30/10/16

¡El bicho no, por favor!


Mientras veía El hijo de Saúl (2015), la admirable y sobrecogedora película de László Nemes recordé una carta de Kafka. El filme representa un viaje al corazón del infierno de Auschwitz durante unos días de octubre de 1944. Un trabajo sobre el fuera de campo, vislumbrando lo inimaginable. Sobre el sentido del lugar de un no-lugar, aflorando la desaparición en la puesta en escena. El horror de una brega atroz y extenuante.


Claro, también recordé Imágenes a pesar de todo, de Didi-Huberman, porque el filme de Nemes pone en escena la captura de esas fotografías arrebatadas a Auschwitz.



(A modo de prólogo de El hijo de Saúl puede verse Türelemel cortometraje de Nemes estrenado ocho años antes. Vale la pena.)


En  octubre de 1915 se publica por primera vez La metamorfosis en la revista alemana Die Weissen Blätter. (A estas alturas me cuesta usar el título -al parecer, más ajustado- que figura en las ediciones más recientes en castellano, La transformación.) A Kafka debió sorprenderle ver impreso el relato porque la revista no le había avisado de la publicación y con un ejemplar recibió también el anuncio de la intención de publicarlo en forma de libro, en la editorial de Kurt Wolff en Leipzig.



Kafka empezó a preocuparse recelando que alguien ilustrara la cubierta de su libro sin consultarle. Y así se lo manifestó por carta a los editores (respeto el título usado en la cita):
Me escribieron ustedes últimamente que Ottomar Starke realizará la ilustración para la cubierta de La transformación. Ahora bien, por lo que conozco de este artista a través de Napoleón [obra de Carl Sternheim publicada en el volumen 19 de la misma colección en la  que  aparecería La transformación], me ha sobrevenido una pequeña alarma, probablemente más que innecesaria. Resulta que se me ha ocurrido, dado que Starke será realmente el ilustrador, que quizá esté en su deseo querer dibujar el mismísimo insecto. ¡Esto  no  por  favor! No quisiera reducir su poder de influencia, sino solo exponer un deseo, debido a mi evidente mejor conocimiento de la historia. El insecto mismo no debe ser dibujado. Ni tan solo debe ser mostrado de lejos… Si yo mismo pudiera proponer algún tema para la ilustración, escogería temas como: los padres y el gerente ante la puerta cerrada, o, mejor todavía: los padres y la hermana en la habitación fuertemente iluminada, mientras la puerta hacia el sombrío cuarto contiguo se encuentra entreabierta.
Cubierta de la 1ª edición 
de La metamorfosis en 1916 
por Kurt Wolff con la ilustración 
de Ottomar Starke.

La preocupación de Kafka estaba plenamente justificada si pensamos que La metamorfosis gestiona la desaparición de Gregor Samsa, a través del arduo trabajo del propio protagonista, pongamos por caso esas cuatro horas que invierte en ocultarse a ojos de su hermana, para ahorrarle su visión. Luego, la hermana le pide a la madre que la ayude a mover un mueble en el cuarto de Gregor, y la tranquiliza:
Ven, entra, que no se le ve.
¡Hay que ver la fervorosa porfía por consumar el fuera de campo que despliega La metamorfosis

21/10/16

15 líneas



Paris, 1960. 
(Fotografía de Johan van der Keuken)


La vida no tiene mucho sentido sin las películas. (Johnny/Vincent Gallo en El funeral, de Abel Ferrara.)


Ninguna guerra es una guerra hasta que un hombre mata a su hermano. (Marko/Predrag 'Miki' Manojlovic en Underground, de Emir Kusturica.)


Es increíble la soledad que hay en el corazón de cada hombre. (Lilie/Clotilde Hesme en Les amants réguliers, de Philippe Garrel.)


La pista de circo es el lugar más peligroso del mundo, y también el lugar donde todo es posible. (Vittorio/Sergio Castellitto en 36 vues du Pic Saint-Loup, de Jacques Rivette.)


