27/3/12

Tonino y Antonio


Como se han confabulado el trabajo y la mudanza para no dejarme una hora libre, os tengo abandonados. Un buen amigo me dijo uno de estos días que es una pena cuando tengo que trabajar porque la escuela ralea. Más pena le da a uno, más que nada por lo de trabajar. Ya lo decía Pavese, trabajar cansa; y digo yo, ya de cansar bien podía exaltarnos con un aquel más sostenido. Así que, después de dormir por primera vez en una casa que esperamos sea, como reza aquel título de Vila-Matas, para siempre -dure lo que dure ese siempre-, he reconquistado una hora apenas para despedirme de dos maestros que he traído más de una vez por la escuela, como quien prende una candela para encontrar en las sombras una casa para el alma. Una de estas madrugadas, con la radio encendida -pero para no oírla- mientras escribía, me entero de la muerte -el pasado miércoles- de Tonino Guerra. Se ve que filtraba inconscientemente cuanto oía. Como estaba muy cansado, más que tristeza, me invade una sensación de fatalidad. Hace poco más de dos meses se nos fue Angelopoulos, que escribió algunas de sus más bellas películas -Paisaje en la niebla, La mirada de Ulises, La eternidad y un día- con Tonino; y hace poco más de uno Erland Josephson, que encarnó a Domenico en Nostalgia, la película que Tonino escribió con Tarkovski. Y no olvido -cómo olvidar- las películas de Antonioni con Monica Vitti,  Amarcord o Ginger y Fred de Fellini, o La noche de san Lorenzo de los Taviani. Algunas de las mejores páginas del cine europeo de los últimos cincuenta años se las debemos a Tonino Guerra. Me tienta pensar que algunas replicas memorables de esas películas fueron obra suya y, tratándose de un gran poeta, cómo no buscar -y aun encontrar- ecos de sus poemas en las palabras y las imágenes. Para mí -confesó Tonino Guerra- no existe una gran diferencia entre escribir poesía y escribir guiones, ambas conducen a los mismo: la creación de imágenes. Un guionista debe tener mil imágenes en su cabeza para conquistar a hombres como Fellini o Antonioni. Pero no sabemos -más allá de los créditos de los guiones- qué escribió de esas películas maravillosas, porque nadie sabe cómo se decanta, transfigura y materializa la escritura fílmica entre el guión y el montaje. Y aunque Tonino nos lo hubiera contado, tampoco lo sabríamos, porque no hay palabras que puedan dar cuenta del misterio de las imágenes sobre una pantalla. Sólo sabemos que hemos escuchado a Monica Vitti -en El desierto rojo-: Me duele el cabello, los ojos, la garganta, la boca... Dime si estoy temblando. O a aquel viejo loco de Amarcord, encaramado a un árbol y gritando: Voglio una donna. Pero nunca podemos decir de quién son las palabras de las películas. Sólo podemos verlas. Por eso, nos seguiremos viendo en el cine y en cada uno de tus poemas; en tus mil imágenes, Tonino.


Y ayer, en la madrugada, otra vez por la radio, me entero de la muerte en Lisboa de Antonio Tabucchi, y pensé que, ya de morir, qué mejor lugar que la ciudad que tanto amaba, y quiero creer que en compañía de sus queridos fantasmas, como en Los últimos días de Fernando Pessoa, que he vuelto a leer esta noche, aprovechando que los libros han empezado a salir de las cajas.


Como he vuelto a leer el poema de la rosa de Tonino Guerra:


Hará unos veinte días puse una rosa en un vaso
encima de la mesita que hay junto a la ventana.
Cuando vi que los pétalos se habían marchitado
y que estaban a punto de caer
me senté frente al vaso
a ver morir la rosa.
Estuve un día y una noche esperando.
El primer pétalo cayó a las nueve de la mañana
y lo hizo en mis manos.
Nunca he estado junto a un lecho de muerte,
ni siquiera cuando murió mi madre.
Yo estaba de pie, lejos, al final de la calle.


Para decir adiós. A Tonino y Antonio.

22/3/12

Una carta de amor al cine de los orígenes



El pasado fin de semana aproveché para ver películas de estreno (relativamente) reciente que me había perdido en el cine. Por orden de visionado: Drive de Nicolas Winding Refn,  El topo de Tomas Alfredson, J. Edgar de Clint Eastwood y La invención de Hugo de Martin Scorsese. Cada una tiene su aquel; quizá uno atravesaba una fase (lunar) propensa a novedades y distracciones, pero, así y todo, no me hicieron latir más fuerte el corazón, o no tanto como para empujarme hasta esta escuela y escribir sobre ellas, salvo la última, y por razones que van más allá de la película misma. Veamos.

Scorsese en uno de los decorados de Méliès 
en La invención de Hugo

Tres advertencias. Una, los que tengáis interés en ver la última película de Scorsese quizá deberíais posponer la lectura de esta entrada. Dos, vimos La invención de Hugo en televisión, así que nada puedo comentar sobre el grado de excelencia estética del 3D, un logro que ha sido valorado por algunos críticos, hasta el punto de subrayar que no se trata de un mero añadido -cada plano ha sido rodado en 3D-, sino que deviene la forma misma de la película  o la forma que la película pide, y aun justifica por sí misma "el renacimiento de la tecnología estereoscópica"; el director de fotografía Robert Richardson -colaborador habitual de Scorsese- definió el proceso de La invención de Hugo como un entregarse al 3D.

