11/3/09

Los muertos


El sábado fuimos a ver Gran Torino y postergué esta entrada porque la película obliga a remirar la filmografía de Clint Eastwood, aunque sólo sea siguiendo los rastros que las películas han dejado en nuestra sensibilidad, los posos que han depositado en nuestra memoria.

El cine de Clint Eastwood ha sondeado la historia de su país y ha desvelado las capas de tiempo en el palimpsesto de la identidad. Ha penetrado en el pozo de la memoria y ha atravesado las fronteras de lo visible para preguntarle a los fantasmas lo que quieren contar. Ha explorado el vértigo de la violencia y ha excavado en la mitología fundadora. Ha revisitado los géneros y ha colocado el microscopio sobre el relato legendario. Ha escuchado el latido de las sombras y ha esclarecido las tinieblas con silencios elocuentes. Ha profundizado en el pasado para dilucidar el presente y ha mostrado el presente abrumado por las heridas lacerantes del pasado.



El tiempo en las películas de Eastwood habla y duele. El tiempo es el lenguaje con que padres e hijos se dan la espalda, con que los hijos descubren quiénes fueron sus padres, con que los padres encuentran hijos que los rediman e hijos que encuentran los padres que puedan guiarlos o a los que poder recordar. En el tiempo se juega lo que vivimos, lo que perdemos y lo que legamos.


Padres e hijos. Memoria y redención. Qué debemos esforzarnos en conservar, qué debemos confesar, qué debemos callar. La transmisión. La herencia que recibimos, la herencia que dejamos. Tiempo en carne viva.



El aventurero de la medianoche, El jinete pálido
, Sin perdón, Los puentes de Madison, Un mundo perfecto, Mystic river, Million Dólar Baby, Gran Torino. El cine de Clint Eastwood.


Gran Torino es su última película. No es una obra maestra, pero tampoco es un Eastwood menor. Es una hermosa película donde el cineasta pone en escena, literal y metafóricamente, su testamento. Como en todas sus grandes películas estamos ante una obra crepuscular, triste y elegíaca. Como Stevenson, Eastwood es de esos tipo que bordan el aquel de decir adiós. Quizá lo más importante, lo más decisivo, lo más definitivo que puede aprender a decir un ser humano. Como Walter Benjamin que supo irse como un señor, sin molestar, y después de haber dicho la última palabra. No esperábamos menos de Eastwood. Tampoco estoy diciendo que sea su última película, aunque quizá sí, en cierta forma.

En realidad, los personajes de los filmes de Clint Eastwood no están aquí del todo, o están yéndose o ya se fueron o debieran haberse ido. De ahí la cualidad incierta de su yo –el palimpsesto de la identidad- cuajado de ausencias –tan dudosa es su presencia-, figuras que se alejan dejándonos la memoria fugitiva de un fantasma. Se marchan muy lejos –siempre están lejos de casa, o su casa está vacía, o deben echarse a los caminos- y vienen de un pasado doliente, por eso, aunque sea a su pesar, aunque no lo pretendan –de hecho, siempre se resisten-, tienen una experiencia que comunicar. En un sentido profundamente benjaminiano –véase la entrada de ayer- y moderno, son verdaderos narradores. Seres solitarios que arrastran los harapos de la memoria, los despojos de la conciencia –propia, pero también de un país-, los restos de un tiempo perdido y encuentran a otros seres confinados en su intimidad, como la Francesca de Los puentes de Madison, o huérfanos –reales o funcionales-, como Thao, el adolescente de Gran Torino.


En el rodaje de Gran Torino

Soledad, racismo, inmigración, violencia, memoria, paternidad son los ingredientes que Clint Eastwood cocina en Gran Torino, al tiempo que encarna a ese racista, viudo, padre fracasado, socarrón, enfermo. Veterano de la guerra de Corea, rasgo que alimenta la ironía dramática que nutre el arco de la película y el humor que la protege de la solemnidad y la sensiblería, Walt Kowaslki es un tipo de otro tiempo. Con una historia dolorosa a sus espaldas –en las entretelas de su intimidad, en los recodos del tiempo vivido-, esas espaldas que la cámara recoge en los contraplanos donde pesan lacerantes viejas heridas que nunca ha descargado, de ahí que su mujer, que muere al comienzo del filme, le haya encargado al cura que le arranque una confesión que, de una vez, lo alivie. Y sí, llegará a confesarse con el cura, pero la verdadera confesión, ésa que le descarga el alma, se la otorga a Thao, una confesión que representa unha herencia desgarrada, la transmisión definitiva en la que cuaja la filiación. Y tendrá lugar reja por medio –que rima con la celosía del confesionario y acentúa la diferencia entre ambas confesiones- cuando encierra a Thao en el sótano, el pozo de la conciencia dolorida de Walt Kowalski.

En el trascurso del filme los planos picados han pautado la soledad del protagonista sobre la que emerge la asunción de la paternidad, que en un climax de rara serenidad en medio del estallido de violencia, cifra la resonancia de un legado que excede el relato que acabamos de vivir. De hecho, en ese clímax Walt Kowalski/Clint Eastwood se ha echado sobre sus espaldas la culpa de un país con un poso de gran hondura crítica. La mirada es el poso del hombre, decía Walter Benjamin. El legado de su memoria.


Gran Torino respira mientras se despliega la mirada del cineasta, ¡y parece tan fácil! Y sin embargo esa respiración, el ritmo musical con que fluyen las imágenes, cómo pauta el tiempo de las escenas –no olvidemos el montaje de Joel Cox-... constituye toda una lección de cine moderno –que no modernista- que establece una filiación con los filmes de Ford y Fuller mucho más que con los de Siegel –con quien aprendió el oficio-. Gran Torino guarda más relación con La legión invencible o El hombre que mató a Liberty Valance que con Harry el sucio –filme con el que sólo una mirada superficial podría emparentarlo-.

Clint Eastwood revisitando los géneros ha puesto los puntos sobre las íes de la historia –y del cine- de su país. Lo ha hecho sin aspavientos, digiriendo y dirigiendo guiones ajenos –todos los testimonios coinciden en que trabajar con él es el sueño de cualquier guionista, y además filma con una rapidez envidiable- e iluminando las historias a base de puro cine. Uno echa de menos la fotografía sombría y crepuscular de Jack N. Green o los scores cálidos y delicadísimos de Lennie Niehaus pero aun así Gran Torino, sobre todo gracias a su gran final, es una bendición que convierte un sábado en sábado de gloria.

Un filme donde, como en los mejores de Clint Eastwood, nos hablan los muertos.

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