting  y se llegó a contactar con el torero Victoriano Valencia (para Ángel) y con Ángel Nieto (para el Cuqui, el delincuente novio de Milagros). Queda anotado para dar una pista de lo peregrinas que debían resultar las ideas de Borau en el contexto de una industria que siempre tuvo tan claro como cuadriculado qué se puede y qué no se puede hacer. En pocas palabras, para la industria -lo que pueda llamarse así- del cine español, un proyecto como Furtivos era un despropósito de principio a fin. Otro flashforward, muy breve: Furtivos fue un taquillazo, el único en la trayectoria de Borau. En fin, ¿hace falta recordarlo?: de lo que le gusta al público nadie nunca sabe nada.


Hasta le parecía un disparate a Luis Cuadrado, el director de fotografía; eso sí, le permitía desplegar los efectos que prefería, esos interiores con luces a lo Zurbarán, esa combinación de verdes con rojos ardientes y ocres, esos violetas o rosas de los pañuelos o las batas, esos platas de las corrientes de agua yuxtapuestos con los tierra, esos negros de luto y blancos níveos... Y eligieron el hayedo de Montejo, al norte de Madrid, como localización principal del bosque, más propicio que el cántabro (de la historia original) para el despliegue cromático de Luis Cuadrado.


Una fotografía espléndida (como la de El espíritu de la colmena) a la que no le hacen justicia los fotogramas que amojonan esta entrada. Y eso que se estaba quedando ciego y -lo cuenta Teo Escamilla, su operador por entonces- calculaba el diafragma (de la óptica de la cámara) por el calor que desprendían los focos; por así decir, iluminaba por el tacto: así de táctiles son las imágenes de Furtivos.


El rodaje comenzó el 4 de noviembre de 1974, se menciona un cuatro de noviembre en una escena de la película (un cuatro de noviembre empezará también el rodaje de Río abajo, quizá el Borau que prefiero, pero con una suerte bien distinta). Fueron dos meses duros pero el cineasta disfrutó filmando como pocas veces. Se presupuestó en 12 millones de pesetas, que salieron del bolsillo de Borau: invirtió cuanto había ganado con la publicidad. No quería depender de ninguna ayuda ni servidumbre. Quería las manos libres para su película española. Para acabar la post-producción tuvo que vender el local de la oficina de su productora El Imán. Y luego la censura quería cortar cuarenta planos. Pero se negó en redondo, nadie iba a tocar su película, y eso que no le concedían la licencia de exhibición, aun así prefería meterla en un cajón que amputarla. Y se salió con la suya -resultó muy oportuno el ultimátum del Festival de San Sebastián: si no iba Furtivos, no iría ninguna película española- cuando el dictador tenía los días contados, pero seguía derramando sangre. Furtivos se estrenó el 9 de septiembre de 1975. Dieciocho días antes de los últimos fusilamientos del franquismo.



Continuará...


Adenda de las 10 h. Esta entrada se publicó en la madrugada de este jueves 29 de noviembre. Ahora acabo de leer en El País el artículo de Marcos Ordóñez -en la sección El hombre que fue jueves- titulado Borau el irresumible, una feliz coincidencia que celebro (no podía soñar con mejor compañía). Menos mal que nos queda Marcos Ordóñez, y poco más, para volver a las páginas de un periódico que ya no sentimos nuestro.
       

19/11/12

Nos han visto



Desde la anterior estación ha viajado uno en el Tren de sombras con alguna inquietud por si aquellas cuatro modalidades de cine que, como dejé allí apuntado, lleva Guerín en sus vagones, disuadían a éste o aquél viajero de abordar este convoy fílmico, es decir, por si connotaba un viaje lento y complicado, con cambios de máquina y enganches latosos. Nada de eso, el Tren de sombras aventura un viaje por el tiempo (del cine) y como todo viaje en el tiempo tiene algo de sueño y algo de juego, como todo viaje fantástico. Y una cierta ironía como aquel Comboio descencendente de Pessoa que cantaba Zeca Afonso.



En realidad, la forma de este Tren de sombras  se reconoce en el espejo de esos dispositivos tan queridos por Borges, donde el cuento cobra visos de ensayo y viceversa (en sueños dentro de sueños y ficciones-laberinto), o por Bioy, donde aquel evadido de La invención de Morel se abisma en una imagen para vivir para siempre bajo la mirada de su amada Faustina. En Tren de sombras se diría que Guerín cae en el cine arrebatado por el vértigo de una mirada. Una mirada, tan frágil como la película que la cobija, y que el cineasta salva de las ruinas del tiempo. He ahí el viaje fantástico que nos aguarda en un Tren de sombras.


