30/11/14

Érase una vez en el cine Edén


Ángeles me habla de Un dique contra el Pacífico de Marguerite Duras. Le encantó. Obedezco. La leo estas noches. Me encanta. Una novela estupenda con esas líneas memoriosas que evocan las tardes en el cine Edén. En la calle Catinat de Saigón. Un cine donde esconderse. El abrigo último para el desamparo de aquella Marguerite adolescente, la Suzanne de Un dique contra el Pacífico. El consuelo único del sudario de la pantalla.
Empezó a sonar el piano. Se apagaron las luces. Suzanne se sintió de pronto invisible, inmune, y rompió a llorar de felicidad. Aquella sala oscura de la tarde era un oasis, la noche de los solitarios, la noche artificial y democrática, la gran noche igualitaria del cine, más auténtica que la noche auténtica, más fascinante, más consoladora que todas las noche de verdad, la noche elegida, abierta a todos, brindada a todos, más generosa, más dispensadora de favores que todas las instituciones benéficas y que todas las iglesias, la noche donde se consuelan todas las vergüenzas, donde van a perderse todos los desesperos, y donde toda la juventud se despoja de la espantosa mugre de la adolescencia.
La noche del cine. La fecunda oscuridad del cine, escribe Marguerite Duras unas páginas después.


La madre de la escritora trabajó durante diez años (1917-1927) como pianista del cine Edén. Con los ahorros compra una concesión agrícola para dedicarse al cultivo del arroz, una plantación anegada una y otra vez por las mareas en el delta del Mekong, esa empresa imposible y ruinosa de Un dique contra el Pacífico. Joseph, el hermano mayor, le habla a Suzanne de lo horribles que habían sido aquellos diez años que la madre pasó tocando el piano en el Edén. El cine umbilical.
Cuando le ofrecieron el puesto de pianista en el Edén, tuvo que volver a ponerse a tocar el piano de la noche a la mañana. No había tocado desde hacía diez años, desde que acabó sus estudios de magisterio. Le dijo: A veces lloraba al ver que mis manos se habían vuelto tan torpes al leer las partituras, a veces hasta me daban ganas de gritar, de irme, de cerrar el piano. Pero poco a poco sus manos empezaron a responder. Sobre todo porque las partituras se repetían invariablemente, y además el director del Edén le permitía practicar por las mañanas. Vivía con la obsesión de que iban a despedirla. Y si adquirió la costumbre de llevar a sus hijos con ella, no fue tanto por no dejarlos solos en casa como para ablandar al director sobre su suerte. Llegaba un poco antes de que comenzase la sesión, colocaba dos mantas sobre dos asientos, a ambos lados del piano, y acostaba allí a sus hijos. Joseph lo recordaba perfectamente. La cosa no tardó en saberse y, mientras iba llenándose la sala, algunos espectadores se acercaban al foso para contemplar a los dos hijos de la pianista, allí dormidos. Al poco aquello se convirtió en una especie de atracción, que sin lugar a dudas no desagradaba al director del cine. (...) Se dormían inmediatamente después de que se apagaran las luces y de que empezara el noticiario. La madre tocaba durante horas. Le era imposible seguir la película en la pantalla. El piano no sólo no estaba al mismo nivel que la pantalla, sino que quedaba muy por debajo del de la sala.
Un fotograma con Harold Lloyd 
en El hermano pequeño (1927), 
una de las películas que la Duras recuerda haber visto 
a sus trece o catorce años en el cine Edén.
En diez años la madre no pudo ver una sola película. Así y todo, al final, sus manos habían adquirido tal habilidad que ya ni siquiera tenía que mirar el teclado. pero seguía sin ver la menor imagen de la película que transcurría encima de su cabeza. (...) Una vez, una sola vez, era tal su deseo de ver una película que alegó una enfermedad y acudió a escondidas al cine. pero a la salida la reconoció un empleado y nunca más volvió a hacerlo. En diez años sólo se atrevió a hacerlo una vez. Durante diez años había deseado intensamente ir al cine y no pudo ir más que una sola vez, ocultándose. Durante diez años esas ganas se mantuvieron intactas en ella, al tiempo que iba envejeciendo. Y al cabo de diez años era ya demasiado tarde...

