30/12/11

La historia de un libro que nunca se escribió


A veces me da vergüenza ponerme a leer (en el sofá o en la cama) al lado de Ángeles. Ella con sus novelas gordas y yo con lecturas desmedradas. Como hoy sin ir más lejos. Ella con las más de mil páginas (en la edición de bolsillo) de Nuestro amigo común de Dickens (creo que ya es la tercera vez que lee la novela en lo que va de siglo) y yo con un librito de ochenta páginas escasas. Creo que ya he perdido su respeto como lector de novelas. A este paso voy a tener que leer a escondidas, así que no os extrañe si no vuelvo a traer aquí lecturas de menos de quinientas páginas, o sea ¿nunca más? En fin, vayamos con el librito.


Supe de Los náufragos del Batavia por un artículo de Vila-Matas en el Babelia hace un par de semanas. No os lo enlazo porque, si os animáis -animaos- a leer el librito de Simon Leys, más vale que os lo ahorréis: Vila-Matas cuenta -y destripa- demasiado. En cuanto le puse los ojos encima, el instinto me gritó ¡no lo leas! y le hice caso, me limité a tomar nota del título y sólo después de leer el relato volví al artículo y comprobé que puedo fiarme del instinto lector (ahora imaginad una sonrisita irónica de Ángeles). Podéis seguir leyendo tranquilamente, no me haré acreedor a los reproches que le acabo de endosar al por otra parte admirado Vila-Matas.

Simon Leys

El naufragio del Batavia, un barco de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, fue el más célebre y documentado de los naufragios del siglo XVII, tan famoso como el del Titanic el siglo pasado. Simon Leys se pasó dieciocho años estudiando la documentación, tomando notas, elaborando croquis, visitando el archipiélago de los Houtman Abrolhos en la costa occidental de Australia donde aconteció el desastre, pasando temporadas en las islas, haciendo fotos... En pocas palabras viviendo con la historia del naufragio con vistas a un libro cuya escritura iba postergando mientras temía que alguien se le adelantara. Hasta que en 2002 apareció Batavia's Graveyard de Mike Dash (hay una edición española, La tragedia del Batavia), y Simon Leys supo que nunca iba a escribir el libro que había incubado casi dos décadas.

Una réplica del Batavia

Entonces escribió su librito Los náufragos del Batavia con el único deseo, asegura, de inspirar el deseo de leer aquél. Qué cabrón. Creo que Simon Leys le hizo un flaco favor -que digo flaco, escuálido-, porque después de leer su espléndido relato -ochenta páginas de pura fibra narrativa (con un brevísimo prólogo también magnífico)- quién quiere leer las más de seiscientas del otro. Si fuera uno de esos productores de Hollywood con verdadero poder y amor al cine (¿habrá de esos allí?), pondría Los náufragos del Batavia en manos de Coppola -se necesita un cineasta capaz de abismarse en las tinieblas del corazón y luego en el corazón de la tinieblas- y lo seduciría para alejarlo de sus viñedos y volver al cine a lo grande con un gran libro minúsculo, la historia de un naufragio que deviene una historia de horror. La historia de un libro que nunca se escribió.  

28/12/11

La fiesta (de la memoria) del cine


Dia de los Inocentes. 116 cumpleaños del cine. El cinematógrafo de los Lumière. Un ritual comunitario que ofició su primera liturgia aquel 28 de diciembre de 1895 y celebramos -o no estaría de más celebrar- cuando vamos al cine.


Aunque, la verdad, ya no está la fiesta para tirar cohetes; vamos cada vez menos al cine y la comunidad mengua sin tregua, al menos la nuestra (aquélla con la que coincidimos cuando vamos); no queda otra que consolarnos con un "cine en casa" y, si echáramos cuentas, probablemente deberíamos convenir en que la mayoría de las películas y series se ven en un portátil, que viene siendo una versión informática del kinetoscopio de Edison, que permitía ver aquellas películas primitivas de forma individual.


El cine y las películas de nuestra vida son ya parte de nuestro museo imaginario, una experiencia cada vez más difícil de trasmitir, como una memoria clausurada entre paréntesis. Como haber visto a los ocho o nueve años La mujer pirata (1951) de Jacques Tourneur en un Teatro Principal (de Tui, entonces Tuy) abarrotado de congéneres menudos ¡en sesión infantil! -una película que en estos tiempos nadie nunca programaría para niños- y navegar en el Reina de Saba tantos sueños con el Capitán Providence, pero que en realidad se llamaba Ana de Indias, aunque era Jean Peters.



Quién sabe si traer aquí cada año, tal día como hoy, la memoria de aquellas primeras proyecciones del cinematógrafo tendrá un aquel de rito funerario con visos de una fiesta del cine. La memoria de Jean Renoir, por ejemplo, que recuerda en Mi vida, mis films su primer encuentro con el cine, un día de 1897 en los almacenes Dufayel de París. El futuro cineasta tenía algo más de dos años e iba de la mano de Gabrielle, una chica de dieciséis, prima de la madre de la criatura y la modelo preferida de su padre, que hacía las veces de niñera, una mujer cardinal en la vida de Renoir (podría decirse que todas sus mujeres fueron herederas o sucesoras de Gabrielle, aquella Bibon -como la llamaba- sin la que no podía vivir).

