12/11/17

Hasta más ver


Dice Ángeles que os debo unas palabras. Tiene razón. Parece que fue ayer y ya van dos meses que os tengo abandonados. Pero tampoco hay mucho que explicar. Sólo que necesito un tiempo... No sé cuánto. Un tiempo. Para cargar las pilas, digamos, y volver a la escuela sin tener que empujarse uno mismo, como si fuera una obligación. Para recuperar el deseo de palabrear el cine porque sí, por el placer de ver otra vez, mejor, más tiempo, de prolongar la mirada en la escritura. No sé si aún seguiréis ahí llegado el momento. En cualquier caso sabed que vuestra compañía fue muy grata y estimulante.

Sayat Nova (1969), de Sergei Paradjanov.

Mulholland Drive (2001), de David Lynch.

Tren de sombras (1997), de José Luis Guerín.

Cheloveks kino-apparatom (1929) de Dziga Vertov.

Peeping Tom (1960), de Michael Powell.

L'etoile de mer (1928), de Man Ray.

Alphaville (1965), de Jean-Luc Godard.

Hasta más ver.

10/9/17

El montoncito


Pasamos un par de días en Lisboa. Mientras callejeábamos, entré en dos o tres librerías buscando los Poemas quotidianos de António Reis, publicados hace cincuenta años y (re)editados con gusto exquisito y amoroso cuidado por Tinta da China hace justo dos meses. Pues nada. Agotado, me decían. ¡Un libro de poemas! No me digáis que no es casi inverosímil. Algo así, por aquí, sólo puede pasar en Portugal. Me quedaba una posibilidad. A primera hora de la tarde estaba en la puerta de la librería Linha de Sombra, en la Cinemateca Portuguesa.


Fui más puntual que João Oliveira, el librero, que se retrasó unos minutos en abrir, pero luego lo compensó con la amabilidad lusitana y hasta me trajo un café del Bar 39 Degraus (también en la Cinemateca, al otro lado del patio interior -usado en proyecciones nocturnas al aire libre- que lo separa de la librería), eso sí, después de ponerme en las manos los Poemas quotidianos de António Reis. Me supo a gloria aquel café.
Há sempre un rapaz triste / com lágrimas nos olhos / em frente a um barco

Luego me entretuve eligiendo (cuesta lo suyo) qué libros de cine me llevaba. Los dedicados a Alberto Seixas Santos (con diseño gráfico de Rita Azevedo Gomes y Nuno Rodrigues), a Jean Rouch, a Paulo Rocha, desde luego... Pero llegado el momento había un problema con el terminal bancario, tenía que pagar en metálico y sólo llevaba 30 euros. Salí de la Linha de Sombra con los Poemas quotidianos y dos películas de Paulo Rocha, O Rio do Ouro (1998) y Se eu fosse ladrão, roubava (2013); en total 29,91. Subí el último tramo de la Avenida da Liberdade y tres o cuatro manzanas más hasta el hotel, y el calor fue disolviendo la decepción. Y me resigné. Cuando se lo conté a Ángeles, hasta me alegraba de haber ahorrado 60 o 70 euros (no digo que fuera poner como una pica en Flandes, pero tratándose de uno por ahí le anda). A media tarde salimos para contemplar el crepúsculo en los Cais das Colunas. Y bajamos la Avenida da Liberdade. A la altura de la Rúa Barata Salgueiro, Ángeles se acercó a un cajero. Venimos a Lisboa y no puedes irte sin tu montoncito de libros de la Cinemateca, me explicó.


Volví a la Linha de Sombra con el metálico y ella me esperó en la terraza del Bar 39 Degraus tomando una camomila con anises. João me había guardado el montoncito de libros, estaba seguro de que volvería (qué bien me conocen por estos lares); 67,46 euros. No hay manera de ahorrar (por culpa de Ángeles, sobra decir).


Y entonces João, como me llevaba el libro de las folhas dedicadas a las películas de Jean Renoir, tuvo un detalle de esos que le hacen a uno aun más devoto de la Cinemateca Portuguesa: me regaló la folha original sobre Elena et les hommes (1956) escrita por Bénard da Costa, cuando era programador en la Calouste Gulbenkian.