Scorsese le muestra a los protagonistas de su película
 uno de los dibujos del libro de Brian Selznick, 
La invención de Hugo Cabret

Y tres, vimos la película sin lecturas previas; no leímos el libro de Brian Selznick que cautivó a Scorsese y que adaptó el guionista John Logan -ni novela gráfica ni libro ilustrado, quizá más bien un libro que enhebra palabras y dibujos, o donde palabras y dibujos afluyen de forma orgánica en una misma corriente textual (como compruebo ahora, y desde luego la opción de rodarla en 3D no era obvia ni mucho menos, fue la opción de Scorsese)-, y tampoco leímos lo que se escribió con motivo de su estreno en las salas hace un mes (hasta que la vimos). Digamos que llevo casi veinte años de relación conflictiva con Scorsese después de otros tantos de amor apasionado. Y con La invención de Hugo, si no me ha devuelto los ardores cinéfilos que antaño me inspiraba el cineasta, me ha deparado algunos momentos de emoción pura mientras recuperaba en la pantalla el niño que fui una vez, arrobado por las maravillas del cine.  


Me explicaré. Recuerdo como si fuera ayer la lectura de mi primera historia del cine -la Historia del cine de Mario Verdone, editada en 1954-, cuántos sueños de películas por ver germinaban en aquellas páginas, cómo se animaban los fotogramas que la ilustraban, cuántas películas soñé antes de verlas y, aun sin verlas, de tanto soñarlas las recordaba, y, cuando al fin podía contemplarlas en una pantalla, un caudal de deseo afluía en la mirada, porque en aquellos años las películas se deseaban mucho tiempo antes de verlas; mientras, era como si uno le escribiera cartas de amor, para que vinieran, para que llegaran, para que se dieran a ver; y uno no se cansaba de invocarlas. El primer fotograma que llamó la atención de aquel niño que uno era en aquella primera historia del cine fue el de un cohete clavado en el ojo de la luna.


En la película de Scorsese, Hugo le cuenta a su amiga Isabel que su padre le llevaba mucho al cine: Me habló de la primera película que él había visto [Viaje a la luna (1902) de Georges Méliès]: en una habitación muy oscura, en una pantalla blanca, vio volar un cohete y estrellarse en el ojo de la luna. Fue como soñar a plena luz del día.  Ya os advertí que no debíais leer si queréis ver La invención de Hugo: una película que convierte el fotograma fantástico y cómico de la luna de Méliès en su centro de gravedad permanente.


Cuando Hugo e Isabel se asoman a las páginas de La invención de los sueños. Historia de las primeras películas, un libro ficticio de un no menos ficticio historiador del cine llamado René Tabard -Tabard era el trasunto de Jean Vigo en Cero en conducta-, sobreviene una de esas secuencias en las que el cine te ve, remonta el río de tu propia memoria y te devuelve el tiempo perdido, y renace la experiencia germinal con tu primera historia del cine, cuando unos pobres fotogramas se animaban con el sueño de las películas, con la promesa de tantas maravillas entre las páginas de aquel libro, verdadero pozo de los deseos. De cine.


Creo que fue en otra historia del cine donde leí unos años después -y se me quedó grabado- que el gran Méliès, pobre y olvidado por todos, acabó sus días tras el mostrador de una tienda de juguetes y chucherías en la estación de Montparnasse. Pero aún tardaría en ver una fotografía que documentaba lo que uno sólo había leído.


O esta otra, con Méliès ante el mostrador y, detrás, su segunda mujer Jeanne d'Alcy que antes había sido su amante y actriz en tantas de sus películas.


Así que ya podéis imaginar lo que sentí al ver el plano de La invención de Hugo que mostraba, no ya una fiel traslación del documento fotográfico sino una imagen con visos de lo que había imaginado.


Y como supe en ese instante que ese viejo era Méliês, algo que aún tardará en descubrir el protagonista -y supongo que la mayoría de los espectadores (no tienen  por qué haber leído una historia del cine) si no leyeron una crítica imprudente y desconsiderada, o un texto como éste (mira que os avisé)-, me encontré alentando al chaval en sus pesquisas, disfrutando por anticipado de las revelaciones que le aguardaban; en fin que la historia dickensiana del niño huérfano me quedó -creo que para bien- en muy segundo término, o mejor, devino la historia de un niño que encuentra amparo en uno de los padres del cine.


Y hay más. La invención de Hugo nos lleva hasta el estudio de Méliès en Montreuil, a esa casa de cristal (para aprovechar al máximo la luz del día en aquellos rodajes de las ficciones pioneras) que había cautivado nuestra imaginación cuando leímos las historias de las primeras películas. Pero Scorsese no sólo reivindica el cine de los orígenes, el llamado cine primitivo de Lumière y Mèliès, sino que nos lo da a ver, no como algo caduco o minusválido -como predica The Artist del cine mudo-, sino que nos contagia de la experiencia de los primeros espectadores -que no buscaban en las películas lo mismo que nosotros-, cuando los efectos espectaculares predominaban sobre los narrativos, porque era otra la recepción de las películas, otra la estética del cine: un cine de atracciones donde el hecho de ver en movimiento, ver lo muy pequeño aumentado, ver a través de una cerradura, ver algo tan mágico como que un autobús se convertía en un cortejo fúnebre o ver algo tan fantástico como un cohete en el ojo de la luna representaban las más novedosas atracciones de feria (de la feria de lo visible, cabría añadir); y traspasar las fronteras de la percepción cotidiana transfiguraba el cine en un circo de las maravillas.


