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2/11/11

Historias que hacen falta



Costó lo suyo, pero conseguí encontrar Carta breve para un largo adiós entre los libros de Tui. Sólo quería hojear la novela de Peter Handke. Hace unos días vimos -una vez más, ¿cuántas van?- Alicia en las ciudades de Wim Wenders; en una de las últimas escenas de la película, Philip Winter (Rüdiger Vogler) lee en un periódico la noticia de la muerte de John Ford, y en una de las primeras coge el televisor de un motel y lo estrella en el suelo cuando la publicidad vuelve a interrumpir El joven Lincoln.


Hace casi treinta años leí Carta breve para un largo adiós porque alguien me contó que había inspirado Alicia en las ciudades. Hay una cierta simetría entre la película de Wenders y la novela de Handke, y encontramos ecos o huellas de ésta en aquélla, entre el viaje del narrador de Carta breve para un largo adiós atravesando Estados Unidos entre Providence y Los Ángeles en 1971, y la odisea de Philip Winter, después de haber atravesado América, llevando a Alicia (Yella Rottländer) de vuelta a casa, a Alemania, en 1973.


Tanto el protagonista de la novela como el de la película están perdidos, hacen fotos -polaroids- quizá para alcanzar a comprender los signos de lo visible en un mundo que les resulta ajeno y opaco, o quién sabe si para encontrar el camino de vuelta como Pulgarcito, y en el curso de sus respectivos viajes viven una experiencia iluminadora. En la película, Philip Winters encuentra en Alicia un catalizador; por así decir, la niña lo devuelve al mundo, como si en su compañía encontrara la forma de habitarlo, de contárselo y contarlo; por eso, al final, cuando Alicia le pregunta qué va a hacer ahora, Philip Winter sólo atina a concretar un propósito: Acabaré de contar esta historia. La historia que hemos vivido con ellos, es decir, la película que hemos visto.


En Carta breve para un largo adiós, son las películas de John Ford las que amojonan el viaje y cifran la escuela de los domingos del narrador. Por eso no me extrañó nada que en la página 100 -de la vieja edición de Alianza Tres- el protagonista, después de ver El joven Lincoln en un cine de St. Louis, le anuncie a su amiga Claire: Voy a hacerle una visita a John Ford. Le preguntaré si recuerda la película y si ve todavía a menudo a Henry Fonda. Quiere contarle al cineasta cuánto han significado para él sus películas, cuánto ha aprendido con ellas, lo mucho que le han ayudado a entender el mundo...


Cuando leí la novela, tenía treinta años. la misma edad del protagonista; ahora que la tuve en las manos, no me conformé con hojearla y quise leerla otra vez. Y al hacerlo, recordaba hasta qué punto me había reconocido en sus páginas, no sólo en lo que a John Ford se refiere, sino también en pequeños detalles, por ejemplo cuando el narrador recuerda que de niño enterraba cosas, y tenía la esperanza de que cuando las desenterrase se habrían convertido en un tesoro.


Y ese momento en que el narrador decide visitar a John Ford y preguntarle por El joven Lincoln, me recordó que en 1967 el Festival de Cine de Montreal consiguió reunir a John Ford, Fritz Lang y Jean Renoir, el altar mayor de mi catedral del cine. Si algún día me fuera dado viajar en una máquina del tiempo, ya imagináis a qué festival me gustaría ir. El cineasta brasileño Glauber Rocha estaba allí y entrevistó a los tres maestros. En aquella edición se presentaba Straight Shoting (1917), el primer largometraje de John Ford que se había descubierto recientemente en la Filmoteca checa, y se proyectaba también El joven Lincoln.


Cuatro años antes que en la novela, Glauber Rocha le hizo a John Ford las mismas preguntas que quería hacerle el personaje de Peter Handke. El maestro estaba intratable y aseguró que no recordaba qué película era aquella titulada El joven Lincoln y desde luego no sabía quién era Henry Fonda, pero cuando terminó la proyección y los espectadores se pusieron en pie para aplaudir, tenía lágrimas en los ojos.