Ángeles estaba encantada, la camarera había sido amabilísima y aquella terraza le parecía un lugar maravilloso para hacer un alto antes de irnos a los Cais. Tenían que aprender de aquí en todas las Cinematecas, decía. Ensoñamos aún un rato con la idea de pasar una temporada en Lisboa, de jubilados. Hojeando el libro con las folhas sobre las películas de Jacques Tourneur (con tantos textos espléndidos del gran Manuel Cintra Ferreira), ya me conformaba con que los dioses lares del cine conserven la Cinemateca muchos, muchos años. Se me hacía la boca agua sólo de imaginar la de horas luminosas que podía pasar allí... jubilado (como ver aquella tarde Playtime, de Jacques Tati, y a continuación Katka-bumajhny Ranet, de Fridrikh Ermler y Eduard Loganson).


Y nos fuimos Avenida da Liberdade abajo con el montoncito entre los dos.
Na mágoa dos dias / amor / nasce-te uma ruga // mesmo de alegria 

3/9/17

El tranvía 194


Alguna vez se me pasó por la cabeza armar una antología de idas al cine espigadas de novelas, poemas o memorias. Unas cuantas ya tuvieron su asiento en esta escuela. En esa antología posible no podrían faltar las idas al cine de John Berger con su madre de niño en las páginas de Aquí nos vemos.


Me gustan esas ciruelas claudias de la cubierta (una ilustración del propio Berger), esas frutas de agosto que sólo deben cogerse del árbol cuando tienen la temperatura de un tipo particular de frescor soleado. Fue el último libro de este verano. Me gustó mucho más que la primera vez hace más de diez años, y no digamos el último relato, El Szum y el Ching (con motivos tan queridos como El jinete polaco de Rembrandt o el fantasma de una jovencita -pero ya militante comunista- Rosa Luxemburg en un columpio, ese columpio como pespunte memorioso de sus páginas); tanto me gustó que se lo conté a Ángeles camino de Tui el miércoles pasado (también por animarla a cocinar una sopa de acederas con la receta que hilvana el relato). Aquí nos vemos se lee como el libro (o peto) de ánimas de John Berger...
El número de vidas que entran en la vida de uno es incalculable.
Imágenes de The Seasons in Quincy: 
Four Portraits of John Berger (2016), 
un filme producido, entre otros, 
por su amiga Tilda Swinton.
Fotogramas de Play Me Something (1989), 
de Timothy Neat, que escribió el guión con John Berger, 
que interpreta a un tipo que le cuenta historias
a unos pasajeros varados en las Hébridas. 
En el rodaje se conocieron John Berger y Tilda Swinton.

El primero de los relatos de Aquí nos vemos se titula Lisboa, donde se encuentra con su madre que lleva muerta quince años y los tranvías de Lisboa despiertan la memoria de aquél que cogían en Londres para ir al cine los miércoles, como leemos en las pp. 14-15:
Entonces, si el tiempo no cuenta, ¿lo que cuenta es el lugar?, volví a preguntar. 
No es cualquier lugar; es el lugar donde nos vemos, donde nos encontramos. No quedan muchas ciudades con tranvías, ¿verdad? Aquí los oyes constantemente, salvo unas horas por la noche. 
¿Duermes mal? 
No hay una calle en el centro de Lisboa donde no se oigan los tranvías. 
Era el 194, ¿no? Lo tomábamos todos los miércoles para ir a South Croydon y de vuelta a East Croydon. Primero hacíamos la compra en el mercado de Surrey Street y luego íbamos al cine, al Davies Picture Palace, que tenía un órgano eléctrico que cambiaba de color cuando lo tocaban. Era el 194, ¿no?
Conocía al organista, dijo. Le compraba apio en el mercado. 
También comprabas riñones, aunque fueras vegetariana. 
A tu padre le encantaban para desayunar. 
Como a Leopold Bloom. 
No presumas de culto. No tienes que impresionar a nadie. Siempre te querías sentar en los primeros asientos del piso de arriba. Sí, era el 194. 
¡Y cómo te quejabas de las piernas subiendo las escaleras! 
Te gustaba sentarte delante porque así podías hacer que conducías y querías que yo te viera. 
Me encantaban las esquinas. 
Los raíles son los mismos aquí en Lisboa, John. 
¿Te acuerdas de las chispas que soltaban? 
Sí, cuando llovía. ¡Aquello sí que eran chispas! 
Conducir después del cine era lo mejor. 
Te ponías en el borde del asiento. No he vuelto a ver a nadie mirar con tanta concentración. 
¿En el tranvía? 
En el tranvía y también en el cine.
Muchas veces llorabas en el cine, dije. Tenías una manera especial de secarte las lágrimas. 
Tu forma de conducir el tranvía enseguida le puso punto final a aquello. 
No. De verdad, llorabas la mayoría de las veces. 
¿Quieres que te cuente algo? ¿Te habías fijado en la torre del elevador de Santa Justa? Esa de ahí abajo. Es propiedad de la Empresa Municipal de Transportes de Lisboa. El elevador no va realmente a ningún sitio. Sube a la gente ahí arriba y vuelve a bajarla después de que han contemplado la vista desde la plataforma. Y pertenece a la Empresa Municipal de Transportes. Pues fíjate, John, las películas hacen lo mismo. Te suben a algún sitio y luego te devuelven al lugar en el que estabas. Por eso, entre otras cosas, llora la gente en el cine. 
Hubiera pensado... 
¡No pienses tanto! Hay tantas razones para llorar en el cine como gente comprando entradas.
Ese cine del barrio de Croydon, en Londres, se llamaba en realidad Davis Theatre. Se había inaugurado el 18 de diciembre de 1928 con The Last Command, de Joseph von Sternberg, publicitada para la ocasión como "de Emil Jannings", el actor que encarnaba al protagonista, una estrella mucho más rutilante que el director.


