30/8/20

La chica de la fábrica


Los procesos de proyección, identificación y transferencia no los inventó el cine, pero el cine propicia y estimula o -por usar el término empleado por Edgar Morin en El cine o el hombre imaginario (donde ya en 1956 se ventilaban estas cuestiones)- excita, en mayor grado que otras artes, la participación afectiva derivada de esos procesos, gracias a la impresión de vida y realidad -el encanto- que desprenden las imágenes fílmicas. Procesos que ya fueron percibidos en los espectadores de las primeras sesiones -fundacionales- de las vistas de los Lumière aquel 28 de diciembre de 1895, como observó el periodista Henri de Parville ante las reacciones que originaban aquellas imágenes:

Uno se pregunta si es simple espectador o actor de esas asombrosas escenas de realismo.

Una participación afectiva en la que Edgar Morin cifraba el fundamento estructural del cine. Así el espectador -tan pasivo en apariencia- se convierte en colaborador indispensable del hecho fílmico, en coautor de la película que contempla. O por decirlo con las palabras de Pierre Francastel: el espectador hace la película tanto como sus autores. Sobra decir que la industria del cine -la fábrica de sueños- exacerbó esa participación afectiva desde el guión hasta el montaje pasando por la puesta en escena (decorados, atrezo, vestuario, encuadre, iluminación, movimientos de cámara, interpretación, dirección...) y la música, que explotaban ese complejo entramado de proyección-identificación-transferencia basado en el star system: la estrella como herramienta privilegiada de participación afectiva. 

Fotograma de  A Woman's Face (1941), de Gorge Cukor.

Un caso ejemplar -y aun extremo- lo encontramos en Joan Crawford, una estrella de la MGM creada -fabricada- con los espectadores antes de aparecer en la pantalla. En 1925, Harry Rapf, un ejecutivo de la MGM, descubrió a una corista de Broadway llamada Lucille Le Sueur. Le hicieron pruebas, comprobaron su fotogenia y la contrataron. Enseguida convocaron un concurso nacional con dotación económica para bautizar a su nueva propiedad. Ganó Joan Crawford. Ése fue el papel que realmente interpretó Lucille Le Sueur durante casi cincuenta años. Primero, en la segunda mitad de los años veinte, como encarnación de la flapper

Fotograma de Our Modern Maidens (1929), de Jack Conway.

El estudio usó entonces como publicidad aquellos episodios de la vida de la actriz (sus comienzos como corista en clubes nocturnos de Oklahoma y Detroit, y sus trofeos en concursos de foxtrot y charlestón en su adolescencia) para acentuar la credibilidad del personaje. 

Fotograma de Our Blushing Brides (1930), de Harry Beaumont.

Con el crack del 29 se evaporaron los felices veinte y hubo que reinventar a Joan Crawford. Irving Thalberg llamó a su despacho a la guionista Lenore Coffee, le comentó que la Crawford ya había hecho un montón de esas historias de jovencitas emancipadas, y ya estaba rondando los veinticinco, y le encargó que escribiera algo que le proporcione una nueva personalidad. Lenore Coffee tramó un guión basado en el cuento de la Cenicienta. 


La película, a medida de Joan Crawford, se tituló Possessed, la produjo Harry Rapf, el productor que había descubierto a Lucille Le Sueur; la actriz repitió con Clark Gable (porque así lo quiso, ya habían rodado juntos dos películas y rodarán cinco más), la vistió Adrian (su modisto de confianza), la iluminó Oliver T. Marsh, la dirigió Clarence Brown y se estrenó en 1931. Fue un cañonazo, pero es una de las películas menos conocidas tanto de la actriz como del director. 

Cartel francés de Possessed.

Joan Crawford encarnaba a Marian Martin, obrera de una fábrica de cajas de cartón. El papel de factory girl fue la manifestación proletaria del personaje clave en la carrera de Joan Crawford, la working girl, el personaje que encarna en sus películas más célebres, pongamos por caso Mildred Pierce (1945), de Michael Curtiz. Una working girl en una trama de Cenicienta: la fórmula Crawford (os recomiendo este artículo de Carmen Guiralt). Dicho sea de paso, si tengo que elegir me quedo con una de sus working girl sin trama de Cenicienta en Daisy Kenyon (1947), de Otto Preminger.


En la campaña publicitaria en torno a Possessed, otra vez la MGM echó mano de episodios biográficos de Lucille Le Sueur -su pasado proletario- para arropar la nueva personalidad de Joan Crawford como factory girl: sus orígenes humildes, trabajando como empleada doméstica para pagarse los estudios, y más tarde como dependienta en unos grandes almacenes... En fin, una chica trabajadora a imagen y semejanza de la mayoría de su público, de las espectadoras de sus películas: chicas como Marian Martin, la factory girl protagonista de Possessed

Rodaje de la secuencia de apertura de Possessed.