Gabrielle y Jean Renoir 
pintados por Pierre-Auguste Renoir en 1895

Jean Renoir pintado por su padre en 1901

La Bibon de Jean Renoir 

Mucho tiempo después, en Hollywood y ya al final de su vida, Gabrielle le contó a Renoir aquella primera experiencia con el cinematógrafo:

Gabrielle Renard con Jean Renoir en 1950

El cine gratis era una de las más audaces innovaciones de [los almacenes] Dufayel. El relato de Gabrielle es parco, y no abunda en detalles. En cuanto nos sentamos, se apagaron las luces. Una máquina terrible emitió un rayo luminoso que atravesó peligrosamente la oscuridad. En la pantalla aparecieron imágenes incomprensibles. Todo aquello venía acompañado con el sonido de un piano y, de otra parte, por una especie de martilleo procedente de la máquina infernal. Grité como acostumbraba a hacer, y fue necesario sacarme de allí. No sabía que aquel ruido de la Cruz de Malta se convertiría para mí en la más dulce de las músicas. Por entonces no veía la importancia de esa pieza esencial de la cámara y del proyector sin la cual el cine no existiría. Mi primer encuentro con el ídolo fue un completo fracaso. Gabrielle sintió mucho que no nos quedáramos. En la película aparecía un río enorme y, en un rincón de la pantalla, ella creía haber visto un cocodrilo.


En alguna parte leí que, en Montevideo, a los primeros cines -barracas de feria- les llamaban biógrafos, un término que ponía énfasis en el registro de la vida, como la Biograph, la productora en la que Griffith realizó entre 1908 y 1912 una serie de películas -aun cortometrajes- que cuajaron el lenguaje cinematográfico. Así como cinematógrafo y kinetoscopio colocaban el acento en el movimiento.


Era lo que vendían los pioneros y celebraban los primeros espectadores: el cine como registro del movimiento de la vida (o de la vida en movimiento). Habrá que esperar unos años a que Griffith despedace, manipule y organice el tiempo mediante el montaje -en aquellos finales bajo el dispositivo de la "salvación en el último minuto" (o sea de lucha contra el tiempo)- para que los espectadores celebren con aplausos la nueva dimensión, quizá sin saberlo siquiera. Pero tardará aún lo suyo para que celebren también el cine como registro del tiempo de la vida (o de la vida en el tiempo). Mientras tanto, la belleza robada en el movimiento de un cocodrilo en una esquina de la pantalla, al borde de un gran río que la llenaba, podía transfigurarse en la memoria imborrable del cine.

27/12/11

Rotos y descosidos


Estos días -fechas pintiparadas- leí Nada que temer de Julian Barnes. Unas memorias, un ensayo, una autobiografía. Todos esos ingredientes se cocinan en el libro. En fin, una obra de no ficción o de autoficción, que viene siendo lo mismo, sobre todo si el escritor se encuentra a medio camino entre los sesenta y los setenta años, cuando ya cuesta distinguir entre memoria e imaginación o, dicho con las palabras del propio Barnes, cuando el propio recuerdo llega a parecer más próximo que nunca a un acto de la imaginación.


Ah, sí, Nada que temer es un libro sobre la muerte. Sobre la propia muerte, la de Barnes, y -qué remedio con el libro en la manos- sobre la muerte de uno. Y uno lee, o mejor, sigue leyendo por el humor de la mirada sobre el miedo -a la muerte, claro- y por la ironía con la que reflexiona sobre los poderes del arte y de la literatura a la hora de derramar sentido sobre el inexorable acabamiento, es decir, en el aquel de convertir la vida en un relato. En último término, Nada que temer trata de cómo Barnes explora si le sirve de algo ser novelista a la hora de afrontar el miedo a la muerte y si sus amados maestros -Montaigne (citando a Cicerón, que citaba a Sócrates:  filosofar es aprender a morir), Stendhal (que dejó dicho su epitafio: Escribió, amó, vivió), Flaubert (Todo en la vida se aprende, desde leer hasta morir) y compañía- le van a iluminar el camino hacia el gran quizá, como dicen que se refirió Rabelais al más allá, aunque el autor no alberga demasiadas dudas a la luz de las páginas de Jules Renard -uno de sus guías predilectos-, que en su Diario anotó: La palabra más verdadera, más exacta, más llena de sentido es la palabra "nada". Y también: La ironía no seca la hierba. Sólo quema los hierbajos. Y que de casi todas la obras literarias puede decirse que son demasiado largas.

Jules Renard

Me he reído a menudo con el miedo a la muerte de Nada que temer y he interrumpido la lectura de Ángeles (que ha vuelto con Nuestro amigo común de su querido Dickens) para leerle algún fragmento que otro. O para contarle algún episodio, como el del puf. El padre del novelista fue destinado a la India durante la segunda guerra mundial y a la vuelta trajo un puf circular de cuero en el que Julian Barnes se zambullía de niño o se desplomaba de adolescente. Hasta que las costuras acabaron cediendo y entonces el futuro escritor descubrió que sus padres habían rellenado el puf con sus cartas de amor, después de romperlas en pedazos minúsculos. Cómo pudieron, se pregunta Julian Barnes. Pues pudieron, vaya si pudieron. ¿Cómo imaginar aquella decisión y aquella escena? ¿Rompieron las cartas juntos o lo hizo ella mientras él estaba en el trabajo? ¿Discutieron, lo acordaron, alguno de los dos guardó un rencor secreto por esta iniciativa? Y aun suponiendo que se pusieran de acuerdo, ¿cómo lo llevaron a cabo? Aquí hay un inquietante "qué prefieres" [los qué prefieres amojonan el libro: qué prefieres, morir así o asado, por poner un ejemplo]. ¿Habrías preferido hacer pedazos tus propias expresiones de amor o las que habías recibido?


