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28/8/16

Mirar mirar mirar


En el Tratado de la pasión, de Eugenio Trías (llevaba casi treinta años sin hojearlo), encuentro unas líneas subrayadas:
El verdadero comienzo del conocimiento y de la pasión es, pues, "unos ojos que miran unos ojos que miran esos ojos" [En la ópera wagneriana, Isolda no ve sólo los bellos ojos de Tristán, ve unos ojos que le miran los ojos]. Lo que el sujeto ve son los ojos que le miran y en tanto le miran. Y no por razón de que le miren a él, o no sólo por esa razón (no por causa de que él sea aquel en quien recae ese favor, esa gracia, esa elección), sino porque al mirarle se expresan: y es esa expresión lo que hace que el sujeto ame y se apasione. Amor y pasión intensificados por razón de que el otro sufre en sí mismo idéntico proceso.
Spellbound (Recuerda, 1945), 
la primera película de Hitchcock con Ingrid Bergman.

Uno se atrevería a decir que la sintaxis cinematográfica cuajó en esa encrucijada de ojos (ensimismados en el aquel de mirarse) y en torno a una figura que da forma a la pasión amorosa: el plano/contraplano.

Lucky Star (1929), de Frank Borzage.

Viene a cuento acordarse del ensayo que dedicó Núria Bou (con la cita de Eugenio Trías en el umbral) a ese dispositivo de representación fílmica de la pasión, la figura del recogimiento de un mirar(se):
El plano/contraplano (...) puede llegar a constituirse en "isla" temporal en el seno de la narración, como interrogación lírica que suspende, en sentido literal, el fluir de la trama para ofrecernos el espectáculo, mil veces formulado y reformulado por el cine clásico, de unos ojos que se abisman mirándose y se abstraen del inexorable mecanismo narrativo que hace avanzar a los films. 
Río Grande (1950), de John Ford.

Nada anuda tanto el plano con su contraplano como un mirar -un mirarse- transido de pasión amorosa. Un mirar que anula -ciega- el fuera de campo, el más allá -de los bordes- del encuadre que encierra esas miradas. Por cegar, ese mirar vuelve invisible el corte (la herida del montaje) entre el plano y el contraplano. Un mirar que deroga también la distancia que separa a los amantes. Una mirada amorosa, en fin, que suspira por abolir las coordenadas del espacio-tiempo. Diríase que el cine porfía por acoger, cobijar y acunar ese mirar mirar mirar que deviene la experiencia de ver una película.

Noche y día (1991), de Chantal Akerman.

La pasión, pues, como asunto primordial del cine, que encuentra su lienzo en una urdimbre de miradas, y de movimientos y gestos que las miradas animan. Una pasión que mueve a los espectadores a los cines en busca del arrebato del encuentro de las miradas con visos de experiencia hipnótica.

Falso movimiento (1975), de Wim Wenders.

Ese mirar mirar deviene uno de los vectores cardinales que arrastran las historias que se viven en la pantalla, pero aun más, es el vector que arrastra a los espectadores -que nos arrastra- a vivir esas historias en el cine.

À bout de souffle (1960), de Godard.

Atrapados por "unos ojos que miran unos ojos que miran esos ojos".

En la ciudad blanca (1983), de Alain Tanner.

No se cansa uno de mirar mirar mirar.

26/4/10

La mujer del Hotel Empire


Cuando se habla del cine dentro del cine o de los sueños en el cine o sobre el cine y los sueños no suele citarse Vértigo. Sin embargo, creo que los sueños constituyen la materia primordial de la película de Hitchcock y creo que ninguna otra ha tratado con tanta complejidad y hondura las pulsiones que se movilizan en el aquel de hacer cine. Vértigo puede contemplarse como la puesta en escena del deseo de Scottie (James Stewart) atrapado y polarizado por un sueño, Madeleine (Kim Novak), un personaje de ficción poseído por un fantasma del pasado; un deseo y un sueño que se activan a partir de un guión (de hierro) urdido para encubrir un asesinato. Digámoslo así, Vértigo es la película que, primero, le escriben a Scottie y, luego, cuando la película (o el sueño) se interrumpe, es el mismo Scottie quien, poseído por el deseo, no duda en tomar las riendas del guión para, dirigiendo él mismo la película, dar vida al sueño que lo arrebata, porque sin ese sueño no puede vivir. Pero quizá hemos anticipado demasiado, tanto que casi hemos llegado al final, y Vértigo, probablemente la película de Hitchcok cuyo guión tardó más en cuajar, resultó un proyecto que experimentó numerosos retrasos, aplazamientos que a la postre fueron decisivos; más aún, si Hitchcock hubiera podido rodar la película a finales de 1956 o en los primeros meses de 1957, quizá no sería la obra fascinante e inagotable que conocemos, sobre la que tantas páginas se han vertido. Páginas como las que le dedicó Robin Wood en El cine de Hitchcock, un libro pionero sobre la película que nos convoca hoy, publicado en 1965 y editado en español por la editorial Era en 1968, y que leí con devoción. El análisis que Robin Wood le dedicó a Vértigo sigue siendo uno de mis textos de cine favoritos y lo que yo pueda escribir aquí -sobre la película en sí- debe interpretarse como deudor del maestro emérito de esta escuela. Y como homenaje de un alumno, limitado es cierto, pero agradecido.



