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27/9/15

Ríete de un reloj


Leí estos primeros días del otoño Un gran futuro a mis espaldas, la autobiografía de Vittorio Gassman. Fue llegar a las páginas donde evoca el rodaje de Rufufú (1958), como se tituló aquí I soliti ignoti ("ladrones desconocidos", o también "sospechosos habituales"), esa obra maestra donde Monicelli lo reinventa como actor de comedia (como reinventará a Monica Vitti en los sesenta), y no pude sino dejar el libro y proponerle a Ángeles verla otra vez. No hizo falta insistir.

Gassman, Monicelli, Totò y Renato Salvatori 
durante el rodaje de Rufufú.

Age, Scarpelli, Suso Cecchi  D'Amico y el propio Monicelli armaron el guión de I soliti ignoti a partir de la trama básica de Robo en una pastelería, un cuento de Italo Calvino incluido en la antología Por último, el cuervo (publicada aquí por Siruela), donde encuentran también la clave del final de la película, además de transfigurar el personaje del cuento, Niñojesús, en el Capannelle del filme (encarnado por Carlo Pisicane), que no para de llevarse a la boca cuanto comestible encuentra a mano.


Como en una novela picaresca, la película nos lleva de un personaje a otro para acabar fraguando una empresa -ese atraco- con vistas a cambiar sus vidas, una empresa que no es gran cosa pero (como siempre en Monicelli) cae por encima de sus posibilidades. No sería exagerado decir que Rufufú se despliega como un cantar de gesta (todo lo calamitosa que se quiera) del lumpenproletariado romano.


A un nivel epidérmico salta a la vista un (buscado) efecto paródico -en Rufufú- del Rififí (1955) de Jules Dassin, y aun de las películas (serias) de atracos como La jungla de asfalto (1950) de John Huston. Dicho de otra forma, I soliti ignoti se trama sobre la falsilla del noir para subvertirlo a través del humor, y no hay nada tan negro como esa mirada de Monicelli destilando el motivo carcelario que permea las imágenes del filme, iluminadas por Gianni di Vennanzo.


La cárcel -donde pasan temporadas más o menos largas los cacos de la película, como Cósimo (Memmo Carotenuto), autor del plan del atraco- apenas se distingue de las otras cárceles (de la vida) que aprisionan a los personajes, pongamos por caso Carmela (Claudia Cardinale), encerrada en casa por su hermano Ferribote (Tiberio Murgia) y enamorada de uno de los cacos, Mario (Renato Salvatori); o el fotógrafo Tiberio (Marcello Mastroianni), encerrado en su estudio con un bebé llorón, y claro, Peppe el Pantera (Vittorio Gassman), confinado finalmente en la tropa proletaria, por culpa de un maldito reloj-despertador que ha robado el viejo Capannelle.  


Por así decir, Monicelli quiebra con Rufufú el andamiaje de la comedia italiana de los cincuenta y abre con el bisturí de la ironía la trastienda del milagro económico italiano, ese lumpen de desheredados que deambulan por el extrarradio romano, ese paisaje de los ragazzi di vita que canta Pasolini en su novela e iluminará en Accattone (1961).


Casí puede verse en la presencia de Totò, encarnando al experto en cajas fuertes Dante Cruciani, que imparte su magisterio a nuestros héroes, una función simbólica (metafílmica), el viejo cómico que transmite su legado a los herederos que han de poner patas arriba la comedia italiana, que ahora verá germinar la risa en el venero de la desesperación.


Depara tantos momentos memorables la película... Y los que preferimos cambian cada vez que la volvemos a ver. Esa escena en la que Cósimo, de nuevo en libertad, salta a un coche de choque y le dice al conductor (un niño) sigue a ese coche, el coche (de choque) donde se lo pasa pipa Peppe -que le robó el plan del atraco cuando coincidieron en la cárcel- en compañía de su novia Nicoletta (Claudia Gravina). O la tentativa de atraco de Cósimo a la casa de empeños. Pero la cumbre de esta comedia negra llega en el momento en que un frigorífico lleno de comida deviene la más preciada caja fuerte (como si todos -no sólo Capannelle- llevaran consigo un hambre atrasada).


