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30/10/15

La piel del cine


Azorín no se avenía a referirse a las obras del cine con el vocablo película, al fin y al cabo, decía, película es como pielecita, un diminutivo demasiado humilde para obras grandes. El caso es que me encanta imaginar la película como una pielecita tatuada con las formas de lo visible. El cine como piel (tacto) del mundo.

Fotograma de Hélas pour moi (1993), de Godard.

La película como pielecita del cineasta. Hasta la infección. Como el lacerante mal de la piel de Cocteau mientras filma La Bella y la Bestia (1946), anotado con pormenor en el diario de rodaje. Pongamos por caso el lunes 29 de octubre de 1945:
Nunca he sido tan feliz como desde que estoy enfermo. El dolor no cuenta. Estoy donde estoy a merced de la amabilidad, la gracia y el calor que me da la gente de mi entorno. Estoy recibiendo la recompensa por haberla elegido. La obligación que, a cada segundo, sentía de dar ejemplo y de mantenerme en pie casi me exaltaba. Esta cruz que llevo ha sido mi contribución a la película, y estoy seguro de que no ha sido en vano.  (...) Además, ¿no es justo que mi rostro se desfigure, se hinche, se desgarre, se cubra de heridas y pelos, cuando yo mismo estoy cubriendo el rostro de Marais con un caparazón tan doloroso que, al desmaquillarlo, sufre el mismo suplicio que yo cuando me quitan las vendas? 

Cuenta la directora de fotografía Caroline Champetier que después de rodar Holy Motors (2012) con Leos Carax, el director le regaló un ejemplar de la edición original del diario de rodaje de La Bella y la Bestia con estas palabras: La Bestia a veces soy yo, a veces lo eres tú, a veces los dos. Caroline Champetier leyó el libro después de la presentación de Holy Motors en Cannes y le asombró el contagio entre la película y la piel de Cocteau:
Un eccema le devora el cuerpo, sufre y va al hospital cada día, es como si ese sufrimiento reforzara la emoción de hacer la película. [Cocteau] Habla por igual de las dos cosas, pero termina entendiendo que la película, que el celuloide, es su piel. Y algo así pasa con Leos [Carax], con Godard [del que iluminó Hélas pour moi, por ejemplo]. Y no hay muchos cineastas de los que puedas decir que el celuloide es su piel. 
Fotograma de Mala sangre (1986), de Leos Carax.
Abajo, fotograma de Histoire(s) du cinéma (1988-1998)
Capítulo 2a. Sólo el cine (1997), de Godard.

En sus 120 historias del cine, Kluge transcribe una entrevista con Godard, a quien considera su ideal de realizador cinematográfico. Hablando de los sentidos, le pregunta si tiene la piel vulnerable:
Sí, sensible. Cuando comienzo un film, a menudo tengo problemas de piel, supongo que eso sucede porque la superficie del film es una superficie sensible, porque todavía al celuloide se le dice la pellicule (=piel). Supongo que la piel es una superficie tan sensible como la película. La excitación se expresa en mi piel, se reproduce en mi piel.
Fotograma de La Bella y la Bestia, de Cocteau.
Abajo, Histoire(s) du cinéma, de Godard.

No olvidemos cuánto significó el cine de Cocteau -y su diario de rodaje de La Bella y la Bestia- para Godard, que lo transfigura en una suerte de artista (poeta) tutelar en sus Histoire(s) du cinéma. En una entrevista a principios de los ochenta, Godard hablaba de usar la pantalla como...
...el velo de la Verónica, el sudario que preserva la huella, el amor de lo vivido, del mundo.
Y unas líneas más adelante profesaba...
 ...no puede haber cine sin amor.
Fotograma de Histoire(s) du cinéma
Capítulo 2b. Fatale beauté
donde Godard (por un efecto de sobreimpresión)  
hace que la mano del niño de Persona, de Bergman, 
toque el rostro de Louise Brooks, como Lulú, 
en La caja de Pandora, de Pabst. 

Entonces la pantalla deviene fervoroso vestigio del encuentro (de la mirada con la vida) hecho luz, memoria, sueño. Donde ver (donde mirarnos) es ya una cuestión de tacto. De acariciar la película (de que nos toque). De acariciar(nos) la piel del cine.

9/5/13

La banda sonora de la huelga de los maestros


En la cocina, de una a dos, escuchamos Como lo oyes, el programa de Santiago Alcanda en Radio 3. Hoy, 9 de mayo, en homenaje a los trabajadores de la enseñanza. Para muestra este hermoso botón, The Art Teacher de Rufus Wainwright.