Era el cine más grande de Inglaterra (2.200 localidades), y efectivamente su órgano Compton causaba sensación. En la noche del 14 de enero de 1944, una bomba lanzada por un avión alemán atravesó el techo y cayó en el patio de butacas. No llegó a explosionar; murieron seis espectadores y 25 resultaron heridos; había más de 2.000 viendo Two Señoritas from Chicago (1943), de Frank Woodruff, una comedia musical con Joan Davis, Jinx Falkenburg y Ann Savage. No vi la película, sólo sé que va del fraude en torno al libreto de una comedia musical de ¡dos autores portugueses! El Davis Theatre celebró la última función el 23 de mayo de 1959 y lo demolieron a finales de ese mismo año.

El Davis Theatre en 1959.

John Berger vuelve (por última vez) a las idas al cine con su madre en la página 43 de Aquí nos vemos...
Habíamos visto juntos, en el Davies Picture Palace, Una noche en la ópera y Sopa de ganso. En el cine se tapaba la boca para que no se la oyera reír, como si no quisiera llamar la atención sobre nuestra presencia, que rayaba en lo ilícito. Ilícito porque ni ella ni yo mencionábamos nunca nuestras idas al cine, e ilícito, en un sentido más directo, porque se las ingeniaba, y muchas veces lo lograba, para entrar sin pagar. Todo era cuestión de estrechas escaleras sin alfombrar y salidas de incendios.
Fotograma de Una noche en la ópera (1936), 
de Sam Wood.

Qué otra cosa le pedimos al cine sino que nos lleve (como decía Rita Azevedo Gomes), y ya vemos cada película que nos transporta como un viaje en el elevador de Santa Justa (nos gusta más llamarlo por su primer nombre, elevador do Carmo), sabiendo que, al terminar, habrá que decirle adiós, un motivo (más que suficiente para llorar) que me devuelve siempre a la infancia, al desconsuelo que me embargaba al salir del cine, de vuelta en el mundo. Claro que nada me conmovió tanto de Lisboa como esas idas (ocultas) al cine, la intimidad de las películas compartidas de John Berger con su madre. El viaje secreto en el tranvía 194.

27/8/17

Veranos Benjamin


Cuando cumplí los 60, Ángeles, nuestro hijo y Lilian me regalaron la Obra de los pasajes de Walter Benjamin (la espléndida edición de Abada). Llevo dos veranos enredado con esos Pasajes que abren irremediablemente otros con el resto de su obra que tengo a mano, ayudándome a veces de quienes la estudiaron con mayor fundamento como Michael Löwy, Mariana Dimópulos, Terry Eagleton... O César Rendueles y Ana Useros, que editaron un valioso (y precioso) Atlas/Constelaciones Walter Benjamin (catálogo, DVD con citas audiovisuales y de texto, y CD-Rom) con motivo de la exposición (complementada con un ciclo de cine y un congreso) sobre el pensador, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en 2010/2011. (La verdad, que la estudio es mucho decir, digamos que trato de leerla mejor cada verano).

Walter Benjamin 
en la Biblioteca Nacional de París, 1939.
(Fotografía de Gisèle Freund.)

