Hoy escuché una entrevista con Amenábar que estrena el próximo viernes su última película, Ágora. Al rebufo del filme ya han aparecido en las mesas de novedades libros sobre Alejandría, el fin de la edad antigua e Hipatia. "Una de mis principales preocupaciones era que se viera en la pantalla los 50 millones de euros que costó", dijo Amenábar. Sobra decir que no puedo imaginar que dijera algo que me gustara menos, pero luego pensé -hoy tenía un día de lo más tolerante- que quizá se explicó mal, que probablemente quería decir que su principal preocupación era hacer una película tan buena que valiera la pena haber invertido todo ese dinero, y que no dijo esto que estoy diciendo por pudor o porque era lunes o porque... Casi no me conozco de lo comprensivo que estaba, o quizá sólo fuera que Rachel Weisz está en la película y ya va siendo hora de que alguien haga con ella una película memorable.
Aún no he visto la película, claro, así que no vamos a hablar de Ágora y si no hablo la semana que viene será por la misma razón por la que no hablé de El secreto de tus ojos de Juan José Campanella (no entiendo la inflación de ditirambos para un filme que se levanta sobre una premisa insostenible, eso sí preñada de buenas intenciones, ni que se la compare con Zodiac, por favor...), ni de Si la cosa funciona de Woody Allen (por qué un hombre que nos ha dado por lo menos una docena de estupendas películas no se concede una merecida jubilación -cuánto me alegraría tener que comerme estas palabras tras la próxima, pero quia...-), no hablé, digo, simplemente porque me parecen (bueno, son) malas (de acuerdo, atenuemos el calificativo, digamos que fallidas) películas y reseñar malas películas no sé si es malo para la salud pero no es bueno para el carácter, así que procuro evitarlo, aunque a veces caiga en la tentación. En fin, que, mientras Amenábar promocionaba Ágora, me acordé de un artículo que tenía archivado y se me ocurrió que podría traerlo aquí. Por tres razones: porque lo escribe el profesor Bermejo Barrera, del que tanto y con tanta admiración nos habló nuestra Adelita que ahora está en Belfast -y seguramente le gustará leer esto (casi van a ser cuatro razones)-, porque habla de bibliotecas y, sobre todo, porque habla de bibliotecarias (y en homenaje a ellas). Y recuerdo una tarde estupenda en casa del maestro y Esther hablando con Regina, una bibliotecaria que ahora ya se ha jubilado, da largos paseos por Madrid y ama conservar lo que lleva inscrita la memoria de lo que no debemos olvidar; una tarde llena de libros y bibliotecas, o sea una tarde conservadora, en el más profundo sentido del término.
Aquí os dejo entonces el artículo de José Carlos Bermejo Barrera, (gran) profesor de Historia Antigua de la Universidad de Santiago de Compostela (USC):
Ascenso y caída de las bibliotecas
Una lección de historia para Mariví (Directora de la Biblioteca de la USC) el día de su retirada voluntaria.
Querida Mariví: tú sabes mejor que yo que la Biblioteca más importante del Mundo Antiguo fue la Biblioteca de Alejandría. Hasta hace poco se creía que la mayor parte de esa biblioteca había sido destruida en la época de Julio César a causa de un incendio. Sin embargo hoy se sabe que lo que se quemó en ese momento fue solamente un cargamento de libros que estaba en el puerto de la ciudad.
En realidad el responsable del fin de la Biblioteca de Alejandría y de la destrucción - o expurgo - de la mayor parte de sus fondos fue un califa musulmán que decidió dos cosas: desmontar la pirámide de Keops y quemar los libros de la biblioteca, utilizándolos como combustible para los baños públicos. Es seguro que el califa no consiguió desmontar la pirámide, porque aún está ahí. Al parecer se cansó, o pensó que no le era rentable. No sabemos si porque se dio cuenta de que el pasado tiene a veces demasiado peso, o porque quizás pensó que la pirámide podría contribuir en el futuro al desarrollo sostenible, a través del turismo, de paso que sus correligionarios iban a peregrinar a La Meca.