Julian Barnes

A Ángeles aquello de trocear las cartas de amor y rellenar un puf con ellas le pareció una idea estupenda (lástima que se descosieran las costuras): ¿o prefieres que cuando hayamos muerto nuestro hijo descubra nuestras cartas y se avergüence de las tonterías que nos decíamos? Le digo que nuestro hijo se hace ya una idea de las tonterías que nos pudimos decir. Ya -replica Ángeles-, pero una cosa es que se lo imagine y otra cosa muy distinta es que tenga pruebas. Por escrito. Entonces le recuerdo aquellos versos de Pessoa/Álvaro de Campos: Todas las cartas de amor son / ridículas. / No serían cartas de amor si no fuesen / ridículas. (...) Las cartas de amor, si hay amor, / tienen que ser / ridículas. // Pero, al final, / sólo las criaturas que nunca han escrito / cartas de amor/  son las que son / ridículas. Ya -dice Ángeles, tapándome la boca-, ya sabía yo que me ibas a salir con Pessoa, a ti Pessoa lo mismo te vale para un roto que para un descosido. Para unas cartas de amor rotas en un puf descosido.

Fernando Pessoa

Cincuenta años después y tras haberse dedicado a las historias -su invención y su significado-, Barnes ve en aquellas cartas una metáfora de nuestra vida: la acción enérgica, las pistas hechas pedazos, la renuencia o la incapacidad de reconstruir una historia de la que sólo conocemos fragmentos. Pedazos que sólo una novela puede coser con sentido, aunque la palabra más llena de sentido sea la palabra nada. Un desasosiego que, en los primeros versos de Tabacaria, Pessoa (Ángeles sabrá si vale aquí para roto o descosido) conjuraba con humor: No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo siquiera ser nada. / Esto aparte, tengo en mí todos los sueños del mundo. Qué poquita cosa ese pequeño equipaje de mano para transitar por la vida entre una y otra nada.


Como testimonia en silencio el ideograma Mu de la tumba de Ozu. Nada. Nada más que rotos y descosidos.

23/12/11

Aquel nido del asombro


Cine ambulante en Taznaghte (Marruecos)

Entre las torres de viejas revistas de cine que se han ido sedimentando en Tui encuentro el número de verano de 1998 de Nickelodeon, dedicado a la cinefilia. Hojeando (y ojeando) unas páginas -bajo el título de Por qué elegimos el cine- con testimonios sobre las primeras películas que despertaron en gentes diversas la pasión por -y aun la filiación con- el cine, doy con este breve texto de Ángel Fernández-Santos:

Conocí el cine cuando tenía seis o siete años. Un bracero de mi pueblo me llevó a otro pueblo cercano, en el manillar de su bicicleta, a conocerlo. Era verano, a primeras horas de la noche. Había un corral con vigas apoyadas sobre poyetes de ladrillos encimados unos sobre otros. El peliculero fue apagando en rosca una a una las bombillas que ensombrecían el corral y, luego, a zancadas entre la gente, llegó hasta donde había instalado un enigmático pájaro metálico negro que asomaba su pico redondo por encima de las cabezas de la gente. De la boca del extraño artilugio salió un chorro de ruido y de luz que se aplastó contra la pared encalada de enfrente. Fuera, ya era la espesa noche toledana, y quizá alguien oía algún eco de algún disparo de algún último resistente al fascismo. En la pared iluminada, comenzaron a moverse formas, y, poco a poco, me convertí, atrapado por ellas, en un niño minero de un valle lleno de gente guapa y amistosa. Fui libre por primera vez en mi vida, en ese valle. De pronto, ese niño ya era viejo y caminaba sobre colinas negras de gravilla de carbón triturado y añoraba el tiempo en que su valle era verde. No sé cuánto duró aquel sueño de ojos boquiabiertos, pero fue muy poco. Cuando me devolvió a mi casa, Eusebio, el bracero, contó entre risas a mi madre que tuvo que arrancarme a la fuerza del banco donde yo fui Roddy MacDowall. La película se terminó, pero por lo visto me negué en redondo a que se terminase y me agarré a la viga con tanta fuerza, que uno de los pilarcitos de ladrillos encimados se derrumbó cuando el hombre tiraba hacia arriba de mí, para arrancarme de aquel nido del asombro.



A la luz de esta hermosa remembranza, y de tantas otras de quienes fueron arrebatados por las formas proyectadas en la pantalla, habría que corregir el título que reunía la memoria primordial de las imágenes en movimiento, de aquel sueño de ojos boquiabiertos.


Sesiones de cine en las Misiones Pedagógicas 
de la II República. 
(Fotografías del archivo de Val del Omar.)

No se trata de por qué elegimos el cine -porque no elegimos el cine (no es una opción de la voluntad)-, sino de por qué el cine nos eligió a nosotros. Quién puede saberlo. Sólo nos es dada la certeza de una gozosa cautividad de por vida en aquel nido del asombrolas primeras películas que nos pusieron los ojos encima con las manos de la noche.

21/12/11

Hemos visto, pero...


