He vuelto a leer Sostiene Pereira. Me aparté de Tabucchi durante años porque lo envidiaba. Ya no, pero cuánto envidié entonces lo que tanto me hubiera gustado escribir. Desde las primeras líneas de Dama de Porto Pim, el primer libro que se tradujo aquí -y que leí hace ya un cuarto de siglo-, desde el mismo prólogo de aquellas páginas encantadas de y por las islas Azores: ...Llegado a una edad en la que me parece más digno cultivar ilusiones que veleidades, me he resignado al destino de escribir según mi propia índole. Lo leía como si me hablara. Cuántas veces habré regresado a aquellos ocasos -de las ballenas y los balleneros- que reverberan con el clamor -dice Sergio Pitol- de un sordo desastre, por no hablar de otros naufragios agavillados en textos tan breves como diversos, pero transfigurados por la gracia de la forma en tejido leve de un relato unitario, en cuyas fisuras respira la emocionada fascinación por un mundo en la fronteras de su propio acabamiento, de ésos que no han dejado huella sino en una canción olvidada de la que apenas si queda una melodía en la voz de las almas perdidas.
Cementerio de Fajanzinha en la isla de Flores, en las Azores.
Fotografía de José Manuel Navia
Sostiene Pereira también da cuenta de un ocaso. Me sigue maravillando que un gran personaje pueda respirar sin apreturas en un libro tan pequeño. Y aún más, si cabe, que tan pocas páginas alienten una obra maestra, tan convincente a la hora de desplegar la metamorfosis de su protagonista, y tan tierna en el aquel de destilar su humanidad, y hacerlo con una voz, digamos, notarial, que, callando más de lo que cuenta, cuenta más de lo que dice. Y quizá todo eso sea posible justamente por esa voz que levanta acta de unos pocos hechos y de tantos silencios en aquellas jornadas ardientes de agosto de 1938 en Lisboa; una voz que, por así decir, se somete al dictado de un redactor de efemérides tan reservado; una voz, en fin, que se prohíbe elevarse por encima de lo que testimonia, y deviene quizá el más potente y apretado de los resortes para que la imaginación del lector emprenda una singladura memorable por el océano íntimo de un alma en la encrucijada de un mundo y de un tiempo.
Me gusta recordar a Pereira con la fisonomía de Marcello Mastroianni, el último papel de un actor de esa estirpe que justifica por sí mismo una película, aunque no sea memorable, como no lo es la que adapta Sostiene Pereira. De momento, Tabucchi no tuvo suerte con el cine; desde luego no la que tuvo la literatura con Tabucchi, la que disfrutamos tantos lectores con el humor, elegancia y melancolía que, como certeramente señaló Sergio Pitol, destilan sus libros, con la tonalidad de un ocaso a orillas del Tajo en Lisboa, viendo los barcos que van y vienen por el río en compañía de tan queridos fantasmas.
Lisboa. Cais das colunas, 1939
Los libros de Tabucchi cobran visos de un oficio de ánimas, quizá porque le gustaba pensar que sus libros le eran hablados, al fin y al cabo somos un delirio de muchos como decía Robert Musil y el yo un dramatis personae como sabía Pessoa, así que sólo tenía que escribirlos, al dictado digamos, y era incapaz de escribir si no recibía la visita de una voz. Como la que hizo posible, pongamos por caso, Sostiene Pereira.
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