El criterio que utilizó el califa para destruir la biblioteca era muy razonable. Él pensó que si lo que decían los libros que estaban allí lo decía ya el Corán, es que entonces eran verdaderos, y si decían lo contrario eran falsos. En cualquier caso, lo que le pareció indudable es que un libro no es válido si no está representado en un Índice de Citas, y en ese momento el Índice de Citas más prestigioso era el Corán, que todavía hoy en día sigue siendo citado constantemente de memoria por parte de amigos del saber más o menos amplios de miras.
En la ciudad de Alejandría había vivido Hipatia, filósofa y matemática, una de las últimas figuras señeras de la filosofía griega. La pobre Hipatia fue asesinada y descuartizada por una caterva de monjes furiosos que, ya antes de la llegada del califa, eran también de la opinión de que sólo debían ser útiles los libros citados en el Antiguo o el Nuevo Testamento, que para ellos - como cristianos - eran los únicos índices de citas fiables.
Hipatia tuvo una escuela formada exclusivamente por mujeres amantes de los libros, y esas mujeres se organizaron en la clandestinidad, escondiendo muchos de los libros antiguos en las iglesias o en las sinagogas, que es donde podían pasar más desapercibidos. Así se explica, por ejemplo, el descubrimiento de la biblioteca de la geniza (depósito) de la Sinagoga de El Cairo.
Las discípulas de Hipatia formaron un pueblo que se llamó el “Pueblo de las Bibliotecarias”, mayoritariamente formado por mujeres. Las Bibliotecarias desempeñaron un papel fundamental en la Historia del Occidente, siendo uno de los pueblos que participó en las oleadas de las grandes invasiones y migraciones. Pero como eran mujeres, los historiadores, que casi siempre fueron hombres, no les dieron la importancia que merecen.
El pueblo de las Bibliotecarias siempre tuvo conciencia de su clandestinidad. Como las cosas no iban bien en Egipto emigraron en dos grandes oleadas: una de ellas fue al Imperio Bizantino y otra hacia la Europa Occidental. Las bibliotecarias se llevaron escondidos los libros que pudieron rescatar de la Biblioteca de Alejandría, y gracias a ellas tenemos en la actualidad todos los manuscritos griegos y latinos.
Como en la Edad Media siempre mandaban los hombres, y los únicos que sabían leer y escribir eran los monjes y los clérigos, las Bibliotecarias decidieron vivir en los monasterios. Algunas crearon monasterios propios, pero la mayoría decidieron ocultar su identidad y llevar una doble vida, manteniendo escondidos los manuscritos que conservaban la sabiduría de la Antigüedad. Soportaron la clandestinidad, la incomprensión y la marginación porque llevaron con ellas dos copias del Libro de la Sibila, que contenía una profecía acerca de la luz que anunciaba el final de los califas y de los fanáticos del sistema de las citas y los expurgos.
Las bibliotecarias bizantinas o europeas sólo consiguieron ir sacando a la luz, poco a poco, lo que quedaba de la sabiduría antigua, cuando convencían a algún monje o pope de que era necesario en primer lugar leer un libro, y luego no quedarse con él, con el fin de que otros monjes pudieran también leerlo.
Las bibliotecarias no tenían los mismos problemas que los monjes, porque ellas siempre tenían los libros en común y sólo podían leerlos en la clandestinidad. Además tuvieron que aguantar durante siglos que los monjes pensasen o les dijesen que ellas no eran más que un obstáculo para sus estudios.
Los libros que el pueblo de las bibliotecarias llevó en sus migraciones fueron dándose a conocer poco a poco a la largo de la Edad Media, y al llegar el Renacimiento, cuando las bibliotecarias bizantinas volvieron a tener que salir corriendo de Bizancio ante la llegada otra vez de los ayatolas del Índice de Citas, los libros que ellas llevaron consigo, como los de Platón, pasaron a ser conocidos en Europa.
Con la invención de la imprenta muchos de los tesoros escondidos en los sótanos de las bibliotecarias salieron a la luz. Y con la llegada de la Reforma y la moda de traducirlo todo a las lenguas vulgares, algunos clérigos empezaron a decir que también las mujeres deberían aprender a leer, por lo que algunas bibliotecarias europeas (ya no las había bizantinas, porque habían salido corriendo) decidieron salir a la luz y escribir y publicar libros de distintos temas.