De los géneros que Benjamin cultivó (y aun inventó o reinventó, como el de crítico) el epistolar figura entre los más queridos. Buscaba, compraba, leía y coleccionaba cartas antiguas. Entre tantos temas de interés para un curioso impenitente, las cartas eran un gozoso asunto de estudio. Uno de los últimos libros que consiguió publicar, Personajes alemanes, consiste en una antología de cartas de escritores. Cuando se vio apremiado por las penurias vendió su colección para ir tirando. Él mismo escribió cientos (quizá miles) de cartas, una escritura que puede leerse como su autobiografía (nunca escrita), desde luego como un mapa de su vida, un atlas de su pensamiento o la derrota de un errante.

Fotografía del pasaporte de W. B.  en 1928.

Las cartas de Benjamin dan cuenta de sus  amistades, proyectos, lecturas, frustraciones, tentativas, iluminaciones, disgustos, amores y viajes. Si tuviera que señalar tres de esos viajes como cruciales, apuntaría el viaje a Capri en el verano de 1924, donde conoce a la bolchevique Asja Lacis, quizá el gran amor de su vida (tan enamoradizo él); el 7 de julio le escribe a su amigo Gershom Scholem:
He conocido a una revolucionaria rusa de Riga, una de las mujeres más increíbles que me haya encontrado nunca.
Actriz y directora teatral, colaboradora  de Meyerhold y Eisenstein, Asja Lacis pone a Brecht en contacto con las experiencias de la vanguardia soviética. Según Ricardo Piglia (en Formas breves), Brecht descubre el efecto de distanciamiento gracias al papel de Asja Lacis en el montaje de Eduardo II de Marlowe.


Para Benjamin enamorarse de ella representa un verdadero giro vital y le dedica Dirección única (también titulado Calle de dirección única), un libro cardinal que terminó en septiembre de 1926 y se publicó en enero de 1928. La dedicatoria reza: Esta es la Calle de Asja Lacis, / la ingeniera que la ha abierto en el autor. En la entrada del 8 de diciembre de 1926 en el Diario de Moscú, Benjamin anota:
Por la mañana me visitó Asja. Le di sus regalos y le enseñé de refilón mi libro [el manuscrito o una prueba de imprenta de Calle de dirección única] con la dedicatoria. (...) Le mostré (y regalé) la cubierta del libro hecha por Stone. Le gustó mucho.
Cubierta de Sasha Stone 
para la 1ª edición de Calle de dirección única.

Desde luego cabe subrayar el viaje a Ibiza, con dos estancias, la primera entre el 19 de abril y el 17 de julio de 1932, y la segunda entre el 11 de abril y el 26 de septiembre de 1933 (con un amor en cada una: Olga Parem y la pintora Anna Maria Blaupot ten Cate), un viaje fundamental para dar forma a uno de sus asuntos primordiales, el ocaso del arte de narrar; llevaba años dándole vueltas y lo desarrolla en textos escritos en la isla, como el ensayo Experiencia y pobreza (el contar declina porque entra en crisis la propia experiencia, empobrecida por el modo de producción capitalista, y el arte de contar no es otra cosa sino el diestro e inmemorial ejercicio de la facultad de intercambiar experiencias) o el relato El pañuelo (empieza así: ¿Por qué se está acabando el arte de contar historias? A menudo me he planteado esta pregunta...), y lo culmina en uno de sus ensayos capitales, El narrador (también se podría traducir como El cuentacuentos), publicado en 1936, del que recomiendo la edición de Pablo Oyarzun en Metales Pesados, de Santiago de Chile.

W.B. (a la dcha.) en Ibiza en1932 
con sus amigos, Jean Selz y su mujer.

No hace falta enfatizar el último viaje, el viaje fatal a Portbou en septiembre de 1940, huyendo de los nazis, camino de América, adonde nunca llegó. Cuando la policía franquista le impide proseguir el viaje y lo va a devolver a la Francia ocupada, Benjamin se suicida con tabletas de morfina en el cuarto del Hotel Francia de Portbou donde se hospeda aquella noche del 25 al 26 de septiembre. Tenía 48 años. (El suicidio se admite como la hipótesis más probable aunque hay otras, como se apunta, por ejemplo, en el interesante documental Quién mató a Walter Benjamin, de David Mauas.) Si hubiera llegado un día antes o un día después habría cruzado la frontera sin problemas, de Portbou por tren a Barcelona, de allí a Lisboa, y en barco a Nueva York, como sus compañeros de viaje. En Nueva York lo esperaba Gretel, su querida Felizitas.