Ava Gardner con John Ford en el rodaje de Mogambo

Las últimas seis páginas de Carta breve para un largo adiós narran el encuentro con -la mejor versión, casi entrañable- de John Ford. El cineasta lleva seis años sin rodar y, aunque le cueste aceptarlo, Siete mujeres (1966) será su última película. A esas alturas, el narrador se ha reunido con Judith, su mujer, a la que primero busca y luego rehuye durante buena parte de la novela, y juntos llegan a la casa de John Ford, que no sólo les habla de sus películas -Nada es inventado (...) Todo ha ocurrido realmente- y los lleva de paseo hasta una colina para ver el crepúsculo, como si de una escena de She Wore a Yellow Ribbon se tratara, sino que les pide que le cuenten su historia.

Peter Handke

Cuando vuelvo a leer esas últimas páginas de la novela de Handke, busco con aprehensión unas palabras que temo haber (sólo) soñado, pero la frase aparece doblemente subrayada, y es lo más parecido al testamento de John Ford que uno pueda imaginar. No sé hasta qué punto ese encuentro ha sido inventado, da lo mismo, porque esas palabras suenan profundamente verdaderas. Suenan a últimas palabras:

Historias hermosas, sencillas y claras. Son historias que hacen falta.

20/12/10

En la carretera

Alicia, la niña de Alicia en las ciudades de Wim Wenders ve una polaroid del ala de un avión con nubes en el cielo y exclama: "¡Qué bonita, tan vacía!" Y esas palabras podrían referirse a la película entera que enhebra planos vacíos y tiempos muertos en el tejido de una road movie. A mí también me gustan las fotos vacías. Y los planos vacíos. Y los tiempos muertos. Planos donde la mirada se aventura. Tiempos donde la mirada se abisma. Si vemos bien, toda aventura requiere, encierra y representa lecciones de abismo, como bien nos enseña el profesor Lidenbrock en Viaje al centro de la tierra de  Julio Verne, lecciones que el otro Julio, Cortázar, convierte en pórtico de su ensayo sobre Paradiso de Lezama Lima (autor del que ayer se cumplió el centenario), un viaje a través del lenguaje en busca de una imagen de lo invisible y cuyo medio de transporte -también en el sentido de transporte místico- son las palabras, una road movie, digamos, de palabras que saben -de saber y de sabor-. Ya conté aquí más de una vez cuánto me gustan las road movies, más que películas de carretera, en la carretera. Si hay alguna película que podríamos definir como la road movie esencial, la más poética, la más abstracta de las road movies, donde los planos vacíos y los tiempos muertos se conjugan en un viaje a ninguna parte, una road movie tan desnuda que transfigura el género mismo de las road movie-, esa película es Two-Lane Blacktop (1971), titulada aquí Carretera asfaltada en dos direcciones, quizá la obra maestra de Monte Hellman.


Dos tipos en un Chevrolet del 55 modificado. No sabemos sus nombres, sólo su función: el Conductor y el Mecánico. Y una autoestopista: la Chica. Tres personajes encarnados por no-actores: el cantante country James Taylor, el batería de los Beach Boys Dennis Wilson y la fotógrafa y modelo neoyorquina Laurie Bird. Ninguno hizo carrera en el cine: ellos siguieron su carrera musical -Dennis Wilson murió ahogado en el mar- y  ella hizo otras dos películas y se suicidó a los 26 años en el ático de Manhattan que compartía con Art Garfunkel. Y tratándose de una película de Monte Hellman no podía faltar su actor fetiche, el gran Warren Oates encarnado a GTO, o sea, como el modelo del Pontiac que conduce, y que apuesta con los del Chevy en una carrera de oeste a este hasta Washington DC, aunque la apuesta y el objetivo son meros pretextos, porque Carretera asfaltada en dos direcciones opera desdramatizando el viaje y reduciéndolo a sus términos elementales: la carretera como geografía y destino, como única motivación existencial.  


