Si tuviera que quedarme con alguna película en lo que va de siglo, eligiría Yi yi de Edward Yang, una película del 2000 que vi hace poco más de dos años. Si pudiera elegir una película que no haya visto y que me fuera dado ver ahora mismo, me quedaría con A Brighter Summer Day (1991), también de Edward Yang. Yi yi es de esas películas que no sólo te ven, sino que te adivinan. Es de esas películas en que uno se quedaría a vivir para siempre. De las que uno ya nunca se va si no es para volver.
Nos la recomendó nuestro hijo. Había bajado de la red la película por un lado y unos subtítulos por otro -uno le tributaría un homenaje a la red por cosas así (aún no consiguió unos subtítulos para A Brighter Summer Day)-. Tenéis que verla, es una obra maestra, me dijo. Notábamos en su voz el mismo fervor con la que nos había hablado de Las tres luces de Lang, de They Were Expandable de Ford, del Fausto de Murnau, de El río de Renoir, de Fresas salvajes de Bergman. Y le hicimos caso.
Fue la primera película que vimos en el ordenador. Fuera llovía, como hoy, y nosotros contemplábamos en la pantalla del portátil la película de Yang que nos orvallaba por dentro durante casi tres horas, hasta que la lluvia empezó a caer sobre el silencio con que Yi yi nos había cobijado. Y durante un par de semanas no hablamos de otra cosa, hasta era difícil ver otra película nueva, sólo podíamos volver a Yi yi y a su belleza triste. Unos meses después, en junio de 2007, nos enteramos de la muerte de Edward Yang, tenía 59 años.
Cuando recibió el premio al mejor director por Yi yi en el Festival de Cannes del 2000, el cineasta taiwanés no sabía que su última película era también su testamento. Poco después le diagnosticaron el cáncer que le causó la muerte. Yi yi es un canto a la vida, una serena elegía, una película honda y luminosa. Una obra cumbre del arte cinematográfico.
Edward Yang con Hou Hsiao-hsien y Tsai Ming-liang forma la constelación más visible -es un decir- del cine taiwanés. De las ocho películas de Yang sólo Yi yi tuvo algo que pudiera calificarse como distribución comercial aquí. El año pasado el CGAI la programó junto con A Brighter Summer Day justo en unas fechas en que teníamos un trabajo inaplazable y a tiempo completo, y aún hoy me pregunto cómo fui capaz de renunciar a verlas en una pantalla de cine, fui insoportablemente responsable y los dioses lares del cine injustos e inoportunos como poco.
Yi yi empieza con una boda, acaba con un entierro y en medio se celebra un bautizo. Ritos, ceremonias, pasajes. Tras la boda, un retrato familiar. Y ahí está toda la película. O mejor, ahí está la superficie de la película. Pero ya sabemos por Paul Valery que lo más profundo es la piel y que a flor de piel llevamos siempre grabado el secreto más escondido. La familia de la película –la abuela, N.J. (el padre), Min-min (la madre), Ting-ting (la hija) y Yang-yang (el hijo)- se configura más como un lugar –un territorio emocional- que como un centro de gravedad, porque las líneas de fuerza –dramáticas- son más centrífugas que centrípetas. Todo está en el título: Yi yi = uno y uno, o un uno y un uno. Cada miembro de la familia vive su historia a solas, aislado de los demás, en silencio. La experiencia vital que los arrastra en el curso del tiempo la viven uno a uno, individualmente, y resulta intransferible. No se trata tanto de un problema de incomunicación, que tiene su visibilidad como tema de fondo de la película, sino de la indecibilidad de la experiencia que remite a las fibras más íntimas, ésas que suenan en la música del amor y que enmudecen en el desamor. Yi yi deviene retrato íntimo antes que retrato familiar, un paisaje habitado por los silencios del corazón.
En el hotel donde se celebra la boda N. J. (interpretado por el guionista y director Wu Nien-jen, un personaje emblemático de la Nueva Ola taiwanesa) se encuentra con Sherry, el amor de su vida, a la que no ha visto en treinta años. Ting-ting, su hija adolescente, conoce a Fatty el chico de Lily, la nueva vecina que acaba de trasladarse a su edificio. Yang-yang, el hijo de ocho años, recibe un nuevo juguete –una cámara de fotos- y en sus manos se convertirá en una herramienta para redescubrir el mundo tras haber llegado a una conclusión alarmante: si uno no puede saber lo que otro ve, sólo puedo saber la mitad de la verdad. Un problema de visibilidad que se trasmuta en una cuestión de hermenéutica. Sobra decir que Yang-yang es un trasunto del propio cineasta, o mejor, un pliegue temporal de (Edward) Yang, el niño que fue, o sea, un aprendiz de cineasta.
