31/12/15

Cosas que hemos visto (este 2015)


No hay queja. Una buena cosecha este año que acaba. Y no quiere uno ponerle punto final sin cobijar al menos una imagen de aquellas películas que de mil amores hubiera palabreado aquí (como lo hicimos en casa) pero ni siquiera hemos mencionado. Véase el orden -en las más recientes y en aquéllas que podríamos llamar pendientes (o lagunas cinéfilas)- como meramente cronológico, o sea, según las íbamos viendo en el curso del año; varias, más de una vez: Clouds of Sils Maria, Phoenix, Mia madre...

Leviatán (2014), de Andrey Zvyagintsev.

Mr. Turner (2014), de Mike Leigh.

American Sniper (El francotirador, 2015), 
de Clint Eastwood.

Mange tes morts (Clan salvaje, 2014), Jean-Charles Hue.

Jauja (2014), de Lisandro Alonso.

Comunistas (2014), de Jean-Marie Straub.

La mirada del silencio (2014), de Joshua Oppenheimer.

El año más violento (2014), de J. C. Chandor.

La profesora de parvulario (2014), de Nadav Lapid.

Clouds of Sils Maria (Viaje a Sils Maria, 2014),
 de Olivier Assayas.

P'tit Quinquin (2014), de Bruno Dumont.

Puro vicio (2014), de Paul Thomas Anderson.

Phoenix (2014), de Christian Petzold.

La paloma se posó en una rama 
a reflexionar sobre la existencia (2014), 
de Roy Anderson.

La folie Almayer (2011), de Chantal Akerman.

Mia madre (2015), de Nanni Moretti.

Paulina (2015), de Santiago Mitre.

Inside Out (Del revés, 2015), 
de Pete Docter y Ronnie del Carmen.

Ciencias naturales (2014), de Matías Lucchesi.

No Home Movie (2015), de Chantal Akerman.

Y ahora esas películas -algunas añejas- a las que por fin pudimos ponerle los ojos encima.

Boy Meets Girl (1984), de Leos Carax.

Nénnette et Bonie (1996), de Claire Denis.

Límite (1931), de Mario Peixoto.

Contactos (1970), de Paulino Viota.

Singularidades de una chica rubia (2009), 
de Manoel de Oliveira. 

Daisy Kenyon (1947), de Otto Preminger.

León Morin, sacerdote (1961), de Jean-Pierre Melville.

Seguro que unas cuantas -ahora sólo candelas que alumbran los días ya cumplidos- volverán el año entrante a colmar otros tantos domingos. Esperemos a ver. Y se verá.

28/12/15

Que 120 años no son nada


El cine cumple 120 años. El día de los Inocentes: qué mejor fecha para celebrar las películas que vieron nuestra infancia.


Será por el temporal que ventea a gusto estos finisterres, que uno se viene arriba y quiere ver quizá más motivos de fiesta que en otros cumpleaños de aquellas primeras proyecciones de los Lumière tal día como hoy en París, vividos con aire mustio y ánimo melancólico, bueno, más melancólico que hoy, como esos días que uno se consuela consultando la programación de la Cinemateca Portuguesa o comprobando que los multicines Norte aún resisten (y anuncian ya una joyita como La academia de las musas, de Guerín, para Año Nuevo).


El caso es que hace diez días me enteré (eso sí, con un par de meses de retraso) de que en Brasil se proyectaron 125 películas de Godard (entre cortos, largos, piezas publicitarias y para la televisión...), la más amplia de las retrospectivas que nunca se le hayan dedicado al cineasta, y en paralelo cursos y mesas redondas sobre su filmografía; una retrospectiva (Jean-Luc Cinèma Godard) celebrada simultáneamente en Brasilia, São Paulo y Rio de Janeiro, entre el 21 de octubre y el 30 de noviembre pasados. Me gusta mucho el título elegido para el catálogo disponible en pdf (más de 300 páginas, con textos de Alain Bergala, Nicole Brenez o Raymond Bellour), Godard inteiro ou o mundo em pedaços.


Poco antes (otro día de temporal) recordaba esa escena memorable de La noche de la iguana donde Hannah Jelkes (Deborah Kerr) evoca sus encuentros amorosos; el primero, cuando tenía dieciséis años, en un cine de Nantuckett, (una sesión de sábado por la mañana, con su bolsa de palomitas, precisa Tennesse Williams en su texto) durante la proyección de una película de Greta Garbo, un chico le toco la rodilla con la suya, ella la apartó, él insistió con la rodilla, ella gritó y al chico lo detuvieron, pero Hannah lo libró del calabozo echándole la culpa al trastorno provocado por la Garbo, que le hizo gritar de emoción.