Carretera asfaltada en dos direcciones fue la única película de Monte Hellman producida por un gran estudio -la Universal- gracias a una decisión personal de Ned Tannen. Es de esas películas "imposibles" que amojonan el mejor cine americano de los 70. Monte Hellman trabajó a partir de un guión de Rudy Wurlitzer, autor también del guión de Pat Garret y Billy the Kid de Sam Peckinpah y decidió que los actores y el equipo debían vivir el viaje que contaban, realizando el mismo trayecto de los personajes, hasta el punto en que el rodaje se convirtió en el documento de una experiencia, llegando incluso a rodar algunas escenas con cámara oculta. Un método que, por otra parte, ayudaba al trabajo de los no-actores y creaba una comunidad nómada que se correspondía con los errantes que vagan por la película. Monte Hellman creaba así una estimulante y productiva contigüidad entre los mundos delante y detrás de la cámara.

Rodaje de Carretera asfaltada en dos direcciones


Quizá en ninguna otra road movie se palpa la carretera, la sensación física del viaje, la variaciones meteorológicas, las mutaciones en la tonalidad de la luz, la iconografía -los coches, los bares de carretera, los juke-box, las gasolineras...-, las texturas sonoras... Y todo ello despojado del aura romántica o mítica que pudiera remitir, pongamos por caso, a En el camino de Kerouac, y de la fascinación visual por la belleza de las imágenes. La belleza de Carretera asfaltada  fotografiada por Jack Deerson y Gregory Sandor, y montada por el propio Monte Hellman, aflora en el curso de la película, en la articulación de los planos, no en la belleza de sus imágenes.

Arriba, Monte Hellman (con el visor) 
prepara un plano; abajo, a la dcha. (con el guión) 
ensaya una escena con James Taylor y Laurie Bird


A menudo se ha hablado de la filiación bressoniana  a propósito de la estilización en las interpretaciones, así como de la austeridad y aun de la sequedad, en fin, de la depuración formal de Carretera asfaltada. Pero, más allá de la sobriedad en la concepción de la película y del laconismo de los protagonistas -un hieratismo que acentúa la pulsión fabuladora de GTO-, no hay ningún rasgo estilístico que recuerde al director de Au hasard Balthazar. Monte Hellman practica, por así decir, una poética de la sustracción y es ahí donde su cine se emparenta con el de Bresson, no en las formas en que se materializa. Despoja la película de nutrientes dramáticos, desertiza la trama y deja el cuerpo del relato en puro hueso, y en esa superficie desnuda una pincelada basta para provocar una conmoción.

Carretera asfaltada enseña al ojo a viajar en el vacío y a encontrar el compás en los tiempos muertos. Y le basta muy poca cosa para revelar el alma de los personajes y su derrota, como cuando el Conductor enseña a conducir a la Chica: es su forma de decirle cuánto la ama. Con tan poca cosa es mucho lo que aflora, porque el viaje a ninguna parte nos habla -y de forma elocuente- del punto muerto existencial en el que viven los personajes y de la necesidad de amor que el desplazamiento físico, el desencanto íntimo y la desorientación vital les impide experimentar. Entonces descubrimos que Carretera asfaltada trata de un viaje interior cuando ya no hay ningún sitio adónde ir y el final de la película sólo puede materializarse en la pura incandescencia. Un plano arde y se vacía: el tiempo muerto perfecto.


En realidad, si hay que buscar alguna filiación en Carretera asfaltada en dos direcciones podríamos encontrarla en Beckett. El Beckett que Monte Hellman montó con su compañía de teatro en los cincuenta -Esperando a Godot, claro-, antes de entrar en el mundo del cine a través de la factoría Corman. Un Beckett on the road.

2/3/09

El círculo



Wim Wenders

Me cuenta Manolo González que coincidió con Wim Wenders en Porto, en concreto en el FantasPorto. Bajaba Manolo con Carmen a desayunar en el Hotel Infante de Sagres y allí estaban: Paul Schrader en una mesa, José Fonseca e Costa en otra, Wim Wenders en otra más. Los tres, grandes cineastas, pero sólo con Wim Wenders tiene Manolo un vínculo cinéfilo, incluso emocional, sensitivo. Desde 1979 cambió bastantes veces de domicilio y de ciudad y de pueblo, pero siempre llevó con él un cartel de Alicia en las ciudades, uno como éste.