The Art teacher


There I was in uniform
Looking at the art teacher
I was just a girl then;
Never have I loved since then

He was not that much older than I was, indeed
He had taken our class to the Metropolitan Museum
He asked us what our favorite work of art was,
But never could I tell it was him
Oh, I wish I could tell him
Oh, I wish I could have told him

I looked at the Rubens and Rembrandts
I liked the John Singer Sargents
He told me he liked Turner
Never have I turned since then
No, never have I turned to any other man

All this having been said,
I married an executive company head
All this having been done, a Turner - I own one
Here I am in this uniformish, pant-suit sort of thing,
Thinking of the art teacher
I was just a girl then;
Never have I loved since then
No, never have I loved any other man


En nombre de los maestros en huelga, gracias, Como lo oyes.

24/10/09

El aduanero de Nueva York


Desde que nos vinimos a vivir al lado del mar, presenciar un temporal al otro lado de las ventanas, con las olas rompiendo sobre el muelle y una cortina de lluvia arrastrada por el viento del oeste, representa un verdadero espectáculo que nos convoca como si de una película se tratara, una película experimental, caótica y desatada. Uno de los primeros temporales que vivimos aquí lo acompañé con la lectura de Moby Dick (esta vez en la traducción de Enrique Pezzoni y con ilustraciones de Rockwell Kent). El capítulo de Nantucket es uno de mis favoritos desde la primera vez que leí estas páginas: ...El hombre de Nantucket vive en el mar, como los gallos silvestres en la pradera; se oculta entre las olas y las trepa como los cazadores de antílopes trepan los Alpes. Durante años no ve la tierra, de modo que cuando al fin regresa a ella le parece otro mundo, más extraño que la luna para un terráqueo. Como la gaviota sin tierra que, al atardecer pliega sus alas y se mece hasta dormirse entre el oleaje, al caer la noche el hombre de Nantucket, lejos de la tierra, recoge las velas y se echa a dormir, mientras bajo su almohada corren morsas y ballenas.


Cuando llego a esta frase, bajo su almohada corren morsas y ballenas, tengo que repetirla, saborearla, cerrando los ojos, mientras ahí afuera el oleaje estalla en los espolones y la borrasca sacude este finisterre. Al fin y al cabo, si cogéis un mapa veréis que, fracción de grado arriba o abajo, esta parroquia nacida en una playa se encuentra en el mismo paralelo que Nantucket y no puede sorprendernos que, como Nantucket, haya elegido el mar para siempre, finisterres fronteros Atlántico mediante. Al fin y al cabo, ya en la edad media los hombres de estos confines cabalgaron las olas en frágiles embarcaciones para cazar las ballenas, basta leer la tesis doctoral de Felipe Valdés Hansen: La pesca de ballenas y cachalotes en Galicia desde el siglo XIII al XX. Y es muy probable que algún pescador gallego frecuentara las tabernas de Nantucket y embarcara en un ballenero como el Pecquod. En fin, cabe imaginar Moby Dick como la novela que rescata una memoria olvidada del fin del mundo. Y del fin de un mundo. La memoria de nuestro mundo perdido.

Herman Melville

Quizá no hiciera falta consignarlo pero sí, me gusta (mucho) Moby Dick, desde la cofa a la quilla, cada penol y cada estacha, cada uno de los ciento treinta y cinco capítulos, y cada una de las 767 páginas. Herman Melville no escribió una novela, levantó un mundo con sus manos y se lo entregó a los lectores futuros, como quien entrega un universo huérfano en adopción, como quien rescata un planeta a punto de ser devorado por un agujero negro. Pero nunca había imaginado Moby Dick como la novela de un neoyorquino, o mejor, como una novela neoyorquina. Hasta que leí la biografía de Melville escrita por Andrew Delbanco, gracias a la recomendación de Cheché Carmona. El biógrafo desarrolla de forma convincente la interpretación urbana y moderna de la obra de Melville, preñada de la tan neoyorquina sensación de soledad en el corazón del bullicio, de la muchedumbre, allí donde nuestras vidas resultan pequeñas e irrelevantes, y nuestras decisiones vanas, pero nos resistimos a admitirlo y luchamos para comprender la naturaleza de los lazos azarosos que nos atan a la historia. Como en Moby Dick. A mediados del XIX, Melville había experimentado en Nueva York la paradoja de la vida moderna: aprendió que para sobrevivir en la muchedumbre solitaria uno dependía de una combinación de estado de alerta constante y deliberada despreocupación, exigía cultivar una curiosidad inagotable hacia la diversidad humana, pero también protegerse ante el espectro de la desesperación que carga contra la conciencia desde todas direcciones y a todas horas. En cuanto Melville se sumergió en Nueva York, sus libros comenzaron a bifurcarse con innumerables tangentes, alejándose de la columna vertebral del relato. Como en Moby Dick. Transitar la prosa neoyorquina de Melville es como vagabundear por las calles, arrastrados por una sorprendente asociación de imágenes en un flujo incesante. Justo lo que cautiva a tantos lectores de Moby Dick y aquello que irrita y solivianta a tantos otros. He nadado a través de bibliotecas, anotó Melville de sus años neoyorquinos, pero la biblioteca decisiva fue la gran manzana.