Tennesse Williams se pasaba los veranos por Nantuckett  y seguro que conocía el cine que recuerda Hannah Jelkes. Al parecer, la sala por excelencia de Nantuckett (que cuenta con un festival de cine, en junio de 2016 celebrará su 21ª edición) era el Dreamland Theatre y, mira por dónde, va a ser restaurado.


Y por quedarnos ahí enfrente -Atlántico mediante-, la semana pasada me enteré de que los cinéfilos de Nueva York también están de enhorabuena, el viernes 19 de febrero de 2016 abre Metrograph, un cine con dos pantallas -en el 7 de Ludlow Street con Canal-, con proyección en 35 mm y digital, y dedicado al arte y ensayo, un concepto que allí sigue vigente y que aquí desapareció con los años setenta (cómo olvidar tantas películas en el cine Rosalía de Castro, el sancta santorum del cine de arte y ensayo en Vigo). El Metrograph contará también con una librería especializada, una cafetería y un restaurante, en fin, para quedarse a vivir allí. Por si faltara algo eligieron como imagen publicitaria de la apertura uno de los emblemas de esta escuela: Anna Karina en el cine -en Vivre sa vie-, viendo Juana de Arco, de Dreyer.


Casi me atrevo a decir, aunque sea con la boca pequeña y con el temporal a favor, nada que temer, que 120 años no son nada.

27/12/15

Como en navidad


De todas las historias que afluyen en el estupendo libro de Marcos Ordóñez, Beberse la vida: Ava Gardner en España, la que prefiero se debe a un testimonio de Paco Miranda, un pianista de clubes nocturnos que frecuentaba a la gente del cine.

Ava Gardner en La noche de la iguana (1964), 
de John Huston.

Hacía nada que Ava Gardner había regresado del rodaje de La noche de la iguana con John Huston y una noche iba caminando con Paco por Madrid, descalzos los dos, como le gustaba a ella: "Tienes que sentir la tierra que pisas, el suelo de Madrid". Entonces escuchan el camión de la basura. La actriz empieza a mover los brazos en medio de la calzada. Y el camión se para. A ver. El conductor tenía unos cuarenta años y su compañero, treinta y pocos. No se lo podían creer pero aquella mujer era la condesa descalza, Ava Gardner en carne viva.

Ava Gardner en el rodaje de una escena 
de La condesa descalza (1954), de Mankiewicz. 
(Fotografía de Robert Capa.)

A la actriz le encantó que la reconocieran, querían unos autógrafos y ella, de mil amores, y les pide si la pueden llevar a casa con su amigo Paco. Por poco los suben en brazos. El conductor buscó un trapo y se esmeró en limpiar los asientos. Se apretujaron los cuatro en la cabina y enfilaron la calle Mayor rumbo a Doctor Arce donde vivía Ava Gardner. Y ella encantada les suelta: "Estos sí que son hombres y no los imbéciles con los que tengo que acostarme en las películas". Aquello se les subió a la cabeza. Fue como si los basureros se hubieran bebido seis güisquis de golpe. El conductor metió la directa y  no pararon a recoger ni un cubo. El más joven no paraba de repetir: "Cuando lo cuente, no me van a creer. No se lo va a creer nadie". Todos estaban en la gloria. Y Paco empezó a cantar Tea for Two y ella le acompañó. A grito pelado. Cruzando aquella noche de Madrid.

Ava Gardner en Mogambo (1953),  de John Ford.

Al llegar a Doctor Arce, Ava le pidió a Paco que se quitara la corbata y se la regaló al conductor. Y luego que se quitara el cinturón, y se lo regaló al compañero. Luego abrió el bolso y sacó diez mil pesetas, y le dio cinco mil a cada uno. Y un par de besos. "Gracias por el viaje, preciosos", se despidió. Y los basureros se quedaron allí, soñando.


Era 1964. Era primavera en Madrid. Pero como si fuera navidad.