Las comedias de Monicelli se nutren de sustrato amargo, no hay esperanza. Es más, la arquitectura dramática de un filme como Rufufú puede verse como un castillo en el aire, o mejor, una construcción abocada al colapso. De igual forma (qué decisiva siempre la forma), la estructura interna del plano, la densidad de los volúmenes en el encuadre, se ve amenazada por el vacío que acecha, y que acaba por apoderarse de las imágenes en el tramo final del filme. La escena del lucernario, la noche del atraco, cristaliza esa idea de fragilidad del mundo de nuestros cacos que el rigor constructivo (desde el guión preñado de rimas, ecos, correspondencias) apenas consigue enmascarar.


La realidad cobra visos en Rufufú de un edificio efímero. Quizá la arquitectura de toda gran comedia se transfigura en un trampantojo, una ilusión de orden (dramático) a modo de veladura sobre la precariedad de las apariencias de un mundo donde sobrevivimos haciendo como si algo tuviera algún sentido, después de todo. Y así echarnos unas risas.

3/4/15

El cine, de luto


Ángeles se acerca despacito con la noticia de la muerte de Manoel de Oliveira. Acaba de escucharlo en la radio.

Las manos de Manoel de Oliveira.
(Fotografía de Alfredo Cuña.)

Me quedo un rato a oscuras alumbrando imágenes de Aniki Bóbó, Acto de Primavera, El pasado y el presente, Amor de perdición, Francisca, Valle Abraham, El convento, Palabra y utopía... O esa escena maravillosa hacia el final de Una película hablada: la conversación entre las cuatro mujeres -Leonor Silveira, Catherine Deneuve, Irene Papas y Stephania Sandrelli-, hablando en cuatro idiomas distintos... Decía Raymond Bellour que el cine de Manoel de Oliveira era la civilización.

Fotograma de Aniki Bóbó.

En Sí, ya me acuerdo..., esas memorias impresionistas -de viva voz- de Marcello Mastroianni leo:
Manoel de Oliveira tiene ochenta y ocho años. Yo no he visto ninguna de sus películas, pero lo conozco por su fama, ya que está considerado un santón del cine internacional. La oportunidad de trabajar con un hombre de ochenta y ocho años me ha parecido un privilegio. Trabajar con un director de treinta o treinta y cinco años es lo normal. Pero, Dios santo, ¡ochenta y ocho años! Resulta hasta irritante, por su energía. Por la mañana, a las ocho ya está en la piscina dándose un baño, y hace frío, ¡vaya si hace!
Era septiembre de 1996. Marcello Mastroianni cumplió 72 años cuando rodaba con Manoel de Oliveira Viaje al principio del mundo en el norte de Portugal  -en Valença, Castro Leboreiro...-, mientras su amiga Anna María Tatò rodaba Sí, ya me acuerdo... Marcello Mastroianni murió en diciembre de ese año, Viaje al principio del mundo fue su última película.

Fotograma de Viaje al principio del mundo.

Manoel de Oliveira siguió rodando hasta ayer mismo, como aquel que dice, cuando murió a los 106 años, en Oporto. ¡Ciento seis años!, ya te vale, diría Marcello. El pasado diciembre Francia le había entregado la Legión de Honor. Han declarado luto nacional en Portugal. ¿Verán más sus películas ahora que ha muerto? Hace nada veía uno La carta (1999). con Chiara Mastroianni, y se quedaba prendado...

Oliveira dirige a Chiara Mastroianni en La carta.

Hoy Godard, Erice, el amigo Xurxo Chirro se sienten un poco más solos. El cine se ha quedado un poco huérfano. Y esta escuela ha perdido a uno de los maestros.

Oliveira en Lisbon Story, de Wenders.

Una vez, Manoel de Oliveira le contó a Godard:
Lo que amo del cine es la saturación de signos magníficos que se bañan en la luz de su ausencia de explicación. Por eso creo en el cine.
   

15/2/13

¿Qué era? ¿Un gato?


Tal día como ayer hace cincuenta años se estrenó Ocho y medio. Habría que declarar este febrero el mes de Fellini.

