de El Padrino II
A finales de octubre y principios de noviembre imparto, desde hace más de diez años, unas clases de guión en un máster de producción. Empecé impartiendo treinta horas y con el paso de los años las fui reduciendo a quince. Por la faringitis (crónica de ex-fumador), sobre todo. Pero también por las dudas. Después de escribir unos cuantos guiones de largometraje y unos doscientos episodios de series de televisión, no he dejado de cosechar -claro, fracasos- pero sobre todo dudas acerca de la escritura del guión. Y del estatuto mismo de esa cosa -que, lástima, no tiene plumas como aquélla a la que se refería Emily Dickinson- llamada guión. Mi historia como guionista es la de aquél que va perdiendo los axiomas -léase certezas- en cada revuelta del camino. Así que suelo dedicar una parte de la primera sesión a hacerles entender a los alumnos que, si hay algún oficio de perplejos, ése es el de guionista. Pero no se lo creen. No pueden creérselo porque cuando se tienen veintipocos años la incertidumbre resulta insoportable. Así que tampoco empleo demasiado tiempo, sólo descargo la conciencia, como una puta, que decía Shakespeare, a base de palabras. Al fin y al cabo, la de guionista es una profesión de putas, como bien sabía Azcona y como se titula aquel libro (de libros) memorable de David Mamet.
La historia del cine también es una historia de las metáforas que definieron el guión. Mi metáfora favorita es la de la costurera, quizá porque pasé mi infancia viendo coser a mi madre. Como una costurera, un guionista escribe un guión a medida para otro (u otra), como quien cose un vestido que le haya de sentar de maravilla a la madrina en una boda y cause admiración de los invitados, y aun de los mirones.
Una costurera (casi) siempre cose para fuera. Preston Sturges, el primer guionista de Hollywood que se convirtió en director, usó en sus memorias la metáfora del sastre aplicado también al aquel de dirigir: Un director y un sastre trabajan prácticamente de la misma manera. Las telas, los forros, los botones, el hilo o la aguja son materiales parecidos a los personajes, las situaciones, los hechos dramáticos o los gags. El director y el sastre han de conseguir una unidad completamente equilibrada. Muchas historias son demasiado pesadas en los hombros y demasiado cortas en los pantalones. Seguro que Welles ensancharía los términos de la metáfora hasta el montaje mismo, como la costurera que vuelve al vestido de la madrina de la boda un par de años (y seis quilos) después para que pueda usarlo en el bautizo, basta leer lo que cuenta Walter Murch (en ese libro imprescindible, El arte del montaje) a propósito del memorándum que escribió tras ver ¡una sola vez! el montaje de Sed mal que había perpetrado (y aún así qué enorme película) la Universal: Orson Welles tomó notas durante esa proyección -No puedo ni imaginarme, dice Walter Murch, cómo debió sentirse, allí sentado, escribiendo furioso en la oscuridad...- y al día siguiente mecanografió ¡58 páginas! de comentarios de forma astuta, clarividente, contenida, bullendo de pasión bajo la superficie, comenta Murch. ¡Es triste leerlo!
Lo de Orson Welles con Sed de mal fue como esa costurera que tiene que arreglarle el traje de la boda a la madrina para que le sirva para la primera comunión, después de que se lo hubiese llevado a arreglar para la primera comunión a una costurera atolondrada, pasa a veces. Han pasado cincuenta y un años, y Sed de mal, cada vez que uno vuelve a verla, en los tiempos que corren, casi resulta una película experimental a propósito de la frontera -a ambos lados de la frontera se junta lo peor de cada país, dice uno de los personajes-, más aún, de lo fronterizo, más allá de ese plano secuencia inicial que aparece en la nueva versión remontada por Murch, como quería Welles, limpia de créditos, un prodigioso y virtuoso ejercicio de cámara, pero, sobre todo, un despliegue visual y sonoro del detonante y tema central de la película. Por cierto, Orson Welles en la conversación con Bogdanovich -Ciudadano Welles-, harto ya de que le pregunten sobre el guión, le espeta: El guión no se acaba nunca. Nunca se termina de trabajar en el guión. Algo que olvidan los que se les cae la baba hablando del guión de hierro.
Acabáramos, el guión de hierro, la gran metáfora sobre el guión. Tanto se les llena la boca a algunos hablando del guión de hierro sin darse cuenta de que es algo que nunca existió. Ya quisieran algunos productores, pero ni por asomo. Al fin y al cabo, conviene decirlo, esos mismos productores que se derriten con el aquel del guión de hierro son los mismos que te dicen -sin asomo de vergüenza- que es lo más importante de una película, los mismos que, llegado el caso, le piden al guionista que lo reescriba para ajustarse a los recortes presupuestarios o al director que resuelva en un plano lo que precisaba de media docena para contarlo como es debido. En fin, lo del guión de hierro fue un invento de los productores, o mejor, una utopía que llevan persiguiendo un siglo y no se resignan. ¿Por qué? Porque fueron los productorees quienes inventaron el guión para controlar a los cineastas -como Griffith, como Stroheim- y saber con certeza cuánto costaba una película antes de que se hiciera. Dicho de otra forma, el guión nació como una exigencia contable, no como una exigencia cinematográfica. Y tampoco es que estuviera mal, si no eres Griffith o Stroheim o Chaplin o Gregory La Cava o Welles o Rossellini pues casi mejor que cuentes con un buen guión, así, al menos, algo se sostendrá en la pantalla.
La modernidad cinematográfica prescindió del guión de hierro y lo trabajó con materiales más dúctiles, que permitieran la incorporación en el fime de lo azaroso, de lo imprevisible, de lo impensable. En cierta manera, la modernidad era hija de la crisis de un sistema de producción -Hollywood- pero también de la crisis de un modelo de representación y de una forma de recepción de las películas. Probablemente, ya no son posibles películas perfectas (con guiones perfectos, modélicos, clásicos) como Las tres noches de Eva (1941) de Preston Sturges pero tampoco en tiempos del cine clásico sería posible hacer una película (sin centro, sin espina dorsal, aunque con magnetismo y armonía) como Yi yi (2000) de Edward Yang. Ambas maravillosas películas trazan la metamorfosis de la costurera, entre dos maneras de coser, incluso en el aquel de nunca acabar de coser: la modernidad nos enseña que las películas se hacen en un pasional, paciente y perseverante -la regla de las tres pés- coser y descoser, se escriben desde el papel hasta la pantalla, se ruedan contra el guión y se montan contra el rodaje. Si una película es escritura, desde luego acabará siendo un palimpsesto. Como decía Welles, el guión no se acaba nunca, y la costurera sigue hilvanando y cosiendo en la sala de montaje.
Pero en resumidas cuentas, confesémoslo, uno no fue reduciendo horas de clase de guión consumido por las dudas y en el trance de la incertidumbre. O no sólo por eso. En realidad todas las dudas y cualquier incertidumbre se reducen a la pregunta del millón: ¿y si tiene razón Mamet? ¿y si todo se reduce a las tres preguntas mágicas? ¿Que cuáles son las tres preguntas mágicas del guión?: ¿Quién quiere qué de quién? ¿Qué pasa si no lo consigue? ¿Por qué ahora? De la pregunta por qué ahora se olvidan -o la ningunean- la mayoría de las películas que llegan a los cines. Tres sencillas preguntas, las preguntas de toda la vida, aunque quizá las herramientas y patrones de costura ya no sean los mismos, pero son idénticas las inevitables noches de insomnio con los hombros cargados sobre la labor de la costurera.
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