Si tuviera que quedarme con uno de sus epistolarios, no dudaría: la correspondencia con Gretel Karplus (luego Gretel Adorno) entre 1930 y 1940. Además tenemos la suerte de contar con una edición ejemplar en español a cargo de Eterna Cadencia, de Buenos Aires, con traducción, prólogo y notas (justas, necesarias, oportunas) de Mariana Dimópulos.


Gretel Karplus y Walter Benjamin se conocieron en Berlín en 1928; para entonces ella ya estaba comprometida con Theodor Adorno. Era química de profesión y socia de una fábrica de guantes de la que queda a cargo en 1934 y tiene que vender en 1937. Fue el sostén económico de Benjamin durante el exilio a través de giros (los papelitos rosas) que él agradece en las cartas, y con ser importante lo es más aún el íntimo sostén que le depara, pero es que, además, rescata su biblioteca, copia o manda copiar sus manuscritos y colabora tras la muerte del escritor en la edición de sus textos. Un hada, Gretel Karplus.

W. B. en 1926.
(Fotografía de Germaine Krull.)

Las cartas que se escribieron trazan el retrato de Benjamin au travail, así podemos seguir el desarrollo de los trabajos más importantes del escritor, del ya citado El narrador, de La obra de arte en la época de su reproducción mecánica, los ensayos sobre Baudelaire, las tesis recogidas bajo el título Sobre el concepto de historia (quizá el texto crucial -por excelencia- de Benjamin, un ensayo escrito -en un instante de peligro- unos meses antes de morir, que nos interpela ahora, porque sabía de sobra que acontecerían otros instantes de peligro, y había que usar la historia como una herramienta para encontrar en el presente las posibilidades de acabar con la barbarie capitalista, valga la redundancia), o la Obra de los pasajes. En esas cartas asistimos al cultivo de una amistad que linda con el amor. Para Benjamin, ella es Felizitas; para Gretel, él es Detlef. En una carta de 26 de marzo de 1934 le dice Felizitas:
Estuve pensando mucho en ti y hubiera deseado tanto que estuvieras conmigo, que hasta deberías haberlo sentido en el cuerpo.
Ella ve en su amistad un refugio para nuestra vida, y en una carta  de 17 de marzo de 1935 se pregunta: Y a fin de cuentas, ¿dónde está el límite sutil entre la amistad y el amor?, y siete días después acaba una carta con estas líneas: no hay persona con la que me sienta más cerca en las cartas como contigo, en ningún lugar hay tanta ternura como en esas palabras que sólo me insinúas. Cómo no vamos a leerlas como una correspondencia amorosa.

Fotograma de la escena final de Tiempos modernos (1936), 
de Chaplin.

A los dos les gusta mucho el cine y las películas también hilvanan esas cartas. Sobre el 19 o 20 de abril de 1933, Benjamin le escribe a Gretel desde San Antonio en Ibiza (entonces un pequeño pueblo de pescadores en la costa oeste de la isla). Le cuenta que (gracias a los giros) Felizitas lo "acompaña" en las excursiones a la ciudad de Ibiza para disfrutar de modestas diversiones, más que nada el café, porque -se queja Benjamin- en el cine el aire es demasiado malo (en la edición de Cartas de la época de Ibiza -traducidas por Germán Cano y Manuel Arranz- se lee: en el cine no hay un buen ambiente). Seguramente se refiere a una deficiente ventilación en la sala, Benjamin padecía problemas respiratorios.


Hice mis pesquisas y con toda probabilidad se trataba del cine Serra; su dueño, Ángel Serra, fue uno de los empresarios pioneros del cine ibicenco. Un año antes, gran taquillazo del cine sonoro, la superproducción Luces de Buenos Aires (1931), de Adelqui Millar, con Carlos Gardel. Al parecer el cine Serra cerró en fecha tan reciente como el 2 de noviembre de 2014. Y, sorpresa, me entero también de que el 5 de abril de 1931 se inauguró precisamente en San Antonio -donde Benjamin vivió durante sus dos estancias en la isla- el cine Torres; lleva cerrado veinte años pero, por lo visto, lo intenta comprar el ayuntamiento para convertirlo en auditorio municipal. Quién sabe si Benjamin habrá visto alguna(s) película(s) en ese cine que le quedaba tan cerca.