Por eso La invención de Hugo me reconcilió con Scorsese, porque nos regala una carta de amor al cine de los orígenes, una carta que sólo un gran cineasta podría escribir y uno se limita a suscribir con devoción. El tiempo no ha sido amable con las viejas películas, dice el historiador René Tabard. Por eso tipos como Scorsese -y su Fundación del Cine del Mundo- y los archivistas y los restauradores y los historiadores son tan necesarios. Y La invención de Hugo los reivindica.


Y, quizá con vistas a un público más amplio que el de los estudiosos o los cinéfilos, Méliès ha encontrado el valedor que merecía ciento diez años después de su Viaje a la luna.
  

18/3/12

Un pobre director


El miércoles impartí la última sesión de unas clases que me habían encomendado en un curso de guión y quise que vieran El libro de notas de Francis Coppola, una pieza incluida como extra en la edición en dvd de la trilogía de El Padrino en 2001: una lección magistral en menos de diez minutos. Así, siempre tendrían algo iluminador a lo que acudir en momentos de tribulación, que nunca faltan en este oficio de tinieblas. Podéis ver aquí la pieza en versión original, no la encontré subtitulada.



En realidad, el libro de notas de Coppola viene siendo un manual de instrucciones o una biblia que uno debe elaborar cuando llega el momento de afrontar la escritura del guión: de qué va esta escena, qué es lo esencial que debo contar, con qué imágenes, cómo contarla para que el espectador la disfrute más, qué detalles debo mostrar, cómo puedo cagarla...

Una página del libro de notas de Coppola 

Coppola siguió con la novela de Mario Puzo los pasos de Elia Kazan cuando preparaba Un tranvía llamado deseo a partir del texto de Tenesse Williams, una práctica bastante habitual, por lo demás, en el teatro. El libro de notas, en definitiva, materializa el trabajo previo del guionista y muy bien podría titularse "El guionista se prepara para escribir el guión". E igual de bien "El director se prepara...", porque durante el rodaje de El Padrino Coppola podía prescindir del guión pero nunca se separaba de su libro de notas; prueba de cuánta razón tenía Mankiewicz cuando aseguraba que escribir el guión es la primera fase del trabajo de un director y dirigir la película es la segunda fase del trabajo de un guionista; algo que Billy Wilder, sin ir más lejos, suscribiría palabra por palabra.


Fue nuestro hijo quien nos llamó la atención sobre esa pieza. Le regalamos hace diez años la trilogía de El Padrino, que vio no se cuántas veces -es una de sus obras preferidas-, y los extras de cabo a rabo. Durante los meses siguientes, cada vez que nos veíamos nos contaba por episodios los comentarios de Coppola y con detalle el libro de notas. Bueno, también uno le tiraba de la lengua. Como también se gana la vida escribiendo guiones, a menudo me "culpan" de su oficio, pero fue Ángeles quien lo animó -ni por asomo se le ocurriría a uno recomendarle a un hijo una profesión de obediencia debida-; como escribía desde pequeño, por qué no probar como guionista, le sugirió ella cuando saltaba a la vista cuánto se aburría en las aulas de Periodismo primero y en las de Historia después. También imaginan que uno le enseñó el oficio, pero sólo los que no saben que nadie puede enseñar a escribir guiones; el de guionista es un oficio que sólo se puede aprender, así que como no fuera  por ósmosis... Pero todo cuanto necesitaba saber ya lo había aprendido con aquella lección magistral del libro de notas de Coppola. Para qué mas.


Siempre me refiero a esa pieza en cuantas clases de guión me toca impartir, clases que con frecuencia amojono con ejemplos de la trilogía de El Padrino, obra ejemplar para tantos recursos y procedimientos que un guionista debe emplear, todo un manual de dramaturgia: el incidente revelador de la personalidad de Michael Corleone cuando acude al hospital donde encuentra a su padre solo tras sufrir un intento de asesinato -el detalle de la mano firme cuando toma el mechero de las manos temblorosas de Enzo, el pastelero, y le enciende el cigarrillo-; la información que se le suministra con insistencia al espectador sobre el plan para asesinar a Sollozzo y al capitán de policía, para que participe en la escena y tema por Michael Corleone cuando no hace lo que estaba previsto; el reparto de la tarta en Cuba, donde un elemento de atrezo nos revela el subtexto de la escena... Cuando volvía a casa el miércoles después de la última sesión, escucho en la radio que al día siguiente -15 de marzo- se cumplen  -se cumplieron- cuarenta años del estreno en Nueva York de El Padrino.


Cuarenta años. Cada vez que la veo me asombra -cada vez más- que pudiera rodarse en 62 días; basta ver la secuencia de la boda de Connie, la riqueza de detalles, la variedad en la presentación de los personajes que se nos vuelven familiares e inconfundibles tras la primera vez, el cuidado exquisito de la luz -por el gran Gordon Willis- y de la puesta en escena... y resulta casi inverosímil que bastaran dos días y medio para filmar algo tan complejo. Ahora que vemos El Padrino como un clásico cuesta creer que Coppola estuviera a punto de ser despedido después de la primera semana, aun cuando los directivos del estudio ya habían visto la secuencia magistral del asesinato de Sollozzo y el capitán de policía... Cómo no maravillarnos de una obra rodada en gran parte a base de planos fijos... Coppola cuenta que al verla le parece una película descuidada porque tuvo que rodarla deprisa, amenazado por quienes conspiraban contra él -qué significativa continuidad entre lo que sucedía delante y detrás de la cámara-, obsesionado por los detalles que los directivos y parte del equipo considerarían superfluos... Nadie se acuerda ya de que Coppola era un don nadie cuando rodó El Padrino, sus tres primeras películas habían sido un fracaso y quizá ganar el óscar por el guión de Patton le salvó la cabeza cuando estaban a punto de echarlo.