Hay cineastas que te cambian, no sé si la vida (creo que también), pero sí la forma de ver el cine. Quiero creer que escribir sobre ellos para descubrir (y des-cubrir y re-descubrir) sus películas, para despertar el deseo de verlas y prolongar ese deseo de la mirada en la yema de los dedos que teclean estas líneas justifica en buena medida esta escuela de los domingos.

Yasujiro Ozu

Escribir sobre Ozu, por ejemplo. Sobre esas películas suyas que, confinadas en lo doméstico, ensanchan los horizontes del cine, y me resultan cada vez más necesarias y, por qué no decirlo (no encuentro mejor expresión), más justas. Necesariamente justas y justamente necesarias. Recuerdo como si fuera ayer haber deambulado a medianoche por Tui después de ver (y grabar) en la 2 de TVE a finales de los ochenta Cuentos de Tokio (1953), mi primera película de Ozu, intentando decantar el cine que me había encendido la mirada. Y haber vuelto a casa y ver otra vez Cuentos de Tokio, ahora en una copia en VHS. Y haber pasado los días que siguieron con la película en la cabeza y con Ozu en la boca. Y haber escuchado no pocas veces en los años que siguieron -aun de quienes creía cinéfilos afines- que Cuentos de Tokio era lenta y allí no pasaba nada.

Yasujiro Ozu entre Setsuko Hara y Chieko Higashiyama 
en el rodaje de Cuentos de Tokio

Cómo detestaba que alguien despachara como lentas las películas de Ozu -y de Murnau, Dreyer, Bresson, Tanner, Tarkovski o Kiarostami- que tanto me gustaban y tan inagotables devenían. Nunca entendí el adjetivo lento aplicado al cine. Una película puede ser buena o mala, divertida o tediosa, pero lenta... Y aunque sigo pensando que la lentitud no es un criterio para calificar las películas sino apenas un elemento a valorar, con el tiempo, mira por dónde, acabé resignándome a aceptar que simplemente percibimos -y vivimos- el tempo (o sea, el compás o el aire) del cine de forma distinta. Pongamos por caso una película -de esas que nadie consideraría lenta- que no dejará huella en uno, pero es relativamente reciente -y supongo que muy conocida- como Origen (2010) y de un director de reconocido prestigio como Christopher Nolan; pues bien, a mí me resulta lenta la escena del asalto a la -llamémosle- fortaleza, quiero decir que me resulta eterna, me cansan tantos tiros, como me cansan la mayoría de las escenas de combates de kung fu en ambas entregas de Kill Bill (2003 y 2004) de Tarantino -que tampoco nadie calificaría como lentas-, sin embargo no me parecen lentas las escenas a cámara lenta de aquélla ni las eternas escenas de diálogo de éstas. Pero en aquellos días me entregaba a la causa de Ozu como si de una trinchera del cine se tratara -y quizá se trataba de eso- y defendía su cine aunque torpe y apasionadamente por un conocimiento no sólo insuficiente sino precario: apenas había podido ver otra película suya, la encantadora Buenos días (1959), si no recuerdo mal, en la 2 de TVE a principios de los noventa.

Uno de los planos vacíos (petos de ánimas) de Buenos días 

En el curso de los últimos veinte años pude ver -y volver a ver- una gran parte de la filmografía de Ozu y acabé comprendiendo cómo el tiempo deviene la materia poética primordial que atrapa el tejido de sus películas, enhebrando la dialéctica entre lo viejo y lo nuevo (la tradición y la modernidad) con el tema de la familia; un tejido que fue depurando -y vaciando- hasta cuajar el estilo inimitable de su cine en los últimos diez años; un estilo que aflora en modulaciones de silencios y esperas, de rituales y vida cotidiana, de dilataciones y elipsis, que ritman el tiempo que fluye inexorable hasta convertirse en la forma misma de su cine; modulaciones tan sutiles que las películas no sólo no resultan lentas sino que exigen una atención extrema y siempre descubrimos matices nuevos y reveladores cuando volvemos a ellas; por ejemplo, que los momentos cruciales de sus películas son epifanías de nuestra caducidad -estamos de paso y otros transitarán sobre las huellas de nuestra ausencia- y la devastación del tiempo, o que la filmografía de Ozu se ve amojonada por encrucijadas cardinales donde los personajes aceptan su condición efímera como el orden natural de las cosas. Así entendí que sus películas imparten lecciones de fugacidad y en su cine asistimos a una escuela de ocasos. Pero también -y tantas veces se olvida o se obvia- que Ozu es un gran comediante y un maestro del humor; un humor perceptible en cualquiera de sus películas, a menudo de forma leve y con un poso de melancolía, sobre todo es su etapa de madurez, aunque también de forma notoria en no pocos filmes, como Buenos días. El cine de Ozu cultiva en esta y aquella película la risa, pero la sonrisa da forma a su mirada.

Yasujiro Ozu

Las últimas que he vuelto a ver no figuran entre las más conocidas, aunque no sé muy bien el alcance del adjetivo "conocidas" tratándose de las películas de Ozu: Nací, pero... (1932), Primavera tardía (1949) y Principios del verano (1951). Las dos primeras pueden considerarse obras-bisagra en la filmografía del cineasta: Nací, pero... permite apreciar, sobre todo a la luz de las afinidades con un filme realizado casi treinta años después como Buenos días -aunque sería exagerado considerarlo un remake de aquél-, la ascesis (estilística) del cineasta; y Primavera tardía puede verse como la primera obra del periodo de madurez de Ozu.

