24/10/09

El aduanero de Nueva York


Desde que nos vinimos a vivir al lado del mar, presenciar un temporal al otro lado de las ventanas, con las olas rompiendo sobre el muelle y una cortina de lluvia arrastrada por el viento del oeste, representa un verdadero espectáculo que nos convoca como si de una película se tratara, una película experimental, caótica y desatada. Uno de los primeros temporales que vivimos aquí lo acompañé con la lectura de Moby Dick (esta vez en la traducción de Enrique Pezzoni y con ilustraciones de Rockwell Kent). El capítulo de Nantucket es uno de mis favoritos desde la primera vez que leí estas páginas: ...El hombre de Nantucket vive en el mar, como los gallos silvestres en la pradera; se oculta entre las olas y las trepa como los cazadores de antílopes trepan los Alpes. Durante años no ve la tierra, de modo que cuando al fin regresa a ella le parece otro mundo, más extraño que la luna para un terráqueo. Como la gaviota sin tierra que, al atardecer pliega sus alas y se mece hasta dormirse entre el oleaje, al caer la noche el hombre de Nantucket, lejos de la tierra, recoge las velas y se echa a dormir, mientras bajo su almohada corren morsas y ballenas.


Cuando llego a esta frase, bajo su almohada corren morsas y ballenas, tengo que repetirla, saborearla, cerrando los ojos, mientras ahí afuera el oleaje estalla en los espolones y la borrasca sacude este finisterre. Al fin y al cabo, si cogéis un mapa veréis que, fracción de grado arriba o abajo, esta parroquia nacida en una playa se encuentra en el mismo paralelo que Nantucket y no puede sorprendernos que, como Nantucket, haya elegido el mar para siempre, finisterres fronteros Atlántico mediante. Al fin y al cabo, ya en la edad media los hombres de estos confines cabalgaron las olas en frágiles embarcaciones para cazar las ballenas, basta leer la tesis doctoral de Felipe Valdés Hansen: La pesca de ballenas y cachalotes en Galicia desde el siglo XIII al XX. Y es muy probable que algún pescador gallego frecuentara las tabernas de Nantucket y embarcara en un ballenero como el Pecquod. En fin, cabe imaginar Moby Dick como la novela que rescata una memoria olvidada del fin del mundo. Y del fin de un mundo. La memoria de nuestro mundo perdido.

Herman Melville

Quizá no hiciera falta consignarlo pero sí, me gusta (mucho) Moby Dick, desde la cofa a la quilla, cada penol y cada estacha, cada uno de los ciento treinta y cinco capítulos, y cada una de las 767 páginas. Herman Melville no escribió una novela, levantó un mundo con sus manos y se lo entregó a los lectores futuros, como quien entrega un universo huérfano en adopción, como quien rescata un planeta a punto de ser devorado por un agujero negro. Pero nunca había imaginado Moby Dick como la novela de un neoyorquino, o mejor, como una novela neoyorquina. Hasta que leí la biografía de Melville escrita por Andrew Delbanco, gracias a la recomendación de Cheché Carmona. El biógrafo desarrolla de forma convincente la interpretación urbana y moderna de la obra de Melville, preñada de la tan neoyorquina sensación de soledad en el corazón del bullicio, de la muchedumbre, allí donde nuestras vidas resultan pequeñas e irrelevantes, y nuestras decisiones vanas, pero nos resistimos a admitirlo y luchamos para comprender la naturaleza de los lazos azarosos que nos atan a la historia. Como en Moby Dick. A mediados del XIX, Melville había experimentado en Nueva York la paradoja de la vida moderna: aprendió que para sobrevivir en la muchedumbre solitaria uno dependía de una combinación de estado de alerta constante y deliberada despreocupación, exigía cultivar una curiosidad inagotable hacia la diversidad humana, pero también protegerse ante el espectro de la desesperación que carga contra la conciencia desde todas direcciones y a todas horas. En cuanto Melville se sumergió en Nueva York, sus libros comenzaron a bifurcarse con innumerables tangentes, alejándose de la columna vertebral del relato. Como en Moby Dick. Transitar la prosa neoyorquina de Melville es como vagabundear por las calles, arrastrados por una sorprendente asociación de imágenes en un flujo incesante. Justo lo que cautiva a tantos lectores de Moby Dick y aquello que irrita y solivianta a tantos otros. He nadado a través de bibliotecas, anotó Melville de sus años neoyorquinos, pero la biblioteca decisiva fue la gran manzana.

El primer rastro de la novela lo encontramos en una carta de Melville a Richard Henry Dana, el autor de Dos años a pie de mástil, un libro que depara horas felices a quienes disfruten con las historias de los trabajos y los días del mar y de los viejos veleros, como Chaqueta blanca del propio Melville. En esa carta de 1 de mayo de 1850, le cuenta que trabaja en una especie extraña de libro acerca del viaje de un barco ballenero. Ya conté aquí hace unos días que Melville había recorrido galerías y museos durante un viaje a Londres, y que había hallado en los cuadros de Turner atisbos de lo que en Moby Dick definirá -es un decir- como el infinito ululante. En uno de los textos -entre los innúmeros- que consultó Melville, The Natural History of the Sperm Whale de Thomas Beale, apuntó en la página del título: este libro preconizó las pinturas de los balleneros de Turner. En Londres también compró un ejemplar de Frankenstein de Mary Shelley donde el protagonista requisa la nave de una expedición científica que se dirige al Ártico y la convierte en el instrumento de su venganza. Compárense los discursos de Frankenstein y Ahab a sus respectivas tripulaciones. Añádanse a esas impresiones las resonancias de la Eneida de Virgilio traducido por Dryden y los ecos de El paraíso perdido de Milton: mejor reinar en el Infierno/ que servir en el Cielo (unos versos que volveremos a encontrar en El lobo de mar de Jack London). Melville imaginaba que acabaría la novela durante el verano de 1850 en Arrowhead, la casa que había comprado (gracias a un préstamo de la familia de su mujer) en las colinas de Berkshire, en Nueva Inglaterra. Y quizá hubiera sucedido así de no haber mediado un encuentro decisivo.