Retrocedamos entonces hasta mayo de 1956, cuando Hitchcock había terminado Falso culpable y le encargó a Maxwell Anderson, uno de los guionistas de esa película, un primer tratamiento de De entre los muertos, una novela de Boileau y Narcejac que gira alrededor de una mujer con el pelo recogido en un moño, vestida con un elegante traje de chaqueta gris muy ceñido en la cintura. Anderson escribió ese tratamiento teniendo en cuenta los cambios que Hitchcock quería introducir respecto a la novela: actualizar la historia -sucedía durante la 2ª guerra mundial- y ambientarla en San Francisco -transcurría en París y Marsella-, y como los escenarios eran fundamentales para el director, en cuanto el guionista firmó el contrato, le adjuntó dos billetes de avión para él y su mujer con las instrucciones de visitar algunas de las localizaciones que preveía para la película. Pero ese primer tratamiento no debió gustarle a Hitchcock ni el proyecto debía interesarle lo suficiente a Maxwell Anderson -desde luego pensaba que aún no tenían una base firme desde la que abordar el guión-, porque en agosto y septiembre, el director trabajó con Angus McPhail, el otro guionista acreditado en Falso culpable, y desarrollaron una sinopsis de dos páginas. Cuando en septiembre, McPhail abandona el proyecto, le comenta a Hitchcock que no está en condiciones de aportar la imaginación que requiere el guión, se sentía fuera de lugar en Hollywood y quería volver a Inglaterra. Joan Harrison, una de la colaboradoras principales del equipo del cineasta y productora de Alfred Hitchcock presenta, sugirió a Alec Coppel que había escrito para la serie.


En la primera reunión a propósito Vértigo, Hitchcock le entregó unas notas mecanografiadas sobre los momentos clave y le enumeró una lista de 23 secuencias que ya tenía en la cabeza. Guionista y director se reunieron con regularidad durante el otoño de 1956, y Coppel desarrolló un tratamiento consistente con párrafos numerados sin diálogos, lo que ahora y aquí llamaríamos una escaleta de pasos o de nudos de la trama. Hitchcock preveía que el rodaje de Vértigo podría iniciarse en diciembre. Mientras Coppel escribía el guión, el director y Joan Harrison trabajaban en los nuevos episodios de Alfred Hitchcock presenta de la temporada 1956-1957. Pero el rodaje de Vértigo se retrasó porque James Stewart, que encarnaría al protagonista, había acumulado demasiadas películas seguidas y necesitaba descansar, y se programó para comienzos de 1957. Mientras tanto, la 2ª unidad podría rodar exteriores y Hitchcock supervisaría el vestuario de Vera Miles, la protagonista de Falso culpable, y que era la actriz que había sustituido a Grace Kelly que había sustituido a Ingrid Bergman... en el corazón del cineasta, y que, sobra decirlo, iba a encarnar a la mujer rubia vestida con traje de chaqueta gris de Vértigo. Con el retraso, Coppel dispondría de más tiempo para terminar el guión que se desarrollaba en el curso de largas charlas con Hitchcock y que el guionista plasmaba en el papel visualizando con detalle las escenas, por ejemplo aquélla en la que Scottie besa a Judy metamorfoseada en Madeleine en la habitación del Hotel Empire y la cámara se mueve en torno a ellos. El cineasta empezaba a entusiasmarse con Vértigo y disfrutaba explorando las zonas oscuras de los personajes, pero Coppel tenía la cabeza también en una obra de teatro que estaba escribiendo y la película se demoraba más de lo que había previsto, así que se separó de Hitchcock amistosamente.

