Acabo de ver Los abrazos rotos. Heridas del pasado aún abiertas, secretos enterrados, amores trágicos, destinos fatales, padres e hijos enfrentados y silenciados, fidelidades y traiciones, culpa y perdón. Un cineasta ciego y el pasado que irrumpe para trastornar el presente, desde donde emergen los secretos, una memoria volcánica que dará vuelta como un calcetín a todo lo que sabíamos del protagonista. Abrazos rotos. Amantes con mala estrella.
¿Quién duda de que con estos ingredientes se puede construir un melodrama que te ponga la piel de gallina y que te deshaga en llanto? ¿Quién puede objetar nada a la premisa de ese protagonista de corazón roto perseguido por un pasado que vuelve para revolverle las entrañas, y el dolor traspasa la pantalla y nos conmueve sin remedio? Ha sucedido eso tantas veces.
Pero se tienen que cumplir dos condiciones: la primera, debe importarnos lo que le acontece a ese protagonista; y la segunda, debemos saber lo suficiente para que lo que siente el protagonista nos afecte. Es la condición sine qua non del melodrama (y en general del cine que persigue conmover al espectador): sin información no hay emoción. Y es legítimo preguntarse: si no se pretende conmover al espectador, a qué vienen esos ingredientes, qué otro plato va a cocinarse con ellos.
Pues bien, el problema de Los abrazos rotos es un problema de cocina, de dramaturgia elemental, de álgebra de las emociones. El filme de Almodóvar cocina mal los ingredientes, los maneja con descuido y con un orden equivocado, es decir, los ingredientes se emplean a destiempo, de tal forma que la historia que se desarrolla en la pantalla no va acompañada de la progresión de la temperatura emocional del espectador. Los ingredientes no cuajan. El plato carece de estructura. Hay patatas, hay huevo, hay aceite, sal, incluso cebolla, pero no hay tortilla.
Por no desvelar más de la cuenta, una traición nuclear se nos descubre hacia el final de la película, pero cuando las consecuencias ya han acontecido, es decir, cuando ya no podemos vivir el drama que esa traición representa. O sea, se nos informa de la traición pero ya no podemos emocionarnos con el drama que lleva aparejada. Por no insistir en la mentirosa puesta en escena de la primera secuencia del filme, en sí misma inverosímil, coronada por ese plano detalle de la entrepierna de la rubia desde el punto de vista, tiene narices, de un ciego. Tampoco insistiremos en unos personajes que parecen interpretar un papel como guiñoles, fuera de tono, pasados de vueltas, falsos, impostores. Con dos excepciones: los dos minutos que está Ángela Molina en pantalla y José Luis Gómez en la escena de Ibiza. Ah, y las imágenes de Te querré siempre de Rossellini, que cita Almodóvar, ahí sí sentía uno que había temperatura y conmoción.
Pero tampoco me he llevado una sorpresa. En las últimas películas de Almodóvar salí siempre con la sensación de que se había equivocado en lo que quería contar, o más bien en cómo contarlo. Valga un ejemplo, al final de La mala educación dice uno de los personajes: “Tú no sabes lo que era ser homosexual en un pueblo pequeño”. Se refería a los años setenta. Y pensé, pues sí, don Pedro, ahí tenía usted la película que debió haber contado. O en todo caso, por qué no nos dio los peldaños para que subiéramos nosotros mismos la escalera de esa conclusión. Un cineasta, además, que insiste tanto en cuánto se esfuerza por hacernos entender a sus personajes. ¿Cuál es el problema entonces?
El problema es que hay dos problemas: uno de guión, de construcción, de estructura –cuándo debo contar qué de quién-; el otro, de dirección, de construcción de la cualidad empática entre el personaje y el espectador –tono, convicción, verdad-. Sobre todo cuando se trata de hacer una película que conmueva al espectador, que nos remueva las emociones, que sintamos poderosamente lo que acontece en la pantalla. Condiciones todas que le son exigibles a un melodrama digno de tal nombre.
Los abrazos rotos se consume en imágenes brillantes –qué primores de fotografía, escenografía, atrezzo, vestuario...-, tan brillantes que delatan el vacío que envuelven, carentes de capacidad de denotación, huérfanas de significado. Como esos regalos prometedores envueltos en una enorme cantidad de celofán que llevan dentro una pequeña cajita y dentro nada de nada. Puro envoltorio este filme frío y ciego como un cadáver.
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