Yang-yang
a hombros de Yang
a hombros de Yang
La abuela sufre un accidente y entra en coma. Los médicos recomiendan a la familia que le hablen para estimular sus sentidos. Min-min descubre tratando de hablar con su madre que no tiene nada que contarle, que su vida está vacía, y se refugia en un templo budista. Ting-ting se culpa del accidente de la abuela, le implora que despierte y se mantiene insomne el resto de la película, hasta que un día la abuela vuelva en sí y entonces dormir al fin en su regazo, y, mientras, vive su historia de amor y dolor con Fatty. Yang-yang explora con sus fotos aquello que los otros no pueden ver hasta que su mirada se encuentra con “la chica” y, colmada de amor y deseo, ya no tiene ojos sino para ella y se entregará en el aquel de ver lo que ella ve. Yang-yang se niega a hablar con su abuela porque no sabe qué puede contarle o porque aún no sabe qué sabe. Y N. J., atravesado por la melancolía tras la irrupción de Sherry en su vida -el pasado enreda el presente incierto-, le confiesa a su suegra en coma que sólo se le ocurren preguntas que no puede responder.
Con estos mimbres Edward Yang compone una estructura compleja que remite al melodrama genérico de factura novelesca –Rocco y sus hermanos de Visconti, por ejemplo- pero, a través de una elegante y sutil elaboración formal, enhebra trozos de tiempo con hilos de sonido, huellas del pasado y rastros de silencio, mediante la conjugación de la distancia, la elipsis y el fuera de campo, y la simultaneidad de los encuadres frontales con las barreras de la visibilidad –puertas entreabiertas, ventanales, puentes- que señala inequívocamente la voluntad de mostrar antes que la de narrar, en un incesante juego de connotaciones y denotaciones, en el aquel de revelar antes que de desvelar, que transita pudorosa en la intimidad de los personajes asediados por los secretos tras las puertas. La estrategia retórica de Yi yi viene cifrada en el decidido empeño del trasunto del cineasta en la ficción, el niño (Yan-yang, dos veces Yang, el doble de Yang) lo tiene muy claro: “como no lo ves, te lo enseño”.
Mostrar lo oculto constituye la médula de la puesta en escena operada por Yang en Yi yi. Como en ese plano de una belleza fantasmal en que vemos a través de las cristaleras de un edificio, donde se refleja la ciudad y sus destellos anónimos en la noche, la figura en sombras de Min-min con una pequeña y distante luz roja que parpadea en su pecho, el latido de su corazón doliente en el paisaje urbano que revela la agonía de su vida. O cuando sobre la ecografía de un feto (del hijo de A-Di y su esposa, cuya boda abre Yi yi) escuchamos la voz de una mujer: … comienza a adquirir características humanas, comienza a pensar, se transforma en una entidad viva y se convierte en nuestro más delicado compañero… Pero luego advertimos que no se trata de la voz de una ginecóloga sino la de la traductora de la voz de Ota (y quizá del propio Yang en el filme): … ése es el futuro ilimitado de los juegos de ordenador. Aún no superamos los juegos con muertes y violencia, no por no comprender los ordenadores, sino por no comprendernos a nosotros mismos, seres humanos. Y entonces la película nos traslada a la reunión en la que Ota expone sus puntos de vista en una reunión con N. J. que trabaja en una empresa informática. En ese sentido, Yi yi supone una cata profunda en la exploración de lo que significa ser humano. Y el uso del sonido mediante un raccord de aprehensión retardada representa una de las herramientas de Yang para descubrir capas de sentido en cada imagen, o para convertir cada imagen en mirada interior.
Decía Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso que la historia de amor es el tributo que el enamorado debe pagar al mundo para reconciliarse con él. Creo que nada explicaría mejor una de las líneas de fuerza que sostienen la construcción fílmica de Yi yi. Basta recordar esa escena –situada en el corazón de la película- en que Yang-yang, huyendo del vigilante del colegio que se burlaba de sus fotos, se refugia en la sala de proyección donde los alumnos ven un vídeo didáctico sobre el origen del universo, y allí descubre a “la chica” y la contempla extasiado delante de la pantalla en la que un rayo se dibuja en un torbellino de nubes, mientras escuchamos la voz over del vídeo didáctico: …las dos fuerzas opuestas se atraen mutuamente. La atracción se convierte en irresistible y, en un breve segundo, las dos se unen violentamente desatando la tormenta. Se cree que los rayos crearon la vida sobre la tierra hace 400 millones de años. El relámpago amoroso en contigüidad con el origen de la vida misma. Otra línea de fuerza es el tiempo que fluye incesante, que trasmuta en pasado cada instante recién vivido y cada día en una primera vez, por eso la vida es una cosecha de preguntas cardinales que carecen de respuesta: las hacemos de niños, porque el mundo es un galimatías; las hacemos de adolescentes porque el mundo es injusto; las hacemos de adultos porque alcanzamos a percibir la magnitud insondable de nuestro desamparo; lo demás es silencio. Y ahí radica la tercera línea de fuerza de Yi yi: lo inefable de nuestra condición humana, la opacidad de nuestra existencia, la confusión de nuestro mundo; en definitiva, el trastorno de las coordenadas de nuestra identidad, la agonía de las certezas que ni siquiera los rituales amparan, la orfandad radical que representa el aquel de vivir. Y con todo, la enigmática, azarosa y fatal belleza. Aunque hay que prestar mucha atención para verla.