En los tiempos que vivimos los libros arden demasiado deprisa y calientan muy poco. (María Braun/Hanna Schygulla en El matrimonio de María Braun, de Rainer W. Fassbinder)


Hay que ver lo que puede llegar a hacer un hombre por ponerle las manos encima a una mujer. (Sam Boone/Pernell Roberts en Ride Lonesome, de Budd Boetticher.)


La memoria es maravillosa si no tienes que lidiar con el pasado. (Celine/Julie Delpy Antes de atardecer, de Richard Linklater.)


Es una suerte que no tengamos cine en Schabbach, o nunca nos iríamos a la cama. (María/Marita Breuer en Heimat, episodio 4, de Edgar Reitz.)


Me han llamado de todo, pero nunca que fuera "confortable". (Cord McNally/John Wayne en Río Lobo, de Howard Hawks.)


No es amor si no creemos que durará para siempre. (Marion/Arielle Dombasle en Pauline en la playa, de Eric Rohmer.)


Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma. (La Agrado/Antonia San Juan en Todo sobre mi madre, de Pedro Almodóvar.)


Tan pronto como nos hemos reunido unos cuantos seres de buena voluntad, hemos acabado con el motor y la gasolina y todas sus barbaridades (Fernando/Fernando Fernán-Gómez en El último caballo, de Edgar Neville.)


Hace falta tiempo y paciencia. Después, hasta un suspiro se puede transformar en una historia de amor. (Jean-Marie Straub en Onde jaz o teu sorriso?, de Pedro Costa.)


Tengo un pasado que quisiera olvidar, pero nunca podré huir de él. (Hamish Bond/Clark Gable en Band of Angels, de Raoul Walsh.)


Se puede confiar en la gente del cine. (Nasrin Sotoudeh en Taxi Teherán, de Jafar Panahi.)


16/10/16

Tan poquita cosa, un corazón


Si tuviera que elegir la obra maestra de este verano, tendría pocas dudas. En realidad, ninguna. Me quedo con Man's Castle (1933), de Frank Borzage. Una de las historias de amor más bellas que haya visto nunca. Así de claro.


Man's Castle no sólo se rodó en plena Depresión, sino que sus personajes la viven y padecen. En esa encrucijada de desesperación aflora una historia de amor pespuntada con humor, preñada de gracia y lirismo, y en su milagrosa levedad desprende una honda y perdurable emoción. El propio título, basado en el dicho de que el hogar de cada hombre es su castillo, cobra visos irónicos cuando comprobamos que ese hogar es un cuchitril en un poblado de chabolas junto al río, en Nueva York, donde Bill ha encontrado un refugio como tantos sin techo que tiene por vecinos.


El filme de Borzage, iluminado por Joseph H. August (uno de los directores de fotografía preferidos por John Ford), captura el idilio de Trina y Bill (y, de paso, también el de Loretta Young y Spencer Tracy, que los encarnan), acogiéndolo con una luz que ampara a los amantes, como si los transportara fuera del mundo, aunque sólo una fina piel -una película (una pielecita, que decía Azorín)- los separa de la cruda realidad de unos tiempos duros.


Al principio de la película, encontramos juntos a Trina y a Bill en un banco de Central Park. Bill le echa de comer a las palomas y Trina murmura: Sería estupendo ser paloma. Siempre hay alguien que te echa unas migas. Hay gotas de vitriolo en la imagen de ese Bill ricachón, que alimenta a las palomas y se extraña de que haya gente hambrienta en el mundo (una imagen engañosa la del ricachón, un simple disfraz, como descubriremos muy pronto, uno de esos trabajos temporales que desempeña Bill cuando necesita dinero o lo necesitan sus amigos, esta vez de un hombre-anuncio). Trina le ha confesado que lleva dos días sin comer porque no tiene dinero y Bill comenta con desdén: Las palomas tampoco y a pesar de eso comen (una réplica que hoy suena tan familiar, forma parte del decálogo del consenso neoliberal).


