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14/12/14

Rituales de ocaso


Volvimos a ver (y volvió a conmovernos) She Wore a Yellow Ribbon, o sea, "Llevaba una cinta amarilla", que aquí se estrenó como La legión invencible (un título que, como acontece  tantas veces, desprende épica donde debería destilar melancolía). Forma parte -con Fort Apache y Río Grandede la llamada trilogía de la caballería de John Ford, aunque ese rótulo de trilogía -más allá de que las rodara en un par de años- resulte ciertamente arbitrario: ¿por qué, ya puestos, si hablamos del universo de la caballería, no incluir en la serie filmes como El sargento negro o Misión de audaces (cuyo título original, nada épico, reza justamente The Horse Soldiers, o sea, "Soldados de caballería")? Pero vayamos a lo que importa y empecemos por un estupendo cartel de Roger Soubie para  She Wore a Yellow Ribbon que en Francia se distribuyó como La carga heroica (la épica otra vez en primer plano).


Si insisto tanto en que tanto insisten con la épica se debe a que se trata de la película menos épica que  se pueda imaginar. Nada de extraño si tenemos en cuenta que Ford volvió de la 2ª guerra mundial harto de guerra y ese hartazgo se adivina en la trilogía. Más aún, sus películas bélicas -no sólo, pero sobre todo las bélicas- pueden verse como memoriales, como filmes funerarios. Basta recordar el final de Fort Apache, con la mirada memoriosa de John Wayne contemplando el desfile de los soldados muertos.


O la elegía de John Wayne con el Réquiem de Stevenson en They Were Expandable.


O el comienzo de She Wore a Yellow Ribbon, con un viejo John Wayne -a punto de retirarse- leyendo la relación de los compañeros caídos en la batalla de Little Bighorn.


Digámoslo ya, She Wore a Yellow Ribbon (1949) es una maravilla fílmica donde no pasa nada (nada de lo que suele pasar en un western de la caballería, que no sea de Ford), donde la patrulla del capitán Brittles (John Wayne) se pasa la película de un lado a otro, llegando siempre tarde, cuando ya todo lo que tenía que pasar ya ha pasado. ¿En qué se pasan el tiempo entonces los personajes de She Wore a Yellow Ribbon? Diríase que no vemos sino rituales sostenidos en el curso del tiempo: llegadas y partidas, encuentros y despedidas, regresos y adioses; lo único que varía es la escala y el sujeto de la ceremonia: militar, funeraria, memorial, amorosa, familiar... Ritos para conjurar la fugacidad. La forma como cobijo frente a la intemperie. She Wore a Yellow Ribbon es puro ritual.


El cine de Ford celebra, desde muy pronto, el culto a los muertos, y después de la 2ª guerra mundial deviene un motivo central, quizá por eso -apunta Bénard da Costa en una de sus folhas de la Cinemateca Portuguesa a propósito de la película- los grandes cineastas japonenes (Mizoguchi, Ozu, Naruse, Kurosawa) entronizaron a Ford en el altar mayor del cine. Memoria, pérdida, melancolía; una mirada a los adentros desde el ocaso, con tantos muertos a cuestas. Los muertos están ahí y cabalgan con nosotros.


Ya está bien de matanzas, el oficio de los viejos debería consistir en parar las guerras. En eso están de acuerdo los dos viejos de She Wore a Yellow Ribbon, el viejo jefe indio y el capitán Brittles. Por eso no hay ninguna batalla en la película y el clímax (por llamarlo de alguna manera) muestra una cabalgada nocturna, una carga que no tiene nada de heroica: se trata de una operación incruenta, cuyo objetivo es espantar los caballos de los indios e impedir así la batalla que se avecinaba.


Bénard da Costa habla de la alucinante belleza plástica de un filme que destila melancolía y un sentimiento de pérdida inconsolable. Un filme que atesora algunas de las más bellas secuencias filmadas por Ford. Como la cabalgada del sargento Tyree (Ben Johnson) con visos de centauro en un paisaje mitológico.


¿Quién la filmó?, ¿quién estaba tras la cámara? ¿Winton C. Hoch, el director de fotografía?, es improbable; ¿Charles P.Boyle, el director de fotografía de la 2ª unidad? , ídem; ¿Harvey Gould, operador de cámara?, ¿Archie Stout, operador de cámara y director de fotografía de la 2ª unidad, sin acreditar en ambas funciones? Apostaría que fue Archie Stout, operador también de otra memorable cabalgada de Ben Johnson en Wagon Master.


