Hasta que vi Stromboli el cine era el cine, y las películas, películas. Han pasado cuarenta años, pero aquella primera vez que vi la primera película de Rossellini con Ingrid Bergman sigue trabajándome cada vez que veo una película que arde en el aquel de aprehender una verdad desconocida, algo que sólo se puede capturar hic et nunc, o sea, en el aquí y el ahora del rodaje, el presente ontológico del cine; películas en las que resuenan aquellas notas de Bresson:
Prefiere lo que te sopla la intuición a lo que has hecho y rehecho diez veces en tu cabeza.
Haz que aparezca lo que sin ti quizá nunca se vería.
La primera vez que vi Stromboli representó mi primer encuentro con el cine moderno, mi primera vez con el otro cine. Con un cine extraño. Por supuesto, entonces no podía saber qué estaba viendo realmente, no tuve conciencia del cine moderno, eso llegó con el tiempo, por lo menos diez años y unos cientos de películas después. Lo que experimenté aquel día en la casa junto al río, delante del televisor que las hijas de Felis le habían traído de Alemania, fue un revoltijo de impresiones -eso sí, imborrables- que me confundían y que, de vuelta a casa, atravesando el campo de maíz bajo la luna de agosto, no conseguía esclarecer. Pero sólo reviviendo aquella primera vez conseguí entender en el curso del tiempo lo que Stromboli significó -la captura de lo inesperado y fugitivo- y celebrar la belleza inefable que puede desprenderse de una película.
Fue la primera vez que el cine me produjo incomodidad y que me incomodó. La película de Rossellini me negaba lo que hasta entonces el cine me había regalado. Hasta aquel día el cine me cautivaba, me arrebataba, me encantaba; me llevaba de viaje, me hacía soñar, me trasportaba a otro mundo; me abría nuevos horizontes, me colocaba ante experiencias desconocidas y me redimía de la realidad; me enseñaba, me entendía y me consolaba. Podía trastornarme, aterrorizarme o descolocarme, pero al final la ficción te acogía en sus brazos y uno se sentía seguro, a salvo, confortado. La ficción era un refugio, quizá el último refugio, y justo porque era ficción. Stromboli, en cambio, te dejaba a la intemperie.
Porque en aquella película había cosas que no eran una película. Stromboli no era cine o era un cine distinto, como nunca había visto. Cómo podía asimilar aquella escena en que Karin -o sea, Ingrid Bergman-, asolada por tanta soledad en aquella isla se acerca a un niño y le suplica que hable con ella y la criatura se asusta como si se le apareciera un ser de otro mundo. Era perceptible el desajuste, la quiebra, en aquel plano: o Ingrid Bergman o el niño, pero los dos juntos producía un efecto de desasosiego que no tenía que ver con la historia sino con lo que la imagen desprendía, algo enigmático que no podía comprender.
Aquellas presencias, aquellos rostros, de los isleños incrustados en el paisaje con los que Ingrid Bergman se daba cabezazos una y otra vez. Y qué decir de la escena de la almadraba, qué pintaba en una ficción una escena documental que interrumpía la historia pero al tiempo destilaba un nosequé subterráneo y doloroso.
Y aquel ascenso por la ladera del volcán y aquel grito desesperado y aquel llanto de Ingrid Bergman que le salía de las entrañas y que te desgarraba sin entender qué estaba pasando en la pantalla, y ponía punto final a una película -o lo que fuera- que no lo tenía.
Por no hablar de lo abrupto, áspero y perturbador que resultaba todo sin la seguridad de si lo que habías visto era una plegaria o un milagro, la condena o la salvación de Karin. O todo a la vez. Y para todo aquel crisol de impresiones donde se mezclaban el malestar y el asombro, la desazón y la sorpresa, el enojo y el arrobo, nada del cine que había visto me servía para cuajar alguna certeza en la que refugiarme.
Porque a mis quince años todo se reducía a una cuestión decisiva. ¿qué había hecho Rossellini con Ingrid Bergman? ¡Con mi Ingrid Bergman, la chica de Casablanca, la chica de Encadenados..! Y algo más primordial: ¿por qué sin estar tan guapa era más bella que nunca? Había demasiadas cosas en Stromboli que no me dejaron dormir aquella noche.