20/12/15

Encuentro con Kaurismäki (y alrededores)


Han pasado dos meses -no las dos semanas que preveía- desde que anuncié este relato. Tardé un mes en sentarme a escribirlo. Mientras transcribía la conversación, que había grabado Víctor Paz Morandeira, incubaba el miedo de equivocarme con la forma, con el ángulo, con el tono; sobre todo con el tono, el tono lo era (es) todo, o sea, la música. Durante ese mes conté más de una vez lo vivido aquellas horas, a Ángeles, a nuestro hijo y a Lilian, a Esther, a Roberto y a Carmen. Ángeles sospechaba que, a medida que lo contaba, iba encontrando la forma de contarlo. Luego lo escribí casi de una sentada (espero haber encontrado el tono, o no haberlo perdido mientra lo tecleaba). Han pasado dos meses bajo el signo de Kaurismäki, he vuelto a ver sus películas y las películas de los cineastas que admira (que admiramos), como las de Jean-Pierre Melville, pongamos por caso. Al ver publicado el relato en Fugas este viernes, supe que aquel viaje que había alentado Montse Carneiro llegaba a su destino (el titular es suyo). Gracias por todo, Montse.

Kaurismäki como lo hemos soñado

Con Kaurismäki (a la izda) en el bar Rúa Bella 
de Compostela, el 10 de octubre a mediodía.

Camino del encuentro con Kaurismäki, no podía quitarme de la cabeza la idea de que la cita era un error y qué mal haberme dejado enredar por la amabilidad de la coordinadora de este suplemento cultural. Durante casi veinticinco años el cine de Kaurismäki ha sido una bendición. Cada película suya es de esas cosas que –como dice Sei Shonagon- te hacen latir más fuerte el corazón. Lo diré pronto, Kaurismäki es como de la familia. Y había muchas posibilidades de que yo metiera la pata en la entrevista, de que el cineasta de Orimattila se irritara y entonces esa mala impresión me iba a estragar la mirada cada vez que le volviera a poner los ojos encima a una película suya… Vale, es verdad, siempre me pongo en lo peor.

La cita era a mediodía de un sábado de octubre. Orballaba en Santiago. Llegué con tiempo (siempre llego con tiempo, claro), y fui a perderlo (también me gusta) en la librería del cine Numax. Echo un vistazo a los libros de cine y el primero en hago foco es el que escribió sobre Kaurismäki su amigo Peter von Bagh (cinéfilo, programador, crítico y cineasta que perdimos hace un año), un libro que tuve, presté y no me lo devolvieron (a veces pasa). Cuando voy a pagar, veo al lado de la caja un expositor con postales, compro algunas de Buster Keaton, y en una estantería encuentro varios ejemplares de las Notas sobre o cinematógrafo de Robert Bresson (un libro cardinal editado por Positivas en 1993 con la traducción de Pepe Coira). Toda una sorpresa. Lo daba por agotado. Decido llevarlo como una especie de amuleto, y va Irma, la librera, y me lo regala. Pareciera que los dioses lares del cine velaban por la cita, o eso quería creer uno para no ponerse (más) nervioso. Faltan diez minutos para el mediodía. Guardo una postal de Keaton en el libro de Bresson y voy a encontrarme con Kaurismäki.


Al llegar a la cervecería Rúa Bella, Víctor Paz Morandeira –de la organización de Curtocircuito- me advierte de que aún no ha terminado la entrevista del cineasta para un programa de televisión (efectivamente, ahí están bajo los soportales con la cámara); no sólo eso, ya es la segunda que ha mantenido esta mañana, y ayer otra con un redactor de Positif, que llegó desde París sólo para entrevistarle. Qué demonios hago yo aquí, pensé.

Mientras hacía tiempo, se sucedieron en la memoria (como en un flashback) imágenes desde La chica de la fábrica de cerillas, que me había descubierto el cine de Kaurismäki a principios de los 90, hasta Le Havre, su último largometraje, que termina con un cerezo en flor. Leí en alguna entrevista con el maestro finlandés que no le importaría que fuera su última película, si clausuraba su filmografía con ese plano en homenaje a su amado Ozu. ¿Cuántas entrevistas suyas habré leído en todos estos años? ¿Qué puedo preguntarle que no le hayan preguntado ya cien veces? Y además hace cuatro años desde Le Havre, ni siquiera está de promoción. ¿Qué ganas va a tener de hablar conmigo? No sé si he dicho que siempre me pongo en lo peor. Ay.