Fotograma de Nací, pero... 
con los dos hermanos protagonistas.
Debajo, fotograma de Buenos días con sus niños, 
también hermanos y protagonistas


Parece haber consenso en considerar Nací, pero... como la primera obra maestra de Ozu. Desde luego para uno es una obra maestra, y concretando un poco más, una obra maestra de la comedia y del cine sobre la infancia. Se trata de una película muda. Conviene apuntar que el cine mudo -usaré esa denominación que todos entendemos sin entrar en más precisiones- se prolongó en Japón hasta mediados de los treinta a causa del prestigio del benshi -el contador de películas-, que narraba la historia a medida que los espectadores contemplaban las imágenes en la pantalla, sirviéndose de palabras y un código de gestos-signo deudor del -teatro- kabuki; de tal forma que los filmes mudos japoneses podían ahorrarse los intertítulos y aun no sería exagerado hablar de que era el benshi quien contaba la película, es decir, que los espectadores veían una película distinta según la comentara uno u otro benshi; de hecho, se realizaban las películas teniendo en cuenta el trabajo -lo que podría contar- el benshi y, en ese sentido, el lenguaje fílmico del cine mudo japonés se desarrolló de una forma distinta a la que se derivó en occidente de la gramática cinematográfica formalizada por Griffith, en buena medida porque las imágenes dependían hasta cierto punto del relato del benshi. En occidente también existió la figura del narrador de películas, que acompañaba con su relato la proyección -con la música en directo-, pero fue desapareciendo en el curso de la segunda década del siglo pasado y nunca alcanzó la consideración del benshi para los espectadores japoneses. Akira Kurosawa cuenta en su Autobiografía que su hermano mayor, Heigo -contador de películas-, se suicidó en 1932 después de haber fracasado una huelga de benshis contra la importación del cine sonoro occidental, síntoma elocuente del ocaso de un oficio. Pero a esas alturas ni siquiera el cine mudo japonés los necesitaba.


Fotograma de Nací, pero...

Nací, pero... se estrena el mismo año que se suicida el hermano de Kurosawa, pero aun siendo una película muda, ya no dependía de la figura del benshi;  era muda, por así decir, al modo occidental, con intertítulos; eso sí, gracias a la elocuencia de las imágenes (o sea, de la puesta en escena) -que no a la gesticulación de los actores-, a Ozu le bastan unos pocos carteles. Ayer, mientras comía con unos amigos, salió en la conversación el reciente estreno de The Artist (2011) de Michel Hazanavicius, una película muda y en blanco y negro que está cosechando la admiración de buena parte de la crítica y también, al parecer, del público (recibió el premio del público en la reciente muestra de Cineuropa). Como sólo yo la había visto, dije lo que me había parecido: una película bien hecha, cuidada, simpática, con dos o tres momentos brillantes y se pasa un buen rato viéndola; y todos concedimos que, ante el panorama desolador de la cartelera, son razones más que suficientes para ir al cine.


Añadí que, desde luego, no es una película admirable, porque su ambición confina en el aquel de haber hecho una película muda y en blanco y negro en los tiempos que corren; dicho de otra forma, hacerla como la hicieron era el reto, y ahí se les agotó el empuje, porque en la forma no pasa de divertimento y en el fondo cuenta una bonita historia que remite a otras historias sobre la convulsión que representó el paso del cine mudo al sonoro para algunos actores -Cantando bajo la lluvia o Sunset Boulevard- o el ascenso de una nueva estrella mientras otra declina -Ha nacido una estrella-, y sería mucho decir que esa crisis contemporánea de la depresión del 29 pueda verse como una metáfora de la presente; pero quizá lo peor es que, para los espectadores que no frecuentan el cine mudo, puede dejar la impresión de que las viejas películas silentes podían ser divertidas pero se trataba, en realidad, de un cine minusválido (más o menos lo que suele pensarse del cine en blanco y negro), que ahora The Artist nos permite evocar, pero guardándose mucho de destilar siquiera un asomo de melancolía o de duelo por lo perdido o, por lo menos, de dejar constancia del inmenso legado de belleza que representa el cine mudo, basta recordar (y menciono apenas algunas de las que ha cobijado esta escuela)  El gato montés, AmanecerY el mundo marcha, Luces de la ciudad... Por no hablar de un genio llamado Buster Keaton (que habrá que hablar, y después de The Artist urge más si cabe: en vez de callarme, me pongo tareas, es que uno no tiene remedio).


Nunca se debería olvidar que el cine sonoro alcanzó la perfección sólo cuando la tecnología le permitió hablar sin renunciar a la plástica, ligereza y fluidez alcanzadas en el cine mudo; en otras palabras: el cine no fue mejor (cine) por hacerse oír en las voces y los sonidos del mundo diegético, sino que el cine sonoro fue mejor (cine) gracias al cine mudo. Gracias a películas como Nací, pero... sin ir más lejos.


