31/3/09

El pasado



Esta tarde nos hemos concedido un regalo inesperado, así que no voy a esperar a mañana para contarlo. Hemos visto Reyes y reina (2004) de Arnaud Desplechin. Y no puedo comprender cómo este cineasta que al fin y al cabo es francés, es decir, de ahí al lado, sea un desconocido, o casi, aquí. En fin, sí que lo entiendo, de qué me voy a extrañar a estas alturas. Hacedme caso, en cuanto podáis, dejad que este filme extraordinario de Desplechin os acompañe a lo largo de dos horas y media que se os pasarán volando.

En Reyes y reina se destila la mejor tradición de la nouvelle vague –ahí está Las dos inglesas y el amor de Truffaut, por ejemplo- pero también los fantasmas del pasado que se instalan en el presente –o mejor, que no se han ido nunca- de Bergman. En esa encrucijada germina el gran cine de Desplechin. Y Reyes y reina es una muestra ejemplar de ese cine.

La película desgrana dos historias, la de Nora y la de Ismael. Durante buena parte del metraje no sabemos que ambas son segmentos de la misma historia. Una historia que se nos presenta como una confesión de Nora. Y como en toda confesión: el pasado y los muertos cuentan mucho, nada podría contarse sin ellos: es lo que llevamos a cuestas. Una película sobre padres e hijos, en particular sobre esos padres que nos dan tantas sorpresas. Un tema inscrito, a modo de adn, en cada una de las escenas de Reyes y reina.


Arnaud Desplechin (a la dcha.) con
Maurice Garrel (el padre de Nora)
en el rodaje de Reyes y reina.

Nora se encuentra en vísperas de su tercer matrimonio –aunque descubriremos que dicho así es demasiado simple- y descubre que su padre está gravemente enfermo. Ismael se recupera en un psiquiátrico, abandonado y con el corazón roto –pero tampoco en su caso las cosas son tan simples con ser tan dolorosas-. Ante la muerte inminente de su padre, el pasado vuelve a Nora y la obliga a enfrentar el remordimiento y la culpa. El pasado tampoco se olvida de Ismael, y Nora vuelve a él para pedirle que asuma una responsabilidad abrumadora. Y ese pasado que ambos padecen está preñado de ficciones, las historias que nos montamos sobre nosotros y sobre los que queremos o nos quieren, o eso parece. Porque la vida es también la ficción con que la vivimos. Y la filiación a la que nos acogemos. Porque la vida también es el envoltorio de apariencias con que enmascaramos la radical soledad a la que estamos abocados. Y da miedo. El miedo que amasa el terrible monólogo con que el padre de Nora se despide de ella, abismado a las puertas de la nada. Y de ese vértigo nace la verdad que alienta desde el primer fotograma en Reyes y reina.


Emmanuelle Devos y Catherine Deneuve

El arte de Arnaud Desplechin se despliega en la sabiduría con que dosifica el drama y la comedia, lo cómico y lo patético, la ironía y la tragedia, y en la elegancia con que nos sitúa ante los personajes, haciéndonos sentir que asistimos a momentos privilegiados de las vidas de unos seres en un trance decisivo, donde se juega el ser o no ser, la redención o una esquinita de felicidad. Una historia de desgarro y culpa que evita anegarse en la emotividad pedestre y logra iluminar los rincones oscuros de la intimidad de los personajes sin pretender explicarlo todo. Como la inspirada fotografía del gran Eric Gautier.

Pero además Desplechin no es un cineasta estrecho, de los que se la coge con papel de fumar, y mezcla con el mayor desparpajo la música clásica con el rap, el personaje más entrañable y el más despreciable, géneros y estilos, lo mitológico y lo popular. La generosidad con que despliega los recursos y la convicción con que narra, maridando lo vulgar y lo poético, lo tierno y lo amargo, el humor y la desesperación, lo convierten en digno heredero de un Renoir. Semejante dadivosidad en un cineasta de hoy en día merece ser correspondida disfrutando de sus películas.

Mathieu Amalric (a la dcha.)

Reyes y reina
se cierra con un epílogo que contiene algunos de los momentos más hermosos que haya visto en años. La escena del Museo del Hombre en París con Ismael administrándole a Elías, el hijo de Nora, uno de los monólogos mejor escritos y mejor dichos de este siglo, explicándole que no puede convertirse en su padre, y al tiempo regalándole las palabras que todo hijo le gustaría escuchar de su padre. Ismael, encarnado por ese gran actor llamado Mathieu Amalric, le explica al niño que el crió que el pasado no es lo que ha desaparecido, al contrario: es lo que nos pertenece. Y como Elías no entiende –en realidad, creo que quiere que su padre que no es su padre le siga hablando, prolongando ese momento irrepetible en el Museo del Hombre que le acompañará toda la vida-, Ismael añade: Es lo que tenemos, los recuerdos de los dos. Y así podría resumirse toda la película.

Eso si Desplechin no le concediera a la maravillosa Emmanuelle Devos/Nora el privilegio de cerrar la confesión en que, hasta cierto punto, consistió Reyes y reina. Y lo hace recordando un poema que le recitaba Ismael cuando vivían juntos y con el que se dormía en sus brazos. Uno de los poemas más hermosos que se hayan escrito nunca:

El agua se aprende por la sed,
La tierra por los mares navegados,
El éxtasis por la agonía,
La paz por las batallas relatadas,
El amor por la memoria.


Emily Dickinson

El poema de Emily Dickinson invita a releer la obra de la dama de Amherst, ¿o no?  Y añade Nora: Ya no tengo sed, tengo los pies en la tierra, y ahora por fin estoy en paz.

Y mientras su Elías reconstruye su genealogía, la película acaba.

Pero no acaba. Reyes y reina no acabará nunca. Cómo va acabar una película que habla de lo único que poseemos, el pasado.

Berlín


Un inspector postal que había robado 1.717 dólares norteamericanos, 1.102 francos suizos y 114 francos franceses se compró dos casas, puso piso a su amante (con el inevitable piano incluido) y donó dinero a su iglesia para obras de caridad.

Estamos en 1923, en plena crisis inflacionaria en la Alemania de Weimar: a finales del mes de noviembre el marco había alcanzado la increíble tasa de cambio de cuatro mil doscientos billones de marcos por un dólar. Había quien iba por la calle cargado con voluminosas maletas colmadas de billetes, pero nadie movía un dedo para robárselas. Y eso en un momento en que...

