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14/2/16

La biblioteca


Inverosímil, pero verídico: en siete años de escuela -y más de mil entradas-, ni una sola mención de Toute la mémoire du monde (1956), el cortometraje (21') de Resnais, ni cuando hablé de las bibliotecas ni cuando lo hice del cine de los libros, y mira que hablé de la película en las clases de guión a propósito del qué y del cómo: no hay qué sin cómo; no sólo eso, el cómo cuenta el qué, o mejor aún, lo que cuenta es el cómo. Incluso un tema tan poco atractivo como una biblioteca puede transfigurarse en un asunto fascinante a través del poder subversivo de la forma fílmica. Un tema no es una idea; una idea es la forma -o el germen (o el nido) de la forma- de un tema. Si el qué contara, bastaría con decir que Toute la mémoire du monde trata sobre la Biblioteca Nacional de París (la de la calle Richelieu, no la actual, en La Defénse). Y no es que no hable de la institución (arquitectura, tesoros, secciones, funcionamiento...), pero cuenta otra cosa. ¿Y quién lo cuenta? Pues la forma en que se cuenta. El cuento es la forma. O dicho con palabras de Douglas Sirk (hace unas horas volvimos a ver Escrito en el viento),
Es el lenguaje lo que cuenta. (...) Tienes que escribir con la cámara.

Así Resnais, así la cámara de Ghislain Cloquet, así Toute la mémoire du monde. Un asunto documental con visos de una ficción, un thriller carcelario en la frontera del noir y el fantastique. Ya desde las primeras imágenes, enhebrando travellings sucesivos por los sótanos (criptas, pasadizos) de la Biblioteca -pespuntados por la irrupción de las herramientas del dispositivo fílmico (la cámara, un foco, el micrófono)-, catacumbas donde se almacenan libros, documentos, montañas de papel, donde resuenan las imágenes del último plano secuencia de Ciudadano Kane, de Welles, mientras escuchamos el texto de Rémo Forlani en la voz de Jacques Dumesnil:
Porque tiene la memoria volátil el hombre necesita reavivar innumerables recuerdos. Confrontado con esta vasta cantidad de información, al hombre lo asalta el miedo a ser engullido por esta masa de palabras. Para asegurar su libertad, construye fortalezas.
Entonces la película nos lleva a la cúpula que la cámara rodea por la galería que la circunda. Y luego la cámara sigue con notorias angulaciones (desde abajo y desde arriba) los pasos de un funcionario por un corredor de rejilla...
En  París, las palabras son encarceladas en la Biblioteca Nacional.

Luego travellings avanzando en corredores flanqueados por estanterías inagotables. Nos asalta entonces el recuerdo de entornos carcelarios filmados por Lang o Hitchcock. El combate de la memoria contra el tiempo, o mejor, la tentativa delirante de aprisionar la memoria del mundo a salvo de la caducidad de la memoria individual deviene una trama aterradora (la música de Maurice Jarre contribuye lo suyo)...
La Biblioteca es una memoria ejemplar.
Un universo carcelario y casi dehumanizado (como si la atmósfera de su película anterior, Noche y niebla, contagiara inevitablemente la mirada del cineasta a la hora de filmar los libros).  Una memoria en permanente construcción bajo formas que prefiguran las imágenes de El proceso de Kafka en la mirada de Welles, o del mismo Resnais en El año pasado en Marienbad.
La colección de comics -de Mandrake o Dick Tracy (del propio cineasta)- se cuela en las estanterías de la Biblioteca Nacional, mientras la voz de Jacques Dumesnil se pregunta...
quién sabe cuál será el testimonio más fiable de nuestra civilización.

¿Esos Mandrake o Una temporada en el infierno, de Rimbaud, pongamos por caso?  Y ya puestos, ¿quién se lo va a preguntar? Porque ésa es otra. En Toute la mémoire du monde resuena Borges con La biblioteca de Babel:
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma.
Afantasmados como la figuras que transitan por la Biblioteca Nacional, una suerte de zombis como guardianes de la memoria humana, salvada para un tiempo sin hombres, como imagina Borges:
Sospecho que la especie humana está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil incorruptible, secreta.  
W. G. Sebald rememora la película hacia el final de Austerlitz, a través de una evocación del protagonista:
...vi una vez en un documental, en blanco y negro sobre la vida interior de la Bibliothèque National, cómo los mensajes neumáticos pasaban rápidamente de las salas de lectura a las estanterías, a lo largo de un sistema nervioso por decirlo así, y cómo los investigadores vinculados en su conjunto con el aparato de la biblioteca, formaban un ser muy complejo y en continuo desarrollo que necesitaba alimentarse de miríadas de palabras para producir a su vez otras miríadas de palabras. Creo que esa película que sólo he visto una vez pero que en mi imaginación se ha vuelto cada vez más fantástica y monstruosa, llevaba el título de Toute la mémoire du monde, y había sido hecha por Alain Resnais.

El texto de Sebald me parece esclarecedor de la forma (fantástica) del filme, no ya por ese adjetivo inequívoco -monstruosa-, sino porque esa imagen ha sido destilada por la memoria de Austerlitz (sólo ha visto la película una vez hace muchos años), o más precisamente, la memoria del filme ha fermentado en una visión cada vez más fantástica y monstruosa. O sea, la forma fílmica trabaja nuestra memoria hasta esculpir un recuerdo cada vez más alejado del documental. Y continúa Sebald, o Austerlitz:
No pocas veces me preocupaba entonces la cuestión de si, en aquella sala de Biblioteca [que el protagonista había frecuentado, renegando ahora de la nueva, sita en La Defènse], llena de ligeros zumbidos, crujidos y carraspeos, me encontraba en la Isla de los Bienaventurados o, por el contrario, en una colonia penitenciaria...
Y justo en ese revés de la felicidad (Borges siempre imaginó que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca) acaba por devenir Toute la mémoire du monde, en un universo distópico.