Cuarenta años después, incluso al año siguiente de su estreno, nadie podría imaginar otro director que Coppola para El Padrino. Era su película, o mejor, acabó siendo la película de Coppola porque, contando a aquellos Corleone -un padre y sus tres hijos-, la familia y sus rituales -que tantas veces acaban en celebraciones de sangre-, contó sus propias raíces, desgranando episodios familiares a través de los divinos detalles, que decía Nabokov: la cuarentena en Ellis Island que le contó la tía Carolina, el remedio casero contra la pulmonía que le contó su abuela, la opereta Senza Mamma del abuelo del que lleva su nombre...  En los días siguientes al estreno de El Padrino, Coppola se levantaba de su mesa para enderezar la espalda y descansar un poco, y veía por la ventana de su apartamento en Nueva York la cola de espectadores que daba la vuelta a la manzana, pero apenas si podía disfrutarlo, enseguida tenía que volver a las tarjetas, a las notas, porque tenía un encargo que cumplir: estaba escribiendo el guión de El gran Gatsby. Hasta El Padrino, Coppola tenía más prestigio como guionista que como director. Y tampoco quería hacer El Padrino, pero no tuvo más remedio que aceptar el encargo de la Paramount porque necesitaba financiar su productora, la Zoetrope, y convertirla en el estudio que le permitiera abordar las películas que de verdad quería hacer. La historia es sabida. Diez años después aquel estudio era una realidad, pero estaba completamente arruinado tras el fiasco de aquel sueño titulado One from the Heart (Corazonada, 1982). Tardó otros diez en asomar la cabeza de entre la montaña de deudas con El Padrino III -estaba visto que no podía librarse de su destino, como Michael Corleone- y con Drácula de Bram Stoker. Y diez más en ganar una nueva fortuna, esta vez como viticultor. Sólo nos queda el consuelo de los Padrino, de La conversación, de Apocalypse now, de Rumble Fish, de Peggy Sue se casó... No es poco consuelo, pero...


Cuenta Coppola en los comentarios a El Padrino II que cuando hace una película no sólo reescribe el guión un millón de veces, sino que reescribe las escenas la noche anterior al rodaje y, a menudo, una escena se concreta el mismo día que se rueda. Pero sin el libro de notas estaría perdido. Toda esa preparación le empuja en el último momento, cuando va a rodar la primera escena que vemos de El Padrino, a coger un gato que merodeaba por el plató y ponérselo a Marlon Brando en el regazo. Haber anotado tantos detalles le permite ver en un instante decisivo el divino detalle que faltaba para colorear de forma memorable aquella apertura maravillosa. Qué sería de un pobre director sin su libro de notas, parece decirnos Coppola.

11/3/12

Aquella hora en la boca


Militante comunista en la organización revolucionaria de la extrema izquierda italiana Lotta Continua, obrero de la Fiat, albañil, mozo de almacén, camionero, alpinista... Bastaban estos mojones biográficos para incluir a Erri De Luca en las vidas ejemplares de hace tres años, pero me alegro de haberlo olvidado entonces para acercarlo ahora con razones recientes, con el tacto de su escritura a flor de piel, un tacto de herramienta para ver más claro y más adentro las cosas primordiales. Erri De Luca nació en Nápoles en 1950 y se arrancó de allí (como un diente de una encía, dice) cuando no había terminado el bachillerato, sus únicos estudios convalidados; aprenderá idiomas por su cuenta, el hebreo o yiddish, y traducirá al italiano algunos libros de la Biblia, que sigue leyendo cada madrugada para esperar la luz del nuevo día con las palabras sagradas en la boca; no es creyente, o mejor, ya sólo cree en las historias: la profesión de fe de un gran escritor. Y escribe libros breves como cristales primorosamente tallados.


Me acerqué por primera vez a la obra de Erri De Luca en 2004 con Montedidio, después de leer una entrevista publicada en El País. El periodista trataba de tirarle de la lengua al escritor sobre sus actividades políticas; en el fondo; quería saber en qué creía el viejo militante de Lotta Continua, es decir, un revolucionario derrotado. Escucha que Erri De Luca sigue yendo a las manifestaciones aunque sabe que no sirven para cambiar el mundo, como cuando se trasladó a Belgrado para vivir bajo las bombas de la OTAN en 1999, porque no soportaba estar en un país (vive en una casa construida con otros albañiles, compañeros de obra, en las afueras de Roma) que bombardeaba ciudades (lo considera el acto terrorista por excelencia). El periodista ve el momento de preguntar con mordiente: "Entonces [...], ¿no se puede hacer nada para cambiar la dirección de la historia?" Diríase que la respuesta de Erri De Luca llega desde muy lejos, desde la noche de los tiempos: ¿A usted le parece que se puede hacer una pregunta como esa? Estoy aquí charlando tranquilamente con usted y me pregunta qué se puede hacer para cambiar el mundo. Eso no es de buena educación. Esas palabras me dieron razones de sobra para leer a Erri De Luca. También saber que aún se siente vinculado con aquéllos compañeros que siguen en las cárceles y concernido por un compromiso del que sólo se sentirá liberado cuando el último de los presos de su generación política salga en libertad; leal a las razones de aquel tiempo, porque quiere pensar que aquel joven revolucionario puede reconocerse en el hombre que es ahora.