La entrevista con los de la televisión ha terminado y Kaurismäki se acerca. Víctor Paz hace las presentaciones. Bueno, hay apretones de manos que no pueden engañar, y éste fue de los que borran los malos presagios y despejan las horas por venir. La fotógrafa le comenta que tiene que hacer las fotos ahora porque tiene un compromiso. Entonces Kaurismäki se aparta, se debruza en el mostrador como si le hubieran dado el disgusto de su vida, luego levanta la cabeza, mira a la fotógrafa con el corazón roto, y dice en portugués: “Vas a hacerle fotos a alguien más importante que yo”.  Palpo por fuera de la mochila el libro de Bresson con la postal de Keaton. El amuleto funciona. Ya ha salido a relucir la vena cómica (iba a escribir –y escribo- payasa), del cineasta, esa que hemos imaginado detrás de la máscara de tipo duro que gasta en público, la que –viendo sus películas tantas veces- hemos figurado que aflora en algún que otro momento de los rodajes. Kaurismäki empieza a ser como lo hemos soñado. Podía desterrar, pues, el temor que me asaltaba estos días previos si el encuentro salía mal: haber leído erróneamente sus películas; en definitiva, no soportaba la idea de ser un mal lector.

Después de las fotos, nos sentamos para hablar; él, en portugués –lleva tiempo viviendo en Castro Leboreiro la mitad del año (arraiano como uno, entonces) -, y yo, en gallego (si tiene que echar mano del inglés, Víctor Paz oficia de traductor). Antes de nada le pongo en las manos el libro de Bresson y le explico que se trata de una traducción al gallego que hizo un amigo, el primer libro publicado en gallego que no trata de cine gallego. Kaurismäki me cuenta que hace años que no lo tiene, algún amigo se lo llevó (se ve que a él también le pasa). Encuentra dentro de Notas sobre o cinematógrafo a Keaton y me los muestra juntos, el libro y la postal. “Hacen buena pareja”, dice. Luego los coloca frente a frente. “Bresson, el otro lado del espejo de Keaton”, añade. ¿Qué queréis que os diga? Todo estaba dicho. No hizo falta ninguna pregunta. En esa imagen de Kaurismäki mirándose en el espejo de Bresson y Keaton (el ascetismo y el humor, la sobriedad y la cara de palo, la sensualidad de lo mínimo y la elocuencia de las cosas, el silencio y la precisión) se cifra una encrucijada del cine moderno. Si se hubiera producido un cataclismo y la entrevista hubiera terminado ahí (cuando ni siquiera había empezado), me habría llevado con sus palabras una de esas candelas de la memoria que nos iluminan en las noches más oscuras del más crudo de los inviernos.


A Kaurismäki le gusta evocar –y cobijar- en sus películas las imágenes de las películas amadas. En esa piña que el comisario Monet le ofrece a Claire, la del Café Moderno, en Le Havre, resuena la piña que aquella mujer le ofrece a Paco Rabal al final de Nazarín, de Buñuel. “Es mi forma de flirtear con la historia del cine”. Y ahora ya sí, hemos mencionado sus nombres sagrados: “Buñuel, Ozu y Bresson, mis tres maestros”.

Como su amigo Jim Jarmusch, Kaurismäki pertenece a la estirpe de los cineastas/cinéfilos, aunque sus películas sean inconfundiblemente suyas. Cuando le recuerdo Casque d´or, de Jacques Becker, con Serge Reggiani, que parece un actor de los suyos, se lleva una mano al corazón, tanto ama esa película: “Kurosawa tenía a Toshiro Mifune para ver un tigre; yo quería a Matti Pellonpää para ver a Reggiani”. Kaurismäki trabajó con Reggiani en Contraté a un asesino a sueldo: “Un gran tipo. Totalmente loco. Pero yo también lo estoy”.

Kati Outinen y Matti Pellonppää 
en un fotograma de Sombras en el paraíso.
Debajo, Kati Outinen con la foto de Matti Pellonppää niño
en un fotograma de Nubes pasajeras.

El actor Matti Pellonpää encarna el cine de Kaurismäki, y tras su muerte prematura, el cineasta lo recuerda con una foto de la infancia en Nubes pasajeras, como si fuera el hijo perdido de la protagonista, Kati Outinen, otra de las figuras familiares (la actriz fetiche) de su cine: “La conocí trabajando de eléctrico en la película de otro director. Me gustó y le propuse hacer una película. Nos dimos la mano. Y hasta hoy. Somos amigos pero no nos vemos fuera del trabajo. Me gustan los actores precisos. Me basta decirles: menos, menos, menos… Y luego, un poco más. Así.”

