14/10/09

La vida y nada más

Cuando era un niño, odiaba ir de visita. Algún domingo, quizá por una secreta intercesión de mi padre -aunque rara vez lo lograba-, mi madre consentía en liberarme del suplicio y entonces me daban diez pesetas -cinco para el cine y cinco para un "corte" de helado o un café con leche (según la estación)-. Pero podía ocurrir que ya fuera demasiado tarde, entonces me dejaban en el Bar Aloya de Tui, sentado en una silla delante del televisor. Eran los primeros años sesenta y no todos los bares -y mucho menos todas las casas- tenían televisor. En aquel tiempo vi algunas películas en la televisión, en los bares. Recuerdo especialmente tres, y las tres , mira por dónde, de King Vidor. En una de ellas lloré mucho-mucho-mucho. Menos mal que el resto de la gente eran choferes de autobuses y demás clientela que jugaban a las cartas o al dominó y no se enteraban de las lágrimas de aquella criatura que veía El campeón (1931) con Wallace Beery.


Otra fue durante una fiesta de primera comunión del hijo de unos amigos de mis padres en Vigo. No conocía a ninguno de los niños, pero era una de esas casa con televisión y esa tarde ponían Billy el niño (1930) también con Wallace Beery. Comía medias lunas de mortadela y veía embelesado aquella película maravillosa, y no entendía cómo los demás niños preferían jugar con un tren eléctrico, y sólo temía que viniera el padre o la madre del niño de la primera comunión y me empujaran a jugar con los demás niños para que no estuviera solo. Con lo bien que estaba yo allí, solo, con Wallace Beery. ¡Cuánto me gustaba Wallace Beery! A mi padre también, siempre comentaba: qué feo y qué buen actor. Y de la tercera no recordaba el título y no lo supe hasta hace unos años cuando volví a ver la película, pero se me quedó grabada una escena con Kirk Douglas con el cuerpo lacerado al girar sobre una cerca de alambre de espino mientras recibía una somanta en un western en blanco y negro (es en color, pero yo la vi por primera vez en blanco y negro, en la televisión del Bar Aloya).


Se trataba de La pradera sin ley, una película de 1955. Hace mucho tiempo que no frecuento el bar Aloya, pero alguna vez el maestro me empuja, como quien sostiene una cuerda para que desciendas al pozo de la memoria, y nos sentamos en una mesa muy cercana al lugar donde yo me sentaba hace casi medio siglo y contemplaba fascinado películas que no sabía que eran de King Vidor.

King Vidor dirige a Marion Davies
en The Patsy (1928)

Pasaron más de veinte años hasta que volví a ver una película de King Vidor que me cautivara tanto como aquellas primeras. Fue otra vez en la televisión pero ahora (hablo de 1985) ya sabía quién era King Vidor. O eso creía yo. Había visto Duelo al sol (1946), El manantial (1949) y Guerra y paz (1956). Pero no se sabe quién es King Vidor hasta que no se contempla The Crowd (1928), o sea, la multitud o la muchedumbre, y que aquí titularon ...Y el mundo marcha. Hemos vuelto a verla ayer. Conviene cada cierto tiempo volver sobre las grandes obras del cine silente aunque sea para recordar que en el arte no existe el progreso, que el cine sonoro no constituyó un remedio para ninguna tara anterior, que el cine cuando constituye una experiencia compartida sólo es cine y nada más que cine, silente o sonoro resultan apenas adjetivos que nada dicen a propósito de lo fundamental: lo que esas películas nos hacen por dentro.


Tiene razón Tag Gallagher, como casi siempre: el neorrealismo viene de The Crowd ( y de Hallelujah y de El pan nuestro de cada día). La combinación de mirada documental y estructura melodramática característica del neorrealismo nace en la obra maestra de King Vidor. Los comentarios críticos con que fue recibida The Crowd anticipan palabra por palabra las reacciones que generó, pongamos por caso, Ladrón de bicicletas (1946) de Vittorio de Sica. Tanto de Sica como Rossellini confesaron la deuda de su cine con Vidor. The Crowd es un filme que emana de un sentir, es el resultado de un proceso sensitivo que aúna lo emocional y lo intelectual, y donde las dimensiones moral y física resultan indisociables: Siempre creí que la belleza y la simplicidad son la misma cosa, siempre sentí que en una película es preciso hablarle al corazón más que a la cabeza, intenté siempre acercarme a los temas más "terrestres" en los filmes que dirigí.

