4/4/11

¿Puedes ver ahora?


Parece mentira. Han pasado más de dos años y más de cuatrocientas cincuenta entradas en esta escuela, y ni una sola dedicada a Charles Chaplin. Un nombre, Charles Chaplin, que habría que pronunciar de rodillas en el templo del cine. Desde que cité aquí Luces de la ciudad tenía pendiente escribir sobre ella, no sé si la mejor película de Chaplin -¿La quimera del oro?-, pero sin duda encierra algunos de los mejores momentos, no ya de Chaplin, sino del cine hasta el día de hoy. La quimera del oro y Luces de la ciudad, por ese orden, eran las preferidas de Robert Bresson de entre las películas de su vida.


He de reconocer que durante años preferí a Buster Keaton -con el que también estamos en deuda- y me sigue maravillando; y aun más, durante mucho tiempo aquella escena de Candilejas con Keaton al piano y Chaplin al violín  me pareció la prueba evidente de la superioridad del genio de Keaton, sin embargo, ahora creo que esa escena era un regalo -o un tributo, si se quiere- de Chaplin, que eligió compartir esa escena con él, concebida para que Keaton se luciera y lo apagara; dicho de otra forma, me pareció un acto de admiración y generosidad hacia un artista que no consiguió hacer el tránsito del cine mudo al sonoro, como sí logró Chaplin. Y, después de todo, qué necesidad hay de perderse en disyuntivas si podemos encontrar tanto  placer en lo copulativo: Keaton y Chaplin, entonces.


Hemos vuelto a ver Luces de la ciudad. Quizá ya no nos reímos tanto como las primeras veces pero nos admiramos quizá más que nunca, porque al volver a contemplar esas imágenes recuperamos la emoción original y el sentido de aquella experiencia primordial aquí y ahora. Esta escuela se amojona con la necesidad íntima de ver otra vez, quizá de ver mejor, o más hondo, la mirada primera, quizá de auscultar más nítidamente aquel primer latido en el corazón del cine que nos mira. Quién sabe si esa necesidad no será la prueba de una pérdida irreparable, si no la manifestación del rechazo de un tiempo que nos niega lo que consideramos esencial o irrenunciable. Víctor Erice escribió hace más de veinte años, a propósito precisamente de Luces de la ciudad, que uno se acerca a esas imágenes del pasado como lo hacen los viajeros cuando, después de muchos años de ausencia, regresando al lugar de sus orígenes, van al encuentro del paisaje y los seres que les vieron crecer: con la misma inquietud y la misma frágil esperanza, sin saber si seguirán allí. Y, cabe añadir, si en ellos descubriremos aún -y reconoceremos- a aquél que fuimos.


Es una lástima que los niños del mundo dentro de unos años, al recordar su infancia, Charlot ya no forme parte de su memoria. Creo que es uno de los lujos de la nuestra -y quizá de la infancia de la siguiente generación- haber visto (y haber sido vista por) los filmes de Chaplin. Cuánto me gustaría equivocarme en esta percepción. Cuánto me gustará descubrir, si llega el caso, que los niños de hoy o de la generación anterior han visto colmada su infancia con las peripecias de Charlot, pero... En fin, que hemos vuelto a ver Luces de la ciudad.


Luces de la ciudad es una de esas joyas del cine producidas en la encrucijada del silente y del sonoro o, si se prefiere, del mudo y del hablado. Se estrenó hace ochenta años, el 30 de enero de 1931, pero Chaplin había empezado a trabajar en ella en 1928. Ninguna película le costó tanto, nunca se enfrentó a un filme más difícil. Había llegado el cine sonoro y Chaplin se siente al borde del abismo de un dilema, estético y ético: ¿debe hablar Charlot? La cuestión es más compleja de lo que parece porque en el corazón de la duda se encuentra la entraña misma de Luces de la ciudad: si Charlot no habla ¿seguirá siendo visible? O lo que es lo mismo: ¿querrán seguir viéndolo unos espectadores encantados con la nueva tecnología cinematográfica? O como señaló Silvie Pierre, citada por Erice en el texto mencionado, ¿seguirán amando a Charlot por la noche y  lo recordarán al día siguiente como una antigualla?