Marguerite Duras escribe Un dique contra el Pacífico como un tributo a su madre. Para que -al fin- la quiera. Cuando se publica en 1950, la madre lee la novela como un acta de acusación. Ya ninguna noche del cine -ninguna gloria- podrá remediar la desdicha de la escritora. Un epílogo triste. Como aquellos diez años de la madre suspirando por la películas que no podía ver. La madre, los hijos, las voces prendidas en la telaraña del tiempo perdido. El cuento primordial. Érase una vez en el cine Edén...

23/11/14

Yo, etcétera


La identidad, ya se sabe, es un cuento. Un cuento de cuentos. El cuento de nunca acabar. Hasta el último aliento. Y aún más allá, en la memoria de quienes nos recuerdan. In memoriam.

¿Quién soy yo?, se pregunta Monica Vitti
en El desierto rojo, de Antonioni. 
Como Greta Garbo ante el espejo 
en Ninotchka, de Lubitsch. 

Y a la memoria viene Mi identidad secreta es (el poema que cierra El mundo no se acaba de Charles Simic): El cuarto está vacío / y la ventana abierta. 

Fotograma de Tren de sombras, de Guerín.

Y aquellos versos de Alejandra Pizarnik: todo en mi se dice con su sombra / y cada sombra con su doble. O los de Eusebio Lorenzo Baleirón: Soamente a túa sombra / que lentamente pisas, que te persegue insomne. / O resto é a palabra. Y más...

Fotogramas de Inland Empire, de David Lynch.

Je est un autre. Rimbaud.

Eu sou muitos. Pessoa.

Fotogramas de Passion, de Godard.

Ah, o ópio de ser outra pessoa qualquer! Fernando Pessoa, en Insónia.

Fotograma de Eyes Wide Shut, de Kubrick.

Yo soy mucho más que yo. Mejor dicho, soy "otra cosa". Cirlot.

Arriba, un fotograma de Personade Bergman. 
Abajo, uno de Mulholland Drive, de Lynch.

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach. Borges.

¿Cuál de los dos escribe este poema / De un yo plural y de una sola sombra?, se pregunta Borges en el Poema de los dones.

Fotograma de La mujer del cuadro, de Fritz Lang.

Yo no soy yo. / Soy este / que va a mi lado sin yo verlo, / que, a veces, voy a ver, / y que, a veces olvido. / El que calla, sereno, cuando hablo, / el que perdona, dulce, cuando odio, / el que pasea por donde no estoy, / el que quedará en pie cuando yo muera. Juan Ramón Jiménez.

Fotograma de Vértigo, de Hitchcock. 

Yo no soy yo, evidentemente. Torrente Ballester.

16/11/14

Ardían las rosas


Eva (Liv Ullmann) y Jan (Max von Sydow) se refugian en una isla durante una guerra civil. Pero es inútil, la guerra trastorna su mundo y los acaba alcanzando. Y lo pierden todo. Hasta la vergüenza. Al final, huyen en un barco de la isla, de la guerra. Pero quizá ya nunca podrán desprenderse de ella. Llega un momento -en una escena espantosa y espléndida- en que el barco casi no puede avanzar entre cadáveres flotando, y  poco después el motor deja de funcionar y quedan varados en medio del mar, se reparten las últimas provisiones, el agua se acaba... Entonces Eva, acurrucada junto a Jan, le cuenta...