Ese vector amargo (de la Depresión y la crisis social) sigue ahí, pespuntando la película, pero Man's Castle deriva hacia una dimensión subjetiva que envuelve y resguarda la luminosa intimidad de la pareja. En palabras de Hervé Dumont (en su libro consagrado a Borzage), que sólo cabe celebrar citándolas:
desde un punto de vista estilístico, la película extrae su hechizo lírico de (...) [la] yuxtaposición de la sordidez con el idilio, del filo duro de los diálogos y la delicadeza de la iluminación [ya lo dijimos, de Joseph H. August].
Trina y Bill (todos los personajes de Borzage) tienen, en el fondo, un gran corazón, y de esa nobleza emana la fuerza que los defiende de las fuerzas aniquiladoras, ya provengan del viento inclemente de la historia o del impulso aniquilador de la desesperación. Y se merecen que el amor escriba un cuento de hadas en una chabola, como un ángel de la guarda que los custodia en un tiempo despiadado.


Visualmente, por obra y gracia de la luz, Borzage no nos permite olvidar que la historia del mundo y la historia de amor de estos dos pequeños seres coexisten en diferentes planos de la realidad. Trina y Bill son marginados, desde luego, pero ni víctimas ni humillados, y, como verdaderos héroes borzaguianos, no renuncian a ningún sueño, mejor dicho, sólo renuncian al sueño americano del que se marginan con deliciosa tozudez: ¡No quiero dinero, te quiero a ti!, declara Tina hacia el final de la película con una desarmante, conmovedora y soberana fe en el amor.


Justo antes de bañarse juntos (y desnudos), de noche, en el muelle (se han conocido unas pocas horas antes), Trina envidia la placidez de los veleros. Bill comenta que se están pudriendo, es lo que le pasa a los veleros que llevan años anclados. Una alusión que anticipa la idea de un nómada irredento sobre el hogar (como ancla) que Trina porfiará por fundar, aunque sea en una chabola.


En el curso de esa porfía, Borzage hilvana tres momentos gloriosos, en realidad un único motivo pespuntado en tres tiempos, un hilván sublime con esa figura que atrapa la mirada del espectador con el mirar (y mirarse) en la pantalla, el plano/contraplano, una experiencia a la que ya nos referimos como un mirar mirar mirar. Tres momentos hilvanados que cifran el sentido de la historia de amor desplegada en los apenas 75' de Man's Castle. Bill no tarda en advertir señales de alarma para sus afanes vagabundos (y ánimo independiente, o mejor, autosuficiente) en la chabola que comparte con Trina.


Fundido a negro. Secuencias después la situación se ha complicado, El nudo se ha enredado. En un momento de "debilidad" Bill, que enmascara su bondad con ademanes ásperos y displicencia, le ha regalado una cocina a Trina y la chabola, a ojos de un culo de mal asiento incorregible, empieza a parecerse peligrosamente a un hogar (el ancla de la escena del baño nocturno). Bastan tres miradas (tan mudas como elocuentes) para que Borzage nos revele la lucha que se libra en el corazón de Bill, y la mirada de Trina al mirar de Bill (acercándose a él) y a la ventana para mostrarnos que comprende el conflicto que anida en su interior.


La puesta en escena de Borzage conjuga lo que anuda y separa a los amantes, los sentimientos en conflicto, ese cielo (enmarcado por el ventanuco) como sed de horizontes y apetito de trashumancia (para Bill); espejo de lejanía y porvenir de abandono (para Trina), por más que... Tienes un trozo de cielo en la mirada, le dice Bill a Trina... Poco después los vemos abrazados en el camastro. Trina le cuenta que está embarazada, pero no tiene miedo, está enamorada. Al final de la escena, con los amantes en primer plano, Bill se aparta de Trina. Encadenado. Lo vemos subir a un tren de mercancías en marcha. Pero una vez encaramado, mira hacia atrás.