Volvamos entonces al hilo cinéfilo de la correspondencia entre Felizitas y Detlef. Aquel 26 de marzo de 1934, Gretel le pregunta a Benjamin (ya en París) si vio alguna de las últimas películas norteamericanas. A ella le gustó mucho Cena a las ocho (1933), de George Cukor. Sobre el 3 de abril, Benjamin le cuenta que vio la película hace unos meses con sumo placer, y en una carta de 10 septiembre de 1935, se refiere a la magia medicinal de las estrellas de cine como variante contemporánea de las aguas medicinales de Karlsbad (Karlovy Vary).


El 29 de septiembre de 1937, Gretel -ya Adorno-, con Theodor en Londres, camino de América, le cuenta que vieron dos buenas películas: Easy Money (1936), de Phil Rosen, y Topper (1937), de Norman Z. McLeod, con Cary Grant y Constance Bennett.

Brecht y W.B en Svendborg
Se conocieron en mayo de 1929 por Asja Lacis.

Desde Svendborg, en Dinamarca, donde vive con Brecht, le escribe Benjamin a su querida Felizitas el 20 de julio de 1938:
Hace poco vi -¡por primera vez!- a Katherine Hepburn. Es magnífica y tiene mucho de ti. ¿Nunca te lo habían dicho hasta ahora?
Seguro que la vio en La fiera de mi niña. La deliciosa comedia de Hawks se estrenó en París cuatro meses antes.


El 3 de agosto de 1938, ella le escribe desde Bar Harbor, en Maine:
A mí también me gusta mucho la Hepburn y me alegra que te haga recordarme, hasta ahora no se le había ocurrido a nadie. Hace un par de días vimos a la hermosa Hedy Lamarr (antes se llamaba Hedy Kiesler, de Viena) junto a Boyer en Algiers [Árgel (1938), de John Cromwell].

La última carta que le escribe Benjamin está fechada el 19 de julio de 1940, en Lourdes. Ya va camino de la frontera. La última frontera. Empieza así:
Mi querida Felizitas:
Tu carta, escrita el día 8 [no se conserva], me llegó en una semana. No tengo necesidad de decirte cuánto consuelo me ha dado. Diría más bien: alegría, pero no sé si podré experimentar este sentimiento en estos tiempos. Lo que más me ensombrece de todo es el destino de mis manuscritos. 
Otro verano Benjamin se va acabando. Me resulta difícil imaginar un escritor tan melancólico, desdichado y con tanta mala suerte, y un pensador tan espléndido, lúcido e iluminador como Walter Benjamin. Claro que a la hora de pintarlo me quedo con la ternura de Felizitas, quizá la mujer que más y mejor lo quiso: el maestro de las pequeñas cosas delicadas.

20/8/17

Carpintería



Un poeta debe ser capaz de hacer un árbol con unos muebles, decía Anne Sexton.


Una artesanía del birlibirloque, digamos. O, ya puestos, el poeta como hacedor de misterios (el de la transustanciación, nada menos), por no decir de milagros (el de la resurrección). Por lo visto, ella trataba de advertir sobre la mentira subyacente en toda obra poética. O sea, avisaba que todos los poetas mienten. Pero, si vamos a eso, también debería señalar que los poetas -en verdad merecedores de esas cinco letras- no saben realmente qué escriben (o lo que es lo mismo: quién les escribe, todo poeta es un cuerpo abierto). Dicho de otra forma, el poeta escribe pero no (siempre) sabe leer lo que escribe (ni siquiera es su trabajo: la obra de sus manos ya no es cosa suya). Hacer un árbol con unos muebles, tal como cifró la tarea Anne Sexton, nos dice -fuera cual fuera su intención- algo mucho más importante, algo cardinal y primordial: un poeta nos recuerda de dónde venimos, nos devuelve a los orígenes. Un poeta nos anida. Ahí es nada.

13/8/17

El sur, esa herida...


A finales de febrero volví a ver El Sur. Desde que lo había traído aquí hace ocho años no le había puesto los ojos encima. No sé cuántas veces la habré visto, pero ante la idea de verla otra vez sentía una cierta aprehensión. No era el temor de que no me gustara tanto, no; hay películas -como las de Erice- que ya se pespuntan con el adn de uno. Era otra cosa, el presentimiento de que iba a trastornarme los adentros. Pero no podía imaginar hasta qué punto. Como nunca otra película. Menos mal que Ángeles me acompañaba (hay películas que ya sólo puedo ver con ella).



