30/12/13

Ven y mira (Satyajit Ray)


Adelita me trae un regalo precioso: un libro sobre (y con) la obra gráfica de Satyajit Ray.



Looking Beyond. Graphics of Satyajit Ray del cineasta Jayanti Sen. Una belleza para la vista y una delicia para el tacto.


Un libro así bastaría para hacerme feliz, pero además lo encontró en la librería City Lights de San Francisco. (Podrías quedarte a vivir en ella -me dice Adelita-, sólo que... tiene pocos libros de cine.)


 El San Francisco donde Chris Marker -en Sans soleil- recorría los lugares de Vértigo.


Cualquier pretexto sería bueno para traer los carteles que Satyajit Ray diseñó para sus películas.

Satyajit Ray: una pausa en un rodaje.

Ninguno mejor que este maravilloso regalo de Adelita.

Pather Panchali 
(La canción del camino, 1955)

Devi (La diosa, 1960)

Teen Kanya ( Tres mujeres, 1961)

Mahanagar (La gran ciudad, 1963)

Charulata, 1964

Kapurush-Mahapurush 
(El cobarde y el santo, 1965) 

Nayak (El héroe, 1966)

Goopy Gyne Bagha Byne 
(Las aventuras de Goopy y Bagha, 1968)

Aranyer Din Ratri
(Días y noches en el bosque, 1969)

Pratidwandi (El adversario, 1970)

Sonar Kella (La fortaleza dorada, 1974)

Shatranj Ke Khilari 
(Los jugadores de ajedrez, 1977)

Joi Baba Felunath (El Dios Elefante, 1978)

Ghare Baire (La casa y el mundo, 1984)

Ganashatru 
(Un enemigo del pueblo, 1989)

Agantuk (El extraño, 1991)

Con los carteles de cine de Satyajit Ray despedimos 2013 en la escuela. El año que se nos fueron Bernadette Lafont, Eleanor Parker, Joan Fontaine... Y Nagisa Oshima. Y Lou Reed. Que venga, entonces, y venga bien el 2014. El año del centenario de Hedy Lamarr, Jo Van Fleet y Lili Palmer; Norman McLaren y Pietro Germi. Y de Henri Langlois.


    

28/12/13

Antoñita y los Camborios


Los sábados por la mañana suelo ir al mercado en el Malecón de Ribeira. De vuelta, cargado ya con las viandas, me paso por un puesto de libros viejos (el único de la feria) que monta un matrimonio de gitanos: ¡Muy buenos libros. Todos a un euro!, vocea el Camborio (así lo llama la mujer). De vez en cuando me llevo algo. Hoy, por ejemplo, un par de novelas (dos euros). La ira de los justos de Raoul Walsh (sí, el mismo, el director de Murieron con las botas puestas) que se publicó en 1974 (y siempre se me había despistado): el último western de Walsh, tenía 84 años y cambió la cámara por la pluma.


Y Agosto es un mes diabólico de Edna O'Brien, editada en 1966. Hace un par de meses hubiera ignorado el libro, pero desde entonces leímos su primera novela, Las chicas de campo y nos gustó mucho (quizá no os haga falta la aclaración, pero ahí va: quiero decir que Ángeles la leyó, le gustó, me dijo léela, te va a gustar, obedecí y tenía razón).


Los de Errata naturae cuentan, en un estupendo colofón, que editan el libro -en octubre de 2013- medio siglo después, más o menos, de que el párroco de la iglesia de St. Cronin, sita en la aldea de Tuamgraney, recorriera los treinta y cuatro kilómetros que distan hasta la pequeña ciudad de Limerick y allí, en una librería provinciana y pacata, encontrara, seguramente por una confusión imperdonable del librero, tres copias de la supuestamente escandalosa novela que por entonces causaba sensación en Londres y Nueva York, firmada por una tal O'Brien, a la que el párroco no había leído nunca pero que pudo reconocer como su paisana gracias a la foto de la solapa, lo que le obligó, digámoslo así, a comprar las tres copias con el dinero del cepillo del domingo, llevárselas de vuelta a la aldea y quemarlas públicamente en la plaza que queda frente a la iglesia y donde la autora había pasado su infancia...

Edna O'Brien

O quizá sí me hubiera llevado igual Agosto es un mes diabólico (aunque no hubiera leído nada de Edna O'Brien), si por un azar le pongo los ojos encima a la dedicatoria.  A Antoñita.


Imagino que el libro se lo regalaron a esa señora hace casi medio siglo y se comprende que el hombre de la dedicatoria -porque se trataba de un hombre- pusiera sobre aviso a Antoñita acerca del incomodo que le causaría, dado el contenido. (La novela fue condenada por la iglesia católica de Irlanda. Se ve que no le quitaban ojo a su paisana. Aquí la censura debió ignorarla, supongo. Aunque ese diabólico del título debía despertarles la mosca que siempre tenían detrás de la oreja. Vete a saber.) ¿Y no os parecen encantadoras las dos últimas líneas: pero piense que es un simple pasatiempo..? Hay que ver cómo vinieron a encontrarse en un puesto de libros viejos -Edna O'Brien mediante- Antoñita y los Camborios. Será cosa de los finisterres.

Alguien muy viejo


Hoy el cine cumple 118 años. Día de los inocentes. Y de la memoria del cine.