Fellini con Claudia Cardinale en el rodaje de  

O diciembre cuando se cumplen cuarenta años de Amarcord. O septiembre, sesenta de I vitelloni -aquí Los inútiles (no está mal, pero aun mejor "Los zánganos")-. O bien octubre, treinta de E la nave va, y veinte años sin Fellini. Todo 2013, quizá.


Ayer, a última hora, volví a ver Ocho y medio, o mejor, , y ya era hoy cuando sonaba la fanfarria de Nino Rota, y Guido Anselmi (Marcello Mastroianni) se unía al corro de figuras de aquel circo primordial amasado en la imaginación con el fango de la memoria, el sueño y la fantasía. (Una escena final que el cineasta encontró cuando la rodaba como trailer.)


Guido soy yo, podría decir Fellini, pero no, porque  (nos) dice Guido somos todos, haciendo(nos) -montándo(nos)- la película que se resiste a nacer de la bella confusión -el hermoso título que le sugirió el guionista Ennio Flaiano- y el cineasta sólo puede dar cuenta de una tentativa imposible, pero infinita, en la bella confesión -qué título tan justo también- que deviene 8½. Tan infinita como la fidelidad a una idea que amenaza tanto con devorarlo todo como con desvanecerse sin dejar rastro.


En vísperas del rodaje, el cineasta empezó a escribir una carta al productor para contarle que no podía hacer la película, porque la había perdido, ya no recordaba qué película quería hacer: El sentimiento, la esencia, el perfume, aquella sombra, aquel brillo de luz que me habían seducido y encantado habían desaparecido, se habían esfumado, no los encontraba más. Esa idea que se fagocita y agoniza, que arde y se consume, fuego y ceniza, aire y agua, fuente y viento (el viento que también sopla donde quiere en el cine de Fellini). : una fuga sin fin, como quien huye hacia abajo, hacia el abismo de los adentros donde se borran las fronteras de la memoria y el sueño, donde hierven las cosas primeras.


Aquella carta resuena en la confesión de Guido Anselmi a Claudia (Claudia Cardinale), mujer y actriz, actriz y sueño, sueño y salvación, salvación y perdición. Fulgor y negrura. Epifanía y ruina. Principio y fin.



¿Tú serías capaz de terminar con todo y empezar de nuevo? Elegir una cosa y ser fiel a ella. (...) Algo que lo abarque todo, porque tu fidelidad lo hace infinito. ¿Serías capaz, Claudia? Y ella que no sabe a dónde la lleva: ¿Y tú serías capaz? La respuesta está... Iba a decir en el viento, que también. Dejémoslo en  8½. 


Esto es entre tú y yo, parece decirle Claudia. Esto es entre tú y yo, parece decirnos Fellini.  es el tablero de juego. El making of por excelencia de la historia del cine, que sólo se convierte -se transfigura- en filme -un filme cómico, fue uno de los títulos que barajó Fellini y lo rotuló en un papel que pegó en la cámara durante en rodaje- a través de nuestra participación, del juego de nuestra mirada. Work in progress a modo de trampantojo. Un pase de magia por así decir.

Fellini y Mastroianni en el rodaje de 8½.
(Fotografía de Tazio Secchiaroli.)

Podemos quedar tan prendados de la película que Guido quiere (o sueña con) hacer que no vemos la película que hace (o sueña) Fellini. Cómo si quedáramos cautivados por el cuadro que Velázquez está pintando en (el cuadro de) Las Meninas que no vemos Las Meninas, un cuadro -el que de verdad pinta Velázquez- que sólo existe entre la tela y nosotros, pues nosotros somos parte esencial en (el juego de la) representación. Pudiera ser que cautivados por la idea de la obra por venir nos perdamos la obra que viene, que se hace -se está haciendo- ante nuestros ojos, en el juego de luces y sombras que destila la bellísima fotografía del gran Gianni Di Venanzo. Fellini monta un circo para nuestra mirada: con payasos y monstruos, fieras y acróbatas, magia e inocencia, fantasía y deseo. Un espectáculo inagotable. Un misterio insondable. ¿Qué era, qué es ?

