Si hay una figura que aquí -este aquí es extensible a Europa- resulta extraña, es la del editor (de textos literarios) tal como esa figura se entiende en EUA, es decir, no quien edita -publica- libros, sino quien trabaja con los originales de un escritor, sugiere cambios, cortes y reescrituras, más aun, en ocasiones no sólo los sugiere sino que los materializa, hasta el punto de crear el estilo de un autor. El caso más paradigmático es el de Raymond Carver.
Resulta difícil exagerar el impacto que representó la edición de los cuentos de Carver hace poco más de veinte años, cuánto nos deslumbraron aquellos libros: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, De qué hablamos cuando hablamos del amor, Catedral y Tres rosas amarillas. Cuentos que conocimos casi al tiempo que moría el autor -en 1988- y que eran la plasmación literaria perfecta de la teoría del iceberg de Hemingway,
según la cual en un cuento deben permanecer sumergidas los siete octavos de la historia, tal como se la formuló a George Plimpton en una entrevista a la Paris Review; o dicho en palabras de Onetti: la forma no es más que el fondo que sale a la superficie. La parte invisible del témpano emergerá en la lectura, como una creación de lector y autor en la encrucijada del texto. Allí donde el lector se encontraba con la forma cardinalmente elíptica de Carver.
Creo que fue a mediados de los noventa cuando tuve las primeras noticias a propósito de la edición de los cuentos de Carver, pero fue hace tres años cuando leí en la revista Escribir y publicar un ensayo de Alessandro Baricco con un título elocuente El hombre que reescribía a Carver, realmente compré la revista por ese título que aparecía en la portada. También podéis leerlo en El Malpensante y, de paso, os dais un paseo por una revista muy interesante. Baricco estudió los originales de De qué hablamos cuando hablamos del amor y las correcciones del editor Gordon Lish. Sólo os daré una pista para animaros a leer el ensayo de Baricco. Supongo que recordáis el cuento titulado Diles a las mujeres que nos vamos, uno de los que Altman adaptó en Vidas cruzadas (1993).
Si lo recordáis, seguro que no olvidasteis aquel final demoledor, aquel último párrafo perfecto, definitivo: No llegó a saber lo que quería Jerry. Pero todo empezó y acabó con una piedra. jerry utilizó la misma piedra con las dos chicas: primero con la que se llamaba Sharon y luego con la que se suponía que le tocaría a Bill. Como dice Baricco, puro Carver. Bueno, pues ese párrafo no lo escribió Carver sino Gordon Lish. En lugar de ese párrafo, Carver escribió seis cuatillas que Gordon Lish eliminó. O sea que nada de puro Carver. No digo más, leed el ensayo.
Gordon Lish era editor de narrativa en la revista Esquire y contribuyó a que Carver consiguiera publicar algunos relatos, por ejemplo, Gordo en Harper's Bazaar, Tanta agua cerca de casa en Playgirl, y Vecinos y ¿Qué te parece esto? en la misma Esquire. Gracias a Gordon Lish, Carver entró en las revistas de gran tirada y, lo que no era menos importante, empezó a recibir cheques por sus cuentos. Pero la contribución de Gordon Lish incluía también cortar y corregir los textos de Carver, o como ya vimos, escribir partes significativas. En definitiva, inventar el estilo -la marca de fábrica- Carver. Un estilo que, además, creó escuela.
En 2008, la poetisa Tess Gallagher, la segunda mujer de Carver, reeditó los cuentos sin los cortes de Gordon Lish para que pudiera apreciarse el trabajo de Carver en su forma más "auténtica", una operación precedida por la publicación en The New Yorker en diciembre de 2007 del cuento Principiantes, una versión original -y más extensa- del titulado De qué hablamos cuando hablamos del amor, junto con un artículo sobre la relación entre Carver y Gordon Lish, y los diversos cortes y correcciones que habían sufrido varios relatos.
En fin, me dolió leer el ensayo de Baricco. Por dos razones, una, porque necesito saber quién escribe lo que leo; ya sé que es el texto quien habla, quien dice; pues no, me gusta leer pensando que ese texto lleva inscrito el tacto de una intimidad intransferible, dicho de otra forma, creo en el autor, en el escritor. ¿Y cuánto queda de la voz de Carver en esos cuentos editados por Gordon Lish? ¿O es la voz de Gordon Lish? Y dos, porque, y es la segunda vez en pocos días que vuelvo aquí con la cita, ya dijo Stevenson que el arte -cualquier arte- es el arte de omitir. No existe otro arte sino el de quitar lo que sobra, como decía Miguel Ángel refiriéndose a la piedra que se disponía a esculpir. En resumidas cuentas, saber cortar es lo que diferencia a alguien que sabe escribir de un escritor.
Y sin embargo... Cuándo sobraba y cuándo, en realidad, Carver contaba otra cosa. O dicho de otra manera: ¿de qué hablaba Carver? ¿qué escribía Carver? ¿qué queda de la mirada de Carver? Y ahí radica el sustrato más doloroso del ensayo de Baricco y el corazón del debate sobre los derechos del editor ante la obra del autor, o sea, sobre el estatuto del escritor.