Tuve un sueño. Yo iba caminando por una calle preciosa. A un lado, las casas eran blancas, con grandes arcos y pilares. Al otro, había un frondoso parque. Entre los árboles corría un riachuelo de verde agua. Finalmente llegué a una pared alta cubierta de rosas. Y pasó un avión e incendió las rosas. Pero no ocurrió nada. Era una bella imagen. Miré el agua y vi cómo ardían las rosas.
Yo llevaba una niña en brazos. Nuestra hija. Se abrazó fuerte a mí. Llegué incluso a sentir su boca contra mi mejilla. Todo ese tiempo sabía que había algo que no debía olvidar. Algo que me había dicho alguien. Pero se me olvidó.
Se trata de la última escena de La vergüenza (1968) de Ingmar Bergman, iluminada por Sven Nykvist en la isla de Farö. La evoca Ernesto Halfon en el Discurso de Póvoa, un ensayo-cuento que cierra El boxeador polaco.


15 de febrero 2008. Festival Correntes d'Escritas en Póvoa de Varzim. Han invitado a Ernesto Halfon a participar en una mesa redonda alrededor de La literatura rasga la realidad. El escritor prepara el texto de 15' que va a leer, No se aclara demasiado con el tema por más vueltas que le da en el cuarto del hotel. ¿De qué va el dichoso asunto? ¿Se refiere a la encrucijada de la literatura y la realidad?, ¿a la irrupción de la realidad en la literatura?, ¿o viceversa? Así que esa noche, para distraerse, enciende la televisión y ve el filme de Bergman. Luego no consigue dormir. Vuelve insidioso el tema de la mesa redonda y le da vueltas en la cama, y a eso de las cinco o seis de la mañana encuentra en la secuencia final de La vergüenza, con el sueño de Liv Ullmann, la clave para abordar el tema y así abrochar su comunicación en la mesa redonda, el Discurso de Póvoa:  
Así, exactamente, es la literatura. Al escribir sabemos que hay algo muy importante que decir con respecto a la realidad, y que tenemos ese algo al alcance, allí nomás, muy cerca, en la punta de la lengua, y que no debemos olvidarlo. Pero siempre, sin duda, lo olvidamos.
Así, exactamente -también-, el cine. Perdido en la memoria de un sueño donde ardían las rosas. En el agua.
 

9/11/14

La muerte de Miyagi


El cine para mirar (en la pantalla) se hilvanó en uno desde muy pronto con el cine para leer (en las revistas, en los libros, en los periódicos). En esta escuela hemos rendido tributo a algunos de esos escritores de cine que despertaron el deseo por unos filmes que iban a amojonar nuestra cinefilia y nos enseñaron a mirar (mejor, más hondo) las películas que amamos, y así amarlas aun más. Uno de esos maestros fue -sigue siendo- Serge Daney, a cuyos textos -cardinales- volvemos a menudo.

Serge Daney

Como estos días a El travelling de "Kapo" (aquí, en inglés y aquí en español), que puede leerse como si de su testamento se tratara. El texto apareció en la revista Trafic (que él mismo había fundado) en el otoño de 1992, unos meses después de su muerte, lo venía preparando desde dos años antes. Dos años después se publicó a modo de umbral en Persévérance, un viaje por su memoria cinéfila a través de una entrevista con Serge Toubiana.


El texto de Daney se remonta a uno de los momentos primordiales -fundacionales- de su cinefilia; no una película, sino un artículo sobre Kapo, un filme de Pontecorvo, publicado en un Cahiers -de los amarillos- de junio de 1961 y firmado por Rivette. Su título, De la abyección. Daney cita unas líneas que se le quedaron grabadas:
Observen, en Kapo, el plano en que [Emmanuelle] Riva se suicida arrojándose sobre los alambres de púa electrificados: el hombre que en ese momento decide hacer un travelling hacia delante para encuadrar el cadáver en contrapicado, teniendo el cuidado de inscribir exactamente la mano levantada en un ángulo del encuadre final, ese hombre merece el más profundo desprecio.