Y basta mencionar esa pequeña obra maestra para que añoremos las películas que Ford no llegó a rodar con Joanne Dru y/o (pero mejor y) Ben Johnson. Tan hermosa es Wagon Master, que rodaron juntos y como protagonistas.


Claro que  Ford le regala a Joanne Dru una aparición fantástica -tal cual- en una secuencia sublime de She Wore a Yellow Ribbon, cuando el capitán Brittles visita las tumbas de su mujer e hijas a la hora del crepúsculo.


Esta escena llamó por la memoria de unas líneas de Piezas en fuga, un libro de Anne Michaels que no he olvidado pero que no había vuelto a leer desde hace quince años. He vuelto a sus páginas para encontrar aquellas líneas:
Yo sé por qué enterramos a nuestro muertos y marcamos el lugar con piedras, con lo más pesado, con lo más permanente que se nos ocurra: porque los muertos están en todas partes menos en el suelo.

Las piedras amojonan la encrucijada de una cita de los vivos con los muertos. La cita del capitán Brittles con su mujer, para contarle sus cuitas en el ocaso.


Los muertos están en todas partes menos en el suelo... Y una sombra en el ocaso se presenta mientras John Wayne habla con su mujer y riega las flores de las sepulturas. Por unos instantes, lo fantástico irrumpe en el western con la aparición de un fantasma... esa memoria insomne del tiempo perdido. Es Olivia (Joanne Dru), que tanto le recuerda al capitán Brittles la chica de la que se enamoró, la de la cinta amarilla.


Algún día Olivia recordará este momento quizá con las misma palabras que el niño de las primeras páginas de Piezas en fuga:
Aprendí el poder para atrapar el tiempo humano que otorgamos a las piedras.

La vida vale ya la pena con sólo merecer que una mujer te mire como mira Joanne Dru a John Wayne. Como (sólo) miran las mujeres de Ford. Que las sientes mirar fuera de campo (cuando ya no las ves). Esas miradas prendidas con la promesa de la memoria. Miradas memoriosas. Desde los adentros. La firma del maestro.


Si Godard lleva décadas filmando su work in progress desde el ocaso del cine, Ford filma su cine desde el ocaso del tiempo. Allí donde se desdibuja la frontera entre la parroquia de los vivos y la parroquia de los muertos, donde el hiato entre vivos y muertos deviene hilván en un tiempo sin calendarios. Filmes como rituales de ocaso.

2/1/14

Lo que queda de nosotros


Estrenamos el año con The Sun Shines Bright (1953); aquí, El sol siempre brilla en Kentucky.


Dirán -lo dijeron, lo dicen- que es un Ford menor. Hay que estar ciegos o sordos para la música de sus imágenes: tratándose de quien se trata viene siendo lo mismo. John Ford nunca filmó un musical; total para qué, en realidad no hizo otra cosa toda su vida sino cine musical (más musical aun cuando no hay música -ni score ni canciones- y sólo se escucha el silencio, como en la secuencia del cortejo fúnebre de la prostituta).


Digamos que The Sun Shines Bright es un Ford esencial. Una de sus pequeñas -es un decir- obras maestras. Es mi película favorita; me encanta, le dijo John Ford a Bogdanovich. Y a Burt Kennedy (el guionista de algunos westerns memorables de Budd Boetticher): Me encanta verla una y otra vez. Y en otra ocasión: La hice para mi propio placer. Un capricho fordiano, The Sun Shines Bright.


El último día de 2013 (lo despedimos con La taberna del irlandés) encontré la cita -perfecta para hoy- de un texto -que desconocía- de Serge Daney donde se refiere a Ford como ese cineasta para cineastas. Y Bénard da Costa habló de The Sun Shines Bright como de un filme para fordianos. Y aun dijo más: Imposible que te guste Ford sin que te guste esta película. Imposible que te guste esta película sin que te guste Ford. Pues eso.


Todo Ford se cobija en The Sun Shines Bright. Todo el cine de Ford -toda la belleza del cine de Ford- colma nuestra mirada mientras contemplamos las imágenes -iluminadas por Archie Stout- fluyendo como un río que se remansa en el ocaso. Los rituales para conjurar el tiempo devorador y recordar a los muertos, la memoria de lo perdido (y de las causas perdidas), los fantasmas del pasado que no ha pasado aún, la nostalgia, el humor, las canciones... El hogar y el héroe solitario.


