En el Tratado de la pasión, de Eugenio Trías (llevaba casi treinta años sin hojearlo), encuentro unas líneas subrayadas:
El verdadero comienzo del conocimiento y de la pasión es, pues, "unos ojos que miran unos ojos que miran esos ojos" [En la ópera wagneriana, Isolda no ve sólo los bellos ojos de Tristán, ve unos ojos que le miran los ojos]. Lo que el sujeto ve son los ojos que le miran y en tanto le miran. Y no por razón de que le miren a él, o no sólo por esa razón (no por causa de que él sea aquel en quien recae ese favor, esa gracia, esa elección), sino porque al mirarle se expresan: y es esa expresión lo que hace que el sujeto ame y se apasione. Amor y pasión intensificados por razón de que el otro sufre en sí mismo idéntico proceso.
Spellbound (Recuerda, 1945),
la primera película de Hitchcock con Ingrid Bergman.
Lucky Star (1929), de Frank Borzage.
Viene a cuento acordarse del ensayo que dedicó Núria Bou (con la cita de Eugenio Trías en el umbral) a ese dispositivo de representación fílmica de la pasión, la figura del recogimiento de un mirar(se):
El plano/contraplano (...) puede llegar a constituirse en "isla" temporal en el seno de la narración, como interrogación lírica que suspende, en sentido literal, el fluir de la trama para ofrecernos el espectáculo, mil veces formulado y reformulado por el cine clásico, de unos ojos que se abisman mirándose y se abstraen del inexorable mecanismo narrativo que hace avanzar a los films.
Río Grande (1950), de John Ford.
Noche y día (1991), de Chantal Akerman.
Falso movimiento (1975), de Wim Wenders.
À bout de souffle (1960), de Godard.
Atrapados por "unos ojos que miran unos ojos que miran esos ojos".
En la ciudad blanca (1983), de Alain Tanner.
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