Trina, aún en el camastro, llora mirando a través del ventanuco abierto al cielo, o sea hacia arriba, como si su mirada viajara en busca de Bill, y el cine obra el milagro (contra las leyes de su propia sintaxis, no hay raccord: él mira atrás, ella arriba, sus miradas no pueden encontrarse), y la mirada de Trina lo alcanza y le toca, y lo trae de vuelta, porque Bill se baja del tren... No es que se vean, es que el amor gobierna las miradas como quiere y miran lo que no se ve. Ahora, con toda la potencia incubada por el uso -canónico- del raccord en los dos momentos anteriores, estalla el poder de la mirada en todo su esplendor. Y en nombre del amor, Borzage se permite transgredir las leyes del raccord. El amor tiene su propia sintaxis.


Y qué decir del ultimo plano de la película, con Trina y Bill tiernamente abrazados en el vagón de un tren de mercancías, liberados por ensalmo de las amenazas del mundo gracias a un movimiento de grúa con una cámara que embelesa a los amantes y los ampara de las ruinas del tiempo y la historia, una imagen que cristaliza la apoteosis de la pasión amorosa. A propósito de ese plano sublime escribe Hervé Dumont:
Como un relámpago, esta última imagen demuestra la evidencia: Borzage pertenece a la estirpe de los que sueñan despiertos, los Marc Chagall, los Jean Vigo. ¿Cómo no recordar a Bella, la esposa de los aires [en La Bella y la Bestia, de Cocteau, sobra decir], o a la insólita novia encaramada en la gabarra de L'Atalante?
Ningún otro cineasta transmitió de forma tan sincera su fe en el amor como una fuerza inquebrantable que confiere a los amantes el poder de lo inimaginable (o un poder inimaginable).


Man's Castle fue de esas películas que estrenaron (por así decir) el Código de Producción, que iba a velar por la moral (y la moralina) de las películas producidas en Hollywood: el régimen de censura aceptado por los estudios que iba a sentenciar -ya desde el guión- qué temas, personajes, escenas, diálogos, vestuario... eran moralmente aceptables. Y el filme de Borzage pagó su precio en cortes, y alteraciones en el montaje para su reposición en 1938. Como apunta Dumont, Man's Castle transgrede todos los preceptos del Código de Producción: concubinato, escenas de desnudo, hijo ilegítimo, intento de violación, alusiones a la prostitución, al suicidio e incluso al aborto, alcoholismo, atraco impune, homicidio "justificado", diálogos indecentes, referencias blasfemas a la religión...


La Oficina Hays, encargada de velar por el cumplimiento efectivo del Código de Producción, tacha 23 pasajes del guión de Jo Swerling (a partir de Hunk O'Blue, una obra de Lawrence S. Hazard). Pero no quedará ahí la escabechina, la película acabada habrá de experimentar otros 30 cortes antes de su estreno, y cuando se reponga en 1938, aprovechando que Spencer Tracy encadena dos Óscares consecutivos por Capitanes intrépidos (1937), de Víctor Fleming, y por Boys Town (1938) -aquí, Forja de hombres-, de Norman Taurog, la Oficina Hays, en pleno apogeo, además de recortar algunos diálogos, impondrá una última -y más significativa- modificación: adelantar la boda de Trina y Bill desde la séptima bobina a la primera, para así evitar el concubinato. Una edición en dvd (con el título de Fueros humanos) que no le hace justicia, permite ver Man's Castel con los 75' que sobrevivieron a la censura, y (nos consuela) con la boda en su sitio.


Pocas historias de amor han alcanzado la temperatura emocional de Man's Castle, y si hacemos memoria, las primeras que recordamos, pongamos por caso, El séptimo cielo (1927) o Lucky Star (1929), también son obra de Borzage. La delicadeza y la calidez de las imágenes que cuidan del amor de Trina y Bill destilan un exquisito romanticismo sin asomo de sensiblería. Man's Castle es de esas películas (contadas) que parecen tener como divisa aquellos versos de John Donne:
El corazón es tan poquita cosa
cuando cae en manos del amor...
Tan poquita cosa, un corazón. (Por grande que sea.)

9/10/16

Cuando mire por esa ventana...


Desde hace un año debo haber visto Canyon Passage (1946) cinco o seis veces. Aquí les pareció poca cosa el topónimo y la titularon Tierra generosa; claro que los portugueses tampoco se anduvieron con chiquitas y la bautizaron como Amor selvagem.