Hitchcock dirige a Kim Novak,
como Judy, en Vértigo

A finales de noviembre de 1956, Hitchcock le escribió a Maxwell Anderson comunicándole que ahora disponía de un punto de partida adecuado para escribir el guión de rodaje de Vértigo y le invitó a volver al proyecto: Esta estructura nos ha llevado muchas semanas de trabajo a Coppel y a mí, y, después de tantos años de experiencia, aún sigo preguntándome por qué resulta tan difícil establecer una estructura. Para el director, la película debería ser una historia de amor con un tono extraño en la que la mujer se enamora del detective de la misma forma trágica en la que él se enamora de ella. Pero Anderson, para sorpresa de Hitchcok, rechazó el encargo y el director se puso a buscar otros guionistas. Le recomendaron a Samuel Taylor, un dramaturgo que contaba con algunos éxitos en Broadway, por ejemplo Sabrina Fair, a partir de la que Wilder y Ernest Lehman -un guionista al que perseguía Hitchcock- habían escrito Sabrina (1954). Además, Taylor había vivido en San Francisco y estaría familiarizado con los escenarios de Vértigo. La película se volvió a posponer, pero el aplazamiento se prolongó más de lo previsto porque el director tuvo que someterse a una operación de hernia umbilical que se complicó. Mientras se recuperaba en casa, ya en 1957, mantuvo las primeras reuniones con Sam Taylor. Según el guionista, nada más conocerse se entendieron de maravilla: Cuando trabajábamos, sobre todo en su casa, nos sentábamos a charlar. Hablábamos sobre toda clase de temas: sobre comida, sobre nuestras esposas, sobre viajes... Y también hablábamos sobre la película; entonces se producía un largo silencio, nos mirábamos y Hitch decía: "Bueno, el cronómetro sigue en marcha..." Y entonces, de repente, seguíamos hablando. Pero en marzo, Hitchcok fue ingresado otra vez para una operación de cálculos biliares y pasó un mes en el hospital.


El 9 de abril le dieron el alta y Hitchcock pasó un mes en casa descansando. Durante los meses de marzo -cuando estaba hospitalizado- y abril -mientras descansaba-, James Stewart se había estado reuniendo con Sam Taylor porque quería explorar emociones que no había experimentado hasta entonces y esos encuentros con el actor le resultaron de gran ayuda al guionista para profundizar en el personaje de Scottie. Pero con el personaje de Madeleine/Judy fue otro cantar: Vera Miles estaba embarazada. Hitchcock sintió que la historia se repetía: todas las actrices que había querido esculpir con los personajes que creaba para ellas le abandonaban una tras otra, primero Ingrid, luego Grace, ahora Vera. Trató de mantener una relación cordial con Vera Miles pero ya no pudo recuperar la corriente que fluía entre ellos. No es de extrañar que la actriz, cuando dos años después recibió el guión de Psicosis y descubrió que el personaje de Marion Crane era para Janet Leigh, se pusiera furiosa, y cabe imaginar que lo viviría como una venganza del director por abandonarlo. Entonces entró en escena Kim Novak y se fijó el rodaje para junio. Samuel Taylor seguía trabajando en el guión, y mejoraba las escenas y los diálogos, aunque su única contribución neta fue el personaje de Midge, la pintora enamorada de Scottie pero no correspondida, para el que había pensado en Barbara Bell Geddes, una actriz amiga suya que sobre todo trabajaba en Broadway.


Hitchcok dirige a Kim Novak,
como Madeleine, en
Vértigo


En la primera semana de mayo de 1957, el guionista mantuvo una reunión de trabajo con Hitchcock. El cineasta se había pasado semanas en cama dándole vueltas a la película y tomó una decisión radical. En la novela, se le descubre al lector en el desenlace que Madeleine nunca existió y que Judy estuvo implicada en su asesinato, pero Hitchcock quería revelárselo al espectador cuando faltaba aún un tercio de la película: es el momento en que nos quedamos a solas con Judy, tras haber aceptado una cita con Scottie después de que la haya seguido hasta el Hotel Empire, la cámara encuadra la nuca de de la mujer, inmóvil, se vuelve, recuerda... y descubrimos que Madeleine sólo era un personaje encarnado por Judy y que el amor de Scottie fue sólo un sueño. Hay pocas decisiones tan arriesgadas desde el punto de vista estructural, pero fue la que transfiguró una buena película en una obra de arte. Esa revelación nos permite saber algo que Scottie no sabe pero, aún más importante, en vez de compartir el proceso de esclarecimiento que el protagonista va a vivir -cómo Scottie descubre la verdad-, vamos a poder estudiarlo, casi auscultarlo; y lo más importante, sin esa revelación el personaje de Judy resultaría tan inescrutable como Madeleine, pero como sabemos que Judy era Madeleine podemos vivir en toda su riqueza y complejidad la dolorosa experiencia de la mujer del Hotel Empire, porque la revelación incluye también que Judy se ha enamorado de Scottie y pronto descubrirá que él sólo podrá amarla si encarna al sueño perdido de Madeleine. Es esa ruptura la que convierte a Vértigo en una obra capital de la historia del cine.