El sur me dejó no ya tocado, abrumado, exhausto. Casi me sonaba absurdo que la hubiera palabreado tanto, en clases y cursos años y años, sin haberme derrumbado o deshecho en lágrimas, mientras les pasaba a los alumnos algunas escenas cardinales. Lo recuerdo y me parece inverosímil. Creo que ninguna otra película me llega tan adentro a propósito de la relación entre padres e hijos. Y nunca, nunca tanto esa escena en el Gran Hotel, donde (por así decir) descarga la película entera, me deparó una experiencia tan dolorosa, esa herida tan profunda en la memoria que nada podrá curar, una herida por la que respira El sur.


En los primeros noventa peregriné por colegios e institutos de toda Galicia impartiendo un curso (de formación del profesorado) sobre cine y literatura; sobra decir que El sur era uno de los filmes que comentaba. Claro que se trata de un proceso de adaptación, digamos, de ida y vuelta. Me explico. Con vistas a rodar su segundo largometraje (habían pasado casi diez años desde El espíritu de la colmena) Erice le propone algunos temas a Elías Querejeta. Entre ellos había elegido un relato de Adelaida García Morales y se lo presentó como argumento de un proyecto -provisionalmente titulado El sur- por el que se acabaron decidiendo. Se trataba de una narración que la escritora había escrito en La Alpujarra granadina (donde vivía con Erice) a mediados de 1981, pero aún no había dado por definitivo y, si tenemos en cuenta que finalmente lo publicó en 1985, dos años después del estreno de la película (el libro llevaba uno de sus fotogramas en la portada), podemos considerar que el cineasta partió de un borrador de la escritora o de una versión provisional del relato.


Acordado el proyecto, Erice trabaja -durante dos meses con Ángel Fernández-Santos (con el que había colaborado en la película anterior) y luego por su cuenta- en un guión que llega a las 395 páginas (y firma en solitario), unas dimensiones engañosas si lo medimos con la relación aproximada minuto/página de los guiones convencionales; en realidad se trataba de un guión con descripciones muy detalladas pero, medido, se preveía una película que rondaría las dos horas y media. El plan de trabajo contemplaba 81 días de rodaje, pero la producción se interrumpió cuando se llevaban 48 y se habían rodado 170 páginas del guión, justo cuando el director, el equipo y los actores (como la protagonista al final de la película) hacen las maletas para viajar al sur, donde parte del equipo de producción y decorados llevaba un tiempo preparando las localizaciones en Carmona; es decir, el proyecto se suspende cuando falta por rodar el sur de El sur.


El mismo Erice os cuenta aquí la peripecia de la producción y los pormenores del viaje que no pudo consumar, un documento singular y emocionante que destila el dolor de una ausencia irreparable. El cineasta sin el sur perdía...
...la dimensión moral del relato que había guiado la escritura de la película, el elemento de iniciación y de conocimiento que tiene toda la historia. Porque Estrella, viajando a Andalucía, cumplía el viaje que su padre nunca pudo hacer y, al cumplirlo, obedecía el mandato paterno. ¿De dónde brotaba ese mandato? Del gesto postrero de un hombre que, la última noche de su vida, deja debajo de la almohada de su hija el objeto que más les unió en el pasado: un péndulo. Ese acto la comprometía en cierto modo. ¿A qué? A hacer ese viaje al sur para descubrir la vida secreta de su padre, la otra parte de su identidad. Y en ese descubrimiento completaba una experiencia y se reconciliaba con la figura paterna.

Treinta años después del estreno de El sur, a Erice aún se le quiebra la voz mientras presenta su filme herido en la Cinemateca de Lisboa (el 13 de septiembre de 2013), evocando el viaje de Estrella al sur para cumplir el mandato paterno, un viaje que el padre nunca pudo realizar, y él mismo tampoco pudo llevar a la pantalla. Erice, eso sí, tuvo el gran honor de estar en el festival de Cannes (donde el último día de la edición de 1983 se presentó El sur) con Tarkovski, que presentaba Nostalgia, y Robert Bresson con su última película, L'argent.


Cabe plantearse en qué medida el guión y la película de Erice llevaron a Adelaida García Morales a replantearse la escritura de El sur desde aquel borrador o versión provisional que el cineasta adaptó. O dicho de otra forma, hasta qué punto el guión y la película influyeron en la versión definitiva de la obra literaria que conocemos. La escritora estudio guión en la EOC y le gustaba mucho el cine (su hijo mayor contó que en sus últimos años vivía bastante recluida, había renunciado a escribir y veía muchísimas películas). Es decir, ni la escritura del guión ni la escritura fílmica le eran ajenas, y tampoco las complejas relaciones entre la obra literaria y la cinematográfica durante el proceso de adaptación.