No me explico que no se hable más de esta maravillosa película de Jacques Tourneur: cuánto cuenta, cuántas vidas, en sólo hora y media. Cada personaje nos interesa, despierta nuestra empatía, cada cual con su defecto trágico y su resplandor, y su misterio, con sus magníficas líneas de diálogo con ecos hondos de los adentros.


Un western colmado de calidez humana en una naturaleza exuberante, la obra de un cineasta tan mirado con los personajes como sensible paisajista, donde la fotografía de Edward Cronjager revela e ilumina el gusto por las manchas de color en la naturaleza y las texturas rugosas en los interiores... Y cuántas ventanas, y qué importantes. Enseguida quiere uno verlo otra vez.


Era la primera película en color de Jacques Tourneur y la primera vez que disponía de un presupuesto holgado, con Walter Wanger al mando de una producción de la Universal. Un western raro, extraño, moderno, excéntrico. Scorsese definió Canyon Passage como un western noir (y tampoco anda desencaminado), uno de los más misteriosos y exquisitos jamás realizados (totalmente de acuerdo). Hasta el logo de la Universal (en el umbral de la película) es raro. Rarísimo.


Para empezar, Canyon Passage no desarrolla ninguna de las tramas canónicas del western (viaje, ciudad sin ley, venganza, el forajido...); más bien trata de los tramas latentes, o mejor, tira de los hilos del envés del tejido del western, y así afloran las tensiones entre la comunidad y el individuo, entre el campo y la ciudad, entre el deseo de arraigo (el sueño de un hogar) y la errancia como libre curso de las ambiciones personales (la llamada de la nueva frontera: un hombre puede elegir sus propios dioses, dice Logan), tensiones que se enredan en las tramas amorosas articuladas en torno a seis personajes y tres triángulos entreverados por uno de sus vértices; Logan (Dana Andrews)---Lucy (Susan Hayward)---George Camrose (Brian Donlevy); Logan---Caroline (Patricia Roc)---Vane (Victor Cutler); y Camrose---Marta (Rose Hobart)---Jack (Onslow Stevens).



Ya muy pronto la amistad entre los dos personajes masculinos principales se ve sometida a prueba. Logan besa a Lucy para demostrarle a George cómo hacerlo bien y ella parece encantada, una escena que denota una rivalidad amorosa pero también apunta una amistad a toda prueba.


Cuando Logan explica por qué quiere ayudar a Camrose a pagar sus deudas de juego alude a algo más profundo que la razón, y cuando le pide explicaciones a su amigo por romper su promesa de dejar el juego, Camrose le dice que fue tentado por el diablo de ojos verdes, la envidia, la envidia de ti, Logan. Pero la lealtad es mucho más fuerte y nada la menoscaba, ni faltar a la palabra dada ni el crimen, como se demuestra cuando Logan ayuda a huir a Camrose aun a sabiendas de que es un asesino.


El guión de Ernest Pascal (basado en una novela de Ernest Haycox) carece de una dirección clara, o mejor, de un centro dramático definido; más bien pespunta las cuitas de una comunidad en territorio hostil, claro que -sobra decirlo- también los indígenas tienen sus razones.


Ben Dance (Andy Devine) resume muy bien uno de los vectores del entramado argumental: Es su tierra y estamos aquí, no lo olvides. Aun así está dispuesto a defender su hogar como una fortaleza y cree que no habrá problemas a no ser que algún hechicero les caliente la cabeza o algún maldito blanco pierda la suya; finalmente será esto último lo que suceda, un maldito blanco en la piel de Bragg (Ward Bond).


Hay una escena magnífica cuando los indios irrumpen en la celebración de la boda de unos pioneros a los que los vecinos han ayudado a construir la casa: los indígenas no tienen ningún problema con que vengan, la Naturaleza, la Madre Tierra, es de todos; lo que ven con malos ojos es la propiedad.