Las mujeres saqueaban los puestos de los mercados y las tiendas. Los desempleados ocupaban las oficinas municipales. Multitudes plantaban cara a la policía. Gentes de las ciudades se abalanzaban por los campos en tropel, robando patatas, pollos y lo que encontrasen a mano. Los taberneros y agricultores que se atrevieron a protestar fueron tratados sin miramiento alguno y, en ocasiones, hasta les quitaron la ropa que llevaban puesta. Todas las industrias sufrieron huelgas salvajes. En otoño de aquel año, los trabajadores recibían la paga cada dos o tres días y, en ocasiones, hasta dos veces en el mismo día.

Una catástrofe económica cinco años después del final de una carnicería humana, la Primera Guerra Mundial, y cuatro años después de una revolución ahogada en sangre, pero cuyas energías utópicas alimentaron una efervescencia cultural que permeó una sociedad de masas durante una década: radio, fotografía, revistas ilustradas, fotomontaje, cine, publicidad, arquitectura, cabaret, diseño industrial, teatro, música...


Arbeiter-Illustrierte_Zeitung (AIZ),
revista ilustrada del Partido Comnista Alemán

Entre 1919 y 1933 Berlín se convirtió en la encrucijada de las vanguadias y en el crisol de la cultura europea:

George Grosz,


Walter Gropius y la Bauhaus,




La arquitectura de Eric Mendelssohn,


Cine Universum de Berlín, ahora teatro.


Torre Einstein

La fotografía de Moholy-Nagy,

Vista desde el puente del transbordador de Marsella, 1929

y August Sander,

Revolucionarios

El cine de Murnau, Lang o Walter Ruttmann,


Berlín, sinfonía de una gran ciudad (1927)
de Walter Ruttman (cartel)

Joseph Roth, Thomas Mann, Alfred Döblin, Christopher Isherwood, Martin Heidegger, Walter Benjamin, Kandinsky, Bertold Brecht, Kurt Weill...

Pero anidó también la serpiente.

Con La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia, Eric D. Weitz nos lleva de viaje por Berlín, nos introduce en la vivienda de un obrero y de una familia burguesa, nos lleva al cabaret, nos ofrece una vívida imagen de la crisis económica y del choque ideológico, y nos sumerge en el fragor de la experimentación de las artes. Un libro que, además, acompaña el texto con ilustraciones muy bien elegidas.

Es de esos profesores que son capaces de llevarte hasta el corazón de las cosas y te hace vivir un pedazo de la historia con los cinco sentidos. De esos profesores que siempre quisimos tener y tan pocas veces disfrutamos. Si acaso alguna vez, ya podemos darnos por satisfechos.

Desde la revolución de los consejos hasta la ascensión del Nazismo. La historia de una época en la que se conjugó la esperanza y la derrota del mundo. Weimar. Berlín.

29/3/09

Poesía



Anna Karina llora en Vivre sa vie de Godard mientras contempla...



...a Marie Falconetti en La Pasión de Juana de Arco (1928) de Carl Th. Dreyer.

Anna Karina rodó la escena del cine de Vivre sa vie en febrero o marzo de 1962. En diciembre de 1964 asistió al estreno en París de Gertrud, la última película de Dreyer, acompañando a Godard. En las imágenes de la época percibimos el respeto, incluso la veneración no exenta de afecto, con que habla con Dreyer. Como ambos cineastas, el danés y el belga, son tímidos, Anna Karina, que sabe de la admiración que Jean-Luc siente por el director de Ordet (1955), trata de establecer un puente entre ambos. Anima a Godard a que asista a una cena con el cineasta danés y otros directores franceses.


Jean-Luc Godard


Dreyer tranquiliza al director de Vivre sa vie con una razón de peso: no tiene por qué preocuparse, nadie le obligará a bailar.


Carl Theodor Dreyer


En 1966, Erich Rohmer realiza el documental Carl Theodor Dreyer para la serie Cineastas de nuestro tiempo. Anna Karina le sirve de modelo para ilustrar los comentarios de Dreyer a propósito del rostro y de la expresión del alma, y lee algunos textos de Dreyer en un número de Cahiers du cinéma dedicado al director de Ordet que pautan el filme de Rohmer; por ejemplo:

El estilo no puede separarse de la obra de arte acabada. La penetra, la impregna, y permanece en ella invisible e indemostrable.

Quien ha visto mis películas sabe la importancia que le doy al rostro, es una tierra que nunca nos cansamos de explorar. No hay experiencia más noble en un estudio que registrar un rostro sensible a la misteriosa fuerza de la inspiración, ver cómo se anima desde el interior y se convierte en poesía.

27/3/09

Un cuento de horror


Una relación como la mía con Jorge nadie la entiende, dejémonos de tarugadas, nadie, nadie la entiende, le asegura Rosita Carvajal a su nieta, la cineasta Yulene Olaizola, en el transcurso del documental Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo (México, 2008). Desde luego se trata de un filme con mucho que entender porque cuenta muchas cosas –como si fuéramos descubriendo las sucesivas capas de una cebolla- y las cuenta la mar de bien –modélico en la dosificación de la información y en el dispositivo del suspense-, más aún si tenemos en cuenta que se trata de una primera obra, aunque, como se verá, bien podríamos convenir en que estaba destinada a contar esa historia, incluso aventuraríamos que no le quedaba otro remedio sino contarla de una vez por todas.


Yulene Olaizola


O sea que estamos ante un documental que te mantiene pegado a la pantalla y que se vive como una ficción, es decir, se experimentan las mismas sensaciones como espectador que ante el mejor de los thrillers en un crescendo dramático ejemplar: curiosidad, intriga, suspense, asombro, sorpresa, horror y compasión. Claro que eso sólo es posible cuando se nos va desvelando una historia muy potente que nos absorbe con la fuerza magnética de lo que acontece en la pantalla. Y sí, la materia prima está cargada de interés dramático pero además se nos cuenta de tal forma que nos tiene cogidos por el cuello a lo largo de 80 minutos.

Podría apuntar algunos referentes como A sangre fría de Truman Capote, El estrangulador de Boston de Richard Fleisher o Zodiac de David Fincher, que aludirían al tipo de personaje que se revela en el curso del filme, pero también al grado de obsesión compulsiva que lleva aparejado en quienes de una u otra forma caen en la zona de influencia de aquél. Sin embargo creo que sería más atinado, en cuanto a la tonalidad del relato, recordar filmes como El desencanto donde se produce un encuentro feliz entre el cineasta, Jaime Chavarri, y el personaje central, Felicidad Blanc, o sería mejor decir, el/la modelo, en la medida en que el film acaba siendo un retrato. Algo así sucede en Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo: es una crónica costumbrista, es un relato criminal, es una historia de amor compleja, pero también es el retrato de Rosita Carvajal, la abuela de la cineasta. Y con ser todo eso, el filme de Yulene Olaizola, aun es más, algo más íntimo –y creo que es lo decisivo-: constituye una expedición a las profundidades de la infancia de la cineasta.