Pero quien hizo el trabajo más eficaz a la hora de propiciar la identificación con el personaje de Joan Crawford y garantizar -y aun acelerar- la participación afectiva del público -mayoritariamente chicas trabajadoras- fue la propia película, por obra y gracia de la puesta en escena, de la escritura fílmica. Vale la pena comentar los primeros cinco minutos de Possessed, o mejor, cuatro, descontando el minuto de los créditos, un segmento que debemos apuntar entre lo mejor de las filmografías de la actriz y del director, al que tanto la guionista Lenore Coffee como Joan Crawford pusieron por las nubes. Decía la actriz de Clarence Brown:

Nunca he conocido un director con mayor respeto por cada detalle por diminuto que fuera de todas y cada una de las escenas.

Rememoremos entonces esa espléndida apertura de Possessed.

La cámara encuadra (contrapicado) el depósito de agua con el rótulo de la fábrica de cajas de cartón y la chimenea mientras suena la sirena, desciende (grúa)  para recoger la salida de los obreros de la fábrica y retrocedemos acompañándolos (travelling) para quedarnos con Al Manning/Wallace Ford, un obrero de la construcción, que espera a Marian Martin. Cuando llega la chica, la cámara retrocede (travelling) mientras caminan. Él le pregunta qué tal; ella no está cansada, está muerta. Encadenado. 

La cámara los encuadra ahora en escorzo (plano americano) y los acompaña retrocediendo (travelling) mientras caminan despacio por una calle sin asfaltar de un arrabal. Él quiere decirle algo, ella ya sabe qué y está cansada de que se lo pida; él insiste en que se casen, la toma de los brazos, sería fantástico tener un hogar... La cámara se detiene con ellos.

En segundo término un matrimonio discute con la verja de la casa por medio. Al le asegura que serán felices; Marian piensa que no tienen dinero, sería comprar la felicidad a plazos y luego el banco se lo lleva todo. En segundo término, el marido, borracho, se larga y la mujer se queda en casa. (En el mismo plano, usando la profundidad de campo, Clarence Brown conjuga el sueño de felicidad de Al que Marian no comparte con el futuro más que verosímil del matrimonio que se grita tras ellos.) Al y Marian reanudan la marcha y la cámara con ellos. Para Al, Marian es una chica rara, no entiende qué quiere. Ella tampoco, sólo sabe que allí no lo va a encontrar. Él trata de convencerla. Corte. La cámara continúa retrocediendo con ellos en escorzo pero ahora los encuadra en plano medio. 

Al tiene un buen trabajo y espera progresar, pero ella no quiere esperar por algo que quizá no llegue. Ellos se detienen en el desencuentro y la cámara con ellos. Suenan las señales de un paso a nivel. Al le gusta pero no es suficiente para Marian. Ella sale de campo por la izquierda. Él se va por la derecha decepcionado y la cámara acompaña su desplazamiento con una panorámica, pero se acuerda de algo y la llama. Corte. Plano medio de Marian que se vuelve. Al le dice que la madre de ella lo invitó a cenar. Marian le pide que le traiga helado de chocolate. Corte. 

Plano americano de Al que sigue su camino. Corte. Marian, de espaldas, se aleja de él hacia las vías por donde el tren, anunciado por las señales de paso a nivel, llega a la ciudad y cruza despacio el encuadre de izquierda a derecha. Ella se detiene  junto a las vías (plano general) mientras pasan lentos los vagones. Corte. (Ese alejamiento físico de Marian traduce el movimiento íntimo que la separa de Al. La escena siguiente -donde las señales del paso a nivel que empezamos a escuchar justo cuando van a separarse habrán cobrado visos de señales de alarma- revelará hasta qué punto los distancia.)


Marian (en un primer plano, de espaldas, en ligero escorzo), desde el tercio inferior del encuadre, levanta la vista para contemplar las escenas que se le presentan al paso del tren a través de las ventanillas iluminadas de los sucesivos compartimentos, como si de la sucesión de fotogramas de una película se tratara, mientras se van apagando las señales del paso a nivel y suena cada vez más cerca una música que, como pronto descubriremos, proviene de uno de los compartimientos: unos criados preparan unos cócteles, un camarero sirviendo una mesa opulenta, una doncella de uniforme planchando lencería fina, una chica poniéndose delicadas medias de seda, una pareja vestida de etiqueta bailando al compás de la música de un fonógrafo -que venimos escuchando- acaba fundiéndose en un beso apasionado... 