La semana pasada leí otra entrevista con Erri De Luca -con motivo de la publicación de su último libro Los peces no cierran los ojos- en la que se describe como un hombre con cara de cartón de embalar. Una de esas entrevistas que da gusto leer, porque devienen un retrato de escritor en el aquel de auscultar el latido del hombre en el autor, de la vida en la escritura. De esas que te empujan a salir en busca del libro, pero -no es la primera vez- Los peces no cierran los ojos aún no había llegado a las librerías. Lo encontré el jueves y lo leí el viernes, como se degustaban los primeros helados de la infancia, despacito, saboreando cada frase, prolongando el placer, haciendo durar la felicidad de sus breves ciento veinte páginas, que estiraba con pausas gozosas levantando los ojos, lavados por las lágrimas más de una vez, para que se remansaran en un abedul casi tan reciente como el libro y en un Atlántico casi tan viejo como el mundo, nunca vistos con tanta claridad.

Napoles en los años cincuenta. 
Fotografía de Mario Cattaneo

La escritura de Erri De Luca desnuda las frases hasta el tuétano para decantar la memoria fermentada con una transparencia que sabe a manantial. Mis historias proceden de recuerdos repentinos. Tiendo a olvidarlo todo, y cuando me brota algo de la memoria me apetece hacerlo durar. La mejor manera de que dure es escribir... Sabe de sobra que recordar es inventar, acercar experiencias, propiciar encuentros entre el hombre que somos y el niño que fuimos, enfocar las horas germinales. Me da vergüenza inventar. tal vez por falta de imaginación, pero, sobre todo, porque me parece un abuso de confianza. Por eso vuelve a aquel niño de diez años enhebrando el hilo del tiempo con frases como relámpagos. Estallidos de luz del pasado que resuenan en el presente pespuntados por voces que transitan a flor de agua por el río de la memoria para amojonar lo vivido.

Lo poco de un verano de hace cincuenta años, encuadrado por la longitud focal de la distancia, se agranda. No sólo desde la cima de una montaña, también al microscopio se divisan horizontes.

Frases como cristales para fijar las imágenes de un escritor que encontró en el cine una escuela de la mirada:

El cine italiano de posguerra me enseñó a mirar, por lo menos cuanto las voces de las mujeres de Nápoles me enseñaron a permanecer a la escucha. Lo han llamado por aproximación Neorrealismo, pero era visionario. Narraba los desconocidos, arrollados por un siglo entusiasmado ante la mecánica. El acero, la luz eléctrica, los aeroplanos, la irrupción de las multitudes en la historia: hacía falta una fiebre para encuadrarlo todo. [...] Así era aquel cine, fulminaba el instante como una visión, hermana de un verso de poesía más que de una frase en prosa.

En aquellas salas me abrasaba los ojos, tosía los humos ajenos y, sin embargo, me hallaba en una multitud de enmudecidos que por primera vez se veían a sí mismos en la pantalla, junto a la fragancia de los dialectos.

Tutti a casa (1960) de Luigi Comencini 
evocada por Erri De Luca 
en Los peces no cierran los ojos

En el cine aprendía por absorción, recuerda Erri De Luca, rumiando las imágenes impresas en la memoria. He amado mucho ese cine, como espectador puro. Un modo de ver que sólo se enseñaba en la escuela de los domingos.

Erri De Luca escribe corto con filo cortante para abrir la piel tierna de la infancia y arrancar destellos en el pedernal del dolor de crecer, para destilar la experiencia con iluminaciones líricas y transfigurar la memoria en presencias de fantasmas olvidados en las revueltas del tiempo.

Las historias de mamá, acompañadas por su voz enojada, divertida, grata en cualquier caso a su juventud, hacía que se me pasaran los dolores. Me olvidaba incluso de existir, cuando ella relataba. Era un saquito vacío que se llenaba con el aliento de las historias. Cuando se cansaba, se interrumpía bruscamente, "Ya está bien", y la bolsita de papel acababa estallando con estruendo. Y volvía yo.

 
Erri De Luca fotografiado por Piergiorgio Pirrone

Me deslizo desde hace mucho tiempo sobre las escrituras sagradas sin arranque de fe. En la lectura paladeo el alfabeto antiguo, mi conocimiento tiene lugar en la boca. El hebreo antiguo gira como un bocado entre lengua, saliva, dientes y velo del paladar. Abierto a todo despertar, es un resto de maná, adquiere el gusto deseado en cada momento, como le ocurre a los besos.

Las páginas de Erri De Luca se paladean como las cosas primeras que se quedan con nosotros para siempre, como aquella hora en la boca que la memoria nos devuelve como una epifanía. Cuando termino Los peces no cierran los ojos se lo pongo en las manos a Ángeles, como quien entrega una candela para iluminar los desvanes de la memoria; como dice uno de los personajes de Montedidio, no para ahuyentar la oscuridad, sino para transfigurar las sombras, con la humilde llama de una palmatoria, en amigas de nuestra noche del alma.