Rosita Carbajal le cuenta a su nieta la historia de cómo un día llegó a la pensión que regentaba un hombre de 25 años que se llamaba Jorge Riosse. Quiero vivir aquí, pero no voy a vivir mucho, le dijo Jorge. La abuela de la cineasta tenía 55 años cuando conoció a Jorge, que acabó viviendo ocho años en la pensión: Él hizo su mundo dentro de esta casa. Aquí adentro encontró todo, cuenta Rosita. Pero no sólo cuenta Rosita, también Flor, la criada que lleva toda la vida en la pensión, tiene mucho que contar. Rosita, Flor y la propia cineasta representan los tres vértices de un triángulo de luz que ilumina y desvela el enigma de Jorge Riosse. Y digo el enigma, porque el misterio que subyace en la declaración de Rosita que abre este comentario permanece intacto, y esas razones del corazón de las que hablaba Pascal mantienen viva la película mucho después de haberla visto y garantiza que, de alguna manera, Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo, como todas las obras valiosas, nunca acaben de verse.



Y claro, no mencionamos el término triángulo por casualidad. El filme de Yulene Olaizola cuenta un triángulo amoroso: el que se fraguó a lo largo de ocho años entre Jorge Riosse, Rosita y Flor. Pero nada convencional, se nos revela un tejido afectivo a base de secretos, dependencias, celos, sintonías, empatía, proyecciones edípicas… Corrientes de amor, en definitiva, entre las dos mujeres que acogen en la pensión a ese hombre sin pasado que era Jorge Riosse –he ahí uno de los ingredientes del enigma: ¿quién era, en realidad, el inquilino de la pensión en la confluencia de las calles Shakespeare y Víctor Hugo en México D.F.?-. A medida que vamos descubriendo vertientes, matices, episodios de Jorge, se nos revela también el sustrato emocional de las dos mujeres, pero cuando creemos haber descubierto quién era Jorge, entonces Rosita nos descubre el pasado del hombre sin pasado, y cuándo eso termina aún queda latente la indudable sensación de que todo pudo haber sido mucho peor. Que por lo pelos Rosita, Flor y Yulene están allí para contarlo.



La directora, desde el primer momento, da instrucciones a Rosita, a Flor y a otras cuatro personas que conocieron a Jorge; les pide que hagan esto o lo otro, o que cuenten tal cosa o que lean tal texto. Se trata de indicaciones puntuales que le permiten “ir al grano”, señalar su presencia –ella es la primera interesada en contar la historia-, pero también –y esto es lo más importante- le permite sugerir de forma elocuente las resistencias de Rosita a tocar determinados temas, a abrir del todo su corazón, y ese grado de reserva se convierte en un material precioso. Y aun más, es ahí donde interviene de forma decisiva Flor, para contarle a la cineasta en voz baja cosas que a Rosita le resultarían demasiado dolorosas, por ejemplo que perdió un hijo en un accidente cuando aún era un adolescente, de tal forma que Jorge de alguna manera acabará ocupando el lugar del hijo perdido. Eso da idea de la complejidad de la relación que se establece entre ambos. Pero un detalle significativo que sólo el cine, es decir, sólo el filme podría rentabilizar de una forma tan abrumadora: tras la muerte del hijo, retiran de la casa todas sus fotos, todo lo que pudiera recordárselo a Rosita, pero ahora la casa se ha llenado de cosas de Jorge –sus cuadros, sus dibujos, sus grabaciones, sus canciones, sus textos, sus pintadas…-, ya no está pero está por todas partes. Cuadros y dibujos en los cuales tanto Rosita como Yulene eran sus modelos habituales. Y la relación entre los relatos orales y las huellas visuales y sonoras del ausente dotan a Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo de una fuerza fílmica emocionante, angustiosa y fascinante.

Por consideración a los que leáis esta entrada y os animéis a ver la película en la primera ocasión que tengáis evito entrar en más detalles argumentales, quizá ya conté demasiado, en cualquier caso es un filme totalmente recomendable aun sabiendo más cosas. Mi amigo, el filósofo Ricardo Costas, sintetizó muy bien el nutriente básico de la película de Yulene Olaizola: la cámara de cine bien pudiera ser la herramienta que escoge la nieta para exorcizar los fantasmas, para ahuyentar los demonios interiores, al fin y al cabo, no escoge un cuento cualquiera, sino uno en el que participó desde que era muy pequeña, y que en la voz de la abuela le sirve de iniciación a la vida. Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo puede verse entonces como un cuento de hadas, y como todo cuento de hadas que se precie constituye un aprendizaje del mundo, de los duros caminos de la vida, o sea, no puede sino devenir un cuento de horror.


26/3/09

Camaradas

Mario Monicelli en actitud papal, en Roma, claro

Si hay algún maestro en el aquel (arte) de helarte la sonrisa, ése es Mario Monicelli: El humor es la forma más penetrante de mirar. Un bisturí que va al fondo de las cosas. O sea que te ríes, pero te están abriendo en canal. Por eso nunca pude acostumbrarme a que calificaran como comedia cualquier película de Monicelli que se pusiera por delante. Hay que pensárselo dos veces para calificar de comedia La gran guerra (1959) o I compagni (Los compañeros, 1963), incluso Rufufú (1958), tres obras maestras, donde uno se ríe, es cierto, pero con un nudo en la garganta o con el corazón en un puño. O sea, que si te lo piensas dos veces, en fin… Con los años me di cuenta de que siempre tendía a hacer la misma película: unos cuantos muertos de hambre que se embarcan en una empresa más grande que ellos y fracasan… Así es la comedia a la italiana. Será eso, al fin y al cabo quién va a saberlo mejor que Mario Monicelli.


Obreros que participan en asambleas donde se decide aumentar la jornada laboral y bajar los salarios; alumnas de ESO de 14 años que hacen botellón delante del instituto en horas de clase y algunos profesores que las ven no se atreven a decirles ni pío; un sesentón viudo que nunca pisó una iglesia ni en tiempos del franquismo –acompañaba a la mujer hasta la puerta pero se quedaba fuera- y que ahora ayuda en misa todos los días en el asilo donde ingresó voluntariamente porque en casa no le daban conversación; unas monjas adoratrices les proyectan a las alumnas de ESO de su colegio (concertado, o sea, pagado con mis impuestos, sin ir más lejos) un vídeo donde se yuxtaponen imágenes de socialistas risueños con fetos como campaña de “sensibilización” contra el aborto (¿os imagináis a las monjitas seleccionando con primor imágenes de nasciturus descuartizados y a las niñas saliendo a vomitar en medio de la proyección?); un selecto grupo de productores y directores del cine español son convocados en secreto por el ministro de Cultura para consultarles qué hacer con el cine español y constataron la necesidad urgente de cambiar la imagen que tiene el público del cine español. Son historias del mundo real, pero ¿son historias para reír o para llorar? Serán materia para una comedia a la italiana, lástima que ahora ni los italianos hacen comedias a la italiana. Por eso, quizá, me vino a la cabeza esa película maravillosa de Mario Monicelli, I compagni que aquí se tradujo como Los compañeros pero que en realidad debería titularse “Camaradas”, y que su director considera un filme marxista realizado con ironía.