Como trabaja siempre con los mismos actores (hasta que se le mueren, también Markku Peltola, el protagonista de Un hombre sin pasado), ya saben qué interpretación busca, cuál es su estilo, y tampoco se extrañan si no tiene un guión o apenas un esbozo o los diálogos están por escribir. Le gusta escribirlos a pie de obra, en un bar próximo a la localización, y siempre procura que haya un bar cerca. Aunque en sus películas se hable más bien poco –sus guiones no suelen pasar de las sesenta páginas-, en ellas pueden escucharse algunos de los mejores diálogos de los últimos treinta años, como aquella escena maravillosa de la primera cita de Markku Peltola y Kati Outinen en el container donde vive el protagonista de Un hombre sin pasado, y que empieza con estas palabras: “Ayer fui a la luna…”


Kaurismäki es (también) uno de los grandes dialoguistas del cine moderno. “Para mí, el trabajo es más interesante si no tengo un guión, pero también es más duro… Los mejores diálogos surgen siempre en el último segundo. Además los actores son muy rápidos pillándolos. Aunque eso lo hacía más cuando era más joven. Las últimas películas las hice con guión.  El equipo y los actores también lo prefieren, prefieren la seguridad. Claro que con tanta seguridad es como si estuviésemos muertos. Hace treinta años bastaba con decirles, el lunes tal empezamos la película. Y allí estaban todos preparados a las tres semanas, aunque no tuvieran idea de qué íbamos a rodar. Ahora buscan la seguridad”.
   
Quizá el proceso ya no sea tan feliz y las palabras de Kaurimäki destilan un aquel crepuscular, en realidad como su cine, que siempre ocurre en un presente transfigurado con visos del pasado, y a menudo el propio presente se alía con su mirada urgente para volverse pasado en cuanto deja de filmar, como el barrio de Le Havre, demolido en cuanto acabó el rodaje: “En cuanto filmo algo, ya viene la caterpillar detrás. Desde hace treinta años. No hago historia, pero documento un mundo que muere, un cambio cultural, un mundo a punto de desaparecer. Es como ver una película de 1930 o 1940.”


Melancólico hasta en el humor (como pesimista alegre, lo definía su amigo Peter von Bagh), Kaurismäki enhebra en sus imágenes el duelo por lo perdido, en un cine habitado por personajes derrotados pero con la cabeza muy alta, un colmo de humanidad, como la que rebosan las películas que guarda en el silencio del corazón: “Cuando vaya para el agujero, me llevaré cinco películas: Casque d’or, L’Atalante [de Jean Vigo], Tokio Monogatari [de Ozu], Sólo los ángeles tienen alas [de Hawks] y un Kurosawa, Ikiru [Vivir]… o Akahige [Barbarroja]. Bastan para una eternidad”.

El Kaurismäki más tierno asoma a la hora de la despedida. “Nos vemos por la tarde”, me dice. “Tomamos unas copas y seguimos hablando.” Cualquier día, nos vemos en la raia, Aki, y seguimos hablando de cine.


Hasta aquí el relato (publicado). Pero no el final. Aquel encuentro seguirá resonando en la memoria y quizá despierte ecos o alumbre algún que otro pasaje en esta escuela. Un buen viaje nunca acaba.

(Las fotografías del encuentro con Kaurismäki son obra de Sandra Alonso.)

13/12/15

No llorarán sus ojos


Desde hace unos meses tengo a mano Campo de retamas, el libro que reúne los pecios de Ferlosio. Como dijo Esther alguna vez (y aún ayer hablamos de él, a propósito de la publicación del primero de los cuatro volúmenes que reunirán sus ensayos y artículos, otra feliz idea editorial), es de los pocos maestros que nos quedan. Esta noche hojeando Campo de retamas fui a dar con uno de esos pecios del Ferlosio poeta, donde cobija la mirada de Kafka y de su hermana pequeña, Ottla.

Kafka y su hermana Ottla en Praga.

Dicen que el suyo fue un amor incondicional. Que nadie entendió nunca a Kafka como Ottla. Durante alguna temporada, quizá la más feliz de su vida, Kafka vivió con Ottla en la aldea de Zürau. Dicen que mientras paseaban juntos parecían una pareja de enamorados.

Kafka y Ottla en Zürau.

(Ante la fotografía de dos hermanos)

                                       No llorarán sus ojos,
                                       porque son ya ellos mismos
                                       lágrimas coaguladas en pupila,
                                       el llanto hecho mirada;
                                       ¡grandes ojos judíos
                                       de Ottla y de Franz!