Pasaron muchos años y muchas películas, y Stromboli y Rossellini ocuparon un lugar -legible, comprensible, asimilable- en una historia del cine moderno, una historia que Rossellini e Ingrid Bergman volvieron a amojonar con esa encrucijada capital que representa Viaggio in Italia. Pero aquella primera vez de Stromboli seguía iluminando mi cinefilia como un faro, era casi como si viera el cine por primera vez. Y la tenía muy presente hace cuatro años, por estas fechas, cuando volví a ver Stromboli en la Cinemateca Portuguesa de Lisboa, por primera vez en un cine.
Al terminar la proyección pasé por la librería y compré el catálogo de la retrospectiva de Rossellini y en sus páginas encontré un texto de Alain Bergala que parecía estar esperándome -Roberto Rossellini y la invención del cine moderno-, un texto que parecía pensado para cobijar el desvelo y la turbación de aquel chaval de quince años que no pudo dormir después de ver Stromboli, que parecía ahondar en todas las cuestiones que, de una forma u otra, también me habían comprometido desde aquella noche al tiempo que las iluminaba.
¿Cómo puede aflorar la verdad en las películas? He ahí la gran pregunta. La certeza de que el cine no está condenado a traducir una verdad preexistente, exterior a la propia captura por la cámara, llámese guión, psicología de los personajes o filosofía de la película, sino que puede ser un instrumento de revelación de una verdad que sólo al cine le cabe aprehender: he ahí el principio fundacional del cine moderno. Un principio que guió los caminos del cine de Rossellini donde se cruzan los azares biográficos -el encuentro con Ingrid Bergman sobre todo- y una necesidad íntima -o disponibilidad personal- que lo propician.
La gran cuestión para Rossellini era cómo y a partir de qué imagen de la realidad se puede hacer brotar la verdad y su búsqueda le lleva a pegarse a la piel de las cosas, a la desnudez de las cosas y a la humana desnudez, para hallar una vía para la emergencia de una verdad que sólo es deudora de las posibilidades -y de los poderes- del cine. Esa es la herencia que Rossellini ha dejado al cine moderno. Por eso, su filmografía constituye una exploración de las vías de acceso a la verdad, y puede llegar a ser despiadado a la hora de acosar con la cámara a Ingrid Bergman, de reunirla en el mismo plano con un niño, unas mujeres o unos pescadores de Stromboli, y esperar a ver qué sucede en esa confrontación de una actriz con lo real, qué revela la conjunción de elementos heterogéneos. Y era justamente eso lo que había trastornado hace cuarenta años mis ideas sobre lo que era el cine, sobre lo que era una película: en Stromboli había un exceso de realidad, o mejor, a través de los intersticios de la ficción se había manifestado la vida desbaratando la red de seguridad que me protegía como espectador.
Ingrid Bergman murió convencida de que había arruinado la carrera de Rossellini, porque casi nadie valoró las películas que hicieron juntos, y creía que el cineasta no sabía qué hacer con ella. La historia del cine está sembrada de esos malentendidos. Ingrid Bergman nunca comprendió que gracias a su encuentro con Rossellini comenzó la aventura del cine moderno que hoy continúa vigente. Creo que hubiera sido capaz de contarle y de hacerle entender hasta qué punto las películas que hicieron juntos cambiaron radicalmente mi mirada sobre el cine y mi experiencia como espectador desde hace cuarenta años. A uno le hubiera gustado que lo supiera, que las películas que Stromboli o Viaggio in Italia me descubrieron películas de otro mundo, el otro cine por primera vez.
Fotograma de Viaggio in Italia
Solemos ensalzar a los expertos y despreciar a los novatos, y en la mayoría de contextos nos atreveríamos a proclamar orgullosamente que no es nuestra primera vez.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho la entrada porque reivindica el valor de esas primera veces que en tantas ocasiones disimulamos por presunción.
Un abrazo.
Me acuerdo de la primera vez que te leí sobre las películas que veías en el televisor que le habrían traído a Félix sus hijas desde Alemania, de como ibas y volvías a través del campo de maíz :)
ResponderEliminarCreo que todo lo que tan bien cuentas a mi me pasó con "Los Cuatrocientos golpes", que ya no pude ver películas de la misma manera.
Un beso, Daniel