Nuestra protagonista contempla arrobada la vida que sueña hecha película. El tren deviene el cine mismo como fábrica de sueños. Marian mira una película (dentro de la película), como si se encontrara en la butaca de un cine entre tantas chicas trabajadoras que acuden a ver las películas de Joan Crawford y hoy ven Possessed. Marian, por así decir, se sienta a su lado -y a su altura-, levantando los ojos hacia la pantalla, como una chica trabajadora más. ¿No es una forma plástica maravillosa de excitar la participación afectiva de la audiencia y de colocarla en las zapatillas de la protagonista?
 

Por así decir, a nuestra factory girl, lo inalcanzable se le presenta (gracias al efecto-cine del tren) al alcance de la mano. Y cuando el tren se detiene, un pasajero que bebe champán en la plataforma entre vagones la invita a una copa. Ese tren va a convertirse en la carroza de Cenicienta para Marian, la chica trabajadora que vive en el lado malo de las vías. Allá por los setenta del siglo pasado no era raro escuchar a marxistas (ortodoxos) denostar secuencias y películas así como opio del pueblo; ya apuntamos aquí cómo Marx, al definir con esa imagen la religión, la veía como el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación nada espiritual. (Pero, ya se sabe -lo advirtió él mismo-, Marx no era marxista.) Opio del pueblo que, en palabras de Enzo Traverso, conjuga alienación y deseo de la liberación. De todas las factory girls del mundo. 

Tiene su aquel el hecho de que no veamos en la película ni una escena de Marian trabajando dentro de la fábrica. Pero no faltan imágenes de Joan Crawford bregando con las cajas de cartón en la publicidad de la MGM. Incluso hay fotografías donde se ve a Clarence Brown rodando una escena con Joan Crawford en el interior de la fábrica; no sé si rodaron la escena y no la montaron o si se trata de otra imagen publicitaria, pero tratándose de una producción barata de la MGM apostaría por lo segundo.  

Como decía Edgar Morin, el star system es ante todo fabricación. Desde los primeros compases de su carrera en el cine, Lucille Le Sueur colaboró activamente en la fabricación de la estrella en que se convirtió (escogía proyectos, elegía el vestuario, reescribía sus diálogos, improvisaba...). Como mínimo debe considerarse coautora de esa star llamada Joan Crawford, de las sucesivas reinvenciones de su personaje y de las películas que interpretó. Y quizá más que cualquier otra estrella fue la factory girl del star system. La chica de la fábrica (de sueños).


23/8/20

La amiga de los gatos

Desde que vivimos en este finisterre, muy pronto empezaron a frecuentarnos los gatos de la aldea. En un principio venía uno o una cada día. Y guardaban las distancias. No tardaron mucho en venir de dos en dos y aun de tres en tres. Y a tomarse confianzas. Enroscándose en cualquier rincón al sol o anidándose entre los rosales cuando aprieta la calor. De cuando en cuando nos dejan un ratoncillo en un sendero, como diciéndonos que también ellas y ellos se ocupan de nosotros o que, domésticos sí, pero también felinos, un respeto. Ahora ya se enredan en los pies de Ángeles para llamar su atención, con el aquel de qué hay de lo nuestro. Y hasta nos traen las crías para que se las cuidemos. Las últimas, anteayer: un par de gatitos. Así los encontramos; uno vais a tener que buscarlo.
Y cómo no van a tomarse confianzas, si Ángeles habla con ellos y ellas. No sabemos de quién son los mininos. De los vecinos, imaginamos. O quizá son comunales y se toman muy en serio su derecho a nuestra cuota de cuidados. Me acordé de lo que contaba Fellini de la gran Anna Magnani. La veía como una criatura nocturna (le gustaba levantarse, como muy pronto, a las cinco de la tarde), un alma gemela de los hambrientos gatos perdidos de Roma, que ella alimentaba justo antes del alba. Fellini nunca tenía problemas para verla, podían encontrarse, por casualidad, en una piazza, a eso de las seis de la mañana, cuando él salía a dar un paseo y ella volvía a su casa a dormir, pero antes la Magnani había dado de comer a los gatos sin hogar. Fellini la sorprende -y nos la muestra- en su Roma como una criatura nocturna, pero ni palabra de los gatos. Fue la última película de la gran Anna Magnani; murió apenas seis meses después de su estreno.
En los restaurantes donde Anna Magnani solía cenar sabían de su querencia y le empaquetaban la comida que sobraba y se la entregaban cuando se marchaba. Ya forma parte de la leyenda de Roma la figura de la actriz, de noche, con un pañuelo en la cabeza y una cesta en el brazo dando de comer a los mininos de la ciudad.
Cuando murió Anna Magnani, decía Fellini, todos los gatos de Roma llevaron luto por ella. Era su mejor amiga. Bueno, ella y otra que yo me sé.