Charlot no habla en Luces de la ciudad y los que lo quieren -en la película- no lo ven: sólo consigue establecer relaciones afectivas -con un millonario y con una ciega- gracias a sendos malentendidos; el millonario, cuando está borracho, lo considera su amigo del alma y la ciega se enamora de él, pero se figura que es un ricachón. Malentendidos aparte, nadie se interesa por el vagabundo, por así decir, es invisible. Luces de la ciudad deviene un espejo de la encrucijada simbólica que experimentó Chaplin en el curso de su producción, del vértigo de un cineasta ante su presentida inmolación.


En los primeros años del cine sonoro, las películas llamaban la atención sobre la materialización -y la conquista- del sonido. Por ejemplo, en El ángel azul (1930) de Joseph von Sternberg, más allá de ser una película hablada, se subrayan los efectos y los espacios sonoros; así, cuando un personaje sale por una puerta escuchamos los ruidos y las voces -en off- de quienes ocupan la estancia contigua, se subrayan los ambientes fuera de campo aunque no cumplan una función dramática precisa, sencillamente llaman la atención sobre el hecho de que se oyen, es como si le dijeran a los espectadores: "¿Veis, podéis escucharme? ¡Soy una película sonora!"


Luces de la ciudad puede verse como un testimonio -y un testamento- del cine mudo, un arte en trance de desaparecer. Es una película sonora aunque no es una película hablada, y echa mano de unos cuantos intertítulos. Incorpora una partitura musical y una banda de efectos sonoros, a los que extrae rendimiento cómico, cuando Charlot se traga un pito en una fiesta en casa del millonario o cuando se le enreda en el cuello la cuerda de la campana durante el combate de boxeo, una escena que constituye en sí misma una obra maestra de la coreografía que llevaba aparejada la comedia física.


Pero, y esto da idea del dispositivo que pone en juego Chaplin y de las motivaciones íntimas del cineasta a la hora de realizar Luces de la ciudad, el detonante del malentendido de la chica ciega -confundir a Charlot con un ricachón- es el sonido de la puerta de un coche -primero se abre, luego se cierra- que no escuchamos, es decir, un sonido que sólo está enunciado en la imagen pero ausente de la banda sonora: un sonido silente, pero que vemos. Toda la película se sostiene en esa escena: es el logro genuino de un cineasta de la época muda.

Chaplin en el rodaje de Luces de la ciudad

A Chaplin le llevó dos años y ocho meses de trabajo hacer Luces de la ciudad, casi 190 días de rodaje efectivo. Creo que ya lo conté alguna vez en esta escuela: Chaplin no escribía guiones; lo suyo era partir de una idea argumental que iba perfilando en el curso del rodaje; sabía cuándo y con qué escena empezaba a rodar la película pero no cuándo ni cómo la terminaría. Podía hacerlo porque nada ha sucedido en el cine comparable en cuanto fenómeno popular como la invención y el impacto de Charlot: era un personaje universal. Pero si hablaba, Charlot moría. Así de simple. Así de crudo.


Por si no enfrentara suficientes dificultades, Chaplin no veía con buenos ojos a Virginia Cherrill, la actriz de veinte años que encarnaba a la cieguita; no le gustaba trabajar con ella. Después de verla en Luces de la ciudad parece mentira, pero el cineasta la consideraba una aficionada que no se entregaba al trabajo con la suficiente dedicación y fue la única actriz que le disgustó dirigir. Llegó un momento en que se planteó sustituirla por Georgia Hale, la chica de La quimera del oro, e incluso rodó alguna escena de prueba con ella, pero había gastado tanto dinero en Luces de la ciudad que lo pensó mejor y acabó el rodaje de las escenas que faltaban con Virginia Cherrill. Y quién puede dudar que acertó de lleno, quién podría encarnar la inocencia de la cieguita mejor que ella, el amor imposible de Charlot.    