Mario Monicelli es el maestro de la risa amarga, en el aquel de dosificar los detalles cómicos en el tapiz de lo trágico, en esas historias encarnadas por muertos de hambre, quizá porque la miseria ha constituido siempre una fuente de comicidad. Sus películas destilan un humor corrosivo para contar las vidas de personajes que pueden parecer grotescos o incluso mezquinos, pero que gracias al arte de Monicelli nos resultan entrañables. Sus películas inspiran amor, eso sí, crudo, por los personajes que las habitan. Esa crudeza entrañable, conviene precisarlo, deriva de un proceso de decantación, de síntesis, de cristalización, que tiene su origen en la escritura del guión, pero, no podía ser de otra forma, “a la italiana manera”. Mis guionistas y yo buceamos en un asunto, lo desarrollamos humorísticamente hasta que vemos detrás algún significado profundo. Hacemos reír pero los argumentos son siempre muy serios. O sea, cabría añadir, nos reímos por sobradas y fundadas razones. Y continúa Monicelli: Para bromear sobre algo hay que conocerlo muy bien. Y meditar mucho para llegar al humor.


Age


Scarpelli

El “método italiano” de la escritura de un guión es la expresión de una manera de entender la vida y de estar en el mundo que cuajó en torno a la liberación en 1944 y que se prolongó hasta los años setenta. Es una artesanía a base de café, humo y voces; con una regla no escrita: nunca se escribirá un guión con menos de tres personas pero puede ocurrir que trabajen ocho o diez; en jornadas diarias donde no faltan las discusiones airadas, los gritos, incluso los desencuentros, pero tampoco la charla distendida, la digresión o el aquel de perder el tiempo hablando por hablar. He ahí el magma donde se fraguaba la escritura del guión “a la italiana”. Un método que hereda la tradición de la Comedia del Arte. Suso Cecchi D’Amico le contó a su nieta Margherita cómo se desarrollaban las reuniones de guión de Rufufú con Monicelli, Age (Agenore Incrocci) y Furio Scarpelli –el mismo grupo de guionistas que en I compagni, por cierto-: Hacíamos doble turno, mañana y tarde. O bien la reunión de la mañana o bien la de la tarde terminaban, a menudo, con una discusión entre Age y Scarpelli, por cualquier pretexto, pero ni Monicelli ni yo interveníamos para no otorgarle al episodio una importancia que no tenía. Monicelli participaba en todas las reuniones de guionistas. Antes de convertirse en director había sido guionista. Eso se nota, ¡y tanto! Sabe contar. Para sus guionistas es una dirección segura, pues sabe reconocer aquello que quiere y esquivar las tentaciones. No reclama para sí las escenas que se han de escribir, pero una vez terminado el borrador del original, lo copia todo de nuevo con su pésima caligrafía, de la primera a la última línea, adueñándose de ellas para así poder decirlas físicamente. Un hábito que puede parecer extraño, pero que comparto. Esta cita bien valdría un comentario de textos pormenorizado… tranquilos, quedará para otra ocasión. Eso sí, un inciso: ¿para cuándo un editor sensible de libros de cine editará el delicioso libro Storie di cinema (e d’altro) raccontate a Margherita D’Amico de Suso Cecchi D’Amico, Garzanti Editore, Milán 1996? ¿no habrá sitio para un libro así entre tanto libro de cine perfectamente prescindible que se edita? ¿es para reír o para llorar semejante despropósito? Pues bien, volviendo a la escritura de guiones a la italiana, Suso Cecchi D’Amico asegura que Monicelli ha consevado todos estos años el placer de la reunión, de perder el tiempo, o sea, de contar historias en equipo. Aquella generación de guionistas en la que incluiríamos a Amidei, Flaiano, Zavattini, Pinelli, Guerra, Perilla, Sonego, Zapponi…, buceando en el mundo precario y provisional de la vida, en palabras de Aldo Viganó, reinventaron una lengua, definieron una nueva dramaturgia y alumbraron nuevos caminos en la escritura dramática italiana que aún no han sido comprendidos ni valorados adecuadamente.

Mastroianni, Franco Cristaldi, y Suso Cecchi D'Amico
con el champán en ristre


I compagni
es una película de 1963, el mismo año de Ocho y medio de Fellini; ambas películas comparten al protagonista, Marcello Mastroianni. También es el año de El Gatopardo de Visconti que comparte con la de Monicelli al director de fotografía, Guiseppe Rotunno, que venía rodar la película de aquél, y a la guionista Suso Cecchi D’Amico. No puede decirse que fuera mala cosecha la italiana del 63. Giuseppe Rotunno se inspiró en los grabados de Achille Beltrame para el “Domenica del Corriere” a la hora de iluminar I compagni, un filme que cuenta la huelga de los obreros de una fábrica textil para reducir la extenuante jornada laboral de catorce horas, a finales del siglo XIX.



Ahora la clase obrera, atenazada por las fauces del consumo y temerosa de perder la posibilidad de pagar los plazos del coche, la hipoteca de la casa y el préstamo para las próximas vacaciones en la costa, está dispuesta a pactar una prolongación de la jornada laboral y una reducción de salario. Pequeñas diferencias, seguro que piensa Monicelli.



I compagni, como el cine de su autor -¡qué rebote se agarraría don Mario ante semejante atributo!- se caracteriza por la reconstrucción fílmica del mundo real en unas coordenadas dramatúrgicas eficaces donde se conjuga el humor, la reflexión social y política, el drama, la funcionalidad didáctica y la capacidad para conmover. Una cocina, en resumidas cuentas, que convierte una película sobre un universo de hace un siglo en un testimonio universal sobre el aquí y el ahora. Un filme donde se articula de forma magistral un entorno con una atmósfera que se palpa, un coro de personajes con una identidad definida desde que aparecen en pantalla, lo íntimo y lo colectivo con una atención a los detalles que se pone de manifiesto desde la maravillosa escena de apertura: son las cinco y media de la mañana en casa de un hogar proletario turinés y el joven Omero se dispone a vestirse para ir a la fábrica; va a lavarse la cara pero antes tiene que romper con el palo de una escoba la capa de hielo que se ha formado en la jofaina, mientras el resto de la familia, que duermen carentes de intimidad, se pone asimismo en marcha. Una escena prácticamente muda que nos introduce en un mundo reconocible y tan próximo. Hay algo fordiano en Monicelli, incluso se le parece cuando habla y reivindica la condición artesanal de su oficio, y se define como un tipo que hace películas para que la gente se divierta.