Claro que Samuel Taylor lo recuerda de otra manera, fue él quien se lo propuso al director, por lo visto le dijo: Esto no será un puro Hitchcock a menos que el público sepa qué ha ocurrido. Aunque siempre consideró que revelárselo mediante la carta de Judy a Scottie (y que luego romperá) y el flashback fue un error. Quizá. Hitchcock y Taylor siguieron puliendo el guión pero aún no habían terminado los problemas que provocaron un nuevo aplazamiento del proyecto, esta vez por el desacuerdo entre Kim Novak y Harry Cohn, el patrón de la Columbia que la tenía bajo contrato, y que los tuvo negociando todo el verano. El rodaje se programó, entonces, para octubre de 1957. Con tantos aplazamientos el guión de Vértigo -ese texto combustible- acabó siendo muy detallado, desde posiciones de cámara hasta comentarios a propósito de la música, pero sobre todo se volvió una obra sombría y honda. Y tras casi dos años dedicados al guión y a la preparación de la película el rodaje comenzó el 30 de septiembre en San Francisco. Todos sabíamos que era un proyecto muy importante para Hitchcock, y que para él era una historia muy profunda, muy personal, aseguró Samuel Taylor. El cineasta nunca confesó que fuera su película preferida pero, cuando dos años después Joseph Stefano, el guionista de Psicosis, le dijo que Vértigo era la película que más le gustaba, a Hitchcock se le llenaron los ojos de lágrimas. El guión se siguió trabajando durante el rodaje y la última versión está fechada el 9 de dicembre de 1957. La película se estrenó a finales de mayo de 1958.



Vértigo empieza con la exploración del rostro de Madeleine. La cámara ausculta la máscara -de las apariencias inescrutables- en la que sólo los ojos -que se mueven inquietos- delatan las emociones aprisionadas bajo el rostro. La cámara penetra en el ojo y nos asomamos al vértigo de los títulos de crédito de Saul Bass, que va más allá del miedo a las alturas, acompañados por la música de Bernard Herrmann. Digámoslo así, la cámara trata de descubrir el rostro que hay tras la máscara. Esa música de los créditos acompañará también la escena de la metamorfosis de Judy en Madeleine en el salón de belleza, justamente cuando un rostro se transforma en una máscara.

Desde que Herrmann empezó a colaborar con Hitchcok, las imágenes del cineasta las recordamos, no ya envueltas, sino enhebradas por la música de aquél. Eugenio Trías en su ensayo Vértigo y pasión ha iluminado como nadie el carácter primordial de la partitura de Hermann en el destilado de la experiencia que representa la película. Desde los créditos se conjugan las máscaras y las emociones que ocultan, la frágil piel de las apariencias y el caos de emociones que envuelven, la realidad y los sueños. Más concretamente, desde las primeras imágenes Vértigo habla del cine y de la naturaleza de las imágenes, de la compleja y honda indagación en los rostros y en los cuerpos. Habla del oficio laberíntico de dirigir una película, de la condición fugitiva de la verdad y del carácter poliédrico del aquel de hacer cine.



La primera escena de la película acaba con Scottie colgado de un abismo, es decir, poseído por el vértigo y no sabemos cómo consiguen rescatarlo, de tal forma que estamos legitimados también para concebir la película que continúa tras el fundido negro cómo la fantasía onírica de un Scottie abocado al abismo, atrapado en un vértigo irremediable. Una fantasía que cuaja en la nostalgia del pasado que se despliega por la ciudad de San Francisco y en el deseo que electriza a Scottie cuando acepta el encargo de vigilar a Madeleine, una mujer poseída por el fantasma de Carlota Valdés, su bisabuela muerta. El cementerio, la galería de arte, la vieja mansión convertida en hotel, la iglesia colonial, el lago con el templete de las puertas del pasado... Los lugares por donde Scottie sigue a Madeleine parecen abstraídos del San Francisco real -y del tiempo en que acontece la historia-, en palabras de Robin Wodd son bolsillos de silencio y soledad, otro mundo. Madeleine lleva a Scottie de regreso al pasado. Fantasma ella misma parece arrastrar a Scottie a través de las puertas del pasado. Por eso la película parece encerrarse en una burbuja de melancolía. Y volvemos de nuevo al cine como hilo cardinal de Vértigo: las grandes películas no pueden sino desvelar las capas de tiempo sumergidas bajo la piel del presente de las imágenes.