En The Sun Shines Bright celebra Ford una vez más -recordamos Judge Priest (que revisita aquí casi veinte años después, una distancia para medir el poso de negrura en la visión del cineasta)- lo que Ellen R. Belton llamó una ceremonia de inocencia, como si el cineasta regresara al palacio de la memoria para ver el mundo por primera vez con la mirada de un niño.


Una mirada que viste el mundo con visos de fantasía y ensueño, velando apenas el caos que asoma en los intersticios de los planos y los despojos del tiempo. Una mirada, diríase prendida de un último aliento, que ilumina lo que queda de nosotros (como dice uno de los viejos amigos del protagonista hablando de sus decrépitas carcasas), al cabo ya de la última revuelta del río, con pinceladas sutiles que destilan melancolía.


En una de las primeras escenas, el juez Priest se aleja de nosotros camino del juzgado (su inseparable Jeff le recuerda que ya llega tarde), pero entonces escucha la bocina del barco, como la llamada de la memoria y el viejo juez vuelve sobre sus pasos y se acerca a la cámara (a nosotros) y es como si contemplara el tiempo al fin recobrado.


Esos planos de las mujeres con parasoles contemplando, a través de los árboles de la ribera, la llegada del barco por el río y el travelling desde el barco por el muelle despiertan una vívida emoción y aun el sentimiento que aflora de una memoria de lo que no se ha vivido, una memoria que nos lleva de viaje (de vuelta) adonde nunca estuvimos pero recordamos nada más verlo por vez primera.


Tras la conmoción íntima que representó la 2ª guerra mundial -que, no se olvide, filmó- Ford ya había empezado a despedirse y filmaba rituales del adiós con presencias fugitivas, como fantasmas a punto desvanecerse... Fantasmas del pasado Billy Priest y sus compinches del derrotado Sur. Ford se quejaba de los cortes de Yates, el patrón de la Republic, el estudio para el que rodó la película; el tipo empezó a meter la tijera en cuanto el cineasta salió por la puerta.


Cuenta Tag Gallagher que en ese metraje descartado antes del estreno había una escena en la que el juez Priest hablaba con retratos de difuntos (como el personaje en la película de 1934), un metraje que quizá se haya perdido para siempre.

Fotograma de Judge Priest (1934)

Nadie ha filmado a los vivos hablando con los muertos como Ford, esas escenas representan las huellas digitales de su cine. Una comunión de vivos y muertos, el cine de Ford. O mejor aun: un convivio de vivos y muertos.


Billy Priest se la pasa despidiéndose en The Sun Shines Bright, cada episodio -no hay propiamente trama, sólo hilvanes de tiempo- deviene una última voluntad: el viejo juez hilvana -en las tres jornadas que vivimos en su compañía- un testamento por cuenta de Ford, que sabe de sobra que ya no hay sitio en este mundo para tipos como Billy Priest (quizá tampoco para cineastas como él).


Hablando de The Magnificent Ambsersons -aquí El cuarto mandamiento- con Bogdanovich, se refería Welles a la porfía de la imaginación del hombre en el aquel de crear el mito del un edén perdido: Incluso si nunca existió el "mejor tiempo pasado", el que podamos concebir un tiempo así es, de hecho, una afirmación del espíritu humano. Palabra por palabra el cine de Ford, el cineasta más admirado por Welles. Una utopía de la memoria, del tiempo perdido, The Sun Shines Bright. (Hijos de la memoria de los orígenes, llevamos lo auroral inscrito en la genealogía de nuestro imaginario.)


Fue la última película de la Argosy. La última película de Ford con su hermano Francis -murió en 1953-, que aquí (excelso) encarna a Feeney (el verdadero apellido de los Ford, el de sus ancestros irlandeses del condado de Cong, donde rodó El hombre tranquilo), el hermano mayor, cineasta antes que él (y más pionero aún) y quien le enseñó el oficio. A quien le debemos un cineasta llamado John Ford.  

A la dcha. Francis Ford, como Fenney.

Ford le comentó a Tavernier: Mis películas más hermosas no son westerns, sino pequeñas historias sin grandes estrellas sobre comunidades de gentes muy sencillas. Esas pequeñas películas que hablan de lo queda de nosotros.