7/3/12

La campana



Esta pietà cierra una de las más bellas secuencias de Andrei Rublev, y de la filmografía de Tarkovski; una película que destila quizá la más honda y lírica experiencia sobre el aprendizaje de la vida y el destino del artista en el mundo, y a propósito de la ascesis y la ebriedad de la creación. Un viaje íntimo en busca de la verdad que, como saben los poetas -y escribía Carlos Pujol en unos versos-, nunca es definitiva ni clara ni tajante, sino un peregrinaje interminable.


Andrei Rublev acoge en su regazo al joven fundidor de campanas que llora, desbordado por las emociones,  extenuado por la tensión de la obra recién terminada, después de vivir unas jornadas desvelado, poseído, febril... consumido en la zarza ardiente de su visión. Y Andrei Rublev, rompiendo el voto de silencio, lo consuela, le habla de la felicidad que el tañido de la campana ha despertado en las almas de las gentes: ¿Por qué sigues llorando? Ven conmigo. Tú fundirás campanas y yo pintaré iconos. Vamos a la Santa Trinidad, vamos juntos. ¡Mira que fiesta, qué alegres están todos..!   La cámara se desliza por las figuras del pintor de iconos y el joven fundidor de campanas hasta los rescoldos de un fuego... Así termina el último capítulo de Andrei Rublev, el bellísimo episodio de La campana (aún veo al maestro evocando la secuencia mientras paseamos por Tui, una de tantas veces que la película se nos presentaba en nuestras conversaciones y nos entregábamos con fruición a rememorarla). Sólo entonces Tarkovski nos muestra algunos fragmentos de los iconos de Andrei Rublev.


Porque Andrei Rublev no es un biopic sino un viaje de iniciación o, si se quiere, de formación de la mirada, por eso nunca vemos al protagonista pintar, pero siempre lo descubrimos en el aquel de mirar.


Tarkovski no pretende contar la vida de Andrei Rublev sino algunos de los encuentros cardinales donde germina la sensibilidad de un artista, por eso estructura la película en ocho epìsodios de la vida de Andrei Rublev en los primeros años del siglo XV, como si de escenas de un retablo medieval se tratara, enmarcados con un prólogo y un epílogo (con las únicas imágenes en color del film, las que corresponden a los iconos del pintor).


De hecho, en la mayoría de esas escenas Andrei Rublev no tiene un papel protagonista, no lleva la historia sobre sus hombros, sino que la sufre o la contempla, como en el caso del episodio de La campana cuyo protagonista absoluto es el joven fundidor, que deviene una metáfora del artista y una metonimia de los dos Andrei; del artista en que se convertirá Rublev, desde luego, pero también del artista que ya era Tarkovski: qué semejantes el joven fundidor y el cineasta; el mismo arrebato, el mismo fuego de aquél lo hemos visto en éste cuando dirige una escena, cuando habla con el director de fotografía o con los actores.



Hasta el episodio de la fundición de la campana puede verse como una metáfora del rodaje de una de sus películas, de la propia Andrei Rublev sin ir más lejos.




En ningún momento se nos aparece Andrei Rublev como el motor de la historia, sino como un hombre -un pintor- que vive su tiempo histórico con todas sus consecuencias, un artista que experimenta en carne propia un mundo en crisis. Y experimenta la tentación, cuando tras las candelas que se mueven en la espesura del bosque al anochecer descubre a hombres y mujeres desnudos que acuden a celebrar ritos paganos en las aguas del río.


O la visión del Calvario en la nieve que le hace sentir la obligación del artista de recordarle constantemente a sus semejantes que son seres humanos.




Una escena que deviene un maravilloso tratado de manchas. A través de la maravillosa fotografía de Vadim Yusov, Andrei Rublev alcanza momentos de una sobrecogedora abstracción, como esas manchas sangrantes -en blanco y negro- sobre la nieve, que encontrarán su eco en otros momentos de la película.