Fellini dirige una escena de   
con Mastroianni y Anouk Aimée

El tortuoso, cambiante y fluido laberinto de los recuerdos, los sueños, las sensaciones, una maraña inextricable de cotidianidad, de memoria. de imaginación, de sentimientos, hechos que sucedieron mucho tiempo antes y que conviven con aquellos que están sucediendo, que se confunden entre la nostalgia y el presentimiento en un tiempo inmóvil y amalgamado, y ya no sabes quién eres ni quién fuiste ni hacia dónde va tu vida que sólo se te presenta como una larga semivigilia sin sentido, le contaba Fellini a Giovanni Grazzini a propósito de la bella confusión en que germinaba la película sin título. (Sólo tenía una carpeta en la que había dibujado un gran , según el cálculo nada exacto de las películas que había dirigido; con apuntes y un esbozo de escaleta, y las habituales culonas que traen buena suerte.)



Una tarde habló con Ennio Flaiano en el coche camino de Ostia (hablándolas en un coche se fraguaron la mayoría de las películas de Fellini) para tratar de aclarar -para sí mismo- los motivos íntimos de aquel filme. Flaiano no decía ni mu; sólo al final hizo algún comentario que a Fellini le sonó a reproche, por adentrarse en un territorio que sólo a la literatura le estaba permitido. Pocos días después le comentó su fantasía a Tullio Pinelli pero el guionista tampoco veía cómo estructurar una película con ingredientes -o impulsos- tan volátiles. Sólo Brunello Rondi -Brunellone lo llamaba Fellini-, un oyente impagable, se animaba a trabajar con cualquier propuesta que al maestro se le pasara por la cabeza. (Los tres guionistas acabaron colaborando en el guión de .) Y Fellini le escribió una carta donde le contaba cuanto se le había ocurrido a propósito de aquella película tan propensa a fugarse. De ese documento fascinante, me encanta el episodio de la Saraghina... dragón horrendo y espléndido que, encarnado -nunca mejor dicho- por Edra Gale, se convertirá en uno del los personajes emblemáticos -si no el icono- de  y de algunas de las secuencias cardinales -la de la rumba, la de la playa- que desprenden el aquel primordial de lo felliniano.



La Saraghina era una prostituta gigantesca, la primera que vi en mi vida, en la playa de Fano, donde yo pasaba las vacaciones de verano en los salesianos. La llamaban así porque los marineros conseguían sus favores dándoles algunos kilos de pescado del más barato, como las "saraghinas". 


Con nosotros, que éramos unos niños, se contentaba con unas pocas monedas, o unas pocas castañas, o le bastaban los botones dorados del uniforme, o las velas que robábamos de la iglesia. Vivía en un fortín de la gran guerra, en ruinas, una especie de madriguera que olía a brea, a madera podrida, a pescado. 


Por dos perras nos dejaba ver en silencio su trasero que cubría el cielo por entero. 



Por una perra más lo movía poco a poco, y por cuatro perras se daba la vuelta. ¡Qué barriga inmensa! Y, allí abajo, todo aquel pelo negro. ¿Qué era? ¿Un gato?



(...) Es verdad, en mis películas muchas veces aparece una imagen de mujer abundante en carnes, grande, poderosa... Pero la Saraghina es una representación infantil de la mujer, una de las distintas y varias expresiones entre las mil en que una mujer puede personificarse. 



Es la mujer rica en feminidad animal, inmensa e inasible y, al mismo tiempo, nutricia tal como la ve un adolescente hambriento de vida y sexo, un adolescente italiano inhibido y reprimido por los curas, la Iglesia, la familia y una educación desastrosa. 


Un adolescente que, al buscar a la mujer, la imagina y desea como "una gran cantidad de mujer". 


Como un pobre que, al pensar en el dinero, razone y eche cuentas no sobre miles de liras sino sobre millones y miles de millones.


Imagino también una escenita con el protagonista niño, que después de la turbadora revelación de la Saraghina, vuelve a verla solo, con su uniforme de colegial, un día deslumbrante con el mar en calma y perfumado. No hay nadie, y en ese silencio encantado, la voz de la Saraghina que canta como una niña buena cualquiera. Canta mientras se zurce las medias sentada en una sillita junto al mar: una misteriosa y aterradora figura materna.