La abyección de ese travelling resuena en una ética de la mirada que se respiraba en el aire de aquel tiempo amarillo, con los Cahiers como bandera. Moullet dijo que la moral es una cuestión de travellings y Godard que un travelling es una cuestión moral, Porque una imagen -la de un travelling, pongamos por caso- no debe ser bella -o sólo bella-, debe ser -sobre todo- justa (Godard otra vez, sin olvidar aquel envés en Vent d'Est para llamar la atención sobre la condición no natural de la imagen, para denotar la imagen como construcción, como forma, como escritura: "no es una imagen justa, sino justo una imagen"). Tirando de aquel travelling, continúa Daney unas páginas después:
Hay cosas -había escrito Rivette- que deben abordarse con miedo y temblor, la muerte es una de ellas; ¿cómo se puede filmar algo tan misterioso sin sentirse un impostor? Yo estaba de acuerdo. Y como son raras las películas en las que no muere nadie, había muchas ocasiones para tener miedo y temblar. Ciertos cineastas, efectivamente, no eran impostores. Es así como, siempre en 1959, la muerte de Miyagi en Cuentos de la luna pálida me clavó, desgarrado en mi butaca del Studio Bertrand. Porque Mizoguchi había filmado la muerte como una vaga fatalidad que, como se veía claramente, podía y no podía producirse. Recuerdo la escena: en la campiña japonesa un grupo de bandidos hambrientos ataca a unos viajeros y uno de los bandidos atraviesa a Miyagi con su lanza, pero lo hace casi inadvertidamente, titubeando, movido por un resto de violencia o por un reflejo estúpido. Este hecho posa tan poco para la cámara [de Kazuo Miyagawa] que está a punto de no verlo, y estoy convencido de que a todo espectador de Cuentos de la luna pálida se le ocurrió la misma idea loca y casi supersticiosa: si el movimiento de cámara no hubiese sido tan lento, la acción se habría producido "fuera de campo" o -¿quién sabe?- simplemente no se habría producido.

Elijo apenas cuarenta y tantos -sublimes- fotogramas -de 2.400 y pico-, pero bastan para extender -dilatar, demorar- el tiempo y acrecer el fervor por un plano-secuencia (una escena resuelta en un solo plano, con la cámara montada en una grúa) que sólo dura -en tiempo de pantalla- 1' 41". No importa que la memoria "engañe" a Daney -nos "engaña" siempre-: no se trata de unos viajeros, tan sólo de Miyagi (la gran Kinuyo Tanaka) y el hijo que lleva a la espalda. No le engaña en lo esencial: no hay forma de describir mejor ese azar aciago que culmina -despojado de énfasis alguno- en la muerte de Miyagi. Como si la cámara misma se viese sorprendida y fuera de lugar (no está en el lugar -en el ángulo- donde cualquier cineasta la emplazaría sabiendo de antemano que esa muerte se producirá), hasta tal punto que la escena diríase rodada contra el guión. Un desajuste que deviene un emblema de la mirada de un gigante del cine. Dejemos que lo comente Daney:
¿Culpa de la cámara? Disociándola de las gesticulaciones de los actores, Mizoguchi procede exactamente a la inversa de Kapo. En lugar de una mirada embellecedora, una mirada que "hace como si no viera", que preferiría no haber visto nada, y de esa manera muestra el acontecimiento tal como se produce, fatalmente y al bies. (...) Estoy seguro de que en ese preciso instante cualquier espectador de los Cuentos... sabe sin duda alguna lo que es el absurdo de la guerra. No importa que el espectador sea occidental, la película japonesa y la guerra medieval: basta pasar del acto de señalar con el dedo al arte de designar con la mirada para que ese saber, tan furtivo como universal, el único del que es capaz el cine, nos sea otorgado.
Daney -he ahí su magisterio- ilumina la forma de lo que (sólo) aprendemos con el cine. Esas lecciones de la escuela de los domingos.