Arrowhead, donde Melville escribió Moby Dick

El 5 de agosto conoce a Nathaniel Hawthorne, un escritor que sabía que la verdad encuentra su camino hasta el fin de la mente amortiguada en trajes de sueños y después habla con una franqueza inflexible de los temas sobre los que practicamos un autoengaño inconsciente durante nuestros momentos de vigilia. La sintonía entre ambos escritores fue inmediata. Hawthorne vivía con su familia en una granja de paredes rojas a diez kms. de la de Melville. A esas alturas ya había publicado La letra escarlata y era una referencia indiscutible de la literatura norteamericana. Y en palabras de Paul Auster, el más tímido y huraño de los hombres. Melville acababa de cumplir 31 años y de empezar a escribir Moby Dick. Una escritura que se prolongaría más de un año. En una reseña a Musgos de una vieja rectoría, Melville le agradecía a Hawthorne haber plantado semillas que han germinado en mi alma. Lo que iba a ser una novela de aventuras en el mar se convirtió en una obra completamente diferente. El ejemplo de Hawthorne empujo a Melville hasta los límites de la ambición literaria que requiere algo tan descomunal como Moby Dick. Un año después del primer encuentro, Hawthorne cuenta en Veinte días con Julian y Conejito que, tras acostar a su hijo, Melville y yo tuvimos una charla acerca del tiempo y de la eternidad, de cosas de este mundo y del próximo, de libros y editores, y todo lo posible y lo imposible, que se prolongó hasta muy avanzada la noche y en la que, si hay que decirlo todo, estuvimos fumando cigarros incluso en el sagrado recinto de las paredes de la sala de estar. Finalmente, él se puso en pie, ensilló su caballo y emprendió el camino de vuelta a casa, mientras yo me apresuraba a aprovechar al máximo el escaso tiempo de sueño que aún me quedaba. Veladas como ésta en casa de Melville o de Hawthorne amojonaron la escritura de Moby Dick.


El 14 de noviembre de 1851, cuando Melville recibe los primeros ejemplares de la obra, condujo su carreta hasta la granja de Hawthorne y le regaló uno de ellos. Como es bien sabido, en Moby Dick figura esta dedicatoria: Como muestra de mi admiración por su genio dedico este libro a Nathaniel Hawthorne. No se conserva la carta que Hawthorne le envió a Melville tras haber leído el libro, pero sí la respuesta de Melville, una de las cartas más citadas de la literatura norteamericana: Tengo en este momento la sensación de indecible seguridad por el hecho de que haya comprendido usted el libro. He escrito un libro escandaloso y ahora me siento inmaculado como un cordero. (...) Ahora sé que dejaré el mundo con mayor satisfacción por haber llegado a conocerle a usted. Porque conocerle a usted me persuade de nuestra inmortalidad más que la Biblia. El encuentro y la amistad que se forjó en aquellos quince meses resulta milagrosa -obra sin duda de los dioses lares de la literatura- si pensamos que Hawtorne y familia vivieron en la granja de paredes rojas apenas año y medio, y se fueron una semana después de que Melville le llevara Moby Dick. Como escribe Paul Auster en el prólogo al encantador Veinte días con Julian y Conejito, aunque no hubiera hecho otra cosa, Hawthorne, sin querer, le sirvió de inspiración a Melville.

Nathaniel Hawthorne

Y necesitaba inspiración para abordar una obra que requería una escritura incandescente, capaz de atrapar y registrar la corriente imprevisible de la experiencia, espontánea y sorprendente a partes iguales, diríase como la corriente misma de la conciencia, de la exploración de la mente, de la irrevocable torrentera de la existencia. Hasta las fronteras mismas de la razón en las que se avecinó Melville en algunas fases de la escritura, arrastrado hasta tal punto que tuvo problemas para mantener el censo de los personajes, consumido, vampirizado por Moby Dick.


La novela fue un fracaso total. Dos años después hasta su familia se preguntaba si estaba acabado. Melville se quedó sin la casa al no poder pagar el préstamo y se estableció en Nueva York. Aún escribirá Bartleby, el escribiente y Benito Cereno. Pero ya nunca recuperó el prestigio ni se libró de las penurias económicas. Su última obra, Billy Budd, quedó guardada durante años en una panera de hojalata y no se publicará hasta veinte años después de la muerte de Melville ocurrida el 28 de diciembre de 1891. En sus últimos treinta años, el autor de Moby Dick era un anónimo aduanero en el Hudson, y su mujer de cuando en vez procuraba reservarle algún dinero para que pudiera seguir coleccionando grabados marítimos.



3 comentarios:

  1. Maldición, este libro se me atoró hace muchos años, cuando tal vez yo estaba nada preparado para su furia, y desde entonces quedó ahí, clavado en la garganta como un anzuelo. Haré, haré por leerlo. Se agradece la historia.

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  2. Extraordinario post. Moby Dick es uno de mis libros favoritos (si tuviese que quedarme con diez, estaría entre ellos sin duda... incluso quizá entre cinco) y me acabas de meter las ganas de volver a enfrentarme al vasto océano de sus páginas (a ver si esta vez en inglés).
    Aún recuerdo cuando, al acabar de leer su primer párrafo (ese primer párrafo) tuve que cerrar el libro, respirar y volver a leerlo unas cuantas veces por lo impresionado que me había dejado su perfección. Pocas veces me ha pasado eso.

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