El primer rastro de la novela lo encontramos en una carta de Melville a Richard Henry Dana, el autor de Dos años a pie de mástil, un libro que depara horas felices a quienes disfruten con las historias de los trabajos y los días del mar y de los viejos veleros, como Chaqueta blanca del propio Melville. En esa carta de 1 de mayo de 1850, le cuenta que trabaja en una especie extraña de libro acerca del viaje de un barco ballenero. Ya conté aquí hace unos días que Melville había recorrido galerías y museos durante un viaje a Londres, y que había hallado en los cuadros de Turner atisbos de lo que en Moby Dick definirá -es un decir- como el infinito ululante. En uno de los textos -entre los innúmeros- que consultó Melville, The Natural History of the Sperm Whale de Thomas Beale, apuntó en la página del título: este libro preconizó las pinturas de los balleneros de Turner. En Londres también compró un ejemplar de Frankenstein de Mary Shelley donde el protagonista requisa la nave de una expedición científica que se dirige al Ártico y la convierte en el instrumento de su venganza. Compárense los discursos de Frankenstein y Ahab a sus respectivas tripulaciones. Añádanse a esas impresiones las resonancias de la Eneida de Virgilio traducido por Dryden y los ecos de El paraíso perdido de Milton: mejor reinar en el Infierno/ que servir en el Cielo (unos versos que volveremos a encontrar en El lobo de mar de Jack London). Melville imaginaba que acabaría la novela durante el verano de 1850 en Arrowhead, la casa que había comprado (gracias a un préstamo de la familia de su mujer) en las colinas de Berkshire, en Nueva Inglaterra. Y quizá hubiera sucedido así de no haber mediado un encuentro decisivo.

Arrowhead, donde Melville escribió Moby Dick

El 5 de agosto conoce a Nathaniel Hawthorne, un escritor que sabía que la verdad encuentra su camino hasta el fin de la mente amortiguada en trajes de sueños y después habla con una franqueza inflexible de los temas sobre los que practicamos un autoengaño inconsciente durante nuestros momentos de vigilia. La sintonía entre ambos escritores fue inmediata. Hawthorne vivía con su familia en una granja de paredes rojas a diez kms. de la de Melville. A esas alturas ya había publicado La letra escarlata y era una referencia indiscutible de la literatura norteamericana. Y en palabras de Paul Auster, el más tímido y huraño de los hombres. Melville acababa de cumplir 31 años y de empezar a escribir Moby Dick. Una escritura que se prolongaría más de un año. En una reseña a Musgos de una vieja rectoría, Melville le agradecía a Hawthorne haber plantado semillas que han germinado en mi alma. Lo que iba a ser una novela de aventuras en el mar se convirtió en una obra completamente diferente. El ejemplo de Hawthorne empujo a Melville hasta los límites de la ambición literaria que requiere algo tan descomunal como Moby Dick. Un año después del primer encuentro, Hawthorne cuenta en Veinte días con Julian y Conejito que, tras acostar a su hijo, Melville y yo tuvimos una charla acerca del tiempo y de la eternidad, de cosas de este mundo y del próximo, de libros y editores, y todo lo posible y lo imposible, que se prolongó hasta muy avanzada la noche y en la que, si hay que decirlo todo, estuvimos fumando cigarros incluso en el sagrado recinto de las paredes de la sala de estar. Finalmente, él se puso en pie, ensilló su caballo y emprendió el camino de vuelta a casa, mientras yo me apresuraba a aprovechar al máximo el escaso tiempo de sueño que aún me quedaba. Veladas como ésta en casa de Melville o de Hawthorne amojonaron la escritura de Moby Dick.