Mira por dónde al final terminé escribiendo sobre Raymond Carver (o vete a saber sobre quién), cuando lo que quería era escribir sobre otro escritor. Un escritor que fue también editor. Se llamaba William Maxwell. Es el autor -podéis maginar que tiemblo sólo de escribir esta palabra- de algunas de las mejores novelas que hemos leído en los últimos tres años: Adiós, hasta mañana, Vinieron como golondrinas y La hoja plegada, las tres en esa editorial tan fiable que es Libros del Asteroide. Ya nos tarda que editen otra obra de Maxwell.
William Maxwell nació en Lincoln (Illinois) en 1908 y fue un niño campesino del Medio Oeste que acabó sus días en 2003 en un piso limpio y bien iluminado frente a Central Park. En 1937 publica su segunda novela, Vinieron como golondrinas, alrededor de un hecho fundamental en su vida y en su obra: la muerte de su madre, víctima de la "gripe española", un episodio cardinal que resuena también en la novela que clausura su actividad literaria, Adiós, hasta mañana, publicada en 1980. Una obra tensada en el arco de la memoria, pero sabiendo que nada hay más mentiroso que los recuerdos lavados en las costas de la infancia, como leemos en su última obra que se mueve entre el recuerdo, el olvido y la culpa.
A los catorce años, Maxwell cayó hechizado por La isla del tesoro en los brazos de la literatura. Leyó la novela de Stevenson cinco veces seguidas y la fascinación le duró toda la vida. Cómo no advertir la huella de los versos del autor de La isla del tesoro sobre los juegos cautivadores de la infancia en la construcción literaria de la mirada de Bunny, el niño que polariza la visión del libro primero de Vinieron como golondrinas. El mismo año que publica esta novela lo contrata el The New Yorker como editor y allí trabajó durante cuarenta años, editando a tipos como Salinger, Updike o Cheever. Trabajó mano a mano con Salinger en el primer relato que publicó en The New Yorker, un relato protagonizado por un tal Holden Caulfield, y, por lo visto, durante la publicación de El guardián entre el centeno, el autor pidió que Maxwell fuera su único interlocutor. También se sabe que intentó cortarle un párrafo a El brigadier y la viuda del golf de Cheever y éste lo acusó de intento de asesinato y no se lo perdonó nunca, pero alguna vez reconoció públicamente "los consejos que me dio y los que no me dio".
Pero quizá ningún elogio más rotundo que el de Updike, su discípulo confeso: le reconoció "haberle dado un rostro viviente a nuestra idea del lector ideal; porque él siempre hizo que escribir bien fuera algo tan infinitamente valioso y tan palpablemente distinto al escribir mal". Lo confieso, me emociona este homenaje a alguien que pensaba que escribir era como respirar, o mejor, que debía ser como respirar. Y así sucede en Vinieron como golondrinas o Adiós, hasta mañana, la prosa de Maxwell no se lee, se respira.
La mujer de Maxwell murió en 2000. Llevaban casados desde 1945. El escritor (y editor) esperó a que una amiga le leyera Guerra y paz, quería volver a Tolstoi una vez más pero ya no podía sostener el libro y la vista le fallaba. Y entonces decidió dejar de tomar las medicinas, dictar cartas de despedida, y en palabras de Rodrigo Fresán, escribirse y editarse la mejor de las muertes. Durmiendo o soñando tras haber contemplado Central Park por última vez.
Podéis escuchar a William Maxwell, in memoriam, comentando y leyendo su poema favorito:
Volví a leer Vinieron como golondrinas. Me la trajo a la memoria Aruitemo, aruitemo, la película de Kore-eda que comenté aquí el domingo. Por el sustrato autobiográfico, por el uso de la memoria como herramienta de creación, por ese tono menor, que no sólo no corta, sino que pone alas en la imaginación, por la selección de los elementos esenciales que levantan un mundo y de las imágenes capaces de cuajar una mirada. Un hondo sentir y un claro decir, creo que nada traduce mejor la voz íntima de William Maxwell a través de tres partituras -la del hijo pequeño, la del hijo adolescente, la del padre- que cantan la pérdida irreparable de la madre: Salió de la habitación, cerró la puerta y oyó el eco de sus propias pisadas; y supo que, ahora que estaba solo, las iba a seguir oyendo durante toda su vida. ¿Hay alguna imagen que cifre mejor y más delicadamente el vacío y la pérdida que la de ese hombre abismado en la escucha de los propios pasos?
Ya lo sé, os lo estáis imaginando. Claro, yo también me pregunto si alguien editó a Maxwell. O si era de la estirpe de Juan Rulfo, de esos escritores que dejan por sí mismos siete octavos de la historia enterrada en el relato. Artistas -valga la redundancia- en el aquel de cortar y pegar.
A tu entrada no le sobra nada. Saludos.
ResponderEliminarHola. Tu amigo Elperejil nos ha recomendado Vinieron como golondrinas, de William Maxwell, para el club de lectura. Ahora que toca hablar sobre el libro, nos gustaría contar con tu opinión en nuestro debate y que nos recomendases un libro para una próxima lectura.
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