26/3/09

Camaradas

Mario Monicelli en actitud papal, en Roma, claro

Si hay algún maestro en el aquel (arte) de helarte la sonrisa, ése es Mario Monicelli: El humor es la forma más penetrante de mirar. Un bisturí que va al fondo de las cosas. O sea que te ríes, pero te están abriendo en canal. Por eso nunca pude acostumbrarme a que calificaran como comedia cualquier película de Monicelli que se pusiera por delante. Hay que pensárselo dos veces para calificar de comedia La gran guerra (1959) o I compagni (Los compañeros, 1963), incluso Rufufú (1958), tres obras maestras, donde uno se ríe, es cierto, pero con un nudo en la garganta o con el corazón en un puño. O sea, que si te lo piensas dos veces, en fin… Con los años me di cuenta de que siempre tendía a hacer la misma película: unos cuantos muertos de hambre que se embarcan en una empresa más grande que ellos y fracasan… Así es la comedia a la italiana. Será eso, al fin y al cabo quién va a saberlo mejor que Mario Monicelli.


Obreros que participan en asambleas donde se decide aumentar la jornada laboral y bajar los salarios; alumnas de ESO de 14 años que hacen botellón delante del instituto en horas de clase y algunos profesores que las ven no se atreven a decirles ni pío; un sesentón viudo que nunca pisó una iglesia ni en tiempos del franquismo –acompañaba a la mujer hasta la puerta pero se quedaba fuera- y que ahora ayuda en misa todos los días en el asilo donde ingresó voluntariamente porque en casa no le daban conversación; unas monjas adoratrices les proyectan a las alumnas de ESO de su colegio (concertado, o sea, pagado con mis impuestos, sin ir más lejos) un vídeo donde se yuxtaponen imágenes de socialistas risueños con fetos como campaña de “sensibilización” contra el aborto (¿os imagináis a las monjitas seleccionando con primor imágenes de nasciturus descuartizados y a las niñas saliendo a vomitar en medio de la proyección?); un selecto grupo de productores y directores del cine español son convocados en secreto por el ministro de Cultura para consultarles qué hacer con el cine español y constataron la necesidad urgente de cambiar la imagen que tiene el público del cine español. Son historias del mundo real, pero ¿son historias para reír o para llorar? Serán materia para una comedia a la italiana, lástima que ahora ni los italianos hacen comedias a la italiana. Por eso, quizá, me vino a la cabeza esa película maravillosa de Mario Monicelli, I compagni que aquí se tradujo como Los compañeros pero que en realidad debería titularse “Camaradas”, y que su director considera un filme marxista realizado con ironía.


Mario Monicelli es el maestro de la risa amarga, en el aquel de dosificar los detalles cómicos en el tapiz de lo trágico, en esas historias encarnadas por muertos de hambre, quizá porque la miseria ha constituido siempre una fuente de comicidad. Sus películas destilan un humor corrosivo para contar las vidas de personajes que pueden parecer grotescos o incluso mezquinos, pero que gracias al arte de Monicelli nos resultan entrañables. Sus películas inspiran amor, eso sí, crudo, por los personajes que las habitan. Esa crudeza entrañable, conviene precisarlo, deriva de un proceso de decantación, de síntesis, de cristalización, que tiene su origen en la escritura del guión, pero, no podía ser de otra forma, “a la italiana manera”. Mis guionistas y yo buceamos en un asunto, lo desarrollamos humorísticamente hasta que vemos detrás algún significado profundo. Hacemos reír pero los argumentos son siempre muy serios. O sea, cabría añadir, nos reímos por sobradas y fundadas razones. Y continúa Monicelli: Para bromear sobre algo hay que conocerlo muy bien. Y meditar mucho para llegar al humor.


Age


Scarpelli

El “método italiano” de la escritura de un guión es la expresión de una manera de entender la vida y de estar en el mundo que cuajó en torno a la liberación en 1944 y que se prolongó hasta los años setenta. Es una artesanía a base de café, humo y voces; con una regla no escrita: nunca se escribirá un guión con menos de tres personas pero puede ocurrir que trabajen ocho o diez; en jornadas diarias donde no faltan las discusiones airadas, los gritos, incluso los desencuentros, pero tampoco la charla distendida, la digresión o el aquel de perder el tiempo hablando por hablar. He ahí el magma donde se fraguaba la escritura del guión “a la italiana”. Un método que hereda la tradición de la Comedia del Arte. Suso Cecchi D’Amico le contó a su nieta Margherita cómo se desarrollaban las reuniones de guión de Rufufú con Monicelli, Age (Agenore Incrocci) y Furio Scarpelli –el mismo grupo de guionistas que en I compagni, por cierto-: Hacíamos doble turno, mañana y tarde. O bien la reunión de la mañana o bien la de la tarde terminaban, a menudo, con una discusión entre Age y Scarpelli, por cualquier pretexto, pero ni Monicelli ni yo interveníamos para no otorgarle al episodio una importancia que no tenía. Monicelli participaba en todas las reuniones de guionistas. Antes de convertirse en director había sido guionista. Eso se nota, ¡y tanto! Sabe contar. Para sus guionistas es una dirección segura, pues sabe reconocer aquello que quiere y esquivar las tentaciones. No reclama para sí las escenas que se han de escribir, pero una vez terminado el borrador del original, lo copia todo de nuevo con su pésima caligrafía, de la primera a la última línea, adueñándose de ellas para así poder decirlas físicamente. Un hábito que puede parecer extraño, pero que comparto. Esta cita bien valdría un comentario de textos pormenorizado… tranquilos, quedará para otra ocasión. Eso sí, un inciso: ¿para cuándo un editor sensible de libros de cine editará el delicioso libro Storie di cinema (e d’altro) raccontate a Margherita D’Amico de Suso Cecchi D’Amico, Garzanti Editore, Milán 1996? ¿no habrá sitio para un libro así entre tanto libro de cine perfectamente prescindible que se edita? ¿es para reír o para llorar semejante despropósito? Pues bien, volviendo a la escritura de guiones a la italiana, Suso Cecchi D’Amico asegura que Monicelli ha consevado todos estos años el placer de la reunión, de perder el tiempo, o sea, de contar historias en equipo. Aquella generación de guionistas en la que incluiríamos a Amidei, Flaiano, Zavattini, Pinelli, Guerra, Perilla, Sonego, Zapponi…, buceando en el mundo precario y provisional de la vida, en palabras de Aldo Viganó, reinventaron una lengua, definieron una nueva dramaturgia y alumbraron nuevos caminos en la escritura dramática italiana que aún no han sido comprendidos ni valorados adecuadamente.

Mastroianni, Franco Cristaldi, y Suso Cecchi D'Amico
con el champán en ristre


I compagni
es una película de 1963, el mismo año de Ocho y medio de Fellini; ambas películas comparten al protagonista, Marcello Mastroianni. También es el año de El Gatopardo de Visconti que comparte con la de Monicelli al director de fotografía, Guiseppe Rotunno, que venía rodar la película de aquél, y a la guionista Suso Cecchi D’Amico. No puede decirse que fuera mala cosecha la italiana del 63. Giuseppe Rotunno se inspiró en los grabados de Achille Beltrame para el “Domenica del Corriere” a la hora de iluminar I compagni, un filme que cuenta la huelga de los obreros de una fábrica textil para reducir la extenuante jornada laboral de catorce horas, a finales del siglo XIX.



Ahora la clase obrera, atenazada por las fauces del consumo y temerosa de perder la posibilidad de pagar los plazos del coche, la hipoteca de la casa y el préstamo para las próximas vacaciones en la costa, está dispuesta a pactar una prolongación de la jornada laboral y una reducción de salario. Pequeñas diferencias, seguro que piensa Monicelli.



I compagni, como el cine de su autor -¡qué rebote se agarraría don Mario ante semejante atributo!- se caracteriza por la reconstrucción fílmica del mundo real en unas coordenadas dramatúrgicas eficaces donde se conjuga el humor, la reflexión social y política, el drama, la funcionalidad didáctica y la capacidad para conmover. Una cocina, en resumidas cuentas, que convierte una película sobre un universo de hace un siglo en un testimonio universal sobre el aquí y el ahora. Un filme donde se articula de forma magistral un entorno con una atmósfera que se palpa, un coro de personajes con una identidad definida desde que aparecen en pantalla, lo íntimo y lo colectivo con una atención a los detalles que se pone de manifiesto desde la maravillosa escena de apertura: son las cinco y media de la mañana en casa de un hogar proletario turinés y el joven Omero se dispone a vestirse para ir a la fábrica; va a lavarse la cara pero antes tiene que romper con el palo de una escoba la capa de hielo que se ha formado en la jofaina, mientras el resto de la familia, que duermen carentes de intimidad, se pone asimismo en marcha. Una escena prácticamente muda que nos introduce en un mundo reconocible y tan próximo. Hay algo fordiano en Monicelli, incluso se le parece cuando habla y reivindica la condición artesanal de su oficio, y se define como un tipo que hace películas para que la gente se divierta.



Pero, indudablemente, una de las creaciones memorables de I compagni es el personaje del profesor Sinigaglia encarnado por Mastroianni, un personaje que encarna también una cierta tendencia del cine italiano de los primeros años sesenta donde la implicación sentimental no se despoja de la lucidez ni de la sátira. El represaliado profesor Sinigaglia se presenta como un agitador pero enseguida descubrimos que es un muerto de hambre, aunque no por ello abdica de su idealismo, nada de eso, sin embargo su militancia se sostiene sobre una legión de debilidades y su esperanza se tiñe de amargura pero también de conciencia política. A pesar de su carácter grotesco, Mastroianni y Monicelli consiguen dotar al profesor Sinigaglia de una humanidad cautivadora. He ahí la estrategia retórica de I compagni, realismo y complicidad sentimental con el espectador.



Cómo olvidar aquella escena en que un piquete de obreros se presenta en la casa de un trabajador, inmigrante siciliano, para convencerlo de que se una a la huelga y se encuentran con un panorama desolador: un hogar que es menos que chabola, menos aun que establo, una ruina donde se hacinan la mujer desgreñada y unos niños mugrientos. “¿Qué esperabais encontrar –les espeta el siciliano-, un palacio acaso?”. Esa dignidad de un obrero consciente de su miseria a través de un réplica ácida que vale por todo un tratado de sindicalismo convierte a una obra como I compagni en un filme de una perdurable modernidad. O aquella escena en la que se desvela el analfabetismo a través de las cruces en las papeletas de una votación donde se decide la huelga. Detalles, divinos detalles. Cine, nada más que cine. Mastroianni recuerda en sus memorias que esta “obra maestra” –el entrecomillado es suyo, irónica o tímidamente suyo- no tuvo ningún éxito.



A Monicelli le hubiera encantado pasar su vejez en la Plaza del Santo Spirito de Florencia. Es lo que tenemos en común. A estas alturas uno se conforma con eso. Mastroianni/Guido Anselmi decía en Ocho y medio: “Quisiera hacer una película que nos ayudara a enterrar de una vez lo que está muerto dentro de nosotros”. Las películas de Monicelli me ayudan a enterrar el cadáver de alguna película que llevo dentro, antes de que se pudra. Porque al fin y al cabo cuentan mi historia, o sea, me cuentan. Por eso, Monicelli, Mastroianni, y tantos otros… I compagni. Camaradas.

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