Pero, indudablemente, una de las creaciones memorables de I compagni es el personaje del profesor Sinigaglia encarnado por Mastroianni, un personaje que encarna también una cierta tendencia del cine italiano de los primeros años sesenta donde la implicación sentimental no se despoja de la lucidez ni de la sátira. El represaliado profesor Sinigaglia se presenta como un agitador pero enseguida descubrimos que es un muerto de hambre, aunque no por ello abdica de su idealismo, nada de eso, sin embargo su militancia se sostiene sobre una legión de debilidades y su esperanza se tiñe de amargura pero también de conciencia política. A pesar de su carácter grotesco, Mastroianni y Monicelli consiguen dotar al profesor Sinigaglia de una humanidad cautivadora. He ahí la estrategia retórica de I compagni, realismo y complicidad sentimental con el espectador.



Cómo olvidar aquella escena en que un piquete de obreros se presenta en la casa de un trabajador, inmigrante siciliano, para convencerlo de que se una a la huelga y se encuentran con un panorama desolador: un hogar que es menos que chabola, menos aun que establo, una ruina donde se hacinan la mujer desgreñada y unos niños mugrientos. “¿Qué esperabais encontrar –les espeta el siciliano-, un palacio acaso?”. Esa dignidad de un obrero consciente de su miseria a través de un réplica ácida que vale por todo un tratado de sindicalismo convierte a una obra como I compagni en un filme de una perdurable modernidad. O aquella escena en la que se desvela el analfabetismo a través de las cruces en las papeletas de una votación donde se decide la huelga. Detalles, divinos detalles. Cine, nada más que cine. Mastroianni recuerda en sus memorias que esta “obra maestra” –el entrecomillado es suyo, irónica o tímidamente suyo- no tuvo ningún éxito.



A Monicelli le hubiera encantado pasar su vejez en la Plaza del Santo Spirito de Florencia. Es lo que tenemos en común. A estas alturas uno se conforma con eso. Mastroianni/Guido Anselmi decía en Ocho y medio: “Quisiera hacer una película que nos ayudara a enterrar de una vez lo que está muerto dentro de nosotros”. Las películas de Monicelli me ayudan a enterrar el cadáver de alguna película que llevo dentro, antes de que se pudra. Porque al fin y al cabo cuentan mi historia, o sea, me cuentan. Por eso, Monicelli, Mastroianni, y tantos otros… I compagni. Camaradas.

25/3/09

Sonámbulos



Quizá haya sido Detour (1945) la última gran película de cine negro que pude ver y llevaba años deseando hacerlo. Pero se hacía de rogar. Durante mucho tiempo, probablemente treinta años, el cine negro fue mi género favorito. En la primera promoción de la EIS encontré a un alumno, David Breijo, coleccionista y conocedor apasionado que me prestó algunas joyas que aún no había disfrutado. Cuántas horas pasamos hablando de Lang, de Tourneur, de Dana Andrews, de Robert Mitchum… Hace años que no lo veo pero seguro que sigue disfrutando con Retorno al pasado o La mujer del cuadro. Una vez más.


Ann Savage

A finales del pasado diciembre murió Ann Savage, la protagonista de Detour, y la semana pasada leí una entrevista de Peter Bogdanovich con Edgar G. Ulmer, su director. Probablemente le podía haber sacado más jugo, pero quizá se sintió abrumado, literalmente sepultado, por los episodios biofilmográficos que Ulmer se atribuía hasta desconcertar a su experimentado entrevistador. Edgar G. Ulmer creció y se educó en Viena, en la época de Freud, Mahler, Schnitzler, Zweig, Reinhardt… Estudió arquitectura y filosofía, y se introdujo en el mundo del teatro como actor y escenógrafo.


Edgar G. Ulmer

Si hacemos caso a lo que cuenta el director de Detour, trabajó –y colaboró- con todos los grandes del cine: Pabst, Lang, Lubitsch, Stroheim… Y Murnau. Por lo visto fue su asistente en El último y Fausto, y desde luego está acreditada su participación en Sunrise (Amanecer, 1927) como ayudante del escenógrafo Rochus Gliese.

Lotte Eisner asegura que Ulmer es el mentiroso más grande de todos los tiempos. Tavernier y Coursodon ven en el currículo que se atribuye Ulmer una de esas biografías imaginarias a las que eran tan aficionados Schwob y Borges. Incluso puede apreciarse un ángulo poético en la construcción de una peripecia vital tan rocambolesca, por lo menos, como su filmografía, donde la extravagancia –sus filmes yiddish, por ejemplo- rivaliza con la marginalidad –trabajó en las más pobres de las productoras y su obra apenas empezó a valorarse en los años sesenta-. Sólo un tipo poseído por tan insensatos sueños de grandeza podía lograr obras tan personales como Detour. Y a ella he vuelto. Una vez más. Si no la conocéis, podéis bajarla libremente aquí.

Buena parte de los grandes filmes negros son piezas de serie B, películas de complemento, con presupuestos bajos y planes de producción ceñidos. Condiciones propicias para la niebla, la lluvia, las luces oblicuas y las sombras marcadas; todo lo que pudiera enmascarar escenarios reciclados, atrezzo escaso y recursos limitados Pero Detour, aún siendo un filme de serie B y cocinando ingredientes similares –voz off, flashbacks, la mujer mantis, la deriva existencial, el destino trágico, el vértigo del deseo-, resulta una experiencia insólita. Porque es el filme más B de toda la serie B: o sea, un presupuesto miserable, una semana de rodaje y las condiciones de producción más precarias. Porque donde otros cineastas emplean el talento y/o el oficio para enmascarar o disimular las limitaciones aparejadas a un filme de bajo presupuesto, Ulmer las convierte en un alfabeto de rupturas y disonancias para caligrafiar una pesadilla fílmica, una película claustrofóbica, una obra asfixiante.