Los niños de Nací, pero... tienen que ir a un nuevo colegio, porque la familia se ha trasladado a las afueras de la ciudad. Deben hacer frente a un matón y su pandilla y ganarse el respeto. No lo tienen nada fácil. En un momento de la película, cuando el padre pregunta si les gusta el colegio nuevo, el pequeño contesta: Nos gusta ir al colegio y volver a casa... Es la parte de en medio lo que no nos gusta. Lo de en medio es el mundo hostil del que los adultos -siempre tan desmemoriados, especialmente respecto a la propia infancia- no se enteran. Ellos también tienen  sus problemas, aunque fingen una seguridad en el mundo y sus valores que están lejos de sentir. Hasta que los niños descubren la "comedia de la vida". Y será gracias al cine que deviene un espejo que arranca la máscara de la realidad. Una película casera les revela a los niños un  padre pusilánime y pelotillero con su jefe, un padre distinto a la figura paterna que habían imaginado, mucho más parecida a esa figura frágil que, al llegar a casa, les amonestaba por haber faltado a clase (para evitar al matón) mientras se iba quedando en paños menores para ponerse el quimono, según las costumbres domésticas japonesas, una desnudez física que presagia la desnudez moral que  les desvelará la home movie.


En Nací, pero... contemplamos algunos elementos estilísticos de los que Ozu se irá desprendiendo para usarlos con cuentagotas en las primeras obras de madurez y despojarse definitivamente de ellos en las últimas películas, como una planificación clásica con el juego de plano/contraplano y como esos travellings acompañando al padre y los niños hasta el paso a nivel, o los que unen a los escolares con los niños protagonistas que han faltado a la escuela y con la oficina donde trabaja el padre. En cambio, escasean los planos vacíos que menudean a partir de Primavera tardía en un proceso de rarefacción narrativa, aquí sólo hay dos, uno de ellos con un tendal de ropa, un motivo tan querido por el cineasta, como el de los trenes que pautan también Nací, pero... 


Una comedia -con buenas dosis de cine burlesco y slapstick- sobre el aprendizaje de la decepción en la infancia, sobre esa epifanía que se desprende de una dolorosa lucidez en la mirada de los dos niños protagonistas: este mundo es un lugar duro y no va a ir a mejor. Doloroso también para esos padres que deben aceptar que quizá sus hijos no puedan vivir mejor que ellos, como vemos en esa escena en la que el padre comenta con la madre, mientras ven dormir a los niños (tras la rebelión contra ese padre que se les reveló como un don nadie y conjurarse para hacer huelga de hambre): ¿Llevarán una vida tan dura como la nuestra? ¿Acabarán siendo empleados como yo? Los niños de Ozu suelen ser insolentes y crueles, no hay ninguna sensiblería en la mirada del cineasta sobre la infancia. Nunca se insistirá lo suficiente en el arte de Ozu a la hora de dirigir a unos niños que siempre resultan verdaderos. Incluso cuando son verdaderos diablos, esas escenas destilan melancolía, porque no podemos dejar de pensar en los adultos que serán, como sus padres, como sus abuelos, y la infancia misma deviene tan fugaz como la vida misma. En el cine de Ozu late siempre el sentimiento de una pérdida pasada o presagiada, algo así como un hemos visto, pero...


No me olvido de Primavera tardía y mucho menos de la maravillosa Principios del verano, así que continuaremos con Ozu...

Noriko (Setsuko Hara) en Primavera  tardía

Y entonces hablaremos de Noriko.

18/12/11

Un gran reportaje


Hasta ayer mismo uno pensaba que la defensa de Madrid durante los últimos meses de 1936 era una gesta que no tenía su cantar (quiero decir que no tenía un cantar a la altura de la gesta). Pero ayer leí La defensa de Madrid de Manuel Chaves Nogales, que acaba de editar Renacimiento con una estupenda cubierta de Alfonso Meléndez. Han pasado 75 años y compruebo que, al fin, aquella gesta tiene ya su cantar.



Sólo que este cantar de gesta se publicó por primera vez bajo el título de Los secretos de la defensa de Madrid en la revista mejicana Sucesos para todos (donde Chaves se convierte en Chavez), en dieciséis entregas semanales -entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938- y con ilustraciones de Juan Helguera.


Y bajo el título de The Defense of Madrid en el Evening Standard londinense -entre 16 y el 28 de enero de 1939- en doce entregas diarias con la traducción al inglés de Luis de Baeza, amigo y compañero de Chaves Nogales, que había sido corresponsal en Londres del diario Ahora. Fue en la hemeroteca de Colindale, consultando viejos ejemplares del Evening Standard, cuando Mª Isabel Cintas Guillén encontró la versión inglesa del reportaje en el curso de una investigación sobre la partida hacia el exilio de Chaves Nogales. Pero llegar hasta la versión original de la revista mejicana no fue precisamente coser y cantar; en realidad fue una aventura que pasa por la Biblioteca Nacional de México, la Biblioteca Pública de Nueva York y la Biblioteca del Instituto Iberoamericano de Berlín, por citar sólo los hitos cruciales; por eso, la nota de edición de Mª Isabel Cintas Guillén, a quien le debemos La defensa de Madrid de Chaves Nogales -la edición de Renacimiento incorpora las ilustraciones de Juan Helguera-, se lee como un relato detectivesco (con su aquel de arqueología literaria).

A la izda., Chaves Nogales

La energía y el aliento épico del relato empujan a leer La defensa de Madrid de un tirón, pero no se puede evitar releer algunos párrafos o leérselos a Ángeles para degustar esa prosa que destila con la mirada precisa el vértigo de los hechos, enhebrando el tapiz de los acontecimientos con preciosos detalles, donde la historia cuaja y se entraña.