La escena del malentendido de la cieguita le costó semanas hasta conseguir la precisión en gestos, movimientos y miradas durante el encuentro entre Charlot y la florista, que desprendiera la gracia y el candor mientras ardía el fuego del encantamiento para apagarlo con un giro cómico: ella le tira un cubo de agua a la cara sin querer, no lo ve, claro, pero ni siquiera sabe que él está allí, Charlot se ha quedado en silencio a observarla sin delatar su presencia, tras haber comprendido que ella lo cree un millonario. Sólo enunciar los requerimientos de la escena se echa uno a temblar, y aun más si debían ser resueltos de forma puramente visual.  


Los malentendidos que enhebran Luces de la ciudad germinaron en algunas experiencias infantiles del propia Chaplin y denotan hasta qué punto la ficción se amasaba con su propia vida. Durante la época que Charles Chaplin y su hermano Sidney pasaron en un orfelinato de Londres, iban cada domingo a visitar a su madre internada en un psiquiátrico, pero la mujer algunas veces no reconocía a sus hijos. En otra ocasión, Chaplin se encontró en la calle con su padre que, como sucedía a menudo, iba borracho; se detiene ante el niño, lo observa y murmura: "¿Cómo te llamas?" No es de extrañar que el tema de la ceguera -y resultar invisible- arraigara en las nacientes de la sensibilidad del cineasta.


Sobra decir que Chaplin supo que tenía la película cuando concibió la situación que ponía en marcha la historia e imaginó el  momento en que la chica, que ya ha recuperado la visión gracias a Charlot, reconoce en el vagabundo a su benefactor, es decir, cuando dispuso del detonante y el clímax, los dos vectores que sujetan el arco del relato.



La escena final, cuando Charlot rompe la imagen mítica en que había cristalizado la ilusión amorosa de la florista, viene a ser uno de esos momentos donde se conjugan la emoción de lo revelado y el dolor de lo verdadero que sólo el cine puede deparar, para James Agee era el mejor momento de la historia del cine:



las miradas que se encuentran por primera vez, el reconocimiento y el abismo que se abre entre los dos, todo en ese movimiento de cámara que va de la mano de Charlot en la mano de la florista y la otra mano que sube por el brazo del vagabundo: "¿Puedes ver ahora?"  Y ella responde: "Sí, ahora puedo ver". Palabras que leemos, que nunca escuchamos, pero que nos resuenan dentro con nuestra propia voz- Ella llora. Él ríe. Y duele aún más porque Charlot ríe por no llorar.



Como escribió Erice, tras la máscara de Charlot, en Luces de la ciudad es el propio Chaplin quien nos mira y nos pregunta: "¿Puedes ver ahora?"

4 comentarios:

  1. Mis hijos si tendrán a Chaplin entre el patrimonio y la memoria de su infancia, Daniel, aunque de momento sólo he conseguido que lo miren con un poco más de benevolencia que al resto de "películas grises que sólo le gustan a mamá".

    Muchísimas gracias, Daniel, por esta entrada, yo también voy a volver a ver Luces de la Ciudad

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  2. Yo puedo decir que mi hija creció con Charlot. Ella ama las películas de este personaje entrañable. Debo reconocer que a mí me gusta sobre todo Tiempos modernos. Un abrazo desde el Perú, hermosa entrada.

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  3. Para empezar yo también quiero agradecerte la entrada. También mi hijo -ya con 14 añitos- ha disfrutado y disfruta de los DVDs que su aita le ha comprado. Keaton...los Marx... Me enorgullece sorprenderle a veces silbando una tonada -mientras hace otra cosa- de las películas de los Marx o del mismo Chaplin. Cuánta verdad en que Charlot o era mudo o moría. Por eso el barbero de Tiempos Modernos es un trasunto del vagabundo sin serlo del todo. En cuanto al tránsito del mudo al sonoro, no conozco película que atine más y mejor, de manera más divertida y genial que Singing in the rain. El mejor musical de todos los tiempos. En cuanto a Chaplin, se vio -qué paradoja- como nos vemos nosotros ahora, con una revolución de medios, antes la sonora y ahora la digital. Y la solventó como un estupendo genio renacentista.

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  4. Veo esta película una vez cada cinco años aproximadamente. Después de leer tu entrada he dicidido hacerlo cada cinco meses.

    Esa es la escena, esta es la película y este es el director; pero nunca en disyuntivo...

    Un abrazo.

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