Edgar G. Ulmer contaba con pocas cartas buenas en Detour pero las jugó con maestría: un guión estupendo de Martin Goldsmith con un material pulp en la onda de James M. Cain que había despertado el interés de John Garfield; una fotografía tenebrosa de Benjamin H. Kline que otorga una cualidad onírica y una sensación de irrealidad a las imágenes del filme que devienen condición esencial de una puesta en escena basada en la estilización visual, la abstracción simbólica y una composición plástica nada naturalista; y el encuentro propicio con dos actores en estado de gracia: Tom Neal/Al Roberts y Ann Savage/Vera, la inolvidable Vera, no ya una mujer fatal, sino una verdadera arpía que despliega todas sus dotes de sadismo sobre un infortunado músico, en una interpretación de gran modernidad.


Ann Savage y Tom Neal

Detour
despliega un relato de extrema negrura que transpira fatalismo por las costuras de su abrupta construcción en cada uno de sus 67 minutos, envuelta en una atmósfera angustiosa, desasosegante, que transmite la impresión de deriva mental donde los personajes padecen la fuerza del destino y acaban despedazados en sus mecanismos implacables. Diríase que las imágenes y sonidos de Detour representan hilachas de memoria desprendidas de la corriente de conciencia del protagonista, cuya voz en off arrastra el relato en una travesía caótica, tanto que nos hace dudar del estatus de las imágenes -¿recuerdos, sueños, delirios?- y nos colocan ante el espejo de una mirada trastornada.



Esa incierta consistencia de lo que contemplamos –carreteras perdidas, lugares desolados, niebla densa, lluvia espesa, noche negra- representa la obra de un cineasta que nos transmite en cada secuencia la impresión de una caída vertiginosa e irremediable, a través de una puesta en escena sofocante en el uso de los espacios desnudos, abstractos, cerrados; acentuada mediante elipsis abruptas, cambios de iluminación dentro de la misma escena y un tratamiento sonoro hipnótico; una derrota alucinada donde se conjuga la culpa accidental, el azar peligroso y la usurpación de identidad; donde el bien y el mal representan dos caras de la misma moneda y la fatalidad conduce a los personajes hacia la autodestrucción; una danza de muerte, o dicho en palabras del propio Ulmer, el mundo de Zola a través de la mirada de Kafka.



Quiza todo eso y más contribuye a que la contemplación de Detour se convierta en una experiencia inolvidable. Aquella conversación telefónica resuelta con las voces de los amantes sobre un travelling por los hilos telegráficos; el cambio brusco de iluminación mientras nos acercamos al protagonista y en la pantalla ya sólo brilla su mirada febril que nos abre las puertas de la memoria o de una pesadilla fatal; el descubrimiento por Al Roberts del asesinato accidental de Vera, las panorámicas rápidas y breves con cambios de foco sobre los objetos que pueden convertirse en pruebas inculpatorias, que terminan con ese travelling por el hilo del teléfono que nos lleva otra vez hasta él, como si del círculo del destino se tratara. ¿Quién puede olvidar momentos así?


Hay muy pocos filmes que como Detour trasmitan una tan vívida sensación de mala estrella, donde se confunde lo irracional, lo insano y lo azaroso, que como una tela de araña atrapa sin remedio al desdichado pianista encarnado por Tom Neal, y pocas veces –o nunca- una mujer como Vera ha encarnado, gracias al talento de Ann Savage, semejante instinto sádico y aniquilador, sin perder un ápice de magnetismo.


Por eso también, Detour constituye una película memorable. A la que volver. Como esos personajes de Ulmer atraídos por una fuerza que no pueden nombrar, transitando por un mundo hostil, tan reconocible en sus formas depuradas y esenciales, como sonámbulos.

24/3/09

Retrato de guionista


Uno de los libros de cine más gozosos que he leído es Celuloide de Ugo Pirro (Ediciones Libertarias, noviembre 1990). Es una obra del guionista que escribió El jardín de los Finzi-Contini, Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha o La clase obrera va al paraíso. Ahora ya sólo es posible encontrarlo en librerías de viejo, puede conseguirse por precios entre seis y diez euros. Carlo Lizzani filmó una adaptación –escrita por el propio Ugo Pirro y Furio Scarpelli en colaboración con el director- en 1995, pero hacedme caso, vale la pena leer primero el libro. Es un gran reportaje sobre el final de la ocupación alemana de Roma en 1944 y sobre los primeros años del neorrealismo italiano, pero también es una novela de aventuras, incluso picaresca –inevitablemente picaresca, podríamos decir-y un documento sobre la realización de Roma ciudad abierta (1944).


Ugo Pirro en una manifestación
en Roma en 1974


Por el libro transitan Anna Magnani, Cesare Zavattini, Vittorio de Sica, Federico Fellini, Luchino Visconti, Aldo Fabrizi… Y, claro, Roberto Rossellini. Pero quizá el otro héroe del libro sea Sergio Amidei. ¿Y quién es Sergio Amidei? Pues uno de los más grandes guionistas de la historia. Roma ciudad abierta, Paisà, Stromboli, La paura, El general de la Rovere –todas ellas de Rossellini-, El limpiabotas de Vittorio de Sica, La noche de Varennes de Ettore Scola, Ordinaria locura de Marco Ferreri… llevan su firma en el guión. En la película de Carlo Lizzani, el papel de Sergio Amidei lo encarna Giancarlo Giannini.


Sergio Amidei


Sergio Amidei (1904-1981) era un triestino que empezó a trabajar muy joven en el cine mudo, incluso intentó dirigir una película pero en un arrebato de ira quemó el negativo rodado y renunció para siempre a la dirección. Los arrebatos de ira constituyen una seña de identidad del guionista. Uno de esos prontos furiosos acabó con su colaboración en el guión de Ladrón de bicicletas, en el que trabajaba con Zavattini y De Sica: literalmente los echó de su casa. La casa de Amidei en la Plaza de España de Roma debería haberse convertido en lugar de peregrinación de los cinéfilos del mundo, allí se gestaron algunas de las películas fundacionales del cine moderno, las de Rossellini pongamos por caso.


Roberto Rossellini y Anna Magnani


Rossellini tenía un don –del cielo- que le permitía manejar el carácter explosivo del guionista, al igual que manejaría el volcánico de Anna Magnani y la situación desbocada en que se vería inmerso con Ingrid Bergman. Enemigo de las tramas, amigo de un cine de apuntes y propenso a rodar como vivía, a salto de mata, encontró en Sergio Amidei la capacidad para convertir los hechos reales –históricos- en situaciones dramáticas reducidas a lo esencial.

Sergio Amidei tenía la costumbre de contar a sus amigos lo que andaba escribiendo; era su método para comprobar la eficacia del argumento. Medía los efectos que provocaba su relato observando las reacciones de sus oyentes y a menudo cambiaba el relato a medida que lo contaba en función de lo que leía en los rostros. Roma ciudad abierta, Paisá y Stromboli nacerán de historias basadas en hechos vividos o conocidos de primera mano por el propio Amidei y narrados en tertulias de noche, humo y toque de queda. En la casa del guionista, durante los meses de la ocupación nazi, se reunía la dirección del Partido Comunista Italiano en Roma. Y otros guionistas, y cineastas, y actores… No sería exagerado decir que el neorrealismo germinó en la casa de Amidei en la Plaza de España.