En el libro de Camen Arocena sobre el cineasta se lee que son las imágenes de Erice las que inspiran el relato de Adelaida García Morales, donde los nombres cambian en un intento de la escritora de independizarse de la película (Estrella, en la película; Adriana, en el relato, por ejemplo). Claro que en ese caso habría cambiado algo más que los nombres... Creo que es un juicio, más que injusto, simplista. Me gustaría cotejar la versión del relato que Erice tomó como base de la adaptación con el guión y con la versión definitiva del relato publicada.


Me pregunto, por ejemplo, si esa maravillosa escena del baile de la primera comunión en la película ya figuraba en el texto de la escritora sobre el que trabajó el cineasta o si, como se lee en el relato, se contaba que la niña había soñado que se casaba con su padre, o si Erice transfiguró el sueño en el baile, o aun si la escritora se decidió por una escena onírica en lugar de la primera comunión para distanciarse de la película o porque pensaba que era una opción más acorde con la evocación de un paisaje interior por la voz narradora.


Viene muy a cuento recordar que la escena del pasodoble En er mundo que baila Estrella con su padre -como dos novios- durante el banquete de la primera comunión ante la mirada de los invitados en torno a la mesa con los cafés y las copas (un pasodoble que bailan los novios en la boda que se celebra en el Gran Hotel, la última vez que Estrella, ya adolescente, se encuentra con su padre, y destila todo el dolor de la escena que acabamos de contemplar), tal como la vemos en la película, resuelta en un espléndido y luminoso plano secuencia ni siquiera figuraba en el guión; Erice pensaba rodarla en exterior un día soleado, delante de la casa de La Gaviota, con los personajes distribuidos en tres niveles aprovechando las escaleras: la familia, los invitados con el acordeonista y al pie padre e hija, pero en la jornada prevista llovió y el cineasta cambió la planificación al rodarla en un interior. Quién sabe si fue justo al ver esa escena -con padre e hija como si fueran novios- cuando a Adelaida García Morales se le ocurrió convertirla en el sueño de Adriana -en el relato- de casarse con su padre.


En El sur, el off de una Estrella adulta (con la voz tan bella de María Massip) evoca, interpreta, crea una memoria, ensueña un recuerdo... Casi podríamos decir que la voz proyecta -en buena medida- las imágenes que vemos, nos las da a ver, y nos las hace ver como si El sur emanara de la conciencia de Estrella, como si su voz destilara con visos de elegía una proyección de la conciencia. Una voz que inventa una memoria para recuperar -y reconciliarse- con la figura paterna.


Recordemos la escena donde Agustín/Omero Antonutti sostiene el péndulo sobre el vientre de Julia/Lola Cardona para predecir el sexo de la criatura. Escuchamos la voz de Estrella:
Es lo primero que de él me viene a la memoria: una imagen muy intensa que, en realidad, yo inventé.  
La voz -en ese sentido- remedia hasta cierto punto los deslices -de El sur, tal como llegó a las pantallas- en cuanto a la enunciación de una película contada en primera persona (desde el punto de vista -articulado en torno a la memoria- de Estrella), cuando vemos escenas que ella no pudo ver (como las imágenes de la película Flor en la sombra que ve su padre en el cine Arcadia), aunque podemos imaginarnos el desgarro íntimo que tales deslices (obligados para suturar hasta cierto punto las heridas de la interrupción del rodaje y propiciar una legibilidad narrativa) pudieron causar en un cineasta casi puritano a propósito de las formas en la escritura fílmica.


Desarreglos en el punto de vista, agujeros narrativos, elipsis forzadas, más dolorosos aun si pensamos que el propósito del cineasta -de acuerdo con el productor- era hacer una película -quizá por última (y única) vez- con hechuras cercanas a una escritura clásica, traicionada por las imágenes ausentes; así el camino de iniciación y aprendizaje que debía consumarse en el sur y que la película ya no puede recorrer (la dimensión moral del relato, de la que hablaba Erice), deviene en El sur una elegía que, por admirable que sea, no figuraba en el propósito original del cineasta.


Una ausencia, en definitiva, que la belleza estremecida y conmovedora de la película alivia, pero en ningún caso nos consuela de un hecho irremediable: la obra inacabada de uno de los grandes autores de la historia del cine, uno de los cineastas íntimos y cardinales de esta escuela.



El sur; esa herida incurable en la memoria de Erice.