Alicia en las ciudades es un film de 1974, pero se estrenó en Madrid en abril del 79, o sea, hace treinta años dentro de un mes. Por aquel tiempo, Manolo estaba en Madrid. Solía escribirnos largas cartas en las que, cada tres o cuatro líneas, incluía una calcomanía (¿se sigue llamando así?) que cumplía la función de una palabra, aunque a veces la denotación se volvía intrincada, incluso jeroglífica. Pero hasta los jeroglíficos resultan de gran ayuda tratándose de la letra de Manolo. Con los años llegué a conseguir descifrarla con cierta destreza, pero aun así… En fin, no había carta donde faltara una recomendación imperativa, del estilo: “ya estáis dejando esta carta y leed El señor de los anillos” o “tenéis que ver tal película”.

Crédito del título de Alicia en las ciudades

Una de esas películas fue Alicia en las ciudades. Pero no se trataba de una recomendación más, por primera vez había encontrado no sólo una película que le entusiasmaba –el entusiasmo fue una palabra que se creó hace muchos, muchos años, pero pensando en Manolo-, sino que ésa era la película que le hubiera gustado hacer. Recuerdo como si fuera ayer, la emoción que transmitía aquella carta describiendo una escena con los personajes en el coche, de noche, en silencio. Sólo le escuché hablar con ese latido hondo de otras dos películas: En el curso del tiempo, también de Wim Wenders, y de Jonás, que cumplirá 25 años el año 2000, de Alain Tanner. Claro que también le gustaban mucho otras películas, pero esas tres constituían el triángulo de sus afinidades electivas. Esas tres películas resumían las claves de la poética cinematográfica que animaba a Manolo González.

Fotograma de Alicia en las ciudades

El verano siguiente me habló de algunas escenas y de la estructura del filme que imaginaba en la estela de esos que tanto le habían conmovido. Después, la vida lo llevó a otros asuntos y él eligió otras prioridades. Pero la experiencia cargada de sentido de aquella película sobre el viaje de un periodista y una niña en coche por carreteras alemanas representó toda una revelación. Un viaje físico que constituía un descubrimiento, un camino de aprendizaje, una peripecia profundamente subjetiva. Una odisea íntima, como todos los viajes que valen la pena.


Fotograma de Alicia en las ciudades

Por eso sé que, pese a la brevedad del encuentro con Wim Wenders, significó un momento valioso, memorable, precioso. Pudo decirle cuánto significaron para él esas películas, de alguna forma le transmitió cuánto le agradecía que las hubiera hecho, la felicidad que le habían deparado. Manolo se reía al relatarme que Wim Wenders exclamó: “Il y a longtemps…” (hablaban en francés). Y sí, supongo que hace mucho tiempo pero como si fuera hoy. Tanto Manolo como yo seguimos prefiriendo esas películas de Wenders (quizá con París-Texas) a cualquiera otras de su filmografía.


Fotograma de Alicia en las ciudades

Alicia en las ciudades
se rodó en blanco y negro con una cámara de 16 mm (¡ah, la fotografía de Robby Müller!), con un grupo de amigos, en la carretera (¡ah, las road movies!). Una idea en la cabeza y una cámara en la mano. Y la voluntad inquebrantable de hacer una película. Una película que trazaba un puente simbólico entre el cine americano y el cine europeo, que contaba la historia de tipos como nosotros que hace treinta años buscábamos un lugar bajo el sol y a nosotros mismos, y que trazaba las coordenadas en las que se moverían algunas de las mejores películas que vendrían, por ejemplo las primeras de Jim Jarmusch (al que sin embargo no me atreví a acercarme y decirle cuánto me habían gustado Extraños en el paraíso y Bajo el peso de la ley, cuando coincidimos en un aeropuerto, lástima, si hubiera sido Manolo, a buenas horas hubiera perdido la ocasión).

Fotograma de Alicia en las ciudades

Wim Wenders ha hecho películas de todas las clases, pero aun ahora, por más lejana que sienta Alicia en las ciudades, sigue reivindicando las películas pequeñas, de bajo presupuesto, hijas más de la pasión que del cálculo. Creo que Manolo González se sintió alentado (y reconfortado) como hace treinta años, esta vez escuchando a Wenders de viva voz.



Y yo me alegro de que me lo contara y así, tras lo de ayer, poder contar esta historia sobre una hermosa clausura de un círculo en Porto.