Indro Montanelli


El gran periodista y escritor italiano Indro Montanelli trabajó en la adaptación cinematográfica de su relato El general de la Rovere –que dirigiría Rossellini en 1959- con Sergio Amidei. De esa experiencia de colaboración nacería una de esas piezas magistrales de los encuentros –Gli Incontri- de Indro Montanelli, el retrato de Sergio Amidei. Uno de los más hermosos homenajes, preñado de humor y emoción, que se hayan dedicado nunca a un guionista. Aquí os lo dejo, disfrutadlo:

A M I D E I

El cine italiano, tiene una especie de militante ig­norado que se llama Sergio Amidei. Ignorado es un decir, se entiende. No existe productor, indígena o extranjero, no existe jurado internacional de festi­vales, no existe crítica, aun de modesta competen­cia, que ignore su nombre, su obra y su valía. Pero la gran masa de público no le conoce, quizá porque él no hace nada por darse a conocer.

Susceptible y de difícil trato, permanece apartado, siempre en guerra con todos, y especialmente con quien realiza sus ideas. Le llaman «el viejo de la plaza de España» —si bien todavía esté, por lo que toca a años, lejos de la vejez—, por culpa no tan­to de la melena cana, cuanto por su carácter aris­co, que, sin embargo, no impide a quienquiera que desee realizar un filme, subir a su casa para oír, al menos, su parecer.

Más o menos marcada, todo cuanto de bueno hecho nuestro cinema desde la guerra acá, lleva su impronta. Especialmente en los principios del neorrealismo, cuando éste era aún de buena y límpida fuente, se percibe claramente el signo fuerte y amargo de Amidei. Y acaso el único que lo ignora sea él, que no por modestia, sino por orgullo, no se reconoce padre de nada ni de nadie. Le han traicionado todos, según él: productores, directores, actores. Pandilla de cabezotas.

Un día subí a mi vez a aquel sexto piso de la plaza de España, y no para una corta visita de compromiso, sino para acordar con él una comprometida colaboración. El ascensor no funcionaba aquella mañana. Tuve que subir la escalera a pie. Aquellos seis tramos me parecieron interminables, grabados con los tristes presagios que me pesaban sobre corazón. Trabajar con un cineasta, ¡figuraos! A saber en qué desganada confusión, y entre cuántos arrebatos e histerismos, tan poco congeniables con temperamento, habría de hacerlo. No conociéndole más que superficialmente, imaginaba encontrar en él a uno de esos genialoides desordenados y perezosos que se agotan en una nube de palabras, de que nunca llueve nada.

Y maldecía el momento en que me había metido en aquel lío. En bata de casa y zapatillas, el rostro doctoralmente severo, la mirada fija en el reloj a través de las gafas de viejo artesano, me aguardaba a la puerta de su vivienda. «Te hago observar —dijo con voz helada— que la cita era a las diez. Son las diez y cinco...»

Más que la ascensión, estas palabras me cortaron el resuello. «Es que... —farfullé—. Para subir has aquí sin ascensor...» «¿Y por qué has subido sin ascensor?» «Porque no funciona.» «Y por qué no funciona?» «¿Yo qué sé?»

Sin contestarme, Amidei pasó al vestíbulo, gritó a la doncella y al secretario que acudiesen, descolgó el teléfono, alborotó la casa, a los vecinos, a la portera, a los bomberos, al Municipio, para saber por qué el ascensor no funcionaba y colmó de improperios a una veintena de personas. Y al final, melodramáticamente, me pidió excusas dos veces: por haberme hecho subir sin ascensor y por haberme reprochado el retraso. «Me equivoqué. Perdona. Per­dona. Me equivoqué. Perdona.» Si hubiese tenido a mano un látigo, creo que se habría azotado.

Para darle tiempo a recobrar un poco la calma, le conté algunos chismes que había recogido sobre el filme cuyo guión debíamos hacer juntos. Él me es­cuchaba caminando de arriba abajo por la estancia, con paso frenético y la mirada fija en el suelo. De vez en cuando se paraba, me clavaba sus ojos inquisitorialmente severos, luego los bajaba y prose­guía su paseo de arriba abajo de abajo arriba. En un momento dado, siempre corriendo, se sentó de­trás del escritorio y dijo: «Bueno, mira, a mí to­das esas estupideces no me importan nada. Empece­mos.»

Y empezó, haciendo polvo todo: la trama del fil­me, cuyo autor era yo, la casa productora, el direc­tor, el intérprete, la organización, el cine en general, el italiano en particular y concluyó su diagnóstico con ese alentador veredicto: «Por lo que, ¿sabes qué te digo? Te digo que, aunque nosotros escriba­mos una obra maestra, saldrá una boñiga. Empe­cemos.»

Y esa vez comenzó en serio, partiendo de cero, en aquel cúmulo de escombros a que su crítica demo­ledora lo había reducido todo, incluso la esperanza de conjuntar algo bueno. Ahora estaba contento, sa­tisfecho. Hasta me ofreció, gentilmente, casi afec­tuoso, un café. Y de nuevo se puso a pasear arriba y abajo, abajo y arriba, pero a paso moderado, mien­tras me exponía cómo, según él, debía desenvolverse y articularse el relato.

¡Pero qué digo, el relato! Era el filme, un filme adulto ya, completo, perfectamente dosificado en to­dos sus elementos, los cómicos y los patéticos, mon­tado con un rigorismo de trabazón, con una preci­sión de escenas, con un ritmo tan apretado y cada vez más acuciante, que me apasionaron como si aque­lla historia, que yo había escrito, la oyese narrar por primera vez. Mas el hecho es que Amidei no la na­rraba. La traducía, reinventándola toda, a su exacto lenguaje cinematográfico, como si, en lugar de ce­rebro tuviese un tomavistas que ya se había encuadrado la historia, poniendo al descubierto, con plástico y dramático relieve, todo lo que contenía.

Espléndida interpretación pese a su cara de profesor altanero y cascarrabias, la que hacía de cada personaje, masculino o femenino. Una interpretación preparada, en la que actuaban hasta dos, tres, cinco, diez actores a la vez, cada uno con un carácter suyo, un matiz suyo, un tic suyo. Para mí, el autor, los personajes estaban todavía envueltos en niebla, y él ya había revelado sus negativos obteniendo una película límpida y traslúcida, que se desarrollaba ante mis ojos sin tropiezos ni demoras hacia su necesaria conclusión.