Pero será por aliviarme el trancazo que arrastro estos últimos días, la memoria me consolaba con el recuerdo de dos colaboradores de Resnais en la película muy queridos en esta escuela, Agnès Varda y Chris Marker (acreditado como Chris Magic Marker). Y con un juego que se traen Marker y Resnais en el segmento de la película (a partir de 8' 54") dedicado al procedimiento de recepción, fichado, catalogación, archivo y asignación de estantería (que tanto se parece a los trámites con un nuevo recluso que llegara a un establecimiento penitenciario).


El protagonista del segmento es un libro-recluso titulado Mars, de Jeannine Garane, publicado por la editorial du Seuil en 1952. En la cubierta aparece una fotografía de Lucía Bosé (la protagonista de Crónica de un amor, de Antonioni, estrenada en 1950) y la ilustración de un gato a la derecha del título.


Claro, se trata de una broma de Chris Marker, que dirigió en 1952 la colección Petite planète en ediciones du Seuil, Jeannine Garone fue su ayudante en la primera película que rodó, Olympia 52, y el gato -prueba definitiva-, su firma.


Bueno, lo definitivo es la presencia del  mismo Marker en el papel del funcionario encargado de llevar el libro hasta su morada definitiva.


En fin, bienvenida la fiebre por devolverme Toute la mémoire du monde.

23/11/14

Yo, etcétera


La identidad, ya se sabe, es un cuento. Un cuento de cuentos. El cuento de nunca acabar. Hasta el último aliento. Y aún más allá, en la memoria de quienes nos recuerdan. In memoriam.

¿Quién soy yo?, se pregunta Monica Vitti
en El desierto rojo, de Antonioni. 
Como Greta Garbo ante el espejo 
en Ninotchka, de Lubitsch. 

Y a la memoria viene Mi identidad secreta es (el poema que cierra El mundo no se acaba de Charles Simic): El cuarto está vacío / y la ventana abierta. 

Fotograma de Tren de sombras, de Guerín.

Y aquellos versos de Alejandra Pizarnik: todo en mi se dice con su sombra / y cada sombra con su doble. O los de Eusebio Lorenzo Baleirón: Soamente a túa sombra / que lentamente pisas, que te persegue insomne. / O resto é a palabra. Y más...

Fotogramas de Inland Empire, de David Lynch.

Je est un autre. Rimbaud.

Eu sou muitos. Pessoa.

Fotogramas de Passion, de Godard.

Ah, o ópio de ser outra pessoa qualquer! Fernando Pessoa, en Insónia.

Fotograma de Eyes Wide Shut, de Kubrick.

Yo soy mucho más que yo. Mejor dicho, soy "otra cosa". Cirlot.

Arriba, un fotograma de Personade Bergman. 
Abajo, uno de Mulholland Drive, de Lynch.

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach. Borges.

¿Cuál de los dos escribe este poema / De un yo plural y de una sola sombra?, se pregunta Borges en el Poema de los dones.

Fotograma de La mujer del cuadro, de Fritz Lang.

Yo no soy yo. / Soy este / que va a mi lado sin yo verlo, / que, a veces, voy a ver, / y que, a veces olvido. / El que calla, sereno, cuando hablo, / el que perdona, dulce, cuando odio, / el que pasea por donde no estoy, / el que quedará en pie cuando yo muera. Juan Ramón Jiménez.

Fotograma de Vértigo, de Hitchcock. 

Yo no soy yo, evidentemente. Torrente Ballester.

2/4/12

La Calle Veintitrés


El Sueño para el invierno de Rimbaud era uno de nuestros poemas cuando Ángeles y yo éramos unos niños y nos escribíamos cartas. Y hasta nos pasábamos las tardes cocinando versiones nuevas de aquellos versos nuestros, porque como decía el cartero -el de El cartero (y Pablo Neruda)-, aunque nosotros no lo diríamos tan bien, la poesía no es de quien la escribe sino de quien la necesita.  Recordé aquel besito, como una araña loca /  por tu cuello... y tomarnos nuestro tiempo para buscar esa bestia / que viaja tantísimo mientras leía Éramos unos niños, las memorias de Patti Smith sobre los años setenta en Nueva York y la historia de amor que vivió con el fotógrafo Robert Mapplethorpe como centro de gravedad.

Patti Smith en 1976 por Robert Mapplethorpe 

El Jardín de versos para niños de Stevenson fue la biblia de su infancia; se vestía como Anna Karina en Bande à part de Godard para ir a trabajar a la librería Scribner's; cuidó de Janis Joplin en una habitación del hotel Chelsea; le encantaba rebuscar en las librerías de viejo; peregrinó a los lugares de Rimbaud; encontró inspiración para subirse a un escenario en Bob Dylan, Jim Morrison y Lou Reed; grabó Horses con John Cale en Electric Lady, el estudio que había montado Jimi Hendrix,  y Robert Mapplethorpe la fotografió para la portada...


Cuando ahora la miro -escribe Patti Smith-, no me veo nunca a mí. Nos veo a los dos.


Un 25 de diciembre de hace unos años nos levantamos muy temprano y caminamos por la Calle Veintitrés en dirección al Hudson cruzando las avenidas vacías. Y ahora volví a aquel día recorriendo en las páginas de Patti Smith la Calle Veintitrés, el centro neurálgico de su memoria de aquellos años setenta. Cada vez que la escucho en Horses vuelvo a aquel tiempo en Nueva York mucho más sucio, caótico y desnudo -pero más real y quizá más vivo- que no pude conocer y sólo puedo ver por su voz.