Y una de las escenas más bellas y turbadoras de la película cristaliza en ese plano del dedo de Madeleine enguantado en negro, recorriendo las estrías de tiempo del corte transversal del tronco de una sequoia -atravesando las puertas del pasado- mientras le dice a Scottie: En algún momento de estos nací yo y aquí he muerto. Sólo fue un momento para ti, no te diste cuenta. Ella desaparece entre los árboles, como un fantasma. La secuencia culmina junto al mar:

Madeleine.- No me dejes, quédate conmigo.
Scottie.- Todo el tiempo.


Y se besan apasionadamente. Y las olas se estrellan contra el acantilado. Así se lee en el guión y así se ve en la película. Un instante precario frente a la eternidad.


Hasta aquí la película puede verse, cómo no, como si el sueño de Scottie se hiciera realidad. Y como hemos visto la película a través de sus ojos, de ahí los movimientos lentos subjetivos casi oníricos, este movimiento de la película podría interpretarse bajo el signo de la realidad derrotada por el sueño. Pero ese sueño se revela un fraude cuando Hitchcock nos deja a solas con Judy: la visión de Scottie era pura ilusión, una ficción construida por el marido de Madeleine con la complicidad de la mujer del Hotel Empire. Pero pronto caeremos en la cuenta de que Judy, de tanto fingir ser Madeleine o por fingirlo tan profundamente, se convirtió en el personaje que representaba hasta confundir la máscara y la persona; debía hacer que Scottie se enamorara de ella fingiendo que ella estaba enamorada de él y en realidad se enamoró. Lo real se vuelve ambiguo y ya resulta imposible distinguir lo fingido y lo verdadero. Y cobran especial relevancia aquellas palabras que Madeleine le dijo a Scottie antes de subir al campanario en la misión española -Si tú me amas, sabrás que yo te amé-, sobre todo ahora que sabemos que era Judy interpretando el papel de Madeleine. En realidad, fue Madeleine quien tomó posesión de Judy.


Si el tiempo es la materia misma del cine y el tiempo pesa en cada plano de Vértigo no podemos dejar de señalar algunas de las elipsis que Hitchcok usa para destilar el tiempo vivido y el tiempo recordado. Después de que Scottie salva a Madeleine de morir ahogada junto al Golden Gate, la vemos durmiendo en el cuarto de aquél, su ropa cuelga a secar en la cocina: la combinación, las medias, el sujetador, el vestido... Es decir, la ha desnudado para meterla en la cama, ha tenido el cuerpo de Madeleine para él, lo ha tocado, lo ha recorrido con la mirada. Cuando Madeleine sale de la habitación vestida con la bata de Scottie, el sueño se ha hecho carne. Más adelante, tras la revelación de Judy, cuando ésta salga de la habitación convertida en Madeleine, la carne se habrá sublimado en un sueño, el sueño de Scottie. Pero ese sueño ha sido antes memoria imborrable de Judy. Hablo de esa escena maravillosa en que Judy, después de romper la carta en la que (nos) confesaba que amaba a Scottie y que había sido cómplice de un asesinato, abre el armario y recorre con las manos los vestidos con los que interpretó el papel de Madeleine, y recuerda (con nosotros) los momentos vividos, hasta que se arrepiente, quizá porque ha gozado con el recuerdo, y oculta el traje de chaqueta gris en el fondo del armario (de la conciencia). A través de las imágenes penetramos en los procesos mentales de los personajes, he ahí la fuerza del cine de Hitchcock.


La película transita progresivamente hacia la noche a medida que Socottie se pierde en el laberinto del deseo, ese laberinto metaforizado en las calles de la ciudad que recorre en coche mientras sigue a Madeleine después del conato de suicidio para descubrir que es hasta su propia casa, la de Scottie, adonde se dirige. El deseo obsesivo es la fuerza y la debilidad de Socottie, de ahí emergerá la ironía trágica que cristaliza en la última escena de la película. La resurrección de Madeleine a través de Judy conmueve y duele. Nos conmueve por Scottie y nos duele por Judy. Cuando ella comete el error fatal de ponerse el collar de Carlota Valdés que le permite a Scottie descubrir el fraude, Judy simplemente renuncia a su identidad, porque sabe que él sólo la amará como Madeleine, no como carne real, sino como carne sublimada en sueño. Así que inmola su propia identidad anudando con el collar el último eslabón de la cadena trágica.