Una mirada de cine destila estos párrafos. Las imágenes correspondientes de la película parecen emanar de las palabras. Como si las frases cuajaran en celuloide. Esa alquimia del monstruo con la belleza que amojona la obra de Fellini.


No pocos espectadores se preguntaron hace cincuenta años qué era , como Federico-niño ante el frondoso monte de Venus de la Saraghina.

Fellini dirige .
 (Fotografía de Tazio Secchiaroli.)

Quizá otros espectadores se lo siguen preguntando hoy. es una carta de amor al cine. Pero también la prueba documental de un amor correspondido.


Porque no es sólo que Fellini no pudiera vivir sin el cine, es que el cine no podía vivir sin Fellini. deviene así una historia de amor.


Y nada impide que sea también un gato.


19/4/12

La visita de una voz


He vuelto a leer Sostiene Pereira. Me aparté de Tabucchi durante años porque lo envidiaba. Ya no, pero cuánto envidié entonces lo que tanto me hubiera gustado escribir. Desde las primeras líneas de Dama de Porto Pim, el primer libro que se tradujo aquí -y que leí hace ya un cuarto de siglo-, desde el mismo prólogo de aquellas páginas encantadas de y por las islas Azores:  ...Llegado a una edad en la que me parece más digno cultivar ilusiones que veleidades, me he resignado al destino de escribir según mi propia índole. Lo leía como si me hablara. Cuántas veces habré regresado a aquellos ocasos -de las ballenas y los balleneros- que reverberan con el clamor -dice Sergio Pitol- de un sordo desastre, por no hablar de otros naufragios agavillados en textos tan breves como diversos, pero transfigurados por la gracia de la forma en tejido leve de un relato unitario, en cuyas fisuras respira la emocionada fascinación por un mundo en la fronteras de su propio acabamiento, de ésos que no han dejado huella sino en una canción olvidada de la que apenas si queda una melodía en la voz de las almas perdidas.

Cementerio de Fajanzinha en la isla de Flores, en las Azores. 
Fotografía de José Manuel Navia

Sostiene Pereira también da cuenta de un ocaso. Me sigue maravillando que un gran personaje pueda respirar sin apreturas en un libro tan pequeño. Y aún más, si cabe, que tan pocas páginas alienten una obra maestra, tan convincente a la hora de desplegar la metamorfosis de su protagonista, y tan tierna en el aquel de destilar su humanidad, y hacerlo con una voz, digamos, notarial, que, callando más de lo que cuenta, cuenta más de lo que dice. Y quizá todo eso sea posible justamente por esa voz que levanta acta de unos pocos hechos y de tantos silencios en aquellas jornadas ardientes de agosto de 1938 en Lisboa; una voz que, por así decir, se somete al dictado de un redactor de efemérides tan reservado; una voz, en fin, que se prohíbe elevarse por encima de lo que testimonia, y deviene quizá el más potente y apretado de los resortes para que la imaginación del lector emprenda una singladura memorable por el océano íntimo de un alma en la encrucijada de un mundo y de un tiempo.


Me gusta recordar a Pereira con la fisonomía de Marcello Mastroianni, el último papel de un actor de esa estirpe que justifica por sí mismo una película, aunque no sea memorable, como no lo es la que adapta Sostiene Pereira. De momento, Tabucchi no tuvo suerte con el cine; desde luego no la que tuvo la literatura con Tabucchi,  la que disfrutamos tantos lectores con el humor, elegancia y melancolía que, como certeramente señaló Sergio Pitol, destilan sus libros, con la tonalidad de un ocaso a orillas del Tajo en Lisboa, viendo los barcos que van y vienen por el río en compañía de tan queridos fantasmas.

Lisboa. Cais das colunas, 1939

Los libros de Tabucchi cobran visos de un oficio de ánimas, quizá porque le gustaba pensar que sus libros le eran hablados, al fin y al cabo somos un delirio de muchos como decía Robert Musil y el yo un dramatis personae como sabía Pessoa, así que sólo tenía que escribirlos, al dictado digamos, y era incapaz de escribir si no recibía la visita de una voz. Como la que hizo posible, pongamos por caso, Sostiene Pereira.