Cuando concibe el proyecto de Andrei Rublev, en 1960, Tarkovski no ha cumplido los veintiocho años; acaba de terminar sus estudios en el VGIK, la escuela de cine de Moscú, y aún no ha realizado La infancia de Iván, su primer largometraje. Empieza a escribir el guión de Andrei Rublev con Andrei Konchalovski, compañero y amigo de la escuela de cine. La película -de los tres Andrei, como se ve- experimentó múltiples avatares desde el guión hasta el montaje original de 215 minutos en 1966, pero no se estrenó hasta 1969, en la URSS y en el Festival de Cannes, aunque sólo en 1971 empezó a distribuirse en condiciones normales. La versión más completa que puede verse ronda las tres horas. A pesar de las modificaciones del guión y los cortes del montaje original impuestos por el Goskino -el organismo estatal de la URSS que se ocupaba de los asuntes del cine-, uno no puede imaginar que Tarkovski hubiese podido abordar una película como el Andrei Rublev -su segundo largometraje- en otro lugar que en aquella URSS.


Larissa, la segunda mujer de Tarkovski, contó que Andrei había participado en una sesión de espiritismo, como un juego, no porque creyera en esas cosas, y el cineasta se refiere a esa sesión en un  par de entradas de sus diarios. El caso es que, por lo visto, se manifestó el espíritu de Pasternak, y Tarkovski le preguntó cuántas películas iba a hacer en su vida. "Siete", dijo el espíritu. El cineasta se sorprendió, le parecieron pocas. El espíritu de Pasternak insistió: "Siete, pero todas buenas". Al maestro le hubiera gustado esta anécdota. Recuerdo que, no pocas veces, transitábamos los pasajes que comunican el mundo del Andrei Rublev con El séptimo sello (1957), y el maestro evocaba entonces la escena con el pintor de la iglesia románica, uno de sus momentos preferidos del filme de Bergman.        


En La confesión: género literario de María Zambrano, encuentro un párrafo que subrayé a finales de los ochenta:

Artista es aquél que puede descender hasta tal profundidad de sí mismo donde encuentra unas visiones que a la par son acciones; el arte verdadero disipa la contradicción entre acción y contemplación, pues es una contemplación activa o una actividad contemplativa, una contemplación que engendra una obra, de la que se desprende un producto. Por eso anula a la par la diferencia entre lo real y lo imaginario, entre lo natural y lo fingido. Hay un trozo de un libro sagrado de China, en que este prodigio está señalado de la manera más nítida y humilde, como el agua. En el Tschuang-Tsé leemos la admirativa pregunta dirigida a un artesano por la ejecución perfecta de un campanario de madera, y él responde: "Yo soy un artesano y no tengo secreto alguno. Sin embargo hay una cosa en que consiste mi obra. Cuando me disponía a hacer el campanario me guardé muy bien de derrochar mis energías. Ayuné para aquietar mi corazón. Después de haber ayunado varios días ya no osaba pensar en la ganancia ni en los honores; después de cinco días de ayuno me había olvidado ya de mi cuerpo y de todos mis miembros. En aquella época ya no pensaba tampoco en la Corte de Vuestra Alteza. De este modo me recogí en mi arte y todos los ruidos del mundo exterior desaparecieron para mí. Fuime después al bosque a contemplar los árboles en su natural crecimiento. Una vez que tuve el verdadero árbol ante mi vista, me encontré con el campanario terminado, de suerte que no tuve más que echar mano de él. Si no hubiera encontrado el árbol hubiera abandonado mi empeño. Pero por haber hecho actuar mi naturaleza conjuntamente con la naturaleza del material, es por lo que las gentes dicen que es una obra divina".

Este Tschuang-Tsé de María Zambrano es el mismo Chuang Tzu de aquel cuento chino de Italo Calvino en el capítulo sobre la rapidez de las Seis propuestas para el milenio. El texto parece escrito a pie de pantalla, con la mirada aún a flor de piel, del bellísimo episodio de La campana, pues un mismo acorde reúne la secuencia del Andrei Rublev con las líneas de María Zambrano, y aun parece germinar también en las entrañas de la poética de Tarkovski desgranada en su libro Esculpir en el tiempo (un título que debiera haberse traducido -con precisión- como Esculpir el tiempo). El trance del artesano del campanario es el mismo del joven fundidor de campanas que abraza Andrei Rublev, el mismo del pintor de iconos, el mismo de Tarkovski que abraza la pietà con su película, desnudándose con la mirada.


Porque una obra de arte es también una confesión íntima, que Andrei Rublev, como la obra entera del cineasta, conjuga con tierra, agua, aire y fuego, transfigurados en La campana como un acorde del alma.

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