Las grandes películas nos reinventan como espectadores. Después de verlas, el cine es otra cosa. Nos enseñan a ver de otra manera. En la escuela de los domingos que son las películas aprendemos a sostener el espejo que nos devuelve un abismo que convierte el ojo en el pozo insondable de una mirada. Tan insondable que Vértigo es otra película cuando la vemos por segunda vez y tantas otras veces, porque entonces, a la luz de lo que ya sabemos, emerge el filme que interpreta Judy, porque desde el primer momento sabemos que está interpretando a Madeleine, e imaginamos cuál era la relación con el "director" que la obliga a interpretar el papel, y quizá la descubrimos más real cuando interpreta que cuando es. Después de la primera vez, Vértigo, a diferencia de tantas películas, se vuelve más misteriosa, porque estamos en condiciones de auscultar con la cámara de Hitchcock la gracia, el enigma y la vulnerabilidad que oculta la mujer del Hotel Empire.

4/2/09

Los filósofos van al cine



La cinefilia es esa sana enfermedad cuyo síntoma es creer que este mundo es ya otro mundo. (Serge Daney)


Ludwig Wittgenstein
Desde luego, Wittgenstein iba al cine a menudo. A partir de 1930 impartió clases en Cambridge. Recibía a un grupo de alumnos en el cuarto que le habían asignado y, sin texto ni notas que consultar, pensaba en voz alta. Las únicas interrupciones que permitía eran sus propios silencios, que no pocas veces duraban toda la sesión, o las preguntas que lanzaba a sus alumnos. Las clases le agotaban. Digamos que dar clase le hartaba. Ya había perdido la paciencia más de una vez en aquella escuela de aldea donde ejerció de maestro, después de la primera guerra mundial. Los padres se quejaron porque les pegaba a los niños. En realidad, lo único que le gustaba era leerles cuentos de hadas. En fin, después de las clases –“agotadoras jornadas filosóficas”, según las describe algún biógrafo- (menos mal que no le tocó trabajar en un instituto como el de La clase, por ejemplo), se refugiaba en alguna sala de cine, se sentaba en la primera fila y se relajaba viendo westerns o comedias musicales, las películas que prefería, cine hollywoodense, en general. Detestaba el cine inglés; llegó a decir que una buena película británica no era una posibilidad siquiera concebible. Las novelas de detectives también representaban otra de sus vías de escape, en ellas encontraba más sabiduría que en las revistas de pensamiento.

Fotograma de El espíritu de la colmena
Si no recuerdo mal, el primer texto de un filósofo –y/o profesor de filosofía- sobre una película que leí fue el dedicado por Savater a El espíritu de la colmena (1973) de Víctor Erice, “Riesgos de la iniciación del espíritu”.

Víctor Erice
Se trataba del prólogo a la edición del guión del filme. Traigo aquí un fragmento que puede resultar ilustrativo del tiempo en que fue escrito –Franco acababa de morir-:

Fotograma de El espíritu de la colmena
La colmena en la que se debate el espíritu de Erice es indudablemente España. Tan absurdo sería descontextualizar la película olvidando este dato -degradándola a inconcreta alegoría- como supeditar todo su significado al peculiar enredo histórico español. El espíritu ama lo concreto, pero saca fuerza de ello para ir más allá de cualquier anécdota; es histórico, da cuenta y se da cuenta de la historia, pero no queda encerrado por ella en su necesidad. Estamos ante un decidido alegato contra el fascismo, cuya verosimilitud estética y ética le hace afortunadamente rebasar el cauce estrictamente político -es decir, estratégico- del antifascismo. Sacudirse el fascismo, imposibilitar su predominio y su rebrote es gran parte del problema hoy en España -escribo estas líneas el último día del año 1975-, pero desde luego no es todo el problema. Pensar lo contrario es peligroso, cómodo y torpe. Una de las maldiciones del totalitarismo es que, bajo él, no puede uno pensar más que en librarse de él, en suprimir sobre todo sus odiosas maneras: su insultante fanfarronería, su mediocridad condecorada, su pedante dogmatismo ideológico, su mojigatería, su corrupción, su ineficaz burocratismo, su injusticia. Pero el problema de la colmena, de lo uno y lo vario, de lo igual y lo distinto, del control, de la producción, de la sujeción a lo necesario, de la muerte, de la imposible fraternidad, de la maldad y la desdicha, los problemas que acongojan y rebelan al monstruo trascienden la siempre meritoria lucha contra el estilo totalitario. Recordar aquellos sin olvidar ésta parece lo más digno de la vocación libertaria de la España actual. 'El espíritu de la colmena' puede acompañarnos estimulantemente si nos sentimos llamados o precipitados a este difícil camino.