Más de una vez evoqué en esta escuela aquel curso que impartió Víctor Erice en julio de 1994 en la EIS de A Coruña y al que también asistió Guerín. Unos años después -tras haber viajado en el Tren de sombras- comprendí que algunos de los comentarios que iba dejando caer durante aquellas jornadas eran ideas que, o bien habían cuajado ya o estaban en trance de hacerlo, o que las palabras de Erice sobre Nosferatu o Tabú de Murnau o la propia El sol del membrillo despertaban, como si sembraran imágenes germinales en el terreno propicio, con vistas a la película por venir: el eco del intertítulo de Nosferatu -...y los fantasmas acudieron-, aquella cita de El reino de las sombras de Gorki, o aquélla de Bazin referida al cine como arte funerario -el cine como arte de embalsamar el tiempo-, aquel apunte sobre el cine de jardín con que se refería tanto a las películas de aficionados como a las que rodaron los propios Lumiêre en su jardín y que formaron parte de las primeras proyecciones fundacionales del cine -y que remiten a la pintura de jardín de los impresionistas- y, desde luego, a una película como El sol del membrillo, quizá el cine de jardín por excelencia. Lo supimos después, Guerín entonces ya estaba trabajando en Tren de sombras, dando forma, invocando a los fantasmas que iba a llevar de pasajeros. Al verano siguiente Erice lo visitó en Le Thuit, en Normandía, donde Guerín rodaba una película habitada por los espectros del cine.

Guerín, en el centro, junto a la cámara, 
en un momento del rodaje de Tren de sombras

Aludí más arriba a la ironía con la que el cineasta nos lleva de viaje a través de un juego espectral, que también podría verse como un laberinto de espejos. Y conviene insistir en el juego porque la película de Guerín nos invita a participar en un como si. Es decir, por más que se haya definido Tren de sombras como cine experimental, como un filme mestizo de documental y ficción, y hasta como un ensayo cinematográfico documental de arte mudo -en palabras de Doménec Font-, y cabe pensar que a mediados de los setenta del siglo pasado se catalogaría como de arte y ensayo, y llevando todas esas etiquetas algo o mucho de razón, sería más justo aludir al cuento de fantasmas o al cine fantástico -en estado puro- como claves genéricas para acercarse a la película con el ánimo propicio, eso sí, sabiendo que es una película fantástica -de fantasmas- desplegada con las formas de la modernidad cinematográfica, no las del cine clásico. De la misma forma -ah, las formas- que en un cuento de Borges puede resonar el universo de Las mil y una noches tras los siete velos de un ensayo crítico o la trama de un texto de teoría literaria puede revelarse como la puesta en escena de alguien a quien Borges había empezado a llamar un tal Borges. Otra vez entonces el juego... de las formas. El como si. Y Tren de sombras declina -lo apuntamos en la estación anterior- cuatro de sus modalidades. Por lo menos.


La primera modalidad de ese como si se cifra en la película familiar recuperada, tal como se anuncia con el texto que sirve de pórtico a la película, donde podemos leer que en la madrugada del 8 de noviembre de 1930, el abogado parisino Gèrard Fleury salió en busca de la luz adecuada para completar una filmación paisajística en torno al lago de Le Thuit; ese mismo día murió en circunstancias aún no esclarecidas. Poco antes había realizado una de sus películas familiares: sería su última película. Una película que no se conservó adecuadamente y durante décadas la humedad dañó el celuloide de forma irreparable. Hemos procedido a su restauración. El texto termina apuntando que las imágenes, rudimentarias pero vitales, de esas viejas escenas de cine familiar, vienen a rememorar la infancia del cine.




Sinteticé los ingredientes primordiales del texto porque ahí se apuntan las claves y propósitos de Tren de sombras. Por un lado, restaurar una película familiar porque sus imágenes son portadoras de la memoria de los orígenes del cine; no porque sea una de las primeras películas sino porque su formato amateur remite a la forma de hacer cine de los pioneros, aquel cine de jardín de los Lumière -en realidad, cualquier home movie lleva ese adn en sus imágenes-, una metáfora del paraíso, a salvo de los estragos del tiempo (tiempo embalsamado), esos días del cielo en el jardín familiar. Nos encontramos, por tanto, ante la vertiente arqueológica, de recuperación de pieza con valor histórico (para el cine, para los cinéfilos: quien ama el cine profesa amor por los fantasmas). Pero se señala también que se trata de la última película del señor Fleury, añadiendo un valor testimonial -y aun testamentario-, y, un dato nada desdeñable, el enigma de su muerte.