El 14 de noviembre de 1851, cuando Melville recibe los primeros ejemplares de la obra, condujo su carreta hasta la granja de Hawthorne y le regaló uno de ellos. Como es bien sabido, en Moby Dick figura esta dedicatoria: Como muestra de mi admiración por su genio dedico este libro a Nathaniel Hawthorne. No se conserva la carta que Hawthorne le envió a Melville tras haber leído el libro, pero sí la respuesta de Melville, una de las cartas más citadas de la literatura norteamericana: Tengo en este momento la sensación de indecible seguridad por el hecho de que haya comprendido usted el libro. He escrito un libro escandaloso y ahora me siento inmaculado como un cordero. (...) Ahora sé que dejaré el mundo con mayor satisfacción por haber llegado a conocerle a usted. Porque conocerle a usted me persuade de nuestra inmortalidad más que la Biblia. El encuentro y la amistad que se forjó en aquellos quince meses resulta milagrosa -obra sin duda de los dioses lares de la literatura- si pensamos que Hawtorne y familia vivieron en la granja de paredes rojas apenas año y medio, y se fueron una semana después de que Melville le llevara Moby Dick. Como escribe Paul Auster en el prólogo al encantador Veinte días con Julian y Conejito, aunque no hubiera hecho otra cosa, Hawthorne, sin querer, le sirvió de inspiración a Melville.

Nathaniel Hawthorne

Y necesitaba inspiración para abordar una obra que requería una escritura incandescente, capaz de atrapar y registrar la corriente imprevisible de la experiencia, espontánea y sorprendente a partes iguales, diríase como la corriente misma de la conciencia, de la exploración de la mente, de la irrevocable torrentera de la existencia. Hasta las fronteras mismas de la razón en las que se avecinó Melville en algunas fases de la escritura, arrastrado hasta tal punto que tuvo problemas para mantener el censo de los personajes, consumido, vampirizado por Moby Dick.


La novela fue un fracaso total. Dos años después hasta su familia se preguntaba si estaba acabado. Melville se quedó sin la casa al no poder pagar el préstamo y se estableció en Nueva York. Aún escribirá Bartleby, el escribiente y Benito Cereno. Pero ya nunca recuperó el prestigio ni se libró de las penurias económicas. Su última obra, Billy Budd, quedó guardada durante años en una panera de hojalata y no se publicará hasta veinte años después de la muerte de Melville ocurrida el 28 de diciembre de 1891. En sus últimos treinta años, el autor de Moby Dick era un anónimo aduanero en el Hudson, y su mujer de cuando en vez procuraba reservarle algún dinero para que pudiera seguir coleccionando grabados marítimos.



13/10/09

Los sueños de otros (en el West End)


Supongo que llegué a Londres con diez o quince años de retraso (por lo menos). Bueno, a Charing Cross. Y más concretamente a las librerías de Charing Cross especializadas en libros de segunda mano y/o viejos. Hasta la legendaria Foley's ha dejado de ser polvorienta y, de paso, legendaria. Hasta los libreros han perdido la vocación o las maneras, o las dos cosas. Y si buscas una edición vieja de Treasure Island -o sea, de La isla del tesoro- de Robert Louis Stevenson te mandan a algún rincón oscuro (bien por el rincón oscuro), por una escalera laberíntica abajo (prometedora escalera) hasta un sótano polvoriento (estupendo) para encontrar un ejemplar de una edición abreviada para niños con ilustraciones de la factoría Disney... ¡Por los clavos de Cristo!


Menos mal que nos queda 84, Charing Cross Road de Helene Hanff, una bella historia de amor a los libros entre dos almas solitarias, donde la ausencia y el peso de las palabras silenciadas en las cartas cuajan una intimidad inesperada con el Atlántico por medio; un libro que conocí gracias a la recomendación -que siempre agradeceré- de Raúl Dans y que recomendé apasionadamente tras haberme hecho llorar. Mi hijo llegó a pensar que si me había emocionado una breve novela epistolar entre una guionista neoyorquina y un librero londinense que se escriben a propósito de libros, libras y artículos de primera necesidad en los años posteriores a la 2ª guerra mundial... En fin. Hasta que lo leyó y se rindió a la ternura que poco a poco te envuelve como una lluvia mansa, y a la melancolía que desprenden las pérdidas irreparables.


Uno siempre sueña con encontrar un librero como el reservado Frank Doel y, ya puestos, con la encarnadura de Anthony Hopkins, aunque uno no sea Helene Hanff y aún menos la Anne Bancroft que la interpreta en la adaptación cinematográfica de David Hugh Jones en 1987, aquí titulada La carta final, una película producida por Mel Brooks como regalo a su mujer Anne Bancroft con ocasión de su 21 aniversario de matrimonio, y nunca se lo agradeceremos bastante. La obra de Helene Hanff, en los tiempos que corren, puede leerse -quizá no hay otro remedio- como una elegía por un oficio perdido, o mejor, por los paraísos perdidos que eran aquellas librerías como la Marks and Co., en 84, Charing Cross Road.