Fotograma de La última película de Peter Bogdanovich

Inocente cuando sueñas, canta Tom Waits. A Mónica (Harriet Andersson) le basta una película mala para llorar sueños de consuelo. Y Harry (Lars Ekborg) se aburre tanto... Memoria de la inocencia. El cine. 

Fotogramas de Un verano con Mónica (1953) 
de Ingmar Bergman

La memoria perdida, esa pesadilla que Alexandre (Jean-Pierre Léaud) le cuenta a Marie (Bernadette Lafont): un mundo donde los jóvenes ya no saben lo que es el cine.


Pero Marie no se fía nadita de la memoria de los hombres. Ni siquiera de un hombre muy viejo. Tan viejo como el cine. (Como el cine mudo, como el cine en blanco y negro.)

Fotogramas de La maman et la putain (1973) 
de Jean Eustache

Y sin memoria, no es que no haya esperanza (que tampoco), es que no hay resistencia. La memoria de alguien muy viejo...

24/12/13

Un cuento de navidad (de Ophüls)



Ángeles -ya lo sabéis- no siente devoción por un cineasta como Max Ophüls, pero le encanta The Reckless Moment (1949), ese momento temerario (alocado, arriesgado), el repente de una madre de familia, que desata la fatalidad.


Un noir doméstico -cuajado de noche y negras sombras, iluminadas por Burnett Guffey- que aquí se tituló Almas desnudas, la última película americana de Ophüls, basada en La pared vacía, una novela de  Elisabeth Sanxay Holding (que también le gustó a Ángeles, una autoridad en la materia).


Qué lejos esta Joan Bennett de aquella languiana Kitty de Scarlet Street.


Aquí es Lucía, un ama de casa de clase media con el marido ausente por razones laborales. Vive con su suegro, hija, hijo y criada; centro de gravedad de la familia y crisol de responsabilidades (multiplicadas por la navidad en ciernes).


Y se las ve y se las desea para estar a solas, o por lo menos a salvo de las miradas -de la vigilancia- de los suyos, que reclaman su atención, y lo necesita para (tratar de) resolver el problema que se trae entre manos, porque no puede contarle a nadie el chantaje que la amenaza y abruma (todo por librar a su hija de un sinvergüenza que quiere aprovecharse de ella) y debe enmascarar -esconder- a toda costa; así que, por otro lado, Lucía no puede estar más sola.


Y cada vez que Ophüls la filma en compañía -del suegro, del hijo...de toda la caterva- filma (que para eso era un maestro) su irremediable soledad.


Lejos de aquella Kitty esta Lucía, sí, y sin embargo... El inmenso James Mason, encarnando a Martin Donnelly, un maravilloso matón melancólico (encargado de cobrar el chantaje), cae rendidamente enamorado de esta ama de casa (cautivo de una pasión tan fulminante como la de Lisa por Stefan en Carta de una desconocida, como Edward G. Robinson por Kitty, o por Alicia -otra mujer languiana, otra vez Joan Bennett- en La mujer del cuadro). Desde que le pone los ojos encima... ¡Hay que ver cómo ve James Mason! ¡Cómo la mira cuando ella ya ha desaparecido del plano! ¡Como si mirara ya la memoria cristalizada de la mujer soñada o el retrato de lo perdido!


(Que nos creamos desde la primera mirada esa pasión fatal se lo debemos a Ophüls y a Mason, sin duda, pero también a nuestra memoria, que abre pasajes palpitantes con la otra Joan Bennett, la de Lang.) Y Lucía, sofocada por el agobio doméstico y la asfixia emocional (y un erotismo proscrito), encuentra en Martin Donnelly el único confidente, el único alivio para su soledad, quién sabe si el único amor... En fin, Ophüls habla de lo que habla siempre -bailando un rondó (de cámara) con sus personajes- de los sueños de felicidad y los riesgos del amor verdadero.


Almas desnudas puede verse también como una metáfora de lo que Hollywood exigía a Ophüls: una historia lineal -podada de arabescos (de cámara) y desvíos (narrativos)-, aunque a nuestro cineasta no había -para nuestro deleite- quien lo apeara de la grúa.


Y así Lucía se ve empujada de forma inexorable hasta el final, en esa escena donde, una vez más, agobiada por la familia, no dispone de un momento para sí -a solas con su pena por la muerte de Martin Donnelly-, y tiene que bajar las escaleras -ah, esas escaleras de la casa familiar (escaleras fatales, huellas visibles del calvario de los adentros y de la cárcel doméstica)- y disimular y ponerse al teléfono, pues su marido la llama para desearle una feliz navidad, que van a pasar separados.


(La navidad como horizonte de amenaza también para la madre y esposa de Un cuento de navidad de Abel Ferrara.)  


La última película en Hollywood de Max Ophüls la produjo Walter Wanger (un productor al que admiraba Lang, y sobraban dedos de una mano para contar a los que respetaba), que supo elegir muy bien los proyectos para su mujer, Joan Bennett. La actriz -como James Mason- disfrutó lo suyo trabajando con Ophüls y le regaló una carpeta de piel con anillas. El cineasta se refería a esa carpeta como el cocodrilo. De vuelta en Europa, Ophüls no se separó del cocodrilo de Joan Bennett.


Qué buenos ojos vieron a Joan Bennett. Con qué buenos ojos la vemos. Que buenos ojos la vean.