Desde el primer momento -y blanco sobre negro- la película familiar del señor Fleury se nos presenta enhebrada con un caso sin resolver, y cualquier espectador puede sospechar -aun antes de que se nos muestren sus imágenes- que en esa película recuperada puede encontrarse la clave del enigma. En pocas palabras, la película familiar del señor Fleury deviene la matriz del misterio, y la arqueología del cine un juego de pistas, una investigación detectivesca. El documento aparece, desde el umbral de la película, contaminado por la ficción. Aunque casi habría bastado la mención de que salió en busca de la luz adecuada... y murió en extrañas circunstancias. Como si el cine le costara la vida. Dicho de otro modo, Tren de sombras es, en rigor, una película de misterio. Estamos en el cine. Un cine de resonancias fantásticas, como se sugiere en el subtítulo: El espectro de Le Thuit.


De hecho, el misterio es un ingrediente primordial -matriz y motriz- en la concepción de Tren de sombras. El propio Guerín ha confesado un sentimiento de desasosiego ante las viejas escenas de una película familiar, que no deja de ser íntima por torpe y tosca que sea, donde se vuelve muy presente -y late con fuerza- la idea de que estamos viendo a personas desaparecidas, que ya no están y, sin embargo, las vemos moviéndose con la misma naturalidad que los vivos en una suerte de indiferencia extrañísima. Esa sensación inquietante anima Tren de sombras y moviliza nuestra mirada en el curso de la película. ¿Quiénes son esas personas que se divierten en el jardín? Son fantasmas. Para mí, las películas familiares, a condición de que el tiempo pase por ellas, se convierten en películas de misterio... O sea, Tren de sombras se convierte en una ficción desde la raíz. Y desde los créditos.


Y claro, hasta tal punto estamos en el cine, que no existe tal película familiar del señor Fleury. O mejor, Guerin nos propone un juego: hagamos -veamos- como si existiera. Y nos la muestra. Una película muda y en blanco y negro, rodada en soporte de 16 mm cámara en mano -concretamente una Bollex Pallard-, un negativo que luego se hinchó a 35 mm, de tal forma que, durante la proyección, no existe diferencia en el tamaño de la imagen con las que fueron rodadas originalmente en 35 mm y en color, otras dos modalidades del como si. La película familiar fue -en la realidad- rodada por Tomás Pladevall, el director de fotografía que firma Tren de sombras bajo la dirección de Guerin, tras haber estudiado en auténticas películas familiares los, por así decir, rasgos de estilo, formas de hacer, los tics de un cineasta amateur. En fin, rodaron esa pieza como si fuera una verdadera película familiar para que nosotros la veamos como si de tal se tratara (y sembraron pistas del enigma que ocultaba, y aun de otras películas posibles entre sus imágenes, en los vagones del Tren de sombras). En esa fase del rodaje tuvo lugar la visita de Erice a Guerín en el verano de 1995.






Vemos esa película familiar, amojonada por carteles con títulos juguetones para cada una de las escenas tópicas del cine casero: los retratos de familia, los juegos infantiles en el jardín, travesuras, escenas de cine cómico (como el episodio de las corbatas animadas), el baño en el río, la comida, el baile de disfraces, el columpio, excursiones... Escenas que no sólo remiten, como ya señalamos, a los Lumiêre y al cine amateur (cómo no iba a acordarme de José Ernesto Díaz Noriega, ese gran cineasta amateur que hacía de cada película familiar una pequeña obra de arte... de amar el cine, uno de los primeros cineastas a los que invitamos a impartir una lección magistral en la EIS), sino también al cine de Renoir con momentos que nos hacen rememorar escenas de La regla del juego y otros especialmente significativos (en el curso de Tren de sombras) como la escena del columpio, con resonancias del mismo motivo en Un día de campo.





Pero no bastaba como si fuera una película familiar de 1930, además debía ser como si hubiese estado mal conservada y el tiempo la hubiera estragado. O sea, una vez rodada la película familiar la rayaron, la patearon, la dañaron con detergentes.  Pero no de cualquier manera ni en cualquier momento.


Lo hicieron durante la postproducción, mano a mano entre Guerín y el montador Manuel Almiñana, pero de forma calculada, creando rayas, trazos, manchas, en momentos elegidos y durante una cantidad determinada de fotogramas medida en el curso del montaje; inscribiendo el tiempo en el celuloide, en la materia misma de la película pero con vistas a que cobrara, en la proyección, valores rítmicos, tonales, musicales. Tren de sombras resulta así una película musical en un sentido orgánico, en sentido matérico.




