28/8/16

Mirar mirar mirar


En el Tratado de la pasión, de Eugenio Trías (llevaba casi treinta años sin hojearlo), encuentro unas líneas subrayadas:
El verdadero comienzo del conocimiento y de la pasión es, pues, "unos ojos que miran unos ojos que miran esos ojos" [En la ópera wagneriana, Isolda no ve sólo los bellos ojos de Tristán, ve unos ojos que le miran los ojos]. Lo que el sujeto ve son los ojos que le miran y en tanto le miran. Y no por razón de que le miren a él, o no sólo por esa razón (no por causa de que él sea aquel en quien recae ese favor, esa gracia, esa elección), sino porque al mirarle se expresan: y es esa expresión lo que hace que el sujeto ame y se apasione. Amor y pasión intensificados por razón de que el otro sufre en sí mismo idéntico proceso.
Spellbound (Recuerda, 1945), 
la primera película de Hitchcock con Ingrid Bergman.

Uno se atrevería a decir que la sintaxis cinematográfica cuajó en esa encrucijada de ojos (ensimismados en el aquel de mirarse) y en torno a una figura que da forma a la pasión amorosa: el plano/contraplano.

Lucky Star (1929), de Frank Borzage.

Viene a cuento acordarse del ensayo que dedicó Núria Bou (con la cita de Eugenio Trías en el umbral) a ese dispositivo de representación fílmica de la pasión, la figura del recogimiento de un mirar(se):
El plano/contraplano (...) puede llegar a constituirse en "isla" temporal en el seno de la narración, como interrogación lírica que suspende, en sentido literal, el fluir de la trama para ofrecernos el espectáculo, mil veces formulado y reformulado por el cine clásico, de unos ojos que se abisman mirándose y se abstraen del inexorable mecanismo narrativo que hace avanzar a los films. 
Río Grande (1950), de John Ford.

Nada anuda tanto el plano con su contraplano como un mirar -un mirarse- transido de pasión amorosa. Un mirar que anula -ciega- el fuera de campo, el más allá -de los bordes- del encuadre que encierra esas miradas. Por cegar, ese mirar vuelve invisible el corte (la herida del montaje) entre el plano y el contraplano. Un mirar que deroga también la distancia que separa a los amantes. Una mirada amorosa, en fin, que suspira por abolir las coordenadas del espacio-tiempo. Diríase que el cine porfía por acoger, cobijar y acunar ese mirar mirar mirar que deviene la experiencia de ver una película.

Noche y día (1991), de Chantal Akerman.

La pasión, pues, como asunto primordial del cine, que encuentra su lienzo en una urdimbre de miradas, y de movimientos y gestos que las miradas animan. Una pasión que mueve a los espectadores a los cines en busca del arrebato del encuentro de las miradas con visos de experiencia hipnótica.

Falso movimiento (1975), de Wim Wenders.

Ese mirar mirar deviene uno de los vectores cardinales que arrastran las historias que se viven en la pantalla, pero aun más, es el vector que arrastra a los espectadores -que nos arrastra- a vivir esas historias en el cine.

À bout de souffle (1960), de Godard.

Atrapados por "unos ojos que miran unos ojos que miran esos ojos".

En la ciudad blanca (1983), de Alain Tanner.

No se cansa uno de mirar mirar mirar.

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