9/8/20

La redada

A treinta páginas del final, Ugo Pirro cuenta en Celuloide (ese libro espléndido que leí hace casi treinta años, releí durante un viaje a Roma y cité aquí más de una vez) el rodaje de la secuencia de la redada de Roma città aperta (1945), que culmina en la muerte de Pina/Anna Magnani; una escena magnífica que depara algunas de las imágenes cardinales del siglo XX. 

Rossellini estaba furioso. Había pedido cuatro camiones y ochenta extras como figuración de soldados alemanes. Llegaron dos camiones y apenas treinta uniformes. Producción ahorraba en todo, más que nada porque pensaban que la película sería una catástrofe igual con dos que con cuatro, con treinta que con ochenta. Ni productores ni distribuidores daban un duro (vale, una lira) por la película. La verdad, los únicos que creían en ella eran Sergio Amidei y Roberto Rossellini, un comunista con mala uva y un... ¿Un qué? Qué difícil adjetivar a Rossellini. Desde luego era encantador (seguro que Amidei también tenía sus momentos), pero ahora estaba furioso, tal como nos lo pinta Ugo Pirro. 

En torno a la localización se arremolinó una (pequeña) multitud. Era la gente que había vivido los hechos revividos en Roma città aperta, gente que había presenciado y padecido las redadas de los alemanes. Y por mucho que se tratase de una película detestaba la vuelta de los nazis. Así que la gente empezó a insultar a los treinta extras vestidos de soldados alemanes. Y cada vez más rabiosa les escupían, tiraban piedras y amenazaban.

El odio acumulado durante los meses de ocupación explotó contra quienes habían aceptado vestir el odiado uniforme por unas pocas liras. No es que la gente identificase a los extras con los responsables de sus vejaciones, pero el hecho de que hubiesen aceptado vestir sus trajes, comportarse como los alemanes, repetir en la ficción lo que los nazis habían hecho a los condenados de la ciudad, les hacía desgraciados sospechosos de simpatía por los fascistas.

Total que la protesta cobraba visos alarmantes y nadie de la producción lograba calmar a la gente. Algunos extras habían tirado al suelo el casco de la vergüenza; alguno se avergonzaba de hacer de nazi siendo comunista, por mucha ficción que fuera. Por lo que uno se figura de Rossellini no cuesta imaginar que disfrutase un tanto con la situación y la furia se le fuera apagando (cosas mías, no culpéis a Ugo Pirro). Pero a ese paso la crucial secuencia de la redada no se rodaba. Hasta que tomó cartas en el asunto Sergio Amidei. Guionista tenía que ser. Se dirigió a la multitud y les dijo que...

era comunista, había sido perseguido por los nazis y había escrito aquella película y, por tanto, era con él con quien la debían tomar, no con los extras que eran hijos del pueblo, obligados a vestir el uniforme del enemigo para sobrevivir y documentar para siempre los sufrimientos soportados por la población romana.

Cogió el casco del extra comunista que lo había tirado al suelo, se lo encasquetó con fuerza y le gritó: justo porque era comunista debía hacer de alemán en la primera película antifascista. 

También había que haber rodado aquella escena que no estaba en el guión.

Estoy convencido de que algo así también se le pasó por la cabeza a Rossellini. Sobra decir que tras semejante arenga (un mitin en toda regla) de Sergio Amidei, la multitud se calmó y colaboró con la mejor voluntad en la secuencia de la redada. 

Cuando se estrenó Celuloide (1996), la película de Carlo Lizzani, quise verla sobre todo para comprobar cómo había resuelto aquella escena que no estaba en el guión de Roma città aperta. Porque daba por hecho que la escena detrás de la redada estaba en el guión de Celuloide (firmado por el propio Ugo Pirro en compañía de Carlo Lizzani y Furio Scarpelli) y se había rodado, o sea, podría verla en la película. Por si hiciera falta otro motivo, el personaje de Sergio Amidei (con Rossellini el héroe tanto del libro como de la película) lo encarna Giancarlo Giannini.

Y llegó el momento. ¿Llegó? En fin... No se puede decir que la escena falte pero es mucho decir que se vea. Quedó reducida a un asunto privado que se ventila en un par de líneas. Un extra comunista se acerca a Sergio Amidei y le confiesa que siente vergüenza de hacer de soldado alemán y el guionista le dice que precisamente por ser comunista debe ponerse el odiado uniforme. Y eso es todo. Tal cual. Aquella gran escena que uno imaginaba (y que Ugo Pirro había reservado, por así decir, para el clímax de su libro) la veía uno arrinconada en una esquina de la película. 

¿Llegó a escribirse alguna vez en el guión de Celuloide la escena sin guión de Roma città aperta?

No vimos la gran escena detrás de la redada.

Pero la vemos.