En esa película familiar dañada por el paso del tiempo -enferma de tiempo, diríamos- resuena la infancia del cine -como en tantas películas caseras perdidas-; Guerín, casi resulta una obviedad mencionarlo, eligió una fecha significativa: ese 1930 señala la transición del cine silente al sonoro y el fin de aquella infancia, y quizá más decisivo, de la convivencia de diversos tipos de cine a un modelo industrial hegemónico que acabará por reducir los otros cines a una existencia marginal.




Esos otros cines resuenan también en la película familiar de Tren de sombras, con ecos de la experimentación plástica en el cine desde un Jean Epstein a un Norman McLaren o Stan Brakhage.




La segunda modalidad del como si se corresponde con el segmento que, en un primer momento, se viste con las formas del documental -en color y 35 mm-, como si visitáramos en 1995 los lugares donde se rodó la película familiar recuperada y, en particular, el interior de la mansión del señor Fleury, deambulando por las estancias en busca de la huellas -como naturalezas muertas- de quienes las habitaron y nos miran desde las fotografías, y que la cámara acecha en los espejos, en las sombras, al compás de los relojes insomnes, tic-tac, tic-tac, tic-tac, metrónomos de la música del tiempo que anima este juego de presencias y ausencias; pero, como si la mirada de Guerín y  la cámara de Tomás Pladevall  invocaran a los fantasmas, no tardarán en manifestarse. Digamos que el tramo más documental de Tren de sombras -sin actores, con la presencia humana reducida al mínimo (algunas gentes del pueblo, los caseros que cuidan de la mansión)- deviene la modalidad más fantástica, la naturaleza primordial del cine como desvelamiento y revelación de lo invisible.






Al atardecer -recordaba Tomás Pladevall a propósito de la fotografía de la película (concretamente de este segmento que comentamos)-, un rayo de sol que se filtra por la cortina incide sobre el reloj, de tal modo que el movimiento de su péndulo produce un reflejo de luz cálida sobre la cámara de Mr. Fleury. Esta palpitación efímera, ilusoria, fruto del azar o de una conjura entre la luz y el tiempo, se insinúa hasta provocar una nueva mirada sobre aquellas viejas imágenes.


Resulta conmovedor que el director de fotografía, autor -con Guerín- de esos efectos de luz, parezca atribuírselos, años después, a los dioses lares de Tren de sombras, como si él mismo escribiera poseído por la lógica de los fantasmas.


No conseguí encontrar el texto que escribió Marcos Ordóñez para la presentación de la película en el Festival de Sitges, traigo aquí estas líneas gracias a las páginas que le dedica Domènec Font a Tren de sombras en su libro póstumo Cuerpo a cuerpo, donde aparece esta cita: La luz sigue descendiendo y las paredes de la mansión, hasta entonces mudas, se convierten de pronto en una caverna platónica, una fantasmagoría de luces y sombras, de ramas y hojas movidas por el viento, como una nueva premonición de  todo lo fugitivo que busca ser aprehendido de nuevo, aunque sólo sea por un instante.  


Una noche de estirpe lunar, con lluvia, rayos y truenos. Una noche de presagios. Una noche del cine y de cine, porque en la oscuridad todo cobra vida, como nos recordaba aquel productor, trasunto de Val Lewton, en Cautivos del mal de Minnelli. Y todo parece animarse al compás de La noche transfigurada de Schönberg, y el cineasta recupera la mirada creadora del niño jugando con las sombras en su habitación, imaginando imágenes, imaginando el cine con las sombras, sellando un pacto secreto de por vida con la noche del cine.


Entonces, regresan del reino de las sombras las imágenes de la película familiar. Vuelven como fantasmas, como manifestaciones de una ausencia, pero esta vez el arqueólogo deja su sitio al detective -y aun al investigador forense- para analizar en la moviola esas imágenes de la película casera del señor Fleury. Llega el momento de la tercera modalidad de Tren de sombras, donde el cineasta hace como si montara otra vez aquella home movie para encontrar los relatos secretos -las historias ocultas- que no apreciamos en el montaje original (o sólo llegamos a sospechar) y quizá -sólo quizá- encontrar las claves del misterio.