Porque Yi yi nos habla también de los problemas de visibilidad, o mejor, los conjuga, y aun mejor, los pone en escena, los convierte en materia fílmica. Nos obliga (nos empuja suave pero decididamente) a aprender a ver. Nos ejercita en el fuera de campo, en las elipsis, en las tensiones entre los visible y lo invisible. Y de paso nos otorga tiempo para pensar el tenue dibujo que la contigüidad de las escenas -de los fragmentos vividos por los personajes, de las capas (geológicas) de las emociones, del palimpsesto de los sentimientos- va trazando en el fluir de la película. Porque Yang explora las profundidades de la piel del filme, o mejor, elige la distancia exacta para que nosotros (sin reclamarnos una identificación ingenua o instintiva) nos aventuremos en los pliegues de tiempo enhebrados en Yi yi. Porque asistimos al presente de la pantalla plegándose sobre el pasado, en la parte emergida del iceberg -el presente (puntas de presente)- advertimos los movimientos sísmicos que llegan desde las profundidades recónditas -de las fracturas- del pasado.
Unos plegamientos emocionales que tienen su cabal expresión en el montaje paralelo con que Edward Yang enhebra las historias de amor de N. J., Ting-ting y Yang-yang, como capas de una misma experiencia, donde pasado y futuro cobran vida en el presente como si de aquel relámpago primordial se tratara, porque cada experiencia amorosa se revela como una primera vez, como si presenciáramos el origen del mundo. Por eso aquella tormenta que comenzaba en la sala de proyección donde Yang-yang descubría a “la chica”, continúa en la vida de la ficción y llueve sobre la solitaria Ting-ting en Taipei, que espera bajo su paraguas blanco a que el semáforo se ponga verde para cruzar. Y entoces Fatty, el adolescente del que está enamorada, le entrega la primera carta dirigida a ella, que tantas veces le sirvió de correo con cartas dirigidas a Lily. Mientras, su padre, de viaje de negocios en Tokio, se encuentra con Sherry, la mujer que hace treinta años se llevó la música de su vida, esa música que suena mientras en taxi N. J. se dirige hacia ella. Y al tiempo que ellos evocan los comienzos de su historia de amor y los nervios de la primera cita vemos a Ting-ting vistiéndose para acudir a la suya con Fatty; N. J. le confiesa a Sherry los celos ante el hecho de que pronto su hija ha de ser de otro y la vemos delante de un multicine con Fatty. Las voces de N. J. y Sherry viajan en el espacio (y en el tiempo) entre Tokio y Taipei y cobran vida en la piel de los adolescentes, hasta que aquél, mientras pasean por un parque, le confiesa que todo empezó en la escuela primaria. Entonces, comprobamos cómo la historia se repite en la piel de Yang-yang que ve nadar a “su chica” y luego trata de aprender a respirar bajo el agua, anhelando un encuentro con ella, como en L’Atalante de Vigo.
La película se cierra con una carta que Yan-yang le lee a su abuela muerta y donde le cuenta su vocación: Quiero contarle a la gente cosas que no sepan. Mostrarles lo que nunca hayan visto. Será muy divertido. Ahora Yang ya sabe qué contarle a la abuela pero también ha hecho un descubrimiento fundamental, ha entendido lo que le escuchaba decir a su abuela, como ella, siente que también es viejo: la irremediable erosión del tiempo. En un momento de Yi yi, Fatty le dice a Ting-ting que, desde que el hombre inventó el cine, vivimos tres veces, porque las películas nos dan el doble que la vida. Desde luego vemos más. O más claro. O más hondo.
En realidad, cuando mi hijo me apremiaba con fervor para que viera Yi yi, sabía que esa película era la película que necesitaba ver, la que iluminaría aquélla en la que yo mismo estaba embarcado. Y lo sabía porque me había ayudado a construirla con pedacitos de tiempo y cachitos de vida. Porque Yi yi pulsaba la misma cuerda. Pero ésa es otra historia.
En un momento de la película de Edward Yang se dice que el cine es una mezcla de cosas tristes y alegres, como la vida. Por eso nos encanta el cine. A nosotros Yi yi nos encanta porque nos muestra lo que no podemos ver.
Oye, ¿y no te vale "A Brighter Summer Day" con subtítulos en inglés?
ResponderEliminar