Compruebo, eso sí, que el Odeon Cinema de Leicester Square sigue en pie, aunque no ponían nada apetecible. Siempre me gustó este cine que se reduce -por tota fachada- a una torre y a una pantalla negra, líneas definidas y formas nítidas para que destaquen los carteles que pregonan los filmes. Basta imaginarlo anunciando alguna de nuestras películas favoritas como una promesa en medio de la oscuridad y una sala de 1600 butacas llena y quizá la pantalla más grande de Europa... Cosas que hacen latir más fuerte el corazón.



Como las tempestades de Turner que también contempló Herman Melville cuando preparaba su (nuestro) Moby Dick, y que describió como "inexplicables masas de penumbras y sombras", que le parecían un esfuerzo "por delinear el caos"; incluso había anotado unas líneas de Hazlitt a propósito de Turner: "cuadros sobre nada... representaciones, no tanto de los objetos de la naturaleza, como del medio a través del cual se ven". Turner pintaba las negruras de su tiempo con el rostro de una galerna, una vorágine de viento, agua, luz y tinieblas.


Como las escenas campestres de Constable, que vivió los mismos tiempos sombríos de Turner pero volvió la mirada hacia dentro de su memoria para aprehender la armonía de los hombres y la naturaleza cuajada en un paisaje, como un legado, como el testamento de una luz sobre un territorio modelado por la mano del hombre hasta devenir campiña -naturaleza doméstica-, como si una paz, imposible ya, hubiera bendecido el reino de este mundo, y de paso nos redescubriera la belleza táctil de una mancha, de un destello, de un fulgor. En un río, en un árbol, en unos espigadores. En el tiempo recobrado por la memoria de los orígenes.


Como la batalla de San Romano de Ucello, al pie de la que jugaban unos niños trazando lanzas y recortando yelmos, espadas y cabezas de caballo para componer un combate que se diría más sangrante que el del propio lienzo. Y uno recordaba a Orson Welles rodando en España con cuatro duros Campanadas a medianoche, y jugando, como aquellos niños inspirados por Ucello en la National Gallery, en el aquel de armar una batalla a base de pedazos que llenaran el plano con un efecto compositivo conviencente, desde la conflagración hasta los flancos más someros y sutiles.


Después, uno tiene que arrancarse de delante de La venus del espejo de Velázquez, si no quiere perderse para siempre en ese lienzo que es como perdernos en nuestro propio laberinto o en el sueño que nos sueña como si fuera otro que nos soñara. Y para que el corazón recupere el ritmo habitual y limpiar los ojos, basta -o eso queremos creer- tomar una pinta en el Coach and Horses del Soho y dejarse envolver por las voces, y luego un paseo junto al Támesis. Y allí encontré, por indicación de mi hijo -"creo que esto te va a gustar"-, en los jardines junto al Savoy Place, a un colega de la escuela de los domingos de hace hace más de doscientos años. Os lo presento:




Unos días antes del viaje le estuve insistiendo a Ángeles que quería hacerme una foto junto a la tumba de Carlos Marx. Al final, me hizo una junto a los burgueses de Calais de Rodin, detrás del Parlamento, y mi hijo otra con el fundador de las escuelas de los domingos. Y bueno.

Ayer, cuando volvíamos de Londres, compré en el aeropuerto una revista y me entero de que Monte Hellman -aún recuerdo la primera e indeleble impresión de su Carretera asfaltada en dos direcciones (1971)-, después de veinte años y con ochenta a cuestas, vuelve a dirigir un largometraje, Road to Nowhere.

Monte Hellman

La película favorita de Monte Hellman es El espíritu de la colmena. Víctor Erice me contó hace quince años, con cierto sonrojo, que Monte Hellman le aseguró que les hizo ver El espíritu de la colmena a sus hijos cuando cumplían seis años, la edad de la niña protagonista. En el guión de Road to Nowhere puede leerse:

En la gran pantalla de la televisión de una habitación de hotel, se desarrolla la última secuencia de la obra maestra del cineasta Víctor Erice, El espíritu de la colmena. Mitchell Haven está sentado en un sofá de cuero negro. Laurel está acurrucada a su lado. Ella llora.
Mitchell: Maldita sea, es un pedazo de obra maestra.
Laurel: ¿Cuántas películas has visto?
Mitchell: Nunca le hagas esa pregunta a un director de más de cuarenta años.
Laurel: ¿Por qué?
Mitchell: No debes saber cuánto tiempo pasamos viendo los sueños de otros.