Como aquellos párrafos con que cierra la quinta entrega del "Día D", el tercer día de la defensa de Madrid, aquel 8 de noviembre de 1936, cuando todo estaba perdido y llegaron los Internacionales:

Fueron solo tres mil quinientos hombres. Antiguos soldados de la Gran Guerra muchos de ellos; en su mayoría comunistas alemanes de la columna Thaelman y anarquistas italianos del Batallón Garibaldi; aquellos tres mil quinientos veteranos que sabían luchar en campo abierto, fueron los que, en la Casa de Campo, el Puente de los Franceses y la Ciudad Universitaria, se pegaron heroicamente al terreno y salvaron Madrid. (...) Con el puño en alto y gritando "¡UHP!" (Unión de Hermanos Proletarios), aquellos hombres venían de los cuatro puntos cardinales de Europa para hacer de los arrabales de Madrid la trinchera mundial de la revolución.

El general José Miaja

O como aquellas líneas en las que Chaves Nogales presenta al héroe de su relato, cuando el gobierno ya ha abandonado Madrid, el pueblo en armas y las organizaciones revolucionarias ven en cada militar leal a la República un traidor potencial, y el ejército franquista, con sus tropas más aguerridas, se encuentra a las puertas de la ciudad que se convirtió aquellos días en la capital del mundo:

Un general del ejército regular en este trance es un triste personaje, un superviviente, un ser anacrónico que no sabe aún por qué está allí y por qué está aún vivo si está allí. (...) Olvidado en uno de los lóbregos y desiertos salones del caserón que fue Capitanía General de Madrid se ha quedado un viejo general que se obstina en seguir siendo leal a la República. Pocos le conocen y nadie se acuerda de él. No es hombre brillante ni tiene historia política, cosa extraordinaria en un general español. Es, sencillamente, un hombre que ha cumplido siempre con su deber y que por seguir cumpliéndolo se ha quedado en su sitio. Este general olvidado es nada menos que el comandante general de Madrid y general en jefe de la división del ejército que tiene encomendada la defensa del casco de la ciudad. (...) Espera solo que los milicianos derrotados le asesinen para vengarse de la derrota que invariablemente atribuyen a la traición de sus jefes militares o bien que los generales sublevados se apoderen al fin de Madrid y le fusilen por no haberles secundado en su rebeldía.
Esta es la situación del general Miaja el día seis de noviembre de 1936.

Madrid, noviembre de 1936 
(Archivo Histórico del P.C.E.)

Lo que sigue es una gran historia contada con claridad, garra y lucidez por un gran periodista que era (también) un gran escritor (y viceversa). Chaves Nogales, en el prólogo que escribió de los primeros meses de 1937 para su (gran) libro de relatos A sangre y fuego, un prólogo doloroso, sincero y valiente (como los párrafos finales de La defensa de Madrid, aunque uno no comparta al cien por cien las conclusiones) -sobre todo por decir lo que dijo cuando lo dijo: en pocas palabras, que en aquellas trincheras de la capital del mundo se defendía la causa justa de la República contra los sublevados y el fascismo, pero no se luchaba por la democracia (por el socialismo, la sociedad sin clases o por el paraíso en la tierra sí, pero no por la democracia)-, en ese prólogo, decía, Chaves Nogales aseguraba: Cuando el gobierno de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia, abandoné yo el mío [era director del diario Ahora]. Ni una hora antes, ni una hora después. Pues bien, leyendo La defensa de Madrid no podemos creerle, o sólo en parte. Quizá se fue a Valencia y luego volvió. Lo que es (casi) seguro es que estaba allí cuando el general Miaja organizó y sostuvo a los milicianos y brigadistas internacionales en las trincheras, o los arengó en la Nochebuena de 1936: En estos ciuncuenta días, vosotros, soldados del pueblo, habéis reanimado en el mundo proletario y antifascista la confianza en la victoria contra el enemigo...

Y allí estamos nosotros, página tras página de este gran reportaje. Un cantar de gesta del siglo XX.

15/12/11

Una Fedra llamada Emma



La última vez que nos vimos, Cheché Carmona recordó, acerca de Fedra (1956) de Manuel Mur Oti, algo que uno había escrito aquí hace dos años y medio. En síntesis: en el cine español no hay términos medios y sólo lo raro deviene memorable, sólo perduran películas y cineastas fuera de serie -en sentido literal y metafórico-, y a la hora de evocar el cine español que nos importa, pasamos las cuentas de un rosario de excepciones. Entre esas películas únicas citaba Cielo negro (1951) de Mur Oti: quién puede olvidar ese travelling final con Emilia (una soberbia Susana Canales) bajo una lluvia digna de Kurosawa.

Rodaje del travelling bajo la lluvia de Cielo negro

Pero también podría haber mencionado Fedra, que he vuelto a ver recientemente; aunque parezca mentira, por razones laborales.


Manuel Mur Oti y Antonio Vich escriben el guión a partir de la versión de Séneca de un mito al que Eurípides había dado forma dramática, por primera vez -que sepamos-, en una de sus tragedias. Decía Lévi-Strauss que los mitos son aquello que no se pierde en la traducción; para Baudelaire debían verse como las ramas de un árbol que crece por todas partes, en todo clima, bajo todo sol, espontáneamente y sin injertos; entonces, concluye Roberto Calasso, esas historias han sido la más segura y acaso la única lengua franca usada desde los orígenes, con eficacia y sin interrupción. Y es justamente esa vertiente mítica la que se cultiva en la Fedra de Mur Oti y sobre las primeras imágenes, por así decir, es el mito mismo quien nos habla a través de la voz en off : "Esta tragedia es tan vieja como el mar latino. (...) Los hombres y las cosas han cambiado pero el amor, el deseo, el pecado y la muerte siguen teniendo el prestigio dramático y bello de los siglos de Ulises. Como el mar y el viento, como el sol y el cielo, como lo eterno".