Duró dos horas, más o menos justo lo que, regularmente, dura un filme. Se hizo el silencio. Luego dije: «¡Caray!» «¿Caray, qué?», preguntó poniéndose a caminar arriba y abajo, abajo y arriba, a paso mesurado. «¡Caray! —repetí neciamente—. ¡Caray...! Hace solamente cuarenta y ocho horas que te dieron a leer mi historia, y ya ves en ella lo que yo he sido capaz de encontrar en quince años, desde que la escribí... ¡Caray...!» «¿Y te gusta lo que veo en ella?» «Bah, no es cuestión de que me guste. Es cuestión de que no puede ser sino así...» «Sí, ¿eh? —exclamó, volviendo a la carrera, a sentarse detrás del escritorio—. Pues, en cambio, puede ser todo menos así. ¿Quieres verlo...? Empecemos.»

Y se puso a destruir, mostrándome su inconsistencia, trozo a trozo, engarce a engarce, todo el relato que acababa de describirme. La intriga se derrumbaba porque estaba basada sobre pilares podridos, los personajes eran arbitrarios, nosotros dábamos por descontado lo que en cambio había que mostrar, es más, demostrar. En suma, de aquella bellísima y cautivadora trama que me había ensartado poco antes, no quedaba ya nada, ni un detalle, ni una migaja. Y lo bueno es que tenía razón. Tras una mida tentativa de defender «su» historia, a la que había terminado aficionándome más que a la mía, hube de darme por vencido. Y, como era la una y pico, me encaminé hacia la puerta profundamente acobardado. Él, no. Ahora estaba contento. Satisfecho. Y al ver que el ascensor no funcionaba todavía, abrió los brazos con gesto dramático: «Perdona. Tienes que bajar a pie. Tienes que bajar a pie. Perdona.»

Debíamos volver a vernos al día siguiente, pero me pasé toda la tarde dándole vueltas, para mis adentros, al caso, poco resignado a renunciar a aquella bellísima sucesión de escenas que la fantasía de Amidei había compuesto. Sobre las cinco creí tener una inspiración, y le llamé por teléfono para explicárse­la. «¿Dígame?», respondió su voz desganada al otro cabo del hilo. «Ah, ¿eres tú...? Dime...» Me estuvo escuchando un par de minutos y luego estalló: «¿Para oír esas memeces he de interrumpir mi trabajo? Pero, ¿qué te has creído? ¿Que yo estoy aquí a dis­posición de cualquier pelmazo...? Me importa un pito tu filme, ¿entiendes? ¡Me importa un pito...!» Y colgó.

A las tres de la madrugada dormía apaciblemen­te, cuando me despertó bruscamente una llamada suya. Antes de haber tenido tiempo de recordar que estaba terriblemente enfadado con él por su falta de urbanidad, su amabilidad, casi obsequiosa, me de­sarmó. «¿Te molesto? Perdona. Perdona. Debo mo­lestarte. ¿Puedes escucharme un minuto? Perdona. Un minuto tan sólo. Perdona.» El minuto tan sólo duró casi hora y media, es decir más o menos lo que habría de durar el filme, una vez realizado. Pues ahora ya sólo restaba hacerlo. Con diabólica habilidad, Amidei había vuelto del revés el hilo de la historia, par­tiendo, para llegar a las mismas conclusiones, de una premisa opuesta a las de antes. ¿Cuándo y cómo lo pensó, aquel maldito? No me dio tiempo a pre­guntárselo. «Perdona si te he molestado. Perdona. Buenas noches. Perdona.» No me atreví a volver a llamarle.

Al día siguiente, a las diez, adormilado porque no había podido pegar ojo, pero radiante, estaba con él, que me acogió como se suele acoger al recauda­dor de contribuciones. Me sentí morir. ¿Tampoco iba bien la nueva versión? Esta vez me sentía dis­puesto a defenderla hasta llegar a las manos. Pero el filme, gracias a Dios, nada tenía que ver con su estado de ánimo. Sergio estaba fuera de sí porque, habiendo recibido de los Abruzzos un jamón que dio a probar a su hostelero, éste dijo, torciendo el gesto, que no valía gran cosa. «¿Comprendes, ese bastardo? Soy cliente suyo mañana y noche hace vein­te años, he dejado un patrimonio en sus bolsillos, y se atreve a decirme que mi jamón no es ninguna gran cosa...» Vagamente me hubiese gustado objetarle que no captaba, en el plano aristotélico, las razo­nes por las cuales, habiendo sido cliente suyo du­rante veinte años, hubiese adquirido él sobre hostelero el derecho de oírse decir que el jamón era bueno. Pero comprendí que no era el momento, en cierto sentido, porque Amidei blandía un afiladísimo cuchillo de charcutero y agitándolo ante mi cara proseguía: «Ven acá. Juzga tú. Ven acá.» Todavía en bata de casa y zapatillas, me precedió a la cocina y abrazándolo con un gesto de afecto, casi de amor. desprendió del garfio el famoso jamón.

¡Dios, cómo lo había menguado, en veinticuatro horas! Parecía una caverna dolomítica, tanto había excavado y hurgado dentro con aquel truculento cuchillazo. Mientras volvía a hincarlo en la roja carne, me aparté porque, si se le escapaba, me podía amputar un brazo de un tajo. «Perdona. Pruébalo. Pruébalo. Perdona», me instó, presentándome una lonja. Probé, si bien por la mañana nunca como nada. Y mi paladar entonó un himno al hostelero. La boca, no. Hipócritamente, bajo la amenaza y apremiante mirada de Sergio, entoné un canto al jamón. Amidei, apaciguado y contento, me escoltó hasta el despacho y, sentándose detrás del escritorio, dijo: «Empecemos.»

A partir de entonces, cada mañana, durante tres meses, he tenido que comer de aquel jamón, extasiarme y pedir un poco más. Creo que ese sacrificio fue mi más valiosa contribución al guión del film, porque ponía a Amidei en estado de gracia. Y Amidei en estado de gracia es la mayor suerte puede ocurrirle a un filme. Jamás he visto a hombre trabajar con el orden, la precisión, la seguridad y el rigor suyos. De vez en cuando se paraba para prevenirme: «Entendámonos: aunque nosotros escribamos una obra maestra, saldrá una boñiga. » Yo, entonces, le daba otro mordisco al jamón, y él, apaciguado, añadía: «Pero... Perdona. Continuemos, Continuemos. Perdona.»

(Indro Montanelli, Personajes, ed. Plaza y Janés, 1977, traducción de Domingo Pruna, pp 701-706)