Hi Linnet (Hoagy Carmichael), a lomos de su mula y mandolina en ristre, hace las veces de un juglar (y un fisgón que no resiste el apremio de las ventanas por su aquel del mirar, a modo de trasunto del propio cineasta) enhebrando las historias de los personajes para los ojos del espectador (en realidad, a Hi Linnet sólo le falta mirar a cámara y hablarnos), asomándonos a otras vidas -sueños, pasiones, miedos, secretos-, no sólo de los protagonistas, reforzando la percepción de una comunidad donde cada personaje podría tener su película.


De ahí que la secuencia central de la película gire en torno a la construcción por la comunidade de la casa de una pareja que precede a la propia boda y el baile posterior (como el baile dominical en la iglesia a medio construir en My Darling Clementine, de Ford, estrenada el mismo año que Canyon Passage), una secuencia cuya atmósfera propicia que Logan le pida a Caroline que se case con él, una decisión en contra de su querencia vagabunda.


Pero a no tardar la misma colectividad está a punto de linchar a Camrose, revelando así el lado oscuro de la urdimbre comunitaria. Una atmósfera de fatalidad impregna la película desde sus primeros compases.


Una fatalidad que cobra una dimensión latente a través de las elipsis (tan tournerianas) que dejan fuera de campo las escenas de violencia; pongamos por caso el asesinato que comete Camrose (motivado por los desfalcos a los mineros -que depositan el oro en sus negocio- para pagar sus deudas de juego), su linchamiento posterior o la violación y asesinato de las chicas indias. De hecho, la tragedia que estalla en el tercer acto tiene su origen en un asunto no resuelto previo al arranque de la película, por así decir, brota de una elipsis primordial, el error fatal de Logan; no haber acabado con Bragg.


La película se va hilvanando así sobre la base de una compleja red de relaciones y de las idas y venidas de un tipo inquieto como Logan, un culo de mal asiento, un tipo que se resiste al arraigo en la comunidad, con problemas para adaptarse a la rutina doméstica, que no se corresponde con el anhelo de Caroline, la mujer a la que cree querer y le ha pedido que se case con él; ella tiene muy claro dónde quiere echar raíces -Este es mi hogar, Logan. Nunca volveré a ser una chica de ciudad. No quiero moverme de aquí- y sabe muy bien qué hombre quiere: Cuando mire por esa ventana quiero ver a mi hombre arando. Y por la noche, sentado en la mecedora...


En los encuadres de Tourneur palpitan las fuerzas cardinales que tensan el curso de la película: el lugar como centro del mundo y el nomadismo, porfía e impulso que sujetan o empujan a unos personajes en un medio social en construcción y en un medio natural por dominar.


Pero Tourneur nunca subraya; su cine es arte de la sugerencia y sabe aprovechar esa mirada de Lucy justo antes del corte (y cambio de plano) para decirnos justo lo más importante -en el último momento, al final del plano y antes de salir de campo, Lucy mira a Logan, no a Camrose, su prometido-, aquello que las palabras nunca revelarán . Esa levedad conjugando con fluidez el movimiento de la cámara con el de los personajes sin llamar nunca la atención.


Esos puntos de luz en los interiores que modulan formas de una intimidad compartida. Esas ventanas que claman por una mirada y en momentos memorables cifran el sueño de una vida, alumbran la promesa de un hogar o sirven de umbral a una separación. ¡Qué soberana elegancia en la puesta en escena!


Canyon Passage se estrenó hace setenta años y pasó sin pena ni gloria. Triste anonimato para una joya del cine. Otra de las obras maestras olvidadas de Tourneur.

Jacques Tourneur con Patricia Roc 
en el rodaje de Canyon Passage.

En una entrevista, el director parece casi desdeñar los méritos de la película por la facilidad que supone contar con tantos medios; lo difícil -decía- es cuando tienes a cuatro personajes en una habitación pequeña.


En fin, un filme tan preñado de vida que resultaría milagroso que dure apenas 90', si no fuera porque sabemos quién está tras la cámara: por algo Tourneur es uno de los más grandes cineastas. Hacedores de películas así, como Canyon Passage, que nuestra mirada celebra como gozosos vestigios de un arte perdido.