King Vidor en el rodaje de
Salomón y la reina de Saba
(1959)

King Vidor es uno de esos cineastas pioneros que hizo cine en los tiempos en que los productores podían ser mercaderes feroces, incultos y despiadados, pero amaban el cine como los niños. Y tomaban decisiones personalmente, sin intermediarios. Cuenta el cineasta en Un árbol es un árbol, su autobiografía, que se cruzó con Irving Thalberg en los solares de la MGM y el productor (que inspiró El último magnate de Scott Fitzgerald) le preguntó si tenía algo entre manos. Vidor, para salir del paso, le soltó que imaginaba a un tipo, algo así como un hombre del montón, en la batalla de la vida. Thalberg le pidió que le pusiera un título. Vidor improvisó: Un hombre en la masa, quizá. A Thalberg le entusiasmó. Vidor le dijo que podría escribirla en tres días. Y Thalberg no lo pensó más: adelante. Creo que un filme debe gestarse de esta forma. El director posee una idea o un tema sencillo en el que basar toda la historia. El productor aprueba la premisa y el proyecto se pone en marcha. Vidor se encerró con Harry Behn en casa e hicieron una lista de los momentos cardinales de la vida de un hombre común: ir a la escuela, encontrar trabajo, conocer a una chica, enamorarse, casarse, tener hijos, desgracias... A los tres días estaban en la oficina de Thalberg contándole la historia. El productor sólo le veía un problema: el título, eso de la masa sonaba demasiado conflictivo. Uno en la multitud, sugirió Vidor. Thalberg saboreó el título: La multitud, eso es. La multitud. Así de fáciles eran algunas cosas en aquel tiempo. Y subrayo, algunas. El mismo Thalberg echó de la industria a uno de los más grandes cineastas que hayan pisado Hollywood, Erich von Stroheim. Pero algunas veces... tipos como Thalberg apostaban por filmes casi experimentales -y aún más contemplados desde hoy- como The Crowd.

Irving Thalberg

Y Vidor encontró entre los extras de la MGM a James Murray, un desconocido que iba a encarnar a un desconocido. Para las escenas en las calles de Nueva York diseñaron un carro que transportaba unas cajas que ocultaban a un operador y una cámara, una cámara que se desplazaba desde el Bowery hasta Times Square sin que nadie lo advirtiera. ¿No suena a neorrealista, a nouvelle vague, a cine indie? Sólo que quince, treinta, cincuenta años antes. El maravilloso James Murray no duró mucho en el cine, Vidor lo encontró a los seis años de The Crowd convertido en un alcohólico, y unos años después apareció muerto flotando en el Hudson.

James Murray (John) y
Eleanor Boardman (Mary) en
The Crowd

La película de Vidor constituye una aportación fundamental en el itinerario que permitiría a los cineastas italianos cuajar el neorrealismo: The Crowd carece de estructura dramática convencional y enhebra una sucesión de situaciones climáticas que constituyen el itinerario vital de Joe Sim, un hombre perdido en la muchedumbre solitaria del Nueva York de las tres primeras décadas del siglo XX. Momentos cardinales cifrados en imágenes esenciales y precisas, despojadas de cualquier adherencia indefinida o confusa. Basta contemplar el rendimiento expresivo y dramático que Vidor extrae de cada uno de los elementos de atrezo del pequeño apartamento donde viven John y Mary, cómo la cama plegable sirve en un momento para mostrar la felicidad conyugal y en otro para denotar los estragos de la cotidianidad, cómo la alacena deviene el espejo del desamor, o cómo la puerta del cuarto de aseo sirve ora para celebrar la intimidad compartida ora para detestar su ausencia. Y cómo la ciudad misma evidencia ahora la anomia, luego el desamparo y otrora el consuelo del calor humano. Ah, ¡y qué estupendos intertítulos! ¡qué concisión y qué capacidad de sugerencia! ¡cómo apelan a la imaginación! Como aquél donde leemos: "Uno no descubre lo terrible que es la muchedumbre hasta que se pone en desacuerdo con ella". The Crowd representa un espejo que revela cuánta angustia, desolación y aflicción alimentan el mito del gran sueño americano.


Y por si fuera poco el poder germinal de The Crowd sobre las tentativas de representación de la vida en la pantalla en cuantos realismos han sido en el cine, cabe añadir la inspiración que sus imágenes generaron en la iconografía de la risa como bálsamo de los desheredados en Los viajes de Sullivan (1941) de Preston Sturges, del pathos del desamor de L'amore (1948) de Rossellini o del individuo perdido en la muchedumbre en El apartamento (1960).

The Crowd constituye una lección interminable a propósito de la inscripción del cuerpo de los actores en el espacio de la representación, del matiz verdadero en el gesto exacto, la actitud precisa a la hora de transmitir las invisibles convulsiones íntimas, los seísmos del alma que cobran una cualidad táctil en la pantalla, las erosiones del amor y el tiempo. Cómo olvidar la vuelta a casa de John borracho tras pasar fuera la noche de navidad, cómo implora silencio mientras su hijita agoniza, la errancia de John por las calles cuando ha quedado sin trabajo, la escena en que John vuelve a casa después de haber trabajado de payaso (como aquél payaso del que Mary y él se reían cuando nacía el amor) y encuentra a su mujer en trance de abandonarlo, una escena que se dilata con todo un despliegue de pequeños detalles que pautan esos momentos cardinales que convocan el tiempo de una vida. Porque de la vida se trata en este filme primordial, imprescindible, magistral. De la vida y nada más.

King Vidor y Eleanor Boardman,
su mujer y protagonista de
The Crowd

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