El montaje deviene experimentación plástica, a través de la mecánica de la moviola, con el paso de los fotogramas -esa tracción mecánica (visual y sonora)-, y juego lingüístico, a través del corta y pega de los fotogramas que permiten re-significar las escenas, construyendo otros sentidos, es decir, montando con las mismas imágenes otras películas: la relación amorosa entre el tío Etienne y la criada, pero también la mirada de la pequeña Marlette que parece descubrir esa historia clandestina, o la atracción -¿incestuosa?- entre el señor Fleury y Hortense... en un inagotable flujo de sentidos.




Y así Tren de sombras destila también una reflexión sobre el trabajo del cine: una mirada que hace ver lo que no está en las imágenes, sino entre las imágenes, o dicho de otra forma, lo que sólo va a cobrar forma en la mirada del espectador.


Entonces llega el momento de reconstruir -en color y 35 mm- la filmación de aquella película familiar, la cuarta modalidad: como si fuera la película de la película, cine sobre cine, como si de un making off se tratara, como si remontáramos el tiempo con el Tren de sombras y volviéramos a 1930 para verificar las hipótesis derivadas de la investigación en la moviola.




Un segmento que nos recuerda algunas películas de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet -Sicilia!, pongamos por caso-, donde las imágenes cobran formas rituales, donde los movimientos y los gestos aparecen coreografiados como una danza suspendida, como si vivieran en un mundo paralelo al nuestro, y sólo pudiéramos contemplarlos a través de un cristal de tiempo. Y escuchar de los labios de la criada las únicas fases de la película: Nos han visto.


Desde el otro lado del cristal. Del tiempo. Del cine. Desde el otro lado de la pantalla. O sea, también ellos nos han visto.


Y a través de ese cristal -de esa ventana- de tiempo contemplamos el regreso del espectro de Le Thuit para rodar su última escena.






El tejido fílmico de Tren de sombras aflora en la conjugación de esas modalidades, en el juego de los como si que propone. El propio proceso de producción de la película se corresponde con la experiencia que vivimos en el aquel de verla. Y nos convierte en generadores de otra modalidad de Tren de sombras, en autores de otra película , jugando a otro como si.




De la misma forma que Guerín descubre historias ocultas en la película familiar, también nosotros, espectadores, jugamos a cineastas -nos anima a ello el viaje en el Tren de sombras- y desvelamos una película distinta, la que anida en el vértigo de la mirada de Guerín sobre una imagen arrebatada a los estragos del tiempo, la imagen de una mirada-objeto de deseo (de cine). En la fascinación de un rostro femenino. En esa mirada que empieza a detener los fotogramas del rostro de Hortense, como si quisiera, más que desvelar un misterio, perderse en él, atrapado en otro tiempo, el de esos fotogramas, el del cine... Y reencontrar a la amada muerta. O traerla de vuelta. Esa fascinación destilada también en Laura de Otto Preminger o Jennie de William Dieterle.  O La mujer del cuadro de Lang. O -ya lo hemos sembrado- Vértigo de Hitchcock.


Al reconstruir la filmación de la película familiar confirmamos la historia de amor del señor Fleury y Hortense, y transfigura y la colma de sentido todo cuando vimos en Tren de sombras: aquella película casera sólo era un pretexto para filmar a la mujer amada, para mirar su mirada enamorada. Pero, arrastrados por ese tren en fuga, que no deja de proyectar sus sombras en los adentros, no podemos sino montarnos nuestra propia película, siguiendo el ejemplo del cineasta y con las pruebas que deja a la vista.




Y entonces, Tren de sombras, puede verse como la historia de un cineasta que restaurando una vieja película familiar se enamora de una mujer que aparece en sus imágenes, es decir, de un fantasma de cine. Al fin y al cabo, para tantos directores -Guerín entre ellos- filmar el rostro amado -o que podría ser amado- deviene la razón última del cine. Tal vez siempre hemos querido que la persona amada tenga la existencia de un fantasma, dice el protagonista de La invención de Morel. Sólo que la conjugación de los como si en nuestra mirada tiene un efecto multiplicador -un laberinto de espejos- y nunca estamos seguros de si Guerín es ese prófugo que se reúne con su amada en el tiempo de una imagen o ese Morel que inventa un dispositivo -ese Tren de sombras- para que nuestra mirada invente -monte- esa experiencia. Probablemente los dos.


Por así decir, ese Tren de sombras viaja por la memoria del cine y al tiempo -ah, el tiempo- lleva en sus vagones todos los cines -el documental y la ficción, el mudo y el sonoro, el ensayo y la experimentación, lo teatral y lo pictórico, los orígenes y las vanguardias-, o mejor, ese Tren de sombras nos trae resonancias de todo el cine que hemos visto.


Todos los fantasmas que nos han visto.