Desde ese prólogo, la película se proclama hija del mito y Mur Oti pone en escena la tragedia como si las imágenes cristalizaran aquella lengua franca de los orígenes o materializaran los demonios del inconsciente que se cobijan en el dédalo de las pasiones. Como el amor arrebatado de Estrella (Emma Penella) por Fernando (Vicente Parra), el hijo de su marido Juan (Enrique Diosdado).

Estrella y Juan (Fedra y Teseo)

Fernando y Estrella (Hipólito y Fedra)

Y así, las formas se convierten en enunciación de las fuerzas en conflicto: el mar (Estrella) y la tierra (Fernando), la fortaleza abandonada (Fernando) y la playa (Estrella), el círculo de las hogueras (Estrella) y el patio circular de la doma (Fernando)...


Y la pasión desatada de Estrella sólo se somete -y a la vez se despliega- en las formas de la composición cuyas lineas de fuerza embridan el rigor del encuadre y la precisión de los movimientos de cámara.




Lo desaforado de la historia se denota justamente al encauzarse en el territorio acotado del plano y, si nos da la impresión de que todo va a estallar, es porque la pasión fatal se represa con toda su incandescencia en un marco preciso.



Las formas en Fedra caligrafían la fatalidad del amor trágico de Estrella por Hipólito y representan la apoteosis de lo telúrico -y de lo erótico- en el cine de Mur Oti.


Vista hoy resulta casi inverosímil que pasara intacta la censura (más allá del cuidado que ya se ponía desde el guión para pasarla). Paco Ignacio Taibo I imagina que los censores fueron condescendientes porque unos diálogos pretenciosos y las complejas posiciones de cámara ocultaron lo que pudiera quedar, en el argumento, de la pasión clásica. Semejantes conjeturas sólo se explican si no se vio la película. Empezando por la última, las posiciones de cámara de Mur Oti nunca fueron complejas y mucho menos rebuscadas; pudieron ser de compleja realización pero resultan funcionales para la puesta en escena y transparentes para el espectador. Y a propósito de los diálogos -pretenciosos- y de la pasión -atenuada- basta recordar, como prueba de descargo irrefutable, la escena del establo, cuando Estrella va en busca de Fernando, cierra la puerta y trata de impedir que se marche.


-Llévame. Llévame con la manada.


-Llévame a tu lado, corriendo como un perro. Átame a tu caballo. Pero llévame.

Fernando la trata de loca.

-No. Ahora no estoy loca. Lo estuve cuando te conocí, lo estuve cuando no fui capaz de ahogarme antes de quererte. Lo estuve cuando me casé con tu padre sin quererle, por despecho, casi odiándole.

Fernando la manda callar.


-Tienes que saberlo todo. Tienes que saber que no es a él a quien quiero sino a ti.

Fernando quiere que se calle.

-No. No me callo, no. Te quiero a tí.

Fernando le cruza la cara con un latigazo:


-Debería matarte.




-Aunque me pegues. Aunque me mates, seguiré queriéndote.

-Me das asco.


-Corre tú mismo a decírselo a tu padre para que sepa...


-...A qué víbora dio su nombre.


-Insúltame. Ya sé que nadie me podría perdonar.


-Mátame, porque no hay en la tierra mayor pecado que el mío...


-...Ni en el cielo bastante castigo para mí.

Estrella cae de rodillas:

-Pero te quiero.

Ni así se apiada Fernando:

-Debería arrancarte la piel a tiras.


-No me importa. Sigue. A pesar de lo horrendo de mi pecado...


-...A pesar de no querer querer quererte...


-Te quiero sólo a ti.


Fernando empieza a descargar latigazos para que que calle.


Pero Estrella continúa:

-A ti... A ti... A ti...


Hasta que, para callarse, se tapa la boca.


Pero ni cuando Fernando se va, ella se resigna.


Como puede comprobarse, ningún ángulo de cámara insólito enturbia la transparencia de la pasión que destila una escena que arde en cada fotograma con el desgarro de una espléndida Emma Penella, esa Estrella al que un personaje define como un pecado viviente. En comparación con semejante fiebre amorosa, cualquier melodrama parece tibio. Lástima que por aquellos años acostumbraran a doblar la ronca voz rota de Emma Penella, y es la voz de Elsa Fábregas la que escuchamos, sin duda una buena voz (de doblaje), pero nos roba el placer de una voz única que, además, le venía de perlas a esa Estrella/Fedra, una mujer que viene del fondo del mar, como la voz de Emma Penella. Y basta una síntesis del clímax de la película de Mur Oti, con las ménades acosando a esa mujer devorada por una pasión fatal, para apreciar el sentido trágico decantado por la puesta en escena de Mur Oti, que se desgrana en la imágenes de Manuel Berenguer.











Fedra es otra de esas excepciones de un cine español que ve amojonada su historia por rarezas inolvidables, una historia cuya única regla es la excepción. Una película tan bella como excéntrica. Singular. Irrepetible. Obra de un cineasta con todas las letras, de ésos que no se la coge con papel de fumar (como para teñir de rubio a Vicente Parra). Inclasificable. Fuera de serie. Y con una gran actriz encarnando un personaje memorable, como esa Estrella: una Fedra llamada Emma.