7/3/12

La campana



Esta pietà cierra una de las más bellas secuencias de Andrei Rublev, y de la filmografía de Tarkovski; una película que destila quizá la más honda y lírica experiencia sobre el aprendizaje de la vida y el destino del artista en el mundo, y a propósito de la ascesis y la ebriedad de la creación. Un viaje íntimo en busca de la verdad que, como saben los poetas -y escribía Carlos Pujol en unos versos-, nunca es definitiva ni clara ni tajante, sino un peregrinaje interminable.


Andrei Rublev acoge en su regazo al joven fundidor de campanas que llora, desbordado por las emociones,  extenuado por la tensión de la obra recién terminada, después de vivir unas jornadas desvelado, poseído, febril... consumido en la zarza ardiente de su visión. Y Andrei Rublev, rompiendo el voto de silencio, lo consuela, le habla de la felicidad que el tañido de la campana ha despertado en las almas de las gentes: ¿Por qué sigues llorando? Ven conmigo. Tú fundirás campanas y yo pintaré iconos. Vamos a la Santa Trinidad, vamos juntos. ¡Mira que fiesta, qué alegres están todos..!   La cámara se desliza por las figuras del pintor de iconos y el joven fundidor de campanas hasta los rescoldos de un fuego... Así termina el último capítulo de Andrei Rublev, el bellísimo episodio de La campana (aún veo al maestro evocando la secuencia mientras paseamos por Tui, una de tantas veces que la película se nos presentaba en nuestras conversaciones y nos entregábamos con fruición a rememorarla). Sólo entonces Tarkovski nos muestra algunos fragmentos de los iconos de Andrei Rublev.


Porque Andrei Rublev no es un biopic sino un viaje de iniciación o, si se quiere, de formación de la mirada, por eso nunca vemos al protagonista pintar, pero siempre lo descubrimos en el aquel de mirar.


Tarkovski no pretende contar la vida de Andrei Rublev sino algunos de los encuentros cardinales donde germina la sensibilidad de un artista, por eso estructura la película en ocho epìsodios de la vida de Andrei Rublev en los primeros años del siglo XV, como si de escenas de un retablo medieval se tratara, enmarcados con un prólogo y un epílogo (con las únicas imágenes en color del film, las que corresponden a los iconos del pintor).


De hecho, en la mayoría de esas escenas Andrei Rublev no tiene un papel protagonista, no lleva la historia sobre sus hombros, sino que la sufre o la contempla, como en el caso del episodio de La campana cuyo protagonista absoluto es el joven fundidor, que deviene una metáfora del artista y una metonimia de los dos Andrei; del artista en que se convertirá Rublev, desde luego, pero también del artista que ya era Tarkovski: qué semejantes el joven fundidor y el cineasta; el mismo arrebato, el mismo fuego de aquél lo hemos visto en éste cuando dirige una escena, cuando habla con el director de fotografía o con los actores.



Hasta el episodio de la fundición de la campana puede verse como una metáfora del rodaje de una de sus películas, de la propia Andrei Rublev sin ir más lejos.




En ningún momento se nos aparece Andrei Rublev como el motor de la historia, sino como un hombre -un pintor- que vive su tiempo histórico con todas sus consecuencias, un artista que experimenta en carne propia un mundo en crisis. Y experimenta la tentación, cuando tras las candelas que se mueven en la espesura del bosque al anochecer descubre a hombres y mujeres desnudos que acuden a celebrar ritos paganos en las aguas del río.


O la visión del Calvario en la nieve que le hace sentir la obligación del artista de recordarle constantemente a sus semejantes que son seres humanos.




Una escena que deviene un maravilloso tratado de manchas. A través de la maravillosa fotografía de Vadim Yusov, Andrei Rublev alcanza momentos de una sobrecogedora abstracción, como esas manchas sangrantes -en blanco y negro- sobre la nieve, que encontrarán su eco en otros momentos de la película.


Cuando concibe el proyecto de Andrei Rublev, en 1960, Tarkovski no ha cumplido los veintiocho años; acaba de terminar sus estudios en el VGIK, la escuela de cine de Moscú, y aún no ha realizado La infancia de Iván, su primer largometraje. Empieza a escribir el guión de Andrei Rublev con Andrei Konchalovski, compañero y amigo de la escuela de cine. La película -de los tres Andrei, como se ve- experimentó múltiples avatares desde el guión hasta el montaje original de 215 minutos en 1966, pero no se estrenó hasta 1969, en la URSS y en el Festival de Cannes, aunque sólo en 1971 empezó a distribuirse en condiciones normales. La versión más completa que puede verse ronda las tres horas. A pesar de las modificaciones del guión y los cortes del montaje original impuestos por el Goskino -el organismo estatal de la URSS que se ocupaba de los asuntes del cine-, uno no puede imaginar que Tarkovski hubiese podido abordar una película como el Andrei Rublev -su segundo largometraje- en otro lugar que en aquella URSS.