Después de la Edad Moderna, en la que los dueños de los libros seguían siendo los clérigos y los nobles, que los coleccionaban pero que no los leían (porque tampoco eran capaces de entenderlos), vino la Edad Contemporánea, que es cuando nacieron las grandes Bibliotecas Públicas, y eso permitió a las bibliotecarias salir casi de la clandestinidad. Se dice casi porque en realidad las bibliotecarias no quedaron incluidas en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que eran del Hombre y no de la Mujer. Sin embargo, gracias a sus luchas sindicales, poco a poco comenzaron a ser reconocidas.
La Edad Contemporánea se divide en dos etapas desde un punto de vista bibliotecario, que es el único sensato. La Alta Edad Contemporánea en la que subió cada vez más el número de libros y bibliotecas, y la Baja Edad Contemporánea, en la que comenzaron a decaer el número de libros, bibliotecas y bibliotecarias.
Cuando llegó la Baja Edad Contemporánea aparecieron unos señores, que a veces eran también señoras, que dijeron que todos los libros, además de tener que estar siempre citados, tenían que estar siempre conectados a un enchufe, y que sin eso no servían. Por ello comenzaron a expurgar y a tirar los libros que no estaban enchufados.
Al reducirse el número de libros muchas bibliotecarias tuvieron que marcharse y pasar a la clandestinidad, volviendo a esconder los restos de la sabiduría en los sótanos, cuando no estaban ocupados por las plazas de garaje.
Así se perdió el recuerdo de grandes bibliotecarias, que decidieron esconderse de nuevo, como al comienzo de la Edad Media, el día en que un señor que era una autoridad muy fundamentalista del Índice de Citas decidió negarle a Dios un sexenio de investigación porque no había acumulado cinco publicaciones en seis años. Este especialista razonó que Dios era autor de un único libro, por lo que no podía ser baremado, y además observó que en algunas reseñas se decía que la Biblia tampoco la había escrito personalmente, según se decía en revistas autorizadas. Y por eso le negó el sexenio.
Algunas bibliotecarias pensaron que quizás no valía la pena razonar o discutir con este tipo de autoridades, lo mismo que había ocurrido en Alejandría, y por eso se fueron al exilio. Sin embargo, en sus reuniones en las noches de los viernes, y leyendo el Libro de la Sibila, que también había sido otra bibliotecaria incomprendida en la Antigua Roma, las bibliotecarias hallaban alegría y consuelo, al leer la profecía que decía:
“Y vendrá un día en el que se acabará la luz eléctrica,/ese día los enchufes ya no servirán para nada./Aquellos que habían convertido sus tesoros en electricidad/se quedarán en las tinieblas./Entonces se sabrá que nunca habían sabido nada./Y todo lo quede de la sabiduría humana volverá a salir a luz/en los libros escondidos por las Bibliotecarias”.
FIN
En Egipto, escribió Bossuet, a las bibliotecas se las llamaba el tesoro de los remedios de alma. Borges, ya lo sabéis, siempre imaginó que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca y pensaba que ordenarlas representaba el ejercicio silencioso del arte de la crítica. A veces, desde este finisterre recuerdo con nostalgia las mañanas que pasé en la Biblioteca Pública de A Coruña (quedaba muy cerca de donde vivíamos y me iba allí mientras Ángeles preparaba las oposiciones) y en la Biblioteca del Archivo del Reino de Galicia (era un placer hacer un alto y salir a los jardines de San Carlos a fumar junto a la tumba de sir John Moore). Qué razón tenía Cicerón: "Si cerca de la biblioteca tenéis un jardín, ya no os faltará de nada". Recuerdo que en la Biblioteca Pública leí los cuadernos de notas de Henry James donde cuenta el origen de Una vuelta de tuerca, por ejemplo, y varios títulos esenciales sobre la guerra civil española; en la Biblioteca del Archivo encontré viejas fotografías de naufragios y raqueros, consulté bastante bibliografía sobre el siglo XVIII en Galicia y viejos mapas de los confines. Emily Dickinson, que vivió muchos años enclaustrada en el hogar familiar de Amherst donde su padre tenía una gran biblioteca, sabía que para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro. Muchas de esas horas las pasé buscando documentación para proyectos concretos pero también por curiosidad o porque eran lugares acogedores en los que perder, es un decir, una mañana (y gratis). Entre libros. Y en las manos, un barquito de papel, impulsado por un viento que llega desde Alejandría.
Qué alegría volver a leer el artículo de Bermejo, y en una entrada tan buena!!
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