Fotograma de El espíritu de la colmena
¿Qué estrecho, rígido y reductor suena, no? Quién diría que escribe sobre una película que habla de los poderes del cine para iluminar el aprendizaje sobre el otro lado de las cosas. El peaje de la historia, mejor dicho de la Historia.

El siguiente texto que leí también pertenecía a Savater. Se lo dedicó a El sur (1982), de Víctor Erice también. Recuerdo que apareció publicado en la desaparecida revista de cine “Casablanca” y se titulaba “¡Qué hermosa es!”. No se trata de textos filosóficos, son textos de cinéfilo, de aficionado al cine. O mejor, con excepción del cine de Erice, los textos de Savater se refieren al cine americano y cuando aparece opinando en algún programa de televisión suele presentar una visión, digamos restringida, respecto a la experiencia cinematográfica. Quizá estoy siendo injusto.
Poco después me sumergí en los escritos sobre cine –“La imagen-tiempo” y “La imagen-movimiento” del filósofo francés Gilles Deleuze, que falleció el año del primer centenario del cine. Dos volúmenes que se han convertido en títulos de referencia de los estudios fílmicos en los que Gilles Deleuze se sitúa en el lugar del cine para reflexionar filosóficamente. El cine como lugar para pensar, desde el que pensar de otra forma. Por esos mismos años, Godard formulará la necesidad de trabajar el filme como forma que piensa. El filósofo francés confrontaba sus reflexiones con las de Henri Bergson –y sus tesis sobre el movimiento- que en fechas tempranas del siglo XX había comprendido la necesidad de pensar la experiencia cinematográfica:
Henri Bergson

La primera vez que vi el cine comprendí que aportaba algo absolutamente nuevo a la filosofía. Nos proporcionaba la capacidad de entender nuestra forma de conocer: de hecho podríamos incluso decir que el cine es, en sí mismo, un modelo de la conciencia. Ir al cine es, por tanto, una auténtica experiencia filosófica.
Con Deleuze me ocurre algo curioso, películas y/o cineastas que él utiliza como ejemplo para tal o cual concepto yo los adjudicaría a otro distinto. Quizá porque el cine tiene un estatus dudoso como lenguaje y se resiste a las taxonomías –la clasificación de las imágenes y de los signos (con la del lógico Peirce como referencia) tal como aparecen en el cine, o de las modulaciones del tiempo y su presentación directa en la pantalla- que ensaya Deleuze. Porque el espacio se experimenta en términos de duración y el tiempo, irremediablemente, se ancla sobre la superficie representada en la pantalla. Tengo aquí al lado los dos volúmenes que leí en 1987. Subrayé párrafos como estos:
¿Cómo construir un espacio cualquiera (en estudios o exteriores)? ¿Cómo extraer un espacio cualquiera de un estado de cosas dado, de un espacio determinado? El primer recurso fue la sombra, las sombras: un espacio llenado con sombras, o cubierto de sombras, se convierte en un espacio cualquiera.
El punto en que la imagen cinematográfica se confronta más estrechamente con la fotografía es aquél en que más radicalmente se distingue de ella. Las naturalezas muertas de Ozu duran, tienen una duración, los diez segundos del jarrón: esa duración del jarrón es precisamente la representación de lo que permanece, a través de la sucesión de los estados cambiantes.

Los estudios sobre cine de Deleuze ampliaron la lista de las películas “imprescindibles” que aún no había visto. Y que tanto costaba ver. Ya habían pasado los setenta, incluso los primeros ochenta cuando se estrenaban con normalidad en las salas de cine de Vigo, Ourense ,Pontevedra o A Coruña, Amarcord (1973) de Fellini, El discreto encanto de la burguesía (1972) de Buñuel, Yo te saludo, María (1984) de Godard o Messidor (1979) de Alain Tanner. Y aquella primera época de la televisión de madrugada en la que programaban clásicos maravillosos en versión original subtitulada –uno no daba abasto a grabar en vídeo- acabó demasiado pronto. De aquella lista de “imprescindibles” aún quedan algunos títulos pendientes –algún título de Dovjenko, de Víctor Sjöstöm, o de Ozu-, pero ¡qué suerte tuvimos los cinéfilos con el invento del dvd!