Larissa, la segunda mujer de Tarkovski, contó que Andrei había participado en una sesión de espiritismo, como un juego, no porque creyera en esas cosas, y el cineasta se refiere a esa sesión en un  par de entradas de sus diarios. El caso es que, por lo visto, se manifestó el espíritu de Pasternak, y Tarkovski le preguntó cuántas películas iba a hacer en su vida. "Siete", dijo el espíritu. El cineasta se sorprendió, le parecieron pocas. El espíritu de Pasternak insistió: "Siete, pero todas buenas". Al maestro le hubiera gustado esta anécdota. Recuerdo que, no pocas veces, transitábamos los pasajes que comunican el mundo del Andrei Rublev con El séptimo sello (1957), y el maestro evocaba entonces la escena con el pintor de la iglesia románica, uno de sus momentos preferidos del filme de Bergman.        


En La confesión: género literario de María Zambrano, encuentro un párrafo que subrayé a finales de los ochenta:

Artista es aquél que puede descender hasta tal profundidad de sí mismo donde encuentra unas visiones que a la par son acciones; el arte verdadero disipa la contradicción entre acción y contemplación, pues es una contemplación activa o una actividad contemplativa, una contemplación que engendra una obra, de la que se desprende un producto. Por eso anula a la par la diferencia entre lo real y lo imaginario, entre lo natural y lo fingido. Hay un trozo de un libro sagrado de China, en que este prodigio está señalado de la manera más nítida y humilde, como el agua. En el Tschuang-Tsé leemos la admirativa pregunta dirigida a un artesano por la ejecución perfecta de un campanario de madera, y él responde: "Yo soy un artesano y no tengo secreto alguno. Sin embargo hay una cosa en que consiste mi obra. Cuando me disponía a hacer el campanario me guardé muy bien de derrochar mis energías. Ayuné para aquietar mi corazón. Después de haber ayunado varios días ya no osaba pensar en la ganancia ni en los honores; después de cinco días de ayuno me había olvidado ya de mi cuerpo y de todos mis miembros. En aquella época ya no pensaba tampoco en la Corte de Vuestra Alteza. De este modo me recogí en mi arte y todos los ruidos del mundo exterior desaparecieron para mí. Fuime después al bosque a contemplar los árboles en su natural crecimiento. Una vez que tuve el verdadero árbol ante mi vista, me encontré con el campanario terminado, de suerte que no tuve más que echar mano de él. Si no hubiera encontrado el árbol hubiera abandonado mi empeño. Pero por haber hecho actuar mi naturaleza conjuntamente con la naturaleza del material, es por lo que las gentes dicen que es una obra divina".

Este Tschuang-Tsé de María Zambrano es el mismo Chuang Tzu de aquel cuento chino de Italo Calvino en el capítulo sobre la rapidez de las Seis propuestas para el milenio. El texto parece escrito a pie de pantalla, con la mirada aún a flor de piel, del bellísimo episodio de La campana, pues un mismo acorde reúne la secuencia del Andrei Rublev con las líneas de María Zambrano, y aun parece germinar también en las entrañas de la poética de Tarkovski desgranada en su libro Esculpir en el tiempo (un título que debiera haberse traducido -con precisión- como Esculpir el tiempo). El trance del artesano del campanario es el mismo del joven fundidor de campanas que abraza Andrei Rublev, el mismo del pintor de iconos, el mismo de Tarkovski que abraza la pietà con su película, desnudándose con la mirada.


Porque una obra de arte es también una confesión íntima, que Andrei Rublev, como la obra entera del cineasta, conjuga con tierra, agua, aire y fuego, transfigurados en La campana como un acorde del alma.

4/3/12

Hombre, por Dios...



Bioy Casares solía anotar en sus diarios las frecuentes, apasionadas e interminables conversaciones con Borges. El jueves 8 de junio de 1967 hablaron de Goethe, de Robert Louis Stevenson, del Fausto, de La isla del tesoro...


BIOY: ...Qué raro es todo, cómo se establecen las escalas de valores en la literatura del mundo. Pensar que para nadie Stevenson es superior a Goethe. No es que no sea superior: son incomparables. Para todo interlocutor, Goethe es uno de los grandes genios y el otro...

BORGES: Tal vez escribir un libro para chicos lo perjudicó.


BIOY:  ¿Pero no creés que La isla del tesoro es superior al Fausto?

BORGES: ¡Bueno, desde luego! ¿Cómo no voy a creer?

BIOY: Cuántas delicadezas hay en Stevenson.

2/3/12

Un laberinto moral


Cada vez que me veo impartiendo unas clases de guión, además de obligar a los alumnos a ver "viejas" películas como El apartamento y El verdugo -porque parten de guiones magistrales (y por una cuestión de militancia, lo confieso, porque son películas en blanco y negro)-, procuro sugerirles también algunas películas recientes. Para que no se diga. Como esta semana les recomendé Nader y Simin, una separación (2011) de Asghar Farhadi, por qué no hacerlo también aquí -me apunta Ángeles- si se trata de una de las películas más intensas que hayamos visto en las últimas semanas. Porque articula los recursos estructurales -palabras mayores- del guión de forma ejemplar: dosifica con gran inteligencia (dramatúrgica) la información -qué sabemos, que ignoramos-, selecciona con astucia  las elipsis -qué vemos, qué se nos oculta- y administra con ingenio el punto de vista -quién ve qué-, tejiendo una red de sospechas que convierte la incertidumbre del espectador en el nutriente esencial de la trama. Y hasta le acaban de dar un óscar. Hay que ver.


