Esta tarde nos hemos concedido un regalo inesperado, así que no voy a esperar a mañana para contarlo. Hemos visto Reyes y reina (2004) de Arnaud Desplechin. Y no puedo comprender cómo este cineasta que al fin y al cabo es francés, es decir, de ahí al lado, sea un desconocido, o casi, aquí. En fin, sí que lo entiendo, de qué me voy a extrañar a estas alturas. Hacedme caso, en cuanto podáis, dejad que este filme extraordinario de Desplechin os acompañe a lo largo de dos horas y media que se os pasarán volando.
En Reyes y reina se destila la mejor tradición de la nouvelle vague –ahí está Las dos inglesas y el amor de Truffaut, por ejemplo- pero también los fantasmas del pasado que se instalan en el presente –o mejor, que no se han ido nunca- de Bergman. En esa encrucijada germina el gran cine de Desplechin. Y Reyes y reina es una muestra ejemplar de ese cine.
La película desgrana dos historias, la de Nora y la de Ismael. Durante buena parte del metraje no sabemos que ambas son segmentos de la misma historia. Una historia que se nos presenta como una confesión de Nora. Y como en toda confesión: el pasado y los muertos cuentan mucho, nada podría contarse sin ellos: es lo que llevamos a cuestas. Una película sobre padres e hijos, en particular sobre esos padres que nos dan tantas sorpresas. Un tema inscrito, a modo de adn, en cada una de las escenas de Reyes y reina.
Arnaud Desplechin (a la dcha.) con
Maurice Garrel (el padre de Nora)
en el rodaje de Reyes y reina.
Maurice Garrel (el padre de Nora)
en el rodaje de Reyes y reina.
Nora se encuentra en vísperas de su tercer matrimonio –aunque descubriremos que dicho así es demasiado simple- y descubre que su padre está gravemente enfermo. Ismael se recupera en un psiquiátrico, abandonado y con el corazón roto –pero tampoco en su caso las cosas son tan simples con ser tan dolorosas-. Ante la muerte inminente de su padre, el pasado vuelve a Nora y la obliga a enfrentar el remordimiento y la culpa. El pasado tampoco se olvida de Ismael, y Nora vuelve a él para pedirle que asuma una responsabilidad abrumadora. Y ese pasado que ambos padecen está preñado de ficciones, las historias que nos montamos sobre nosotros y sobre los que queremos o nos quieren, o eso parece. Porque la vida es también la ficción con que la vivimos. Y la filiación a la que nos acogemos. Porque la vida también es el envoltorio de apariencias con que enmascaramos la radical soledad a la que estamos abocados. Y da miedo. El miedo que amasa el terrible monólogo con que el padre de Nora se despide de ella, abismado a las puertas de la nada. Y de ese vértigo nace la verdad que alienta desde el primer fotograma en Reyes y reina.
Emmanuelle Devos y Catherine Deneuve
El arte de Arnaud Desplechin se despliega en la sabiduría con que dosifica el drama y la comedia, lo cómico y lo patético, la ironía y la tragedia, y en la elegancia con que nos sitúa ante los personajes, haciéndonos sentir que asistimos a momentos privilegiados de las vidas de unos seres en un trance decisivo, donde se juega el ser o no ser, la redención o una esquinita de felicidad. Una historia de desgarro y culpa que evita anegarse en la emotividad pedestre y logra iluminar los rincones oscuros de la intimidad de los personajes sin pretender explicarlo todo. Como la inspirada fotografía del gran Eric Gautier.
Pero además Desplechin no es un cineasta estrecho, de los que se la coge con papel de fumar, y mezcla con el mayor desparpajo la música clásica con el rap, el personaje más entrañable y el más despreciable, géneros y estilos, lo mitológico y lo popular. La generosidad con que despliega los recursos y la convicción con que narra, maridando lo vulgar y lo poético, lo tierno y lo amargo, el humor y la desesperación, lo convierten en digno heredero de un Renoir. Semejante dadivosidad en un cineasta de hoy en día merece ser correspondida disfrutando de sus películas.
Mathieu Amalric (a la dcha.)
Reyes y reina se cierra con un epílogo que contiene algunos de los momentos más hermosos que haya visto en años. La escena del Museo del Hombre en París con Ismael administrándole a Elías, el hijo de Nora, uno de los monólogos mejor escritos y mejor dichos de este siglo, explicándole que no puede convertirse en su padre, y al tiempo regalándole las palabras que todo hijo le gustaría escuchar de su padre. Ismael, encarnado por ese gran actor llamado Mathieu Amalric, le explica al niño que el crió que el pasado no es lo que ha desaparecido, al contrario: es lo que nos pertenece. Y como Elías no entiende –en realidad, creo que quiere que su padre que no es su padre le siga hablando, prolongando ese momento irrepetible en el Museo del Hombre que le acompañará toda la vida-, Ismael añade: Es lo que tenemos, los recuerdos de los dos. Y así podría resumirse toda la película.
Eso si Desplechin no le concediera a la maravillosa Emmanuelle Devos/Nora el privilegio de cerrar la confesión en que, hasta cierto punto, consistió Reyes y reina. Y lo hace recordando un poema que le recitaba Ismael cuando vivían juntos y con el que se dormía en sus brazos. Uno de los poemas más hermosos que se hayan escrito nunca:
El agua se aprende por la sed,
La tierra por los mares navegados,
El éxtasis por la agonía,
La paz por las batallas relatadas,
El amor por la memoria.
El poema de Emily Dickinson invita a releer la obra de la dama de Amherst, ¿o no? Y añade Nora: Ya no tengo sed, tengo los pies en la tierra, y ahora por fin estoy en paz.
Y mientras su Elías reconstruye su genealogía, la película acaba.
Pero no acaba. Reyes y reina no acabará nunca. Cómo va acabar una película que habla de lo único que poseemos, el pasado.
Great shots of Catherine Deneuve and Emily Dickinson. Ironic they're linked together? Am enjoying your blog.
ResponderEliminarBest, Margaret