Fotograma de los créditos de Saul Bass para Vértigo
En mis años de pasión por Hitchcock, representó un auténtico regalo “Lo bello y lo siniestro” del filósofo Eugenio Trías, que contenía un capítulo –“El abismo que sube y se desborda”- dedicado a una de las obras maestras del cineasta, Vértigo (1958) –mi amor por ella sigue intacta-.


Fragmento de un fotograma de Vértigo
Una película sobre la que volvería en “Vértigo y pasión”, donde Trías centra y analiza con hondura a lo largo de casi doscientas páginas el gran tema hitchcockiano que el filme lleva hasta el límite: el amor-pasión atravesado por la pulsión de muerte.



La revista “Trafic”, fundada por Serge Daney en 1992, sigue acogiendo en sus páginas las más recientes aproximaciones al cine desde el campo de la filosofía.

Serge Daney
Es el caso de los trabajos contenidos en "El cine, ¿puede hacernos mejores?" de Stanley Cavell. El pensamiento filosófico de Cavell se nutre del cine, se alimenta de películas; de las comedias clásicas de los 30 y 40, de Bergman, Godard, Rohmer o Jarmush, donde encuentra focos con los que iluminar a Heidegger, Thoreau, Wittgenstein o Descartes. Su pasión filosófica por el cine –y/o viceversa- la explica así:
No concibo la posibilidad de seguir hablando de mi interés por el cine sin permanecer fiel al impulso de filosofar tal como yo lo entiendo. Si no hubiera estado dispuesto a poner lo mejor de mí en ese esfuerzo, no habría abordado la cuestión de saber si la sensibilidad que la filosofía atrae e intriga también es atraída e intrigada por el cine.

Un impulso que lo ha llevado a reflexionar sobre las cuestiones esenciales de la existencia tomando como campo de estudio siete filmes canónicos de la comedia clásica americana –Sucedió una noche (Frank Capra, 1934), La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938) o Las tres noches de Eva (Preston Sturges, 1941)…- en “La búsqueda de la felicidad: la comedia de enredo matrimonial en Hollywood”. Películas que despliegan visiones de la vida cotidiana trufada de errores y desventuras, de malentendidos e infortunios, como una síntesis cómica de la mirada sobre lo ordinario invocada, según Cavell, en las “Investigaciones filosóficas” de Wittgenstein: el deseo de escapar de cuanto podríamos llegar a percibir como los límites de la finitud, el apetito de metafísica.


Lluvia, fotografía de Kiarostami

Un aparte entrañable, cordial y, por qué no, recóndito, merece un librito, de tacto ligeramente rugoso, que me deparó horas felices que, en el fárrago de retrasos y puertas de embarque en algún aeropuerto, volaron como por ensalmo. Se titula “La evidencia el filme. El cine de Abbas Kiarostami”. Su autor, el filósofo francés Jean-Luc Nancy. Desgrana las reflexiones que le sugirió Y la vida continúa (1991), la segunda de las películas de la llamada “trilogía de Kokher” y se cierra con una conversación entre el filósofo y el cineasta. Para alumbrar el centro neurálgico del texto, este fragmento:
La evidencia del cine es la existencia de una mirada a través de la cual un mundo en movimiento sobre sí mismo, sin cielo ni envoltorio, sin punto fijo de amarre o de suspensión, un mundo sacudido por terremotos y atravesado por vientos, puede volver a darse su propia realidad y la verdad de su enigma (que desde luego no es su solución). Por esta razón, el cine de Kiarostami es una meditación metafísica (…) una metafísica cinematográfica, el cine como lugar de la meditación, como su cuerpo y su dominio, como el tener lugar de una relación con el sentido del mundo.

Tengo a mano, esperando, "La fábula cinematográfica. Reflexiones sobre la ficción en el cine", de Jacques Rancière, un filósofo del que conocía "La carta de Ventura", el hermoso texto sobre Juventude em marcha (2006) de Pedro Costa, publicado en el número 61 de "Trafic".



Pedro Costa

En una entrevista le preguntaron por qué un filósofo se interesaba por el cine: “Bueno, no sé si usted lo sabe, pero es que yo soy francés”, le contestó Rancière. Pues sí, los filósofos van al cine, pero los franceses más.