No tiene nada de extraño que el óscar a la mejor película "de habla no inglesa" haya ido a parar a esta película iraní. Hollywood reservaba en tiempos esa categoría para emblemas de otro cine: Bergman, Fellini, Buñuel... Ahora los tiempos son otros, son los tiempos de películas poca cosa, por bonitas que sean, como The Artist, o de premiar el guión de una película muy menor de Woody Allen, por Woody que sea, al que no se lo dieron por obras maestras -guiones y películas- como Delitos y faltas, Maridos y mujeres, o Balas sobre Broadway. Desde luego la película de Asghar Farhadi es otro cine pero sólo porque no la producirían en una fábrica de sueños cada vez más infantilizados -sueños que ya no merecen ser soñados (ni siquiera por los niños)-; otro cine (iraní) sería, pongamos por caso, el de Kiarostami. Pero uno se alegra, porque quizá ese óscar empuje a los espectadores a ver Nader y Simin, una separación que, sin ser otro cine -tampoco hay que exigírselo-, se trata de una película con los ingredientes del mejor thriller -y aun del mejor thriller clásico- y se despliega ante nosotros con una trama poderosa que muy pronto despierta nuestra empatía, nos atrapa con la tensión y nos anuda a la pantalla con la angustia de esos dilemas morales tan sencillos de enunciar como complejos de resolver. Nader y Simin, una separación es un estupendo -duro, áspero y desgarrado- thriller moral (cualquier thriller debería serlo, pero en los tiempos que corren y con tantos ídem banales, adjetivarlo de moral no resulta una obviedad). Y una película de ésas donde los espectadores se quedan hasta que pasa el último de los créditos finales, por si las moscas.


El personaje que encarnaba Jean Renoir en su película La regla del juego decía que lo más complicado de este mundo es que cada uno tiene sus razones. De las razones de cada cual extrae Nader y Simin... la fuerza de un relato que nos arrastra a través de la empatía con cada uno de los personajes, una empatía que deriva de lo que les vemos hacer, de lo que se nos muestra, y se nos muestra con tal cercanía que lo que se nos oculta -los (sabios) agujeros de la historia- devienen centros de gravedad de la trama cuyo corazón delator es la conciencia, los cargos de conciencia, donde se conjugan los motivos religiosos, la condición de la mujer en la sociedad iraní y los conflictos de clase. Una empatía, en definitiva, que se genera en el temor por las consecuencias que atemorizan a los personajes. La angustia que sentimos por ellos germina en las razones y los miedos de cada cual. Y la complejidad de sus decisiones constituye el más significativo índice del realismo de la película, más allá de la ausencia de música -de score- hasta los créditos finales o la cuidada dirección de fotografía de Mahmoud Kalari -el mismo de El viento nos llevará de Kiarostami-; la atmósfera realista aflora desde el interior del relato que desprende la certeza de que ninguna de esas decisiones resulta fácil, todas tienen doble filo y todos se acaban cortando.


Paradójicamente, no se favorece la identificación con los personajes, porque nunca podemos estar completamente seguros, la sombra de la duda (quizá deberíamos escribirlo en plural) no deja de planear sobre nuestra empatía, una empatía que, sin embargo, nunca dejamos de experimentar. Y mantener vivas a un tiempo la empatía y la duda representa el mayor logro de Nader y Simin... Y de Asghar Farhadi.  

Asghar Farhadi en el rodaje de Nader y Simin...

Eric Rohmer decía que nunca se miente lo suficiente en el cine. Porque el cine es un medio especialmente propicio para auscultar las mentiras, pero también  porque no hay información tan privilegiada para el espectador como saber que un personaje miente. Y qué decir del desasosiego que produce el temor de que un personaje, por el que se ha despertado nuestra empatía -y simpatía-, va a ser desenmascarado. En fin, pocos recursos tan rentables como la mentira. Pues bien, no es que en Nader y Simin... se mienta lo suficiente, sino que hace de las mentiras el motor de la trama -y del suspense-, porque todos los personajes mienten... en legítima defensa. En realidad, la separación de Nader y Simin es sólo el contexto de una trama:, que arranca cuando Simin se va a vivir con su madre y Nader contrata a una mujer para cuidar a su padre con Alzheimer, una mujer que no puede contarle a su marido que trabaja en casa de un hombre y que se queda sola con otro, aunque sea un enfermo... No contaré más.


Sólo apuntaré un juego de simetrías, digamos educativo: la hija de Nader, que sigue viviendo con su padre,  y la hija de la mujer que cuida del viejo enfermo, testigos de las mentiras de los adultos y aprendices de las reglas de juego de una sociedad -y un estado (político)- hostil con las mujeres.


Nader y Simin... denota lo social con elocuencia pero sin subrayados, a través de la construcción dramática de un thriller que se nutre de ocultaciones, y que sitúa al espectador como juez de los actos de los personajes -¿quién dice la verdad? ¿quién miente? ¿por qué?-; en ese sentido, podríamos hablar de Nader y Simin... como un thriller judicial. Pero los espectadores acabamos dimitiendo de la función que nos asigna la película, abrumados -y angustiados- por las dudas (de la razón) y las razones (de la duda): no podemos juzgar a los personajes, sólo compadecerlos. Porque los comprendemos. Que una película apele con sobradas razones a las dudas -y a las razones de las mentiras- frente a los dogmas en una sociedad -también la nuestra- propensa a las certezas consoladoras nos confirma el carácter adulto de Nader y Simin, una separación. Razones, dudas y mentiras que cobran visos de un laberinto moral, como el crítico inglés Nick Roddick definió este filme